6

—¿Está mejor su esposa, señor Doyle?

—Sí, superintendente. Sólo fue la impresión recibida. El médico del hotel dice que pasará la noche bien, gracias a un sedante.

—Bien, bien. Me alegra por ella, lamento mucho que reaccionase así. Pero yo nunca pude imaginar que su esposa ignorase por completo los detalles del primer matrimonio suyo, señor Doyle…

—¡Le he dicho repetidas veces que aquel matrimonio fue una ridícula farsa! —protestó airadamente Desmond—. Ni siquiera estaba viva la joven cuando nos casaron.

—Eso, desgraciadamente, será difícil de probar por su parte —comentó el policía, con tono desabrido, paseando por el amplio y destartalado despacho en el Yard, cuyas ventanas asomaban al Támesis brumoso—. Sólo disponemos de un registro de matrimonio que certifica esa boda el día once de febrero de 1920, en la capilla privada de los Courteney, en Regent’s Park, así como un registro judicial de la misma ceremonia, extendido por un tal juez James Dudley en el juzgado de ese mismo distrito.

—Le parecerá increíble, monstruoso, pero me casé con una muerta. Fue una ceremonia horrible, con un cadáver vestido de novia. E igual fue la noche de bodas.

—Lamento no poderle creer, señor Doyle. Su historia es descabellada. Sabemos, sin embargo, que el doctor Clive Stratton, de Harley Street, médico de la familia Courteney, certificó la defunción de la joven el mismo día once, sin especificar hora concreta. Por tanto, cabe deducir que, en efecto, ella murió la misma fecha en que se casó con usted. Pero, lógicamente, no podemos admitir que fuese antes, sino después de esa ceremonia que convertía al viudo de Cheryl Courteney en heredero automático de una fortuna de más de cien mil libras esterlinas.

—Cien mil libras… —repitió Desmond, anonadado—. Cielos, es una gran fortuna… Pero yo nunca lo he sabido, jamás reclamé nada, no quiero un solo penique de esa desdichada joven…

—Posiblemente ha sido usted muy astuto al obrar así, señor Doyle —el policía le miró fijamente, parándose en sus pasos—. De no mediar esa boda, la fortuna de Cheryl Courteney habría pasado íntegra a su único pariente, una hermana llamada Melissa, que creo reside en la India. Pero su matrimonio le hace a usted heredero universal de la joven Cheryl, puesto que no existía testamento alguno.

—Ella tenía un tutor, un administrador o pariente llamado Oxley… —recordó Desmond.

—Eso es: Harry Oxley. Tío segundo de la joven y su tutor hasta la mayoría de edad, que se cumplía precisamente el día trece de febrero, fecha de su cumpleaños. Es decir, dos días después de la boda y muerte de la joven. Naturalmente, su matrimonio con usted la hacía automáticamente mayor de edad a efectos legales, y entraba en posesión de la herencia. Herencia que sólo unas horas después pasaba a ser totalmente suya conforme a la Ley, lo quiera o no, señor Doyle.

—Pero…, pero esto es enloquecedor, superintendente —se quejó Desmond amargamente—. No sé nada de esa fortuna, insisto en que me casé con una muerta y, por tanto, esa boda jamás existió como tal. Nunca tuve una esposa, nadie puede casarse con una difunta.

—Dicen que algo así hizo en Portugal hace siglos un rey enloquecido —suspiró el policía, reanudando sus paseos con las manos a la espalda—. Pero claro, vivimos en el siglo XX, no en la Edad Media, señor Doyle. Me resulta muy difícil aceptar su palabra de que se celebró una boda tan macabra.

—No es sólo mi palabra, señor —recordó Doyle desesperado—. Existía un reverendo, un tal Pearson… Él celebró ese absurdo matrimonio bajo coacción…

—El reverendo Nathaniel Pearson, de la iglesia anglicana —asintió suavemente el superintendente Murphy—. Tiene buena memoria, señor Doyle. Sí, fue él quien efectuó la ceremonia y registró ese matrimonio en sus libros.

—Entonces acuda a él, interróguele…

—Lamentablemente, eso no es posible, señor Doyle. El reverendo Pearson murió hace tiempo en circunstancias algo extrañas. Un accidente no aclarado. Un coche le arrolló al salir de su capilla, matándole en el acto.

—Dios mío, tal vez eso fue un asesinato…

—También lo fue, creo, la muerte de su primera esposa, señor Doyle.

—Vi un certificado de defunción en la alcoba donde me hicieron pasar la noche de bodas con la difunta —evocó Desmond—. En él daba por muerte natural el fallecimiento, y lo firmaba ese tal doctor Stratton que usted ha mencionado… ¿Por qué no acude a él para que aclare la cuestión?

—Otro imposible, señor Doyle. El doctor Stratton murió hace tres años, víctima de un tumor maligno. Antes de morir firmó una confesión, asegurando que había mentido en una ocasión a cambio de una suma elevada de dinero. Firmó un certificado de defunción falseando los hechos. Cheryl Courteney, fallecida según él de muerte natural, había muerto en realidad víctima de un derrame cerebral causado por un veneno muy poderoso, según pudo verificar por sí mismo en un análisis detallado de cierta sustancia ingerida por la víctima. Tengo copia de esa confesión en mi poder. Como ve, la muerte de su primera esposa no deja ya lugar a dudas en cuanto a su naturaleza provocada.

—Dios mío… Superintendente, trate de entender. Ni ella llegó a ser jamás mi esposa, ni yo sabía nada de ese crimen horrible. Se me dijo que padecía una dolencia que la llevó a la tumba. Busque a su tutor, o bien al mayordomo que sirvió de testigo en la ceremonia…

—El mayordomo Peter Jackson se mató al caer por una ventana, trabajando para otra familia londinense, tiempo después, señor Doyle —explicó cachazudo el policía—. Y en cuanto al tutor de la muchacha, Oxley, no ha dado señales de vida en varios años e ignoramos dónde pueda estar en estos momentos.

—Es como una pesadilla, un atroz complot. ¿Por qué iba a querer yo matar a nadie, superintendente? Ni siquiera conocía de oídas a esa joven…

—Cien mil libras son un buen motivo para un crimen, que yo sepa. Y recuerdo que por entonces, su fama dejaba bastante que desear, señor Doyle. Estaba usted en la ruina. De repente, pagó todas sus deudas y se fue a vivir a América, de donde ha vuelto rico, según creo. ¿De dónde salió ese dinero, si no fue de su breve boda con Cheryl Courteney?

—La tela de araña se cierra sobre mí —murmuró Desmond, poniéndose en pie, airado, trémulo—. Es como si todo me acusara. Pero los testigos que podían ayudarme a confirmar mi historia han muerto. Todos en forma harto sospechosa, según veo. Como si alguien hubiera tenido interés en tapar sus bocas para siempre…

—Eso es sólo una simple hipótesis. Oficialmente, fueron accidentes y nada más. Por otro lado, señor Doyle, ¿qué interés podría tener nadie en contratarle a usted a cambio de una enorme suma de dinero, para casarle con un cadáver?

—Nunca lo supe a ciencia cierta. Cobré quince mil guineas por ese papel en la macabra farsa. Pero la razón de todo ello, la ignoro.

—Usted ha mencionado a un tal señor Smith, que fue, según su historia, quien le propuso el asunto y le pagó por él tan generosamente…

—Así, es.

—Que sepamos, no hay ningún señor Smith en el caso. En aquella casa sólo vivían el mayordomo Jackson y el tutor, Harry Oxley. Y la señorita Courteney, repito, sólo tenía un familiar con vida, su hermana Melissa, en la India.

—Sospecho que el señor Smith no era otro que Harry Oxley, su tutor.

—Es muy posible —admitió Murphy indeciso—. De todos modos, señor Doyle, su historia sigue siendo muy frágil e incongruente, admítalo. ¿Qué ganaba el señor Oxley con casarle con su sobrina difunta? Que yo sepa, nada en absoluto.

—Él no mencionó el asunto de la herencia, aunque lo habría rechazado de plano. Siempre pensé que todo era obra de un loco, un capricho siniestro, una macabra excentricidad.

—Un capricho de quince mil guineas es un capricho demasiado caro, señor Doyle, incluso para un magnate. Que yo sepa, Harry Oxley no era dueño de ninguna fortuna, sólo administrador de la de su pupila.

—Veo que estoy perdido, diga lo que diga —se cansó Desmond, abatido—. ¿Va a encerrarme acusado de asesinato, superintendente?

—No. todavía no —resopló el policía—. Aún debo atar algunos cabos. Pero le agradeceré que no intente abandonar la ciudad bajo ningún pretexto, por el momento. Y, desde luego, ni remotamente sueñe con volver a América por ahora. No se lo permitiría.

—Entiendo —meneó la cabeza con desaliento—. En cualquier momento podría ser arrestado por ese delito, ¿verdad?

—Es muy posible. Depende de las investigaciones, señor Doyle.

—¿Por qué no investigan también otras cosas, como la tarjeta que recibí y la aparición de ese ramo de azahar ajado en mi suite esta misma noche? No es nuestro, alguien entró a dejarlo allí intencionadamente, quizá para aterrorizarme.

—Lo estamos investigando, no lo dude —el gesto de Murphy era escéptico—. Pero respecto a eso, quisiera mostrarle algo que puede interesarle de modo particular, señor Doyle.

—¿Qué es ello? —se sorprendió Desmond, cerca ya de la salida del despacho policial.

—Lea esto, se lo ruego —pidió el policía, sacando de una gaveta de su mesa un pliego de papel escrito—. Es un documento muy interesante en ciertos aspectos. Y lo escribió la propia Cheryl Courteney. Estaba entre sus pertenencias en la casa de Regent’s Park, actualmente a la venta.

—Veamos…

Desmond alargó la mano, tomando la hoja de papel. Parecía pertenecer a una serie de ellas, perforadas y encuadernadas. Se estremeció al enfrentarse de nuevo con la misma letra angulosa y prieta que ya conocía. El documento tenía todas las trazas de pertenecer a un diario íntimo y personal de una mujer algo infantil, aniñada e imaginativa.

Pero sus ojos se fijaron particularmente en unos párrafos marcados con subrayado en rojo, tal vez por la propia Policía:

«… de todos modos, morir no me asusta mucho. Sé que mi salud es quebradiza y ello puede suceder en cualquier momento. Pero también sé que la muerte es sólo el tránsito a otra vida diferente.

Espero que cuando me vaya de este mundo, mi espíritu siga vivo. Y pueda volver de la muerte cuando desee. Después de todo, ¿qué otra cosa pudo ser lo que ya me ocurrió una vez, siendo niña?

Entonces, todos me lloraron, dándome por muerta. Cuando iba a ser sepultada, resucité. Volví a vivir ante el asombro de todos, incluidos los médicos. Fue entonces cuando supe que hay otra vida más allá de ésta, que es posible volver si se desea con tanta fuerza como yo lo deseo. Por eso no temo a la muerte. Sé que volvería de la tumba otra vez, como pasó entonces. Los que me amanserían así felices. Y los que me odian sufrirían en su ser el miedo a lo que no entienden cuando me vieran regresar de entre los muertos…»

—De entre los muertos… —repitió Desmond, dejando caer el papel sobre la mesa del despacho policial—. Dios mío…

—¿No cree en el más allá, señor Doyle? —sonrió el superintendente—. Ella sí parecía creer. Y mucho. Tal vez tuviera razones para ello, a la vista de los dos hechos inexplicables que han tenido lugar desde que usted volvió de América.

—No puede ser —negó Doyle estremecido—. Nadie vuelve de la muerte…

—De todos modos, esta noche podremos comprobar si eso es cierto o no.

—¿Esta noche? —Doyle le miró, perplejo—. ¿Qué quiere decir?

—Vamos a exhumar el cadáver de Cheryl Doyle…, perdón, de Cheryl Courteney, como usted dice.

—Cielos…

—Si quiere, puede asistir a la ceremonia en ese cementerio de Regent’s Park, señor Doyle.

—No, gracias —rechazó horrorizado—. Por nada del mundo iría a algo semejante. Ya vi durante horas el cadáver de esa infortunada joven…

—Como quiera. Si cambia de parecer, sepa que está invitado a la exhumación del cuerpo para proceder a una autopsia minuciosa de sus restos…