5

—De modo que, si no es por ella, pasas de largo por Europa sin venir a ver a un viejo amigo, ¿eh, granuja? —le reprochó Charles Heyward con tono dolorido.

—Así es, Charlie —admitió Desmond—. Confieso mi tremenda ingratitud para con los buenos amigos y para mi propia ciudad. Pero siempre pensé que Londres es una ciudad bastante triste para una recién casada.

—¿Triste? —objetó Abigail, contemplando arrobada el Parlamento a través de las ventanas del hotel—. ¡Es la ciudad más maravillosa y sorprendente que jamás vi! No te habría perdonado nunca volver a América sin visitarla, querido.

—De haberme avisado antes, pude haber ordenado que tuvierais preparado y a punto tu domicilio de siempre, en Mayfair, Desmond.

—No, no. Nada de viejas mansiones. Esta vez viviremos en el hotel, es lo mejor.

—Ya lo oyes, Charles —dijo Abigail risueña—. Yo me muero por residir en una vieja mansión británica, y él me obliga a vivir en otro hotel. Después de Roma, Lisboa, París y Bruselas, estoy harta de hoteles, ésa es la verdad. Deberías convencerle tú de que podríamos ir dentro de unos días a la residencia de los Doyle, al menos antes del regreso a mi país.

—Prometo hacer lo imposible por convencerle —rio Heyward de buen humor. Y al dirigir una mirada a Desmond, mientras Abigail se ausentaba por las otras habitaciones de la suite hotelera, a deshacer equipajes y preparar su primer recorrido turístico por la capital, observó el gesto ceñudo y poco feliz de su amigo—. ¿Qué te ocurre? ¿No eres dichoso en este viaje, amigo mío?

—No podría describirte fácilmente mi felicidad junto a Abby, Charlie —confesó el joven con espontaneidad—. Es esa idea de ir a la vieja casa de Mayfair la que me desagrada.

—Vaya, siempre he de meter la pata —se lamentó Heyward amargamente—. Pero ten en cuenta que la idea no fue totalmente mía…

—Lo sé, lo sé. No es la primera vez que Abby manifiesta el deseo de vivir allí las semanas que estemos en Londres. Me costó persuadirla para reservar habitación en este hotel. Ahora imagino que no habrá quien la disuada de ir a casa.

—¿Por qué ese trauma? Es un hogar excelente, Desmond. En él creciste, te hiciste hombre…

—Y en él pasé los peores momentos de mi vida. No me preocupan mis recuerdos de cuando dilapidaba alegre y estúpidamente mi fortuna por esos garitos y lupanares en interminables noches de orgía y locura, sino los relacionados con la ruina, el hundimiento físico y moral que me condujo a las puertas del suicidio…

—Vamos, vamos, de eso hace ya casi diez años —le atajó alegremente Charles, dándole un palmetazo en la espalda—. Ya pasó. Ahora eres un feliz y próspero hombre de negocios que triunfa en el país del dólar y viene aquí como acaudalado turista en viaje de luna de miel con la más encantadora y bella americana que se puede imaginar. Evocar ahora todo aquello son tonterías, tú lo sabes.

—¿También fue una tontería lo de Cheryl Courteney, Charlie?

Charles enmudeció. Miró a su amigo preocupado, enarcando las cejas con gesto de cierta perplejidad.

—¿Aún piensas en eso? —murmuró al fin—. Fue una locura sin sentido de algún morboso excéntrico, eso es todo. También quedó atrás. Y para siempre.

—¿Tú crees? Hace solamente unas semanas, en Nueva York, durante la boda, creí verla a mi lado, bajo el traje de novia de Abby… Una corriente helada cruzó la capilla y cerró una puerta de golpe.

—Nunca pensé que América pudiese acoger esos temores infantiles. Es un país nuevo, grande y práctico. Las historias de fantasmas no creo que vayan con él.

—¿No? Poe no pensaba lo mismo. Cualquier lugar del mundo puede ser igual cuando uno lleva dentro el temor, la inquietud, la incertidumbre.

—¿Qué incertidumbre en tu caso, Desmond? Tienes a Abby, eso es una hermosa realidad. Triunfas, eres rico, respetado, diriges negocios importantes al otro lado del mar… Eso es lo que cuenta, qué diablos.

—¿Y en qué se basa todo eso? En unos cimientos extraños, Charlie: en cinco mil guineas llegadas de no sé dónde, a cambio de una noche de horror.

—¿Otra vez eso? Hiciste un pacto, ¿no? Y cumpliste tu parte.

—Sí, pero ¿con quién? ¿Quién era el «señor Smith»? ¿Por qué aquella lúgubre farsa? Nunca he podido quitármelo de la cabeza en todos estos años. Y empieza a…

En ese punto, reapareció Abigail, risueña, portando un sombrero con cinta de terciopelo y plumas azules, junto a un vestido rematado en flecos plateados.

—¿Qué tal este conjunto para pasear el primer día por Londres, querido? —quiso saber.

Desmond se volvió a ella cambiando su expresión grave por una más alegre.

—Perfecto —aprobó—. Vas a causar sensación en esta vetusta ciudad.

—¡Exagerado! —rio ella, poniendo el vestido sobre su cuerpo—. ¿No crees que Desmond desorbita un poco las cosas, Charles?

—En absoluto, Abby —rechazó Charles Heyward sonriente—. Serás la mujer más elegante y atractiva de todo Londres. Un soplo de aire fresco en un ambiente apolillado por el conservadurismo británico, querida.

—Vais a hacérmelo creer —se burló ella, desapareciendo de nuevo mientras tarareaba un charlestón de moda en América, «It’s my baby», tras anunciar a ambos—: Estaré lista en un momento, preparaos a escoltar a la sensación de Londres.

Sus alegres risas sonaron en la distancia. Desmond y Charles se miraron.

—Por favor, amigo, no la hagas advertir nada raro en ti ahora —rogó Heyward—. Ella no se merece eso. Es tan feliz…

Desmond asintió:

—Lo sé. Es maravillosa. Procuraré que no se dé cuenta de cosa alguna, te lo prometo, Charlie. Soy el primer interesado en hacerla dichosa en todo momento. Sin sombras en su vida joven y optimista. No me perdonaría lo contrario, créeme.

Charles asintió. Llamaron a la puerta en este momento. Doyle le autorizó a entrar. Un «botones» del hotel asomó bandeja en mano.

—Es para usted, señor Doyle —informó—. Un mensaje urgente.

Desmond tomó un pequeño sobre cerrado, dirigido a su nombre. Arrugó el ceño. Sin saber por qué, aquella letra picuda y cuidadosamente trazada le resultaba familiar.

—Gracias, muchacho —dijo, dándole una generosa propina que hizo sonreír deslumbrantemente al mozo.

Rasgó el sobre, curioso por saber quién conocía su presencia en el hotel, ya que el pequeño sobre, sin duda con una tarjeta de visita dentro, no había llegado por correo, al estar carente de franqueo.

Extrajo una pequeña cartulina color beige, de bordes ondulados. Tenía todo el aspecto de ser una tarjeta femenina, juzgó, olfateando un vago aroma que no identificó, pero que le trajo un recuerdo borroso, incorrecto. Olía a rosas.

—¿Quién te escribe? —se interesó Charles, frívolo—. ¿Avisaste a alguien de tu llegada?

—No. Sólo a ti —declaró Desmond. Y fijó su mirada en la tarjeta.

Sufrió una violenta convulsión. Sus ojos casi se desorbitaron.

La misma letra menuda, puntiaguda, aparecía en dos líneas sobre la tarjeta en blanco:

«Recuerda, querido Desmond, que estás casado conmigo todavía.

Tu:

Cheryl»

Abigail desapareció alegremente entre los biombos lacados, los espejos y los dorados del lujoso salón de la casa de modas de Regent Street, mientras los dos hombres permanecían curioseando unos sombreros femeninos, a la espera de que la joven esposa se probase las prendas que había elegido.

Charles puso una mano sobre el brazo de Doyle, que giró la cabeza hacia él.

—¿Preocupado todavía? —indagó a medio tono.

—¿Cómo no estarlo? Es para enloquecer, Charlie. Si ella se da cuenta…

—No creo que note nada. Estás disimulando muy bien —meneó la cabeza, pensativo—. Sigo opinando que todo es una burla de mal gusto. Alguien sabe lo ocurrido entonces y te ha gastado esa broma pesada.

—No, Charlie. La letra de esa tarjeta…, era la misma que vi en su declaración póstuma aceptando la boda post-mortem. Podría jurarlo. Y la firma…, era idéntica.

—Una letra y una firma se pueden imitar. Tal vez tu misterioso «señor Smith» ande detrás de todo ello.

—Pero ¿por qué, Charlie, por qué? ¿Es que ese hombre está rematadamente loco?

—Pudiera ser. Eso explicaría su generosa oferta a cambio de una farsa grotesca y blasfema. Hay gente cuyo cerebro es como un tumor gangrenoso.

—Lo peor de todo es que tienen razón. Yo prometí casarme…, y respetar esa boda por el resto de mis días.

—Tonterías. Ni siquiera hubo tal boda. Seguro que no aparece registrada en ningún juzgado de Londres, dijera aquel tipo lo que dijera, Desmond.

—¿Y si esa boda sólo existe como tal por encima de legalismos y cuestiones oficiales? Tal vez algo sobrenatural, demoníaco, tomó buena nota de mí promesa, de mi enlace con…, con aquella chica.

—Vamos, vamos, no puedes volver a pensar en el diablo y cosas así. Hechos semejantes sólo suceden en la imaginación de literatos enfebrecidos.

—Aún recuerdo que Mozart recibió un día la visita de un desconocido que le pagó por un réquiem que jamás fue a recoger…, y que sirvió para su propio funeral. ¿También eso lo imaginó alguien demasiado exaltado, Charlie?

—Tal vez el propio Mozart. El hambre y la miseria hacen ver cosas increíbles.

—Dímelo a mí. Mi situación aquella noche no era muy diferente a la de Mozart. Quizá un ser semejante, alguien de ultratumba, vino a por mí antes de morir, para convertirme en el esposo de una difunta de por vida. No sé, es para enloquecer. Esto empieza a inquietarme, Charlie. Nadie podía saber que estamos en ese hotel, en Londres, después de tantos años. Por otro lado, ¿y si Abby llega a enterarse de algo, si vuelven a avisarme y ella intercepta el mensaje? ¿Qué podría explicarle?

—Muy sencillo: la verdad.

—¿La verdad? ¡No, cielos! Nunca me atrevería…

—Es tu esposa. Le debes lealtad, sinceridad. Tal vez haya llegado el momento de abrirle tu corazón y tu mente de par en par, compartir con ella tus temores y tus dudas. Estoy seguro de que eso te haría mucho bien.

—Y a ella mucho mal, Charlie.

—Podría ser peor si se entera de otro modo o más tarde, Piénsalo y…

—¡Desmond, cariño! —les interrumpió la voz de Abby desde el probador—. ¿Puedes venir un momento y darme tu opinión? Creo que es un conjunto precioso…

—Sí, querida, ya voy —miró a Charlie, se encogió de hombros y echó a andar para reunirse con su mujer.

—Piénsalo bien, Desmond —le alentó Heyward—. Creo que ella debe saberlo…, cuanto antes mejor.

Desmond Doyle se abstuvo de toda respuesta.

No podía dormir aquella noche.

Su mente era todo confusión. Los nervios estaban tensos. Ajena a su problema interior, Abigail dormía profundamente a su lado, el rostro con la aureola dorada de sus cabellos desparramados sobre la almohada, recibiendo de refilón una rendija de luz desde el ventanal.

La miró, pensativo, los ojos muy abiertos en la penumbra de la alcoba. Recordó el consejo de Charles: «Dile la verdad. Le debes lealtad, sinceridad…»

Sí, eso era cierto. No hubiera querido nunca guardarle un secreto a Abby. Pero aquél, precisamente aquél, era demasiado tenebroso, demasiado horrible para exponerlo de viva voz a la mujer que había confiado en él desde un principio.

—Se lo tengo que decir, de todos modos —pensó, moviéndose inquieto en la cama—. Mañana lo haré, sin falta. Debo decidirme, reunir fuerzas para hacerlo…

Trató de descansar. Cerró los párpados, algo más calmado, a medida que la decisión se iba fortaleciendo en su mente.

El ruido le sobresaltó.

Abrió los ojos otra vez. El ruido se repitió. Allí mismo. En la suite. Dentro de sus lujosas habitaciones del hotel. Era un simple crujido. Madera seca, quizá. Carcoma o algo así. La noche siempre estaba llena de ruidos semejantes. Sólo que nadie les hacía caso.

Se estremeció. No era la primera vez que se intranquilizaba con algo así. Una noche como ésta, nueve años atrás, había pensado lo mismo ante un inquietante crujido de madera. Sólo que entonces la novia que reposaba cerca de él era un cadáver.

Aquella maldita noche. La de esponsales más siniestra y alucinante que un hombre podía vivir. Entonces, como ahora, algo había crujido cerca de él repetidamente. Como si un indefinible hálito de vida ultraterrena se agitara en torno…

Escuchó. Pero el ruido no se repetía. Había llegado del gabinete, no sonó en la propia alcoba, de eso sí estaba seguro.

Se incorporó. Despacio, sigiloso. Abigail se movió ligeramente entre las sábanas.

Se detuvo, alarmado. Esperó. Ella seguía durmiendo, con una expresión dulce y angelical en su rostro. Desmond tomó con cautela la bata colgada de una silla tapizada. Se envolvió en ella y cruzó de puntillas la habitación, saliendo al gabinete. La luz de la calle, penetrando por las rendijas de los postigos entornados, trazaba dos bandas de claridad sobre los muebles y tapizados. Miró en torno, ansioso.

Se calificó a sí mismo de necio por dejarse impresionar por tonterías. No había nadie allí. Las puertas permanecían cerradas tal como las dejara. Nadie había entrado a importunar su sueño.

De repente, sus ojos se fijaron en una de las butacas tapizadas de la sala, la que recibía más claridad del ventanal. Había algo allí. Algo blanquecino, que no recordaba haber dejado sobre el asiento. Tal vez algún objeto de Abigail, olvidado al irse a dormir.

Caminó hacia el mueble. Olfateó el aire, perplejo.

Rosas… Olía a rosas, estaba seguro. Un aroma lejano y estremecedor que había aprendido a aborrecer. Un viejo perfume que relacionaba con la muerte, con aromas de embalsamar.

Alargó la mano. Tocó el objeto de la butaca. Lanzó un sordo grito de horror, demudado al rozar con sus dedos el extraño objeto depositado en el mueble.

—¡Dios mío, no! —jadeó, dejándolo caer a la alfombra, donde lo contempló con fijeza hipnótica.

Era un ramillete de azahar. Las flores estaban desvaídas, mustias, pero conservaban aún una cintita blanca sujetando los secos tallos amarillentos…

Un ramillete de azahar como el que sujetaba entre sus yertas manos el cadáver de Cheryl Courteney nueve años atrás…

Una voz sonó a sus espaldas.

—Desmond, querido, ¿qué sucede?

Se volvió pálido, sobresaltado. Abigail le miró con sorpresa.

Iba envuelta en su amplia bata color azul brillante, despeinados los rubios cabellos, y acababa de aparecer en la puerta del dormitorio, con gesto perplejo.

—Abby… —musitó Desmond, moviéndose hacia ella, demudado—. Siento haber interrumpido tu sueño…

—Te oí gritar, moverte por el gabinete —ella parecía desorientada—. ¿Te ocurre algo?

Y al fijarse de repente en las flores de novia caídas en el suelo, musitó, con tono alterado:

—Desmond, ¿qué es eso?

Él tragó saliva. La rodeó con sus brazos.

—Es difícil de explicar —murmuró—. No sé cómo empezar, Abby, pero tengo que decírtelo. Ahora mismo, sin esperar a más.

—Decirme, ¿qué? —los ojos azules de la joven le miraron ingenuamente.

—Dios, es tan complicado empezar… —se exasperó Doyle—. Ni siquiera sé de qué forma explicarte lo que aquella noche…

El golpeteo sobre la puerta le interrumpió. Sobresaltado, apretó con fuerza a Abigail contra sí, de modo instintivo, mientras miraba con auténtico terror hacia la entrada a la suite.

—¡Abra, señor Doyle! —sonó una voz profunda, autoritaria—. ¡Abra, por favor! Es importante.

Ambos se miraron, asombrados y temerosos.

—Desmond, querido, ¿qué es lo que está pasando? —gimió ella.

—No sé, no entiendo nada. ¿Quién puede ser a estas horas?

Fue a abrir la puerta. Dio la luz. En la entrada apareció un hombre vestido de gris, con sombrero hongo, que se apresuró a quitar de su cabeza al ver a Abigail en medio del gabinete. Era un individuo fornido, no muy alto, de aspecto vulgar y mirada inquisitiva. Unos grandes bigotes lucían sobre su rostro enérgico.

—¿Señor Doyle, Desmond Doyle? —preguntó, mirándole fijamente.

—Sí, yo mismo. ¿Puede decirme quién es usted y a qué debo esta inoportuna llamada a tales horas de la madrugada, caballero? —preguntó a su vez Desmond secamente.

—Por supuesto, señor Doyle, tiene perfecto derecho a ello —asintió el otro sin inmutarse—. Soy el superintendente Murphy, de Scotland Yard.

—Un policía… —Desmond pestañeó, incómodo, sin saber por qué—. ¿Cuál es el motivo de su visita, si puede saberse?

—Lo lamento, señor Doyle, pero me veo obligado a decirle que recaen sospechas de asesinato sobre su persona —dijo el funcionario con frialdad.

—¡Asesinato! —Desmond retrocedió unos pasos, como si le hubieran dado un mazazo—. Pero ¿a qué asesinato se refiere, superintendente? ¿De qué está hablando?

—De la muerte de una joven hace nueve años, señor Doyle. Existen serias sospechas de que usted asesinó entonces a su primera esposa, Cheryl Courteney…

Tras de Doyle hubo un ruido. Se volvió rápido.

Abigail se había desplomado inconsciente sobre la alfombra.