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Abigail Chandler era feliz.

Daba vueltas y vueltas por la habitación, radiante, cantando alegremente entre dientes, la expresión risueña, los ojos iluminados.

—Es el día, tía Emma… ¡Es mi día! —clamaba con entusiasmo, sin dejar de danzar—. Me siento tan dichosa que no puedo contenerme.

—No seas chiquilla —sonrió su tía bondadosamente—. ¿Qué pensará tu prometido, si te ve haciendo todo esto?

—Oh, tía, él lo comprenderá. Lo comprende todo, es adorable. Le amo locamente, me siento llena de felicidad a su lado. Y tan protegida… Sé que él jamás me abandonará. Que a su lado no puedo correr ningún peligro.

Al dar vueltas, su rubia cabellera flotaba como una guedeja de oro al aire libre, dando a su rostro juvenil un aire casi aniñado. La resplandeciente alegría que iluminaba su bonita cara la hacía aparecer aún más bella y más dulce que nunca. Los azules ojos eran dos destellos radiantes.

—Déjate de palabrería ahora, y empieza a vestirte de una vez —pidió su tía Emma severamente, aunque con la sonrisa bailándole en las amables pupilas, tan celestes como las de su sobrina—. Se aproxima la hora y el novio puede impacientarse si la novia no llega puntual a la cita ante el altar. Supongo que no querrás quedarte compuesta y sin boda, precisamente por tanto dar rienda suelta a tu alegría.

—Cielos, tía Emma, tienes razón —murmuró, apurada, mordiéndose el gordezuelo labio inferior y dejando de tararear el charlestón de moda—. Qué loca soy. Ni siquiera me daba cuenta de la hora que es ya…

Corrió presurosa al armario y empezó a sacar ropa de él. La puerta se abrió, y una doncella entró llevando en sus brazos el traje de novia. Comenzaron los preparativos apresurados, bajo la sabia dirección de la tía Emma.

Atolondrada y feliz, la joven Abigail se equivocaba constantemente, demorando así el momento de estar lista para la ceremonia.

Su tía la reprendió con severidad:

—Si no te estás quieta, no podré hacer nada contigo. ¿Quieres ser formal de una vez por todas, criatura, y dejarte vestir? A este paso, novio e invitados van a ver crecer su barba considerablemente. Y no hablemos nada del reverendo.

Abigail rio, pero apresurándose a mostrarse más formal. Gracias a ello, minutos más tarde, una resplandeciente novia rubia, de tez sonrosada y expresión feliz, salía de casa de los Chandler, en la Quinta Avenida neoyorquina, rumbo a la capilla de la Calle Cuarenta y Tres, donde iba a celebrarse la ceremonia de esponsales. Un lujoso y flamante Packard rojo, descapotable, de blancos neumáticos, aguardaba a la puerta, para conducir a la novia hasta el lugar de la boda.

A la entrada de la capilla, junto a un blanco y suntuoso modelo de Kissel Roadster, también descapotable, aguardaba enfundado en su chaqué el novio, mirando impaciente la hora, mientras el órgano, dentro del templo, repetía la Marcha Nupcial de Mendelssohn una y otra vez, a la espera de la novia y su padrino.

Cuando el Packard rojo apareció por la esquina cercana, el novio y los demás invitados lanzaron un suspiro de alivio. En el vehículo llegaba la novia, en compañía de su tía Emma, de su tío Zachary, el padrino, y de varias invitadas amigas.

—Ya está ahí —suspiró Desmond Doyle, volviéndose a la elegante dama que permanecía junto a él, con el velo alzado sobre el rostro, bajo el elegante sombrero de plumas. Sus manos, enguantadas en terciopelo gris, jugueteaban nerviosas con un collar de perlas de varias vueltas. El novio añadió, arreglando algo nervioso su corbata de plastrón—: ¿Está todo en orden, querida madrina?

—Sí, Desmond —sonrió la dama risueñamente—. No temas, estás guapísimo. La novia no va a abandonarte al pie del altar, estoy segura de ello. ¡Qué más quisiera yo, para suplirla de inmediato!

—Qué cosas tiene, señora Foster —rio Doyle de buen humor, apretando afectuosamente un brazo de la dama—. Sabe que la adoro, pero no del modo que a Abby. Es usted una amiga admirable y maravillosa, a quien debo haber conocido a ese encanto de muchacha.

—Así son las cosas —suspiró la elegante madrina—. Yo os presento en mi fiesta, y acabáis casándoos. Nunca pensé ser una buena casamentera, la verdad. Hasta hace poco, era yo quien conquistaba a los jóvenes atractivos como tú, pero se ve que los años no perdonan.

—Mi querida Jane Foster, sabe que sigue siendo la más hermosa mujer de esta ciudad —ponderó Doyle—, sólo que yo…, me he enamorado como un colegial, eso es todo. Sepa que mi primera tentación en aquella fiesta fue para usted. Pero apareció ella, y todo cambió.

—Embustero —le reprendió ella jovialmente—. Eres adorable. Desmond. Creo que Abby tiene una gran suerte al ser tu esposa. Se lleva a un hombre magnífico. Y conste que los ingleses nunca me cayeron demasiado bien.

—Será porque yo tengo ascendencia escocesa —rio Doyle, encaminándose al interior del templo antes de que el Packard se detuviera delante del mismo con la novia. Su madrina, y socio comercial en sus numerosos negocios en los Estados Unidos, Jane Foster, se apresuró a ir con él, cogida de su brazo.

Fue una boda deslumbrante, en pleno corazón de Nueva York, aquella radiante mañana de 1929. Un hombre rico, emprendedor y audaz, codiciado por todas las mujeres casaderas de la ciudad, había elegido esposa en la persona de una muchacha de buena familia bostoniana, con residencia en la ciudad de los rascacielos, Abigail Chandler. Era un enlace casi de novela, un auténtico romance como podía verse en cualquier película romántica de los cinematográficos del país.

Allí, ante el altar, juntos el uno al lado del otro, la belleza rubia y adolescente de Abigail y la firmeza de un Desmond Doyle en la cumbre de su juventud madura y experta, formaban una pareja perfecta, de verdadera aureola romántica. El reverendo iba desgranando las previas advertencias al matrimonio, para terminar con la frase ritual en tale casos:

—… Y si aquí hubiera alguien que conociera algún impedimento para que esta boda se celebrase, que lo diga ahora en nombre del Señor, antes de que este hombre y esta mujer queden unidos en matrimonio.

Una pausa. Abigail sonreía bajo su blanco velo sutil. Desmond, de repente, tuvo un escalofrío. Se puso rígido dentro de su chaqué. Y no pudo evitar mirar atrás, como si temiera que alguien, bajo la bóveda del templo, pudiera replicar a esa frase alegando algún terrible motivo para impedir aquella boda.

Eran sólo unos escasos segundos. Pero parecían siglos para el novio, cuyos ojos, por encima del brazo, recorrían las filas prietas de testigos, para sorpresa de su madrina, Jane Foster, que no entendía su actitud.

Nadie alzó la voz. Nadie se incorporó para protestar en el templo.

Pero en alguna parte, una puerta golpeó bruscamente al cerrarse. Una leve corriente de aire cruzó la capilla, agitando las blancas ropas de la novia.

Desmond tembló. Aquel aire parecía extrañamente frío, como si llegase de algún lugar húmedo y oscuro. Miró a Abigail de soslayo, apretando los labios.

Casi lanzó un grito de terror.

¡Aquel rostro!…

Una faz suave, pálida, tersa… Un cabello negro bajo el velo de novia y unos profundos ojos oscuros fijos en él con obsesiva intensidad. Color de cera, rigidez marmórea, algodones en sus fosas nasales, unas manchas en las mejillas…

La alucinación duró un segundo. Notó las manos sudorosas, frías, el temblor en sus rodillas…

—Desmond, querido, ¿te encuentras bien?

Era ella. Abigail. Su voz. Su rostro. Seguía siendo dulce, rubia, infantil casi. Los ojos eran azules, no negros. Ni rigidez, ni color mortuorio, ni macabros detalles cadavéricos…

—No nada —jadeó con voz ahogada—. No es nada, Abby. La emoción, creo…

Ella sonrió dulcemente. El reverendo continuaba su plática. Les estaba desposando. Ya nada tenía remedio. El fantasma de Cheryl Courteney quedaba atrás definitivamente para siempre.

Ésta sí era una boda real, el enlace con un ser lleno de vida…

Ya no había corrientes de aire. Ni portazos. Pero los había habido en cierto momento, inexplicablemente. Eso no podía olvidarlo.

—Tonterías —murmuró mentalmente—. Simple imaginación. En cualquier momento puede producirse una corriente, una puerta que se cierra.

—Desmond Doyle, ¿quieres por esposa a Abigail Chandler y prometes amarla y respetarla hasta que la muerte os separe?

Era a él a quien tocaba responder. Salió de su abstracción para responder en un murmullo, mirando a los ojos celestes de Abigail:

—Sí, quiero.

Luego le tocó a ella. Y el reverendo les declaró marido y mujer tras ponerse los anillos. Cuando sus labios se unieron en el beso ritual, Desmond evocó un lejano y frio recuerdo, el contacto de su boca con otra boca helada, yerta…

Volvió a estremecerse. Abigail pensó sin duda que de felicidad. Pero también era de temor, aunque ella no lo supiera. Temor a algo que ni siquiera sabía lo que era.

La apretó con fuerza contra sí.

Como queriendo proteger a su flamante esposa de algo oculto y siniestro.

—Eh, ya basta —rio la voz de Jane Foster junto a ellos—. Dejad algo para la noche de bodas, querido.

Hubo risas. Se separaron. La madrina besó a la novia. Desmond sintió su mano apretada por el tío y padrino de Abigail. Sonrió a todos, mecánicamente.

Una frase acababa de despertar de nuevo sus temores, sus recelos, su oculta angustia de años.

La noche de bodas…

No, no quería recordar eso otra vez. No aquella noche de bodas perdida en el tiempo, nueve años atrás, cuando él era aún el joven disoluto y alocado que acabó en la ruina y el fracaso.

Luego, se vio llevado en volandas hacia la salida del templo, de la mano de su novia, rodeados de la simpatía popular. Eludió a algunos periodistas que querían información de un novio tan conocido en los círculos mercantiles y financieros de la ciudad, un hombre con peso específico dentro de Wall Street.

Poco después, Abigail había cambiado su Packard rojo por el blanco Roadster Kissel de su flamante marido, del mismo modo que su apellido Chandler había cambiado por el de Doyle.

Y rodando sobre el elegante y deportivo vehículo, se alejaron hacia la Quinta Avenida, Manhattan abajo, en dirección al barco que les esperaba en el muelle para iniciar su viaje de bodas, su luna de miel en Europa. Invitados, padrinos, curiosos y reporteros, quedaron atrás. La joven pareja se quedó sola consigo misma, Desmond al volante y su joven esposa al lado, mirándole arrobada.

—Te amo, Desmond —musitó tiernamente, apoyando sus delicadas manos en el brazo de él.

—Y yo a ti, querida —respondió Doyle con expresión de ternura en su rostro al volverse hacia ella, aprovechando un semáforo en rojo—. Voy a ser muy feliz, lo sé.

—Yo también. A tu lado será como vivir un sueno, no una simple vida vulgar, estoy segura.

—Ojalá pueda darte toda esa felicidad que tú mereces, Abby.

—Me la darás, estoy convencida de ello. Y yo haré lo imposible por devolverte parte de ella, amor mío.

—No necesitas hacer nada para eso. Soy feliz sólo con verte, con tenerte a mi lado.

—Desmond…

—Abby…

El semáforo se abrió para ellos. Siguieron rodando hacia los muelles donde el transatlántico partiría aquella misma tarde hacia Europa, llevando al señor y la señora. Doyle en una suite nupcial de a bordo.

Su destino era Francia, Italia, Portugal…

Hasta que Abigail, ya en Europa, cuando su luna de miel iba tocando a su fin, expresó a Desmond el deseo que él menos hubiera deseado ver reflejado en labios de su mujer:

—Querido, me muero de ganas por conocer tu país. Vamos a ir a Londres, ¿verdad? No te perdonaría que me dejaras sin conocerlo, ahora que estamos tan cerca…

Desmond dominó lo mejor posible su desasosiego, su contrariedad interior. No podía negarle aquello. Ella sabía de la presencia de su amigo Charles Heyward, de su vida juvenil en la capital británica.

—Está bien, querida —murmuró tras unos instantes de duda—. Iremos a Londres, por supuesto. Charlie va a sentirse muy feliz de conocer al fin a la señora Doyle…