Desmond Doyle puso el revólver sobre la mesa mientras apuraba la copa de Oporto con lentitud, fija su mirada en el fuego de la chimenea.
Era su última copa. Su última noche. Sus últimos momentos en el mundo.
A su alrededor, los suntuosos muebles, las cortinas y cuadros formaban un ambiente hogareño y rico. Nadie hubiera comprendido fácilmente que un hombre como él, joven y apuesto, con una mansión como aquélla, pudiera poner fin a su vida en aquella fría noche de invierno.
Y, sin embargo, a Desmond Doyle le sobraban razones para todo eso.
Aquellos restos majestuosos de su herencia habían sido lo último que le quedara de ella. Por un tiempo al menos. Luego, había obtenido dinero hipotecándolo todo. Dinero para seguir jugando, divirtiéndose, frecuentando garitos y lupanares de Londres en una loca carrera contra el tiempo, para vivir en pocos años lo que otros no experimentaban ni en toda su vida.
Ahora, éstas eran las consecuencias.
La ruina, el deshonor, el fracaso absoluto.
Dentro de pocas horas, vendrían con coches de mudanzas a recoger todos los bienes muebles, antes de que otro acreedor se hiciera cargo de la finca. Se quedaría en la calle. Pero no por mucho tiempo. Había otras deudas que no podía pagar. Había sido denunciado. Un buen amigo suyo, policía, le había advertido de que sólo aplazarían su detención y encarcelamiento hasta el mediodía siguiente.
Un Doyle de Mayfair arruinado, deshonrado, hundido. El hazmerreír de Londres. Su matrimonio con la bella y rica Eileen, roto. La familia de ella, los orgullosos y puritanos Haversham, furiosos con él. Acreedores suyos también en un abuso de confianza imperdonable.
—He caído muy bajo —murmuró, contemplando siempre las brasas de aquellos últimos leños que crujían en el hogar, a punto de extinguirse en pavesas y ceniza—. Muy bajo. No vale la pena seguir. Cuando no se tiene valor para afrontar los propios errores, se debe tener para poner fin a una vida estúpida, vacía y sin sentido. Ni siquiera Eileen sentirá ya mi muerte. Nadie la sentirá en esta ciudad que creí mía y que ahora me cierra todas sus puertas, lo mismo que antes me las abrió, cuando era un mimado por la fortuna…
Como respuesta a su monólogo sombrío, uno de los leños chascó, rompiéndose en una lluvia de chisporroteos y pavesas, allá en la chimenea señorial. Fuera, contra los vidrios empañados de las ventanas, el viento y la llovizna de aquella noche brumosa, golpearon sorda, casi siniestramente.
Desmond Doyle tomó un sorbo más de Oporto. Dirigió una mirada indiferente a los ventanales que recibían el tamborileo sordo del agua en el exterior.
¿Qué podía importarle a él que la noche fuese realmente de perros? Tanto daba una así como otra serena y amable, cuando uno iba a poner fin a su vida. Bajo el cielo nuboso o estrellado, dentro de poco sería cadáver. Pero eso no le importaba demasiado.
Se preguntó, mientras encendía un cigarrillo, cómo había podido suceder todo aquello. A sus veinte años había ido reclutado al frente. Eran las postrimerías de la guerra y Europa seguía siendo un infierno. Luego llegó el armisticio y todo se acabó. El regreso al hogar, tras los meses vividos en las trincheras, había sido muy diferente a lo que imaginó. Los héroes no eran nadie en su vida civil, una vez dejada atrás la contienda. El año dieciocho había conocido muchas de esas desilusiones. Él quiso olvidar cosas. Cosas como los compañeros desangrándose junto a él entre el barro, cuerpos mutilados, bombas y granadas, estruendo, sangre y violencia. Y así comenzó a beber, a divertirse alocadamente, el juego y las mujeres completaban su programa habitual hasta el amanecer o hasta la misma salida del sol, de garito en garito, de cama en cama, de club en club o de pub, según los casos. Igual se pasaba las noches en el Soho, que en Mayfair mismo o en el propio Whitechapel, entre la miseria, el alcohol y las prostitutas del East End. Eso había sido su vida durante tres años. Ahora, en plena juventud, se sentía tan decrépito y depravado interiormente como podía serlo el propio Dorian Gray de Wilde. Sólo que él ni siquiera tenía un retrato donde contemplar la sordidez de su alma entregada a todos los excesos y sumergida en todos los errores.
Ahora, esto era el fin. La ruina, la humillación, la vergüenza…, y la muerte. Tal vez era un cobarde. Quizá su padre le hubiera dado un bofetón y le hubiese desafiado a seguir adelante, a enfrentarse a sus propias equivocaciones, a su nuevo estado tan lejos de los Doyle de siempre, ricos, orgullosos, estimados y respetables.
Miró el teléfono, allá sobre el muro empapelado, no lejos de él. Pensó en descolgarlo por un momento y llamar a Charles, su mejor amigo. Decirle lo que iba a hacer y despedirse de él. Charles Heyward, evidentemente, no le entendería. Nadie podía entenderle.
Desistió de esa idea casi de inmediato. No, no valía la pena molestar a Charles con todo eso. Ya se enteraría más tarde por los periódicos. Como Eileen, como todo el mundo.
Suspiró, apurando al fin su copa de Oporto. Aplastó el cigarrillo en el cenicero. Se arregló el cuello de la camisa sobre el jersey blanco y marrón, como si fuese a recibir a alguien, en vez de irse al otro mundo de un balazo en la sien. Abrió la gaveta y extrajo el sobre. Lo depositó sobre la mesa, ante él. Su destinatario era obvio: «Al juez».
Eso bastaba.
Tomó el revólver. Un viejo Smith & Wesson calibre 38, perteneciente a su padre. Era la única arma que tenía a mano. Serviría para la ocasión. Según el viejo Doyle, jamás le había fallado en sus guerras coloniales, allá en la India o en Egipto y Sudán. Triste destino para un arma que su padre consideraba llena de gloria castrense, recuerdo de batallas memorables por la Corona y por el Imperio.
Sonrió tristemente, meneando la cabeza. Amartilló el arma, calmoso.
Y se dispuso a poner fin a su vida.
Llevó el arma a la sien. Su dedo no temblaba en el gatillo. No tenía miedo. No es que le alegrara morir, abandonar este mundo. Pero tampoco temía el momento supremo. Tal vez era un modo de purgar muchos errores, pensó con amargura.
El cañón metálico rozó su sien. Frío, redondo, insensible.
Dominó un leve estremecimiento. Dentro de poco, ese acero ardería. Para entonces su cabeza estaría reventada, con un feo’ aspecto. El guapo caballero Desmond Doyle, que, al decir de todas las damas londinenses, ya fuesen de la mejor o de la peor esfera social, era uno de los más atractivos y arrogantes hombres de la ciudad, mostraría entonces una apariencia repulsiva y atroz. Pero eso tampoco le importaba ya demasiado.
Su dedo se tensó sobre el gatillo. Se dispuso a apretarlo…
El tintineo de la campanilla fue como si el pistoletazo se produjera justo entonces. Sólo que más musical, aunque la insistencia y energía con que era pulsado el llamador hizo que sonara con cierta violencia, retumbando en la casa desierta, donde se encontraba él, sin servidumbre, invitados ni amigos, a diferencia de los tiempos en que le sobraba dinero.
Se puso rígido. La campanilla seguía resonando insistentemente, con premura, como si quien llamara tuviese excesiva impaciencia. Perplejo, bajó el arma. Se preguntó quién podría ser a aquellas horas. Miró el reloj del saloncito.
—Las once y media —murmuró—. ¿Quién diablos se descuelga ahora llamando a mi puerta?
El campanilleo no cesaba. Irritado, dejó el revólver sobre la mesa. Se incorporó, dispuesto a enviar muy lejos al inoportuno, fuese quien fuese. Mientras se dirigía al vestíbulo a través de las habitaciones y pasillos desiertos, se preguntó si no sería su amigo Charles quien acudía ahora, quizá movido por un oscuro presentimiento. La idea le pareció ridícula. Charles era una de las personas que difícilmente podrían llegar a tal grado de sensibilidad premonitoria. Era un gran muchacho, sí, pero no demasiado imaginativo.
Se detuvo ante la puerta de entrada.
El campanilleo era insistente, casi molesto, respiró hondo y, dispuesto a mostrarse bastante rudo con el inoportuno, abrió la puerta.
Una ráfaga de aire frío, envolviendo a la llovizna helada, le azotó el rostro y las ropas, haciéndole dar un paso atrás. La calle, totalmente difuminada por la bruma y el aguacero, sólo mostraba las farolas encendidas formando halos nebulosos en la noche.
Se quedó mirando al visitante con extrañeza.
—Buenas noches, señor Doyle —saludó éste.
No supo qué decir. El hombre era un perfecto desconocido. Pero sin saber por qué, su aspecto le impresionó.
—Buenas noches —dijo—. ¿Qué desea, para llamar con tanta insistencia?
—Verle a usted, señor Doyle. Y es urgente —respondió el desconocido.
Desmond enarcó las cejas sin dejar de contemplarle. Era un individuo alto, delgado, vestido enteramente de oscuro. Llevaba un gabán largo, negro, empapado de agua de lluvia, sombrero hongo de igual color y bufanda gris oscura. En conjunto resultaba un tipo lúgubre, pero no sólo por sus ropas. El rostro que vislumbró entre la bufanda y el sombrero era una pálida mancha alargada, de facciones angulosas, huesos prominentes en su mentón y pómulos, nariz halconada emergiendo como un pico sobre los labios delgados, y unos ojos oscuros y fríos como la misma noche.
—Lamento no poderle recibir —dijo secamente Doyle, reaccionando—. Estoy muy ocupado en estos momentos, caballero. Si quiere volver otro día…
—Otro día no sería posible —repuso el visitante. ¡Dios! pensó Desmond, no sabía él bien lo acertado que estaba. Y añadió con firmeza—: Debo verle ahora. El motivo de mi visita no admite demora, señor Doyle.
—Le repito que lo siento —se irritó el joven—. Ni siquiera le conozco, señor. No tengo el menor motivo para alterar mis planes y recibirle a semejantes horas.
Se equivoca —sonrió extrañamente el individuo—. Tiene muchas razones para recibirme, señor Doyle. Vengo a ofrecerle diez mil guineas en efectivo. Ahora mismo.
Diez mil guineas. La enormidad de esa suma le dejó estupefacto. Miró al hombre, empezando a temer que se las viera con un chiflado o un excéntrico. El otro entendió perfectamente lo que pasaba por su cabeza.
—No me interprete mal, señor Doyle —se apresuró a añadir—. Digo la verdad. Llevo encima mío esa suma. Y será de inmediato para usted, si me recibe y llegamos a un acuerdo.
—Diez mil guineas es mucho dinero —murmuró Desmond.
—Mucho. Suficiente para zanjar todas sus deudas y dejarle al día, ¿no es cierto?
—¿Cómo sabe…? —frunció el ceño, disgustado, pero recordó que un Doyle era alguien en Londres, y no resultaba raro por tanto que la gente supiera de sus cuitas. Tras un momento de indecisión, se decidió. Echándose a un lado, invitó—: Pase, caballero. Pero le aseguro que si esto es un engaño, le echaré a puntapiés de mi casa. Por cierto, ni siquiera sé su nombre…
—¿Qué más da eso? —rio entre dientes el otro, pasando por su lado, al interior del vestíbulo—. Llámeme Smith, si lo desea. El nombre de alguien que va a darle diez mil guineas a cambio de muy poco, debe importarle mínimamente, señor Doyle.
En cierto modo, tenía razón. Desmond le guio en silencio hasta la biblioteca, para evitar que pudiese ver en el living su carta dirigida al juez y el revólver amartillado sobre la mesa.
—Siéntese —invitó, mostrándole un butacón ante la chimenea apagada y gélida—. Como ve, no puedo ofrecerle demasiadas comodidades, señor Smith. Usted conoce muy bien las razones, al parecer.
—Claro que las conozco —sonrió el visitante, acomodándose en el asiento sin despojarse de sus ropas de abrigo, aunque sí del sombrero, que dejó ver debajo una cabeza cubierta de cabello muy negro y liso, salpicado por algunas canas—. Debe usted exactamente tres mil guineas a sus acreedores particulares, dos mil quinientas a diversas entidades bancarias de la City, otras tres mil a quienes hubieran sido sus suegros, los Haversham y, finalmente, mil doscientas libras al Gobierno por impuestos impagados. Todo eso le llevará a la cárcel mañana mismo. Son casi diez mil guineas en total, si no me equivoco.
—Está usted muy enterado de mis deudas —dijo fríamente Desmond.
—Sí, bastante —suspiró el hombre de oscuro. Y extrajo cuidadosamente de un bolsillo interior de sus ropas un pasmoso fajo de billetes que depositó sobre una mesita inmediata. Esto zanjaría todas esas deudas.
Desmond Doyle contempló atónito aquel montón cuidadosamente apilado de billetes de curso legal de elevado valor. Allí había, sin dudarlo, las diez mil guineas que mencionara su visitante.
—¿Cómo se atreve a ir de noche por las calles con semejante suma encima? —se sorprendió el joven.
—Ya ve que no me ha ocurrido nada —la sonrisa del desconocido era indiferente—. Le advierto que esta suma no será la única que reciba usted si llegamos a un acuerdo y acepta mis condiciones, señor Doyle.
—¿Todavía me piensa ofrecer más dinero?
—Otras cinco mil guineas, exactamente, para que comience una nueva vida. ¿Qué le parece el trato?
—En cuanto a lo económico, inmejorable —su desconfianza creció de grado ahora, mientras dirigía una mirada a aquel fajo de billetes, humedeciendo sus labios nerviosamente—. Pero ¿y las condiciones a cambio? Mucho debe exigirme para pagarlo tan generosamente, señor Smith.
—Como verá, no es gran cosa. Sólo le pido unas horas de su vida a cambio de este dinero. Recibirá las diez mil ahora mismo, si acepta. Y las otras cinco mil, mañana al amanecer.
—Acabemos de una vez. ¿Qué debo hacer por ese dinero? ¿Vender mi alma?
—No, no —rio el otro—. Yo no soy el diablo, señor Doyle. Solamente el intermediario de alguien que es quien le hace la oferta.
—Ya. ¿Y qué se espera concretamente de mí?
—Una boda.
—¿Una…, qué?
—Lo que ha oído: una boda. Debe casarse con alguien a cambio del dinero.
—Pero…, pero eso no tiene sentido…
—Lo tiene para mí y eso basta. ¿Acepta o no?
—Tendría que pensarlo…
—No hay tiempo —el visitante extrajo un reloj de sus ropas. Era un pesado Roskoff de plata, viejo y gastado. Lo mostró ante Desmond, alzando su tapa—. Son las doce menos veinte minutos, señor Doyle. Tiene exactamente cinco minutos para resolver. Es todo el tiempo que puedo concederle.
—Una boda… —repitió Desmond, mientras el otro guardaba de nuevo su reloj de bolsillo—. Es un paso muy importante para un hombre, señor Smith. Ni siquiera conozco a la novia…
—Pocas bodas se celebran a cambio de la propia vida —rio suavemente el hombre de ropas oscuras—. Y menos aún con quince mil guineas de dote para el novio…
Desmond sufrió un leve sobresalto. «A cambio de la propia vida…», acababa de decir su visitante. ¿Es que acaso él sabía o intuía lo de su suicidio inmediato? Le miró, pero el rostro alargado y huesudo no reflejó ninguna emoción.
—Tiene razón —dijo—. ¿Cuándo ha de ser la boda?
—Hoy. Ahora mismo. Esta noche.
—¿Y la novia…?
—La conocerá en el momento de la ceremonia. Pero debo advertirle de algo: una vez casado, tendrá que pasar la noche de esponsales con ella, como es de rigor. Solamente esta noche, señor Doyle. Después, se separará de ella para siempre. No volverá a verla. No tendrá noticias de ella, no estará ligado con ella salvo por ese lazo matrimonial que nunca, nunca le será recordado…, a menos que intentase darlo por nulo o pretendiera casarse de nuevo. Entonces, y sólo entonces, su novia haría valer sus derechos sobre usted, señor Doyle, ¿está eso bien claro?
—No, pero lo entiendo. Usted sugiere que hoy me casaré con una dama, pasaré con ella la noche de esponsales…, y nunca más volveremos a vernos.
—Eso es.
—Pero yo no deberé volverme a casar o anular ese matrimonio jamás.
—Exacto.
—Supongo que no podía esperar nada normal, cuando se me ofrece tanto por un simple matrimonio de unas horas —suspiró Desmond, resignado—. Una sola pregunta más, antes de darle mi respuesta definitiva, señor Smith.
—No sé si podré contestarla. ¿Cuál es? —los ojos del otro le miraron, cautos.
—¿Por qué me eligieron a mí para ese matrimonio tan extraño?
Una enigmática sonrisa curvó los labios descoloridos del caballero desconocido. Se encogió de hombros. Su respuesta fue mucho más ambigua de lo que Doyle esperaba.
—Eso, señor mío, es cosa de ella. De la dama que va a ser su esposa. Solamente ella podría responderle —dijo—. Ahora dígame si acepta o no. Su plazo se acaba.
Doyle se estremeció, sin poderlo evitar. Miró a su interlocutor en silencio, y luego su mirada vagó por los oscuros rincones de la amplia biblioteca. No le gustaba la frase que acababa de oír: «Su plazo se acaba».
Pero de inmediato desechó esa idea estúpida. Más que se había acabado poco antes cuando iba a apretar el gatillo de un arma para volarse los sesos…
—Está bien —dijo con firmeza, tomando una brusca resolución—. Acepto.
Un Pierce Arrow, modelo 1919, les condujo a través de un Londres brumoso, bajo la llovizna fría y persistente, rodando a través de calles que eran como simples fantasmas en la niebla. El desconocido conducía el automóvil de forma cuadrada y carrocería oscura con cierta pericia.
Desmond viajaba en la parte de atrás, retrepado en el asiento, la mirada fija en el exterior, por si le era posible identificar los lugares que recorrían en la noche. La cosa no resultaba nada sencilla. Aquel hombre había dado varios evidentes rodeos, usando calles angostas y solitarias que le eran poco conocidas, y alejándose considerablemente de Mayfair.
Ya no podía saber si estaba en el Soho, en Blomsbury o en Westminster, tal era la desconcertante marcha del vehículo rodando sobre el húmedo pavimento de la ciudad.
Finalmente, se detuvieron ante un edificio apenas visible en la bruma, más allá de una alta verja de hierro. Desmond, a través de la ventanilla, creyó distinguir setos y árboles en torno a la edificación.
—Hemos llegado, señor Doyle —dijo gravemente su acompañante, bajando del vehículo tras cruzar una puerta enrejada y rodar unos momentos sobre una gravilla rechinante, que hizo vibrar ligeramente al vehículo sobre sus ruedas.
Abrió la portezuela, poniendo el pie en un sendero esponjoso por la lluvia. De la arboleda en torno, goteaba agua sobre él, casi pulverizada. Allá, ante ellos, se erguía la sombría forma sólida de un viejo caserón típico de la época victoriana.
Vio luz en un ventanal de cortinas corridas. Una claridad amarillenta y difusa, pero muy perceptible en el oscuro paraje donde se hallaban. De no ser porque había acudido allí con aquel hombre después de guardar diez mil hermosas guineas en la caja fuerte de su casa, tras llamar a su amigo Charles Heyward para que acudiese lo antes posible a la hipotecada mansión de los Doyle en Mayfair, a hacerse cargo de las deudas y pagarlas de inmediato, habría llegado a sospechar que el desconocido sólo pretendía desvalijarle o, posiblemente, asesinarle.
Pero eso era ridículo, tras recibir de sus manos tan jugosa suma. Aún se sonreía cuando recordaba la voz de Charles a través del teléfono, al ser informado de que había diez mil guineas en efectivo dispuestas para los pagos. Le había hecho un montón de preguntas, pero la respuesta de Desmond había sido la dictada por su visitante cuando le advirtió de su llamada al amigo:
—Diga que le explicará más adelante todo. Que se trata de una herencia inesperada o algo así.
Y así había sido su respuesta. A Charles no le había convencido en absoluto, pero prometió estar en la casa antes del amanecer, para afrontar las más perentorias exigencias de los acreedores dispuestos a vaciar la mansión, así como avisar a los demás y detener de ese modo la orden de arresto a nombre de Desmond Doyle por impago de deudas.
Iba pensando en todo ello mientras caminaban hacia la puerta de la mansión victoriana. Se detuvieron ante una alta puerta de madera maciza, tras subir tres escalones de piedra.
El hombre llamado Smith pulsó un llamador. Dentro de la casa tintineó remota una campanilla.
No tardaron en abrir. Un hombre alto, de edad madura, cabello canoso y patillas desmesuradamente largas, les abrió la puerta. Iba impecablemente uniformado de levita oscura.
—Pasen, por favor —pidió—. El reverendo Pearson les aguarda en el salón.
Entraron. El mayordomo cerró la puerta, avanzando silencioso ante ellos en dirección a la sala mencionada. Cuando llegaron a ella, Doyle se halló ante unos muros tapizados de color ocre, mobiliario oscuro, pesado y antiguo, numerosas porcelanas valiosas decorando los muebles, cornucopias en las paredes y un gran retrato sobre la chimenea apagada, mostrando a una dama de rara belleza, vestida de tules blancos, vaporosos, que daban un aire fantasmal a su hermosa figura.
Delante de la chimenea esperaba un hombre en pie, con una copa de brandy en su mano. Vestía enteramente de negro, con cuello cerrado blanco, tenía cabello escaso y ralo, abultada nariz rojiza, indicadora de una afición evidente a los licores, y ojillos astutos tras unos lentes de pinza sobre su respetable apéndice nasal.
—Buenas noches, caballeros —saludó cortés, volviéndose—. Ya pensaba que no vendrían…
—Como ve, se equivocó, reverendo —sonrió fríamente el acompañante de Doyle—. Estamos aquí, y la boda se celebrará de inmediato en la capilla familiar. Señor Doyle, le presento al reverendo Nathaniel Pearson, de la iglesia anglicana. Reverendo, éste es el novio, Desmond Doyle.
—Es un placer conocerle —dijo el sacerdote, inclinando la cabeza con afabilidad—. Espero que sea muy feliz a partir de esta noche, señor Doyle.
—Sí, eso espero yo también —suspiró Desmond distraído, mirando de nuevo al gran retrato al óleo colgado sobre la chimenea.
Le fascinaban aquellos ojos profundos, rasgados y oscuros, en un rostro pálido y suave, de triste sonrisa melancólica, no exenta de misterio. Una cabellera oscura, ondulada y abundante, caía sobre los hombros de la dama de blanco, el fondo del cuadro era una indefinida bruma grisácea en un paraje sombrío e inconcreto.
—Hermoso cuadro —comentó con voz calmosa.
—Sí, lo es —asintió el reverendo—. Debo felicitarle, señor Doyle. Su futura esposa es muy bella.
Desmond notó un raro cosquilleo en su persona. Fascinado, clavó los ojos en el retrato. El reverendo se había referido a ella como «su futura esposa». Smith no hizo nada por rebatirle ese punto.
Ciertamente, no podía quejarse de su suerte. Casarse con una dama como aquélla, recibiendo además quince mil guineas por ello, y quedar virtualmente libre tras la noche de esponsales con tan hermosa criatura, era mucho más de lo que nadie podría imaginar nunca. Y menos aún un hombre arruinado que minutos antes iba a lanzarse directamente al infierno.
Se preguntó qué extraña excentricidad conducía a aquella mujer de sorprendente belleza a celebrar un matrimonio de medianoche con un perfecto desconocido. Cierto que la sociedad había sufrido una seria crisis en la postguerra y mucha gente se propasaba en sus caprichos, pero éste le parecía demasiado grotesco.
—Síganme —pidió el llamado Smith—. Vamos a la capilla. La ceremonia debe celebrarse de inmediato. No debemos hacer esperar a la novia, caballeros.
Emprendieron la marcha a través de la casa, hasta alcanzar un corredor posterior, por el que caminaron en silencio, con el solo sonido del eco de sus pisadas en las baldosas, hasta detenerse ante una pequeña puerta ojival, de madera claveteada, cuyo pomo tomó su anfitrión antes de volverse hacia ellos.
—Entren, por favor —dijo—. Hemos llegado.
Abrió, haciéndose a un lado. La puerta chirrió sobre sus goznes. Un olor a cera quemada llegó del interior de la capilla. Los dos hombres entraron delante del misterioso caballero en una capilla reducida donde ardían varios velones cuya claridad era la única en la cámara. Las llamas amarillas bailoteaban como pequeños espectros o como fuegos fatuos en un cementerio, despidiendo un humo que apestaba a cera caliente.
El altar de la capilla aparecía borrosamente tras esos velones que, en número abundante, lucían por doquier. Pero Desmond no pudo ver, pese a sus esfuerzos, la figura de su futura esposa. La capilla parecía estar vacía por completo.
—¿Dónde está la novia? —preguntó el reverendo, sujetando ahora entre sus pálidas manos un pequeño libro de tapas negras.
—Tenga paciencia —dijo Smith—. Ella está ahí, esperándonos. Vayan al altar, por favor.
Los dos echaron a andar entre los velones que ardían en la capilla. El aire estaba allí denso y cargado a causa de ellos. Doyle tuvo la aprensión repentina de que aquel olor le recordaba a la muerte, tal vez porque siempre asoció los velones con una cámara ardiente.
Llegaron al altar, tras rodear los incontables velones que, sobre sus soportes de hierro forjado, ardían en el recinto.
Y entonces vieron a la novia.
El reverendo lanzó una imprecación y se echó atrás, con gesto sobresaltado. El libro cayó de sus manos.
—Dios mío… —le oyó susurrar Doyle—. ¿Qué significa esto?
Desmond mismo, habría querido tener fuerzas para hablar. Pero no pudo. Estaba con la mirada fija en aquella forma humana, tendida ante el altar.
Era la dama del cuadro, de eso no había duda. Envuelta en tules blancos, con traje de novia y un ramo de azahar sobre su regazo, entre las blancas manos. El cabello oscuro desparramándose a ambos lados de su rostro apacible. No pudo verle los ojos, Tenía los párpados cerrados. Y reposaba dentro de un féretro suntuoso, forrado de seda púrpura.
—Está…, está… —comenzó a jadear a duras penas.
—Si, señor Doyle —afirmó calmoso su visitante nocturno—. Está muerta. Pero usted va a casarse con ella ahora. Es lo que prometió, recuérdelo bien…
—¡No puedo celebrar esta boda! ¡Sería un sacrilegio, una blasfemia!
Y el reverendo Pearson se inclinó, recogiendo su libro, dispuesto a marcharse airadamente de allí.
Smith se le cruzó imperturbable en el camino, deteniendo su marcha. Los ojos del hombre brillaban amenazadores. Pero su voz no sonó airada, sino fría y cortante:
—Reverendo Pearson, más vale recapacitar un poco antes de tomar esa decisión. Si sale de esta capilla y se niega a celebrar el matrimonio, la gente sabrá mañana mismo que el respetable Pearson es culpable de la violación de una menor, de vivir secretamente con una ramera y de defraudar los fondos de la iglesia de modo constante. Aquí tengo las pruebas —agitó unos documentos que extrajo de su chaqueta—. Serán hechos públicos mañana. Piénselo bien.
El reverendo se había quedado lívido. Sus manos temblaban. Una simple ojeada dirigida a los documentos, con el beneplácito de Smith, fue bastante para que comprobara la veracidad de los asertos de su anfitrión.
—No puede hacer eso… —farfulló.
—Claro que puedo. Y lo haré si me obliga a ello.
—Es que no puede celebrarse una boda… con una muerta —se quejó—. Es…, es ilegal, es sacrílego, es monstruoso…
—La celebrará. Ahora mismo.
El reverendo tragó saliva. Miró a Desmond en busca de una hipotética ayuda. El joven no estaba precisamente en condiciones de dársela. Rígido, anonadado, con el rostro blanco como el yeso, contemplaba despavorido la belleza serena e inerme de la mujer tendida en el ataúd.
—Está…, está bien —jadeó al fin el reverendo—. Lo haré, claro. Pero esos papeles…
—Serán suyos en cuanto celebre el matrimonio.
El hombre pareció aliviado. Asintió, encaminándose al altar. Desmond se volvió, al fin, mirando a ambos con expresión incrédula.
—No pensará llevar esto…, hasta el final —murmuró.
—¿Por qué no, señor Doyle? —sonrió Smith—. ¿Pensaba en una boda normal acaso? Nadie pagaría tanto a un novio si la desposada fuese una mujer vulgar, y menos aún siendo tan hermosa como lo es la señorita Cheryl.
—Pero esto es ridículo, absurdo… El reverendo tuvo razón, es incluso monstruoso. Nadie puede casarse con una muerta. Ella…, ella no puede dar el sí tan siquiera.
—Eso no es problema, señor Doyle. Tengo aquí su asentimiento, escrito ante testigos —otro papel brotó de sus insondables bolsillos. Lo puso ante él y el reverendo.
Desmond pudo leer unas pocas palabras manuscritas, en bella letra cursiva, en el crujiente papel lacrado, con un sello aristocrático sobre el lacre:
«Yo acepto a este hombre por esposo desde más allá de la vida, hasta que su propia muerte le desligue de esta promesa».
Firmaba Cheryl Courteney. Y debajo, había dos firmas de testigos, ilegibles ambas, bajo el epígrafe: «Certificamos como testigos que lo aquí escrito lo ha sido por Cheryl Courteney en perfectas condiciones físicas y mentales». La fecha era el 11 de febrero de 1920, en Londres.
—Dudo que eso tenga valor legal para consagrar un matrimonio —objetó Doyle.
—Lo tiene para nosotros, y eso es lo que cuenta. El reverendo legitimará la unión como está prescrito. Un juez amigo mío la refrendará legalmente. Usted debe preocuparse solamente de hacer su parte, señor Doyle. Casarse con la señorita Cheryl.
El sudor perlaba la frente de Desmond. Era un sudor frío, pegajoso. Se secó con el pañuelo, y descubrió que sus manos temblaban.
—No puedo…, no puedo pasar la noche de bodas con…, con un cadáver —jadeó.
—Eso forma parte de su compromiso —le recordó Smith—. ¿O prefiere que volvamos a su casa y yo recoja el dinero que usted aceptó?
Desmond tragó saliva. Aquello era demencial, se dijo. Debía rechazarlo, huir de aquella siniestra casa como alma perseguida por el diablo. Pero huir, ¿adónde? ¿Cómo salir del pozo de humillación y vergüenza, cómo de la ruina y el fracaso? ¿Vuelta al revólver, a la bala piadosa?
Por otro lado, estaba aquella fortuna que le permitiría iniciar una nueva vida. Y todo a cambio de unirse en matrimonio a una mujer muerta, en una ceremonia ridícula y sin valor alguno ante la ley humana o divina. Pero también a cambio de toda una noche de novios junto a ella…, junto a un cadáver.
—¿Qué se espera que haga durante esa noche nupcial? —preguntó con voz quebrada.
—Eso es asunto suyo —replicó Smith—. Estará a solas con ella hasta el amanecer. Arriba espera la alcoba nupcial. Permanecerá junto a su esposa hasta que el sol asome sobre la ciudad. Entonces podrá irse. La noche es suya, señor Doyle. Y de ella, naturalmente. Nadie va a exigirle cosa alguna cuando la puerta de esa alcoba se cierre. Sólo permanecer allí el plazo convenido. Eso será todo.
—Y una vez salga el sol, ¿podré irme de aquí para siempre?
—En efecto. Es lo convenido también, ¿no? Nunca más verá a la señorita Cheryl, que para entonces será ya la señora Doyle. Pero usted seguirá siendo su esposo hasta morir, no lo olvide.
—Está bien —se apoyó en una barandilla del altar, para dominar el temblor de sus piernas. Evitó mirar a la difunta—. Celebraré la boda. Adelante, reverendo. Acabemos cuanto antes esta macabra mascarada.
—Faltarán los testigos, los padrinos… —objetó débilmente el sacerdote.
—No se preocupe. El mayordomo y yo haremos todos esos papeles. Adelante con el ritual, reverendo Pearson. Es la hora de la ceremonia.
Siguió toda una sucesión de trámites rituales que parecían cobrar un tinte alucinante, estremecedor, perdiendo todo su significado tierno y emotivo. Una boda con una hermosa muchacha como Cheryl Courteney habría sido en circunstancias normales un acto radiante y feliz para cualquier hombre. En aquel trance, la ceremonia revestía caracteres de aquelarre.
Pese a todo, el reverendo Pearson la llevó a cabo de forma tan seria que causaba escalofríos. Junto a Desmond, la novia difunta reposaba en su féretro, cerúlea y lejana, en medio de aquel tétrico olor a velones encendidos, a cera goteante.
Smith tenía los anillos. Puso uno a la novia y otro al novio. Luego, la mano de Desmond hubo de apoyarse en la de ella por unos momentos, a petición del reverendo. El joven dominó difícilmente un escalofrío.
La piel de aquella muchacha era puro hielo. Los dedos estaban rígidos y fríos. Creyó sentir una especie de calambre recorriendo su mano cuando la puso en la de ella, junto al ramo de azahar. El humo de los velones parecía penetrar en sus fosas nasales, invadiendo su cerebro con el olor a difuntos.
—… yo os declaro marido y mujer.
Ya estaba. Era el fin de la ceremonia. El reverendo Pearson, bajo la coacción, acababa de consumar un horrible sacrilegio en la capilla, la unión entre un ser vivo y una muerta.
Pero no. No era el fin. No todavía. La voz del sacerdote anglicano resonó huecamente bajo la bóveda de la capilla:
—Ahora, el novio besará a la novia…
Desmond Doyle apretó los labios. Sentía hielo en sus venas. Miró a Smith angustiadamente. Su anfitrión no le quitaba ojo. Afirmó con la cabeza.
El joven tragó saliva. Se inclinó sobre el ataúd. El cuerpo de la muerta despedía una mezcla inquietante de aromas, al confundirse el vago olor de los bálsamos funerarios con el de un perfume de rosas y el de su piel ya muerta. Poner sus labios en los de ella fue como besar mármol. Se retiró vivamente, con un espasmo glacial que llegó a su nuca y erizó sus cabellos.
—Ya está —dijo roncamente. Y ni siquiera reconoció su propia voz.
—Mis felicitaciones a los novios —dijo Smith. No había sarcasmo ni burla en su voz, contra lo que se pudiera pensar. Alargó su mano a Doyle—. Enhorabuena. La señora Doyle debe sentirse muy dichosa en estos momentos, estoy seguro…
Desmond le miró como si dudara de la razón de aquel extraño individuo que, para unir en absurdo matrimonio a una difunta con un hombre vivo, había dilapidado diez mil guineas hasta ahora y, de ser cierta su palabra, le entregaría cinco mil más al amanecer, tras la alucinante noche de esponsales junto a una muerta.
El mayordomo, presente en la ceremonia como silencioso testigo, se encaminó al féretro de inmediato, comenzando a hacerlo rodar hacia el fondo lateral de la capilla, sobre el soporte con ruedas en que estaba acomodado.
—Bien, reverendo, ha cumplido su tarea —dijo Smith, tendiéndole los documentos prometidos, junto con un fajo de billetes—. He aquí la compensación a sus servicios.
El religioso tomó todo ello con mano temblorosa, y se apresuró a partir hacia la salida, como si algo en aquel recinto le espoleara a huir de inmediato. El féretro desapareció por una puertecilla disimulada tras unos tapices.
—Vamos, señor Doyle —invitó Smith suavemente—. Mientras su novia es subida a la cámara nupcial en el montacargas de que disponemos, nosotros iremos por la escalera principal. ¿Desea algo, una copa tal vez, un refrigerio?
—Sólo una copa de brandy —jadeó Desmond—. A ser posible, doble.
—Claro, claro. Es muy natural.
Caminaron juntos hasta el salón donde se hallaba el cuadro sobre la chimenea. Doyle no se atrevió a mirarlo ahora. Tomó de un trago la copa panzuda que le ofreció su anfitrión, casi llena de brandy. Smith le mostró la botella.
—No, gracias. No más —dijo con gesto seco Doyle—. En todo caso, deme esa botella para más adelante. Supongo que puedo llevarla conmigo arriba…, a la cámara nupcial…
—Si así lo desea… —el otro se encogió de hombros, entregándole la botella—. Bien, yo me retiro ya. Mañana no nos veremos. Pero tendrá su dinero esperándole, no tema. Buenas noches, señor Doyle. Feliz noche de esponsales.
Se ausentó tras una cortés inclinación, en silencio. Desmond apretó contra su cuerpo la botella mediada de buen brandy francés. Miró la escalera, estremecido. Vio aparecer arriba al mayordomo, siempre impasible.
—Todo dispuesto, señor —dijo—. Puede subir cuando guste.
Vaciló. ¿Y si ahora partía de allí como alma que lleva el diablo, para no ver nunca más todo aquel horror sin sentido? ¿Y si rompía su palabra, renunciando a la noche junto al cuerpo de Cheryl Courteney, pero renunciando asimismo a las cinco mil guineas restantes?
Era tan fácil dar media vuelta, cruzar aquella puerta y escapar…
Demasiado fácil, se dijo. Recordó cómo Smith había presionado implacablemente al reverendo Pearson. Sólo Dios o el diablo sabían qué era capaz de hacer aquel hombre inquietante, si alguien faltaba a su promesa.
Además, las diez mil guineas volarían enteras en saldar sus deudas. Se hallaría igual que antes. Sin acreedores, pero sin un penique. Y de este modo, cinco mil guineas serían la base para una segunda oportunidad que, posiblemente, pudiera aprovechar.
El precio de aquel dinero era terrible, pero peor era la miseria, la ruina, deambular por Londres sin oficio ni beneficio, sin saber adónde ir y con los bolsillos vacíos. Era lo malo de haber nacido rico, ser hijo de gentes rica, haber sido mimado en una vida superficial, brillante y falsa. No sabía hacer nada. No sabía ganarse una sola libra, hacer algún trabajo.
Comenzó a subir las escaleras. No tenía otro remedio.
Iba a pagar su precio por esa segunda oportunidad.
Cada paso, cada peldaño subido, le acercaban a una cámara nupcial de pesadilla, a una noche de esponsales macabra y terrorífica, junto al cadáver de una hermosa mujer que momentos antes había sido su novia.
Y que ahora era su esposa.