EL SEÑOR
COMO LAS GOLONDRINAS, LOS BARCOS empezaron a volar entre las islas con el retorno de la primavera. En las aldeas se murmuraba, repitiendo lo que se decía en Valmouth, que los barcos del rey perseguían a los perseguidores, arruinando a renombrados piratas, confiscando sus barcos y sus fortunas. El mismísimo Señor Heno envió tres de sus mejores y más veloces navíos, capitaneados por el brujo y lobo de mar Tarja, que era temido por todos los mercaderes desde Solea a las Andrades; su flota debía tenderle una emboscada a los barcos del rey frente a las costas de Oranéa y destruirlos. Pero fue uno de los navíos del rey el que llegó a la Bahía de Valmouth llevando a Tarja encadenado a bordo, con la orden de escoltar al Señor Heno al Puerto de Gont para que lo juzgaran por piratería y asesinato. Heno se encerró en su mansión de piedra, en las colinas que se elevaban detrás de Valmouth, pero no pensó en hacer una fogata, porque estaban en primavera y hacía calor, de modo que cinco o seis de los jóvenes soldados del rey se dejaron caer sobre él entrando por la chimenea, y toda la tropa lo llevó encadenado por las calles de Valmouth y lo condujo ante la justicia.
Al oír eso, Ged dijo con afecto y orgullo:
—Hará bien todo aquello que un rey puede hacer.
Habían llevado rápidamente a Diestro y Shag al Puerto de Gont por el camino del norte y, cuando sus heridas hubieron cicatrizado lo suficiente, llevaron a Merluza hasta allí en barco, para ser juzgado por asesinato en los tribunales del rey. El anuncio de que lo habían condenado a galeras fue recibido con gran satisfacción y jactancia en el Valle Central, mientras Tenar, y Therru a su lado, escuchaban en silencio.
También llegaron otros barcos trayendo a otros enviados del rey, no todos ellos populares entre los lugareños y los aldeanos del primitivo Gont: alguaciles reales, a los que habían enviado para que informaran sobre el cuerpo de alguaciles y policías, y a escuchar las denuncias y las quejas de las gentes del pueblo; encargados de informar sobre el pago de tributos y cobradores de tributos; nobles visitantes de los señores poco importantes de Gont, que indagaban cortésmente sobre su fidelidad a la Corona de Havnor; y hechiceros que iban por aquí y por allá, al parecer haciendo poco y diciendo aún menos.
—Creo que, después de todo, andan buscando un nuevo archimago —dijo Tenar.
—O indagando si se ha hecho mal uso de las artes mágicas —dijo Ged—, si se ha pervertido la hechicería.
Tenar estuvo a punto de decir: «¡Entonces deberían ir a la mansión de Re Albi!», pero las palabras se le atascaron en la boca. «¿Qué iba a decir?» —pensó—. «¿Le hablé alguna vez a Ged de…? Me estoy volviendo olvidadiza. ¿Qué le iba a decir a Ged? ¡Oh!, que deberíamos arreglar el portón de abajo de la dehesa antes de que las vacas se escapen».
Siempre estaba pendiente de algo, de miles de cosas, faenas de la granja. «Nunca te ocupas de una sola cosa», le había dicho Ogion. Incluso con la ayuda de Ged, todos sus pensamientos y sus días estaban dedicados a las faenas de la granja. Él compartía el trabajo de la casa con ella, lo que Pedernal no había hecho; pero Pedernal había sido un granjero y Ged no lo era. Aprendía rápidamente, pero había mucho que aprender. Trabajaban. Tenían poco tiempo para charlar, ahora. Al final del día cenaban juntos y se acostaban juntos, y dormían y se despertaban al alba y seguían trabajando, y así una y otra vez, como la rueda de un molino de agua que subía llena y se vaciaba, y los días eran como el agua clara que caía.
—¿Cómo estás, madre? —dijo el muchacho delgado desde el portón de la granja. Tenar pensó que era el hijo mayor de Alondra y dijo—: ¿Qué te trae por aquí, muchacho? —Luego volvió a mirarlo por sobre los polluelos cloqueantes y el desfile de gansos.
—¡Chispa! —gritó y espantó a las aves al acercársele corriendo.
—Bien, bien —dijo él—. No hagáis escándalo.
La dejó abrazarlo y acariciarle la cara. Entró en la casa y se sentó en la cocina, ante la mesa.
—¿Has comido? ¿Viste a Manzana?
—Podría comer algo.
Escarbó en la despensa bien aprovisionada.
—¿En qué barco estás? ¿Todavía en el Gaviota?
—No. —Silencio—. Mi barco ya no existe.
Ella se volvió espantada.
—¿Naufragó?
—No. —Sonrió sin una pizca de humor—. La tripulación se dispersó. Los hombres del rey se apoderaron del barco.
—Pero… no era un barco pirata…
—No.
—¿Por qué entonces?
—Dijeron que el capitán llevaba algunas cosas que necesitaban —dijo de mala gana. Estaba delgado como siempre, pero se veía mayor por la piel curtida, los cabellos lacios, el rostro delgado como el de Pedernal pero más delgado aún, más severo.
—¿Dónde está papá? —dijo. Tenar se quedó inmóvil.
—No fuiste a la casa de tu hermana.
—No —dijo, indiferente.
—Pedernal murió hace tres años —dijo ella—. De un ataque. En los campos…, en el sendero, más allá de las panderas. Lo encontró Arroyo Claro. Fue hace tres años.
Se quedaron en silencio. Él no sabía qué decir o no tenía nada que decir.
Ella le sirvió comida. Él empezó a comer con tal avidez que ella le sirvió más comida enseguida.
—¿Cuándo fue la última vez que comiste?
Él se encogió de hombros y siguió comiendo.
Ella se sentó frente a él, al otro lado de la mesa. El sol de fines de primavera entraba a raudales por la ventana baja alumbrando la mesa de lado a lado y se reflejaba en la rejilla de bronce del hogar.
Finalmente él apartó el plato.
—¿Quién se ha estado ocupando de la granja, entonces? —preguntó.
—¿Por qué lo preguntas, hijo? —le preguntó, cortésmente pero con frialdad.
—Me pertenece —dijo él, también con cierta frialdad.
Al cabo de un minuto, Tenar se puso de pie y retiró los platos.
—Así es.
—Por supuesto que podéis quedaros —dijo él, muy torpemente, tal vez tratando de hacer una broma; pero no era un hombre que acostumbrara a hacer bromas—. ¿Todavía anda por aquí el viejo Arroyo Claro?
—Todos siguen aquí. Y también hay un hombre llamado Halcón y una niña a la que cuido. Aquí. En casa. Tendrás que dormir en el cuarto del desván. Pondré la escalerilla. —Volvió a mirarlo con gesto desafiante—. ¿Piensas quedarte por un tiempo, entonces?
—Es posible.
Pedernal había respondido a sus preguntas de la misma manera durante veinte años, negándole el derecho a preguntarlas al no responder jamás sí o no, gozando de una libertad que se basaba en su ignorancia; una exigua y limitada libertad, pensó Tenar.
—¡Pobre muchacho! —dijo—, la tripulación de tu barco se dispersa, y te enteras de que tu padre está muerto y encuentras forasteros en tu casa, todo en un solo día. Necesitarás cierto tiempo para acostumbrarte a todo esto. Lo siento, hijo. Pero me alegro de que estés aquí. Te recordaba a menudo, te imaginaba en medio de los mares, de las tormentas, del invierno.
Él no dijo nada. No tenía nada que ofrecer y era incapaz de recibir. Empujó la silla hacia atrás y estaba a punto de ponerse en pie cuando entró Therru. La miró asombrado, sin levantarse del todo.
—¿Qué le ocurrió? —dijo.
—La quemaron. Éste es mi hijo del que te hablé, Therru, el marinero, Chispa. Therru es tu hermana, Chispa.
—¡Hermana!
—Por adopción.
—¡Hermana! —dijo otra vez y recorrió la cocina con la mirada como si buscara testigos, y miró fijamente a su madre.
Ella también lo miró fijamente.
Salió de la casa después de casi tropezar con Therru, que se quedó inmóvil. Cerró con estrépito la puerta a sus espaldas. Tenar intentó decirle algo a Therru pero no pudo.
—No llores —dijo la niña, que no lloraba jamás, acercándosele, tocándole el brazo—. ¿Te hizo daño?
—¡Oh, Therru! ¡Déjame abrazarte! —Se sentó ante la mesa con Therru en el regazo y rodeándola con los brazos, aunque la niña ya estaba grande para tenerla en brazos y nunca había aprendido a hacerlo con soltura. Pero Tenar la abrazó y se echó a llorar, y Therru apoyó su rostro desfigurado en el de Tenar hasta que se le cubrió de lágrimas.
GED Y CHISPA LLEGARON AL anochecer desde extremos opuestos de la granja. Evidentemente Chispa había hablado con Arroyo Claro y había reflexionado, y evidentemente Ged intentaba averiguar qué sucedía. Fue muy poco lo que se dijo durante la cena, y todo con gran cautela. Chispa no protestó por no poder dormir nuevamente en su cuarto, sino que subió al desván convertido en bodega como un auténtico marino y aparentemente quedó satisfecho con la cama que su madre le había hecho allí, porque no bajó sino hasta bien entrada la mañana.
Chispa quería desayunar de inmediato y esperaba que le sirvieran el desayuno. A su padre siempre le habían servido, su madre, su esposa, su hija. ¿Era menos hombre que su padre? ¿Se lo iba a demostrar ella acaso? Tenar le sirvió el desayuno y retiró los platos, y regresó al huerto donde había estado haciendo fuego con Therru y Shandy para acabar con una plaga de orugas que amenazaba con destruir los nuevos frutos.
Chispa salió al encuentro de Arroyo Claro y Tiff. Y con el paso de los días se habituó a quedarse con ellos la mayor parte del tiempo. Ged, Shandy y Tenar hacían el trabajo pesado que exigían los cultivos y las ovejas y para el que se necesitaba fuerza y destreza, mientras los dos viejos que habían vivido allí toda su vida, los hombres de su padre, lo llevaban a recorrer y le explicaban cómo manejaban todo, y de veras creían que lo manejaban todo, y compartían esa convicción con él.
Tenar empezó a sentirse desdichada dentro de la casa. Sólo al aire libre, cuando trabajaba en la granja, sentía disminuir su cólera, la humillación que le provocaba la presencia de Chispa.
—Ahora me ha tocado a mí —le dijo a Ged con amargura, en la habitación oscura iluminada por las estrellas—. Me ha tocado a mí perder lo que más me enorgullecía.
—¿Qué has perdido?
—A mi hijo. Al hijo que no crie para que pudiera convertirse en un hombre. Fallé. Le fallé. —Se mordió los labios, clavando la mirada en la oscuridad, sin una lágrima en los ojos. Ged no intentó discutir con ella ni aliviar su dolor. Le preguntó:
—¿Crees que se quedará?
—Sí. Tiene miedo de intentar volver al mar. No me dijo la verdad o no toda la verdad sobre su barco. Era segundo maestre. Supongo que transportaban objetos robados. Piratería de segunda mano. No me importa. Todos los marinos gonteses son medio piratas. Pero miente cuando habla de eso. Miente. Tiene celos de ti. Es un hombre deshonesto, envidioso.
—Temeroso, pienso —dijo Ged—. No es malvado. Y ésta es su granja.
—¡Entonces puede quedarse con ella! Y que sea tan generosa con él como…
—No, mi amor —dijo Ged, interrumpiéndola con la voz y las manos—, no digas nada…, ¡no maldigas! —Su franqueza era tan apremiante, tan apasionada, que la cólera de Tenar se transformó de inmediato en el amor que la provocaba y gritó—: ¡No podría maldecirlo ni maldecir este lugar! ¡No pensaba hacerlo! ¡Pero me da tanta lástima, tanta vergüenza! ¡Me duele tanto, Ged!
—No, no, no. Querida, no me importa lo que el muchacho piense de mí. Pero es muy duro contigo…
—Y con Therru. La trata como… Dijo, me dijo: «¿Qué hizo para haber quedado así?». ¡Qué hizo!
Ged le acarició los cabellos, como solía hacer, con caricias suaves, lentas y repetidas que los adormecían a ambos con su apacible ternura.
—Podría irme a pastorear cabras nuevamente —dijo él al cabo de un rato—. Eso te facilitaría la vida aquí. Salvo por el trabajo…
—Preferiría ir contigo…
Él le acarició los cabellos, parecía reflexionar.
—Supongo que podríamos hacerlo —dijo—. Hay un par de familias que pastorean cabras allá arriba, más arriba de Lissu. Pero luego vendrá el invierno…
—Quizás algún granjero nos dé trabajo. Sé hacer el trabajo… y sé cuidar ovejas…, y tú sabes cuidar cabras… y eres rápido en todo…
—Sé manejar muy bien una horquilla —musitó Ged, y logró hacerla reír apenas con una risa entrecortada por el llanto.
A la mañana siguiente Chispa se despertó temprano para desayunar con ellos, porque iba a salir a pescar con el viejo Tiff. Se levantó de la mesa y dijo más amablemente que de costumbre:
—Traeré pescado para la cena.
Durante la noche, Tenar había tomado una resolución. Le dijo:
—Espera; puedes quitar la mesa, Chispa. Pon los platos en el fregadero y échales agua. Los lavaremos con las cosas de la cena.
Él la miró fijamente por un instante y dijo:
—Eso lo hacen las mujeres —y se puso la gorra.
—Lo hace cualquiera que coma en esta cocina.
—Yo no —dijo categóricamente, y salió de la casa.
Tenar lo siguió. Se quedó de pie en el peldaño de la entrada.
—¿Halcón lo puede hacer pero tú no? —le preguntó.
Él se limitó a inclinar la cabeza mientras atravesaba el corral.
—Es demasiado tarde —dijo Tenar regresando a la cocina—: Fracasé, fracasé. —Alcanzaba a sentir las líneas de la cara, tensas, a los lados de la boca, entre los ojos—. Se puede regar una piedra —dijo—, pero no crecerá.
—Tienes que empezar cuando son jóvenes y tiernos —dijo Ged—. Como yo.
Esta vez Tenar no pudo reír.
Cuando regresaron a la casa después de hacer el trabajo del día, vieron que un hombre estaba charlando con Chispa en el portón de la granja.
—Es el hombre de Re Albi, ¿verdad? —dijo Ged, que tenía muy buena vista.
—Ven, Therru —dijo Tenar, porque la niña se había detenido bruscamente—. ¿Qué hombre? —No veía bien de lejos y miró por sobre el corral entrecerrando los ojos—. ¡Oh!, es ése, el mercader de ovejas. Townsend. ¿A qué habrá regresado ese cuervo negro?
Se había sentido furiosa todo el día, y Ged y Therru, prudentemente, no dijeron nada.
Tenar se acercó a los hombres que estaban ante el portón.
—¿Has venido por las ovejas, Townsend? Deberías haber venido hace un año; pero todavía hay algunas de este año en el corral.
—Eso mismo me estaba diciendo el señor —dijo Townsend.
—¿Sí? —preguntó Tenar.
El rostro de Chispa se ensombreció más que nunca ante el tono de su voz.
—No os interrumpiré a ti y al señor, entonces —dijo Tenar e iba a volverse cuando Townsend dijo—: Tengo un mensaje para ti, Goha.
—A la tercera va la vencida.
—La vieja bruja, tú sabes de quién hablo, la vieja Musgo, está mal. Me dijo que, como venía al Valle Central, me dijo: «Dile a la señora Goha que me gustaría verla antes de morir, si es que puede venir…».
Cuervo, cuervo negro, pensó Tenar, mirando con odio al portador de malas noticias.
—¿Está enferma?
—Muy enferma —dijo Townsend, con una especie de sonrisa afectada que bien podría haber sido un gesto de lástima—. Cayó enferma en el invierno y está cada vez más débil, así que me dijo que te dijera que tiene muchos deseos de verte, antes de morir.
—Gracias por darme el mensaje —dijo Tenar serenamente, y se dio media vuelta para dirigirse a la casa. Townsend acompañó a Chispa al corral de las ovejas.
Mientras preparaban la cena, Tenar le dijo a Ged y a Therru:
—Debo ir.
—Por supuesto —dijo Ged—. Iremos los tres si lo deseas.
—¿Lo haríais? —Por primera vez en todo el día su rostro se iluminó, las nubes de tormenta se habían disipado—. ¡Oh! —dijo—, ¡qué bueno!… No quería pedíroslo, pensé que tal vez… Therru, ¿te gustaría regresar a la cabaña, a la casa de Ogion, por un tiempo?
Therru se quedó quieta mientras pensaba.
—Podría ver mi melocotonero —dijo.
—Sí, y a Brezo… y a Sippy… y a Musgo… ¡Pobre Musgo! ¡Oh!, tenía tantos deseos, tantos deseos de regresar allí, pero no me parecía bien. Había que ocuparse de la granja… y todo…
Le parecía que había otro motivo por el que no había regresado, no se había permitido pensar en el regreso, no había reconocido hasta ahora que estaba ansiosa por regresar; pero cualquiera que hubiera sido el motivo se desvaneció como una sombra, como una palabra olvidada.
—Me pregunto si alguien habrá cuidado a Musgo, si alguien habrá mandado llamar a un curandero. Es la única curandera que hay en el Acantilado, pero sin duda en el Puerto de Gont hay gente que podría ayudarla. ¡Ay, pobre Musgo! Quiero ir… Es muy tarde, pero mañana, mañana temprano… ¡Y el señor se puede preparar solo el desayuno!
—Aprenderá —dijo Ged.
—No, no lo hará. Encontrará alguna tonta que se lo prepare. ¡Ah! —Recorrió toda la cocina con la mirada, con el rostro encendido y furioso—. ¡Odio dejarle a esa mujer los veinte años que he pasado limpiando esa mesa! ¡Espero que lo agradezca!
Chispa invitó a Townsend a cenar, pero el mercader no quiso quedarse a pasar la noche, aunque desde luego le ofrecieron una cama en un gesto de natural hospitalidad. Tendría que haber dormido en una de sus camas y a Tenar le desagradaba la idea. Se alegró al verlo marcharse a casa de sus huéspedes en la aldea en la penumbra azul del atardecer de primavera.
—Nos marcharemos a Re Albi a primera hora de la mañana, hijo —le dijo Tenar a Chispa—. Halcón y Therru y yo.
Él la miró con un dejo de temor.
—¿Os marcharéis sin más?
—Así como vinimos nos marchamos —le dijo su madre—. Ahora escúchame, Chispa; ésta es la alcancía de tu padre. Hay siete monedas de marfil y las notas de crédito del viejo Puente, pero no las pagará nunca, no tiene con qué pagarlas. Pedernal recibió estas cuatro monedas de las Andrades cuando le vendió unas pieles de oveja al proveedor de los barcos en Valmouth hace cuatro años, cuando eras un muchacho. Estas tres monedas de Havnor son lo que nos pagó Tholy por la granja de Riachuelo Alto. Yo convencí a tu padre de que comprara esa granja, y le ayudé a limpiarla y a venderla. Me llevo estas tres monedas, porque me las gané. Todo el resto y la granja te pertenecen. Eres el señor.
El joven alto y delgado se quedó de pie con la mirada fija en la alcancía.
—Lleváoslo todo. No lo quiero —dijo en voz baja.
—No lo necesito. Pero te agradezco, hijo. Quédate con esas cuatro monedas. Cuando te cases, piensa que son mi obsequio para tu mujer.
Tenar guardó la alcancía detrás de la fuente, en la repisa más alta del aparador, donde la guardaba Pedernal.
—Therru, ve a preparar tus cosas, porque saldremos muy temprano.
—¿Cuándo regresaréis? —preguntó Chispa y el tono de su voz le hizo pensar a Tenar en el niño inquieto y frágil que había sido. Pero sólo dijo—: No sé, querido. Si me necesitas regresaré.
Tenar comenzó a buscar los zapatos de viaje y los morrales.
—Chispa —dijo—, hay algo que puedes hacer por mí.
Él se había sentado en la solera del hogar, perplejo y arisco.
—¿Qué?
—Ve a Valmouth, pronto, y ve a ver a tu hermana. Y dile que he regresado al Acantilado. Dile que, si desea verme, simplemente me lo haga saber.
Él asintió. Observaba a Ged, que ya había guardado sus escasas pertenencias con la destreza y la rapidez de alguien que ha viajado mucho, y ahora estaba guardando los platos para dejar ordenada la cocina. Cuando lo hubo hecho, se sentó frente a Chispa a pasar una nueva cuerda por los ojetes de su morral para cerrarlo por arriba.
—Hay un nudo que hacen para eso —dijo Chispa—. Un nudo marinero.
Ged le pasó el morral por encima del hogar sin decir nada y se quedó observando mientras Chispa le mostraba, sin decir nada, cómo hacer el nudo.
—Se cierra hacia arriba, ¿ves? —dijo, y Ged asintió.
SE MARCHARON DE LA GRANJA EN medio de la oscuridad y el frío de la mañana. El sol tarda en iluminar la ladera occidental de la Montaña de Gont, y sólo el caminar les dio algo de calor hasta que finalmente el sol se elevó sobre la enorme mole del pico austral y brilló a sus espaldas.
Therru caminaba mucho más rápido que el verano pasado, pero de todos modos tardarían dos días en llegar. Ya entrada la tarde, Tenar les preguntó:
—¿Deberíamos tratar de llegar hoy mismo al Manantial de los Robles? Hay una especie de posada. Allí bebimos un vaso de leche, ¿te acuerdas, Therru?
Ged contemplaba la ladera con una expresión distante.
—Conozco un lugar…
—¡Qué bien! —dijo Tenar.
Poco antes de llegar al elevado recodo del camino desde el cual se divisaba el Puerto de Gont por primera vez, Ged se apartó del camino y se internó en el bosque que cubría las empinadas laderas de los costados. Los inclinados rayos rojidorados del sol poniente iluminaban la oscuridad que se extendía entre los troncos y bajo las ramas. Subieron alrededor de una milla, sin seguir ningún sendero, por lo que Tenar alcanzaba a ver, y llegaron a una pequeña saliente o promontorio de la ladera, una pradera protegida del viento por los riscos que se elevaban detrás de ella y los árboles que la rodeaban. Desde allí se alcanzaban a ver las cumbres de la montaña hacia el norte y entre las puntas de altos abetos se distinguía claramente el mar del poniente. Nada perturbaba el silencio, salvo el roce del viento en los abetos. Una aloya entonó un largo y dulce canto en las alturas iluminadas por el sol, antes de dejarse caer a su nido entre la hierba virgen.
Los tres comieron el pan y el queso que llevaban. Contemplaron la oscuridad que se elevaba por la montaña desde el mar. Se acostaron sobre sus capas y se echaron a dormir, Therru junto a Tenar y Tenar junto a Ged. Tenar se despertó en plena noche. Un búho cantaba cerca, su canto era una dulce nota repetida que parecía una campana y, a la distancia, en lo alto de la montaña, su pareja le respondió como el eco de una campana. Tenar pensó: «Veré ponerse las estrellas en el mar», pero se durmió nuevamente con el corazón en paz.
Se despertó bajo la luz gris de la mañana y vio a Ged sentado a su lado, con la capa cubriéndole los hombros, contemplando la quebrada del oeste. Su rostro oscuro estaba muy quieto, henchido de silencio, como lo había visto una vez hacía ya mucho tiempo en la playa de Atuan. No tenía un gesto hosco en la mirada, como entonces; contemplaba el oeste ilimitado. Siguiendo su mirada, vio despuntar el día, la maravilla de rosa y oro que se reflejaba claramente en el cielo.
Él se volvió hacia ella y ella le dijo:
—Te he amado desde la primera vez que te vi.
—Dadora de vida —dijo Ged y se inclinó a besarla en los pechos y en la boca. Ella lo abrazó por un instante. Se levantaron y despertaron a Therru, y siguieron su camino; pero cuando se internaron entre los árboles Tenar se volvió a mirar una vez más la pequeña pradera, como convirtiéndola en testigo de la felicidad que había conocido allí.
El único propósito de su primer día de viaje había sido avanzar. Ese día llegarían a Re Albi. Por eso, Tenar pensaba mucho en Tía Musgo, preguntándose qué le habría sucedido y si en realidad estaba muriéndose. Pero a medida que fue pasando el día y que fueron avanzando por el camino no pudo seguir pensando en Musgo, ni en nada. Se sentía agotada. No le gustaba acercarse a la muerte de esa manera una vez más. Pasaron por el Manantial de los Robles, y bajaron por el desfiladero y volvieron a subir. En el último y largo trecho cuesta arriba hacia el Acantilado, le costaba mover las piernas y se sentía atontada y confundida, se aferraba a una idea o a una imagen hasta que perdía todo sentido… La alacena donde guardaban los platos en la casa de Ogion o las palabras delfín de hueso, que recordó al ver la bolsa de juguetes de Therru, y que se repetían sin cesar.
Ged caminaba a trancos largos en su tranquilo andar de caminante, y Therru caminaba a su lado, la misma Therru que se había agotado en esa misma larga subida menos de un año atrás y que había tenido que llevar en brazos. Pero eso había sido después de una jornada más larga de marcha. Y entonces la niña aún se estaba recuperando de sus heridas.
Se estaba volviendo vieja, demasiado vieja para caminar tanto y tan rápido. Era tan difícil ir cuesta arriba… Una vieja debía quedarse en casa junto al fuego. El delfín de hueso, el delfín de hueso. Hueso, inmóvil, el sortilegio de atadura. El hombre de hueso y el animal de hueso. Se le adelantaron. La estaban esperando. Caminaba lentamente. Se sentía fatigada. Se esforzó por subir el último tramo de la colina y los alcanzó allí donde el camino quedaba a la misma altura que el Acantilado. A la izquierda, los techos de Re Albi inclinados hacia la orilla del precipicio. A la derecha, el camino que subía hacia la mansión.
—Por aquí —dijo Tenar.
—No —dijo la niña, apuntando a la izquierda, hacia la aldea.
—Por aquí —repitió Tenar y tomó el camino de la derecha. Ged la siguió.
Caminaban entre los huertos de nogales y los campos cubiertos de hierba. Era un atardecer cálido de comienzos de verano. Los pájaros cantaban en los árboles, cerca y a lo lejos. El hombre bajó caminando desde la mansión en dirección a ellos, el hombre cuyo nombre no conseguía recordar.
—¡Bienvenidos! —les dijo y se detuvo, sonriéndoles.
Se detuvieron.
—¡Qué personajes tan importantes han venido a honrar la casa del Señor de Re Albi! —dijo. Tuaho, ése no era su nombre. El delfín de hueso, el animal de hueso, la niña de hueso.
—¡Mi señor Archimago! —Hizo una profunda reverencia y Ged se inclinó ante él.
—¡Y mi señora Tenar de Atuan! —Se inclinó aún más ante Tenar y ella se arrodilló en el camino. Bajó la cabeza hasta apoyar las manos en la tierra y se agachó hasta que también su boca rozó la tierra del camino.
—Ahora arrástrate —dijo él y ella comenzó a andar a gatas hacia él.
—Detente —dijo él, y ella se detuvo.
—¿Puedes hablar? —le preguntó. Ella no respondió, porque se había quedado sin palabras, pero Ged contestó en su habitual tono sereno—: Sí.
—¿Dónde está el monstruo?
—No sé.
—Pensaba que la bruja vendría con sus familiares. Pero, en cambio, te ha traído a ti. Al Señor Archimago Gavilán. ¡Qué extraordinario sustituto! Lo único que puedo hacer con las brujas y los monstruos es librar al mundo de ellos. Pero contigo, que fuiste hombre en otra época, contigo puedo hablar; al menos eres capaz de hablar como un ser racional. Y puedes comprender un castigo. Creías que estabas a salvo, supongo, con tu rey en el trono y mi amo, nuestro amo, aniquilado. Creías que habías conseguido lo que te proponías y habías acabado con la promesa de vida eterna, ¿verdad?
—No —dijo la voz de Ged.
Ella no alcanzaba a verlos. Sólo veía el polvo del camino y lo sentía dentro de la boca. Oyó hablar a Ged. Él dijo:
—En la muerte hay vida.
—Bla, bla, cita los Cantares, Maestro de Roke, ¡maestrillo! ¡Qué imagen tan ridícula!, el gran archimago vestido como un pastor de cabras y sin una pizca de magia… ni una sola palabra poderosa. ¿Puedes urdir un sortilegio, archimago? ¿Nada más que un pequeño sortilegio…, un diminuto hechizo de ilusión? ¿No? ¿Ni una sola palabra? Mi amo te derrotó. ¿Lo reconoces? No lo dominaste. ¡Su poder no ha desaparecido! Podría mantenerte vivo aquí por un tiempo, para contemplar ese poder…, mi poder. Para contemplar al viejo que mantengo vivo… y podría aprovechar tu vida para eso si quisiera… y para ver a tu entrometido rey haciendo el ridículo, con sus señores melindrosos y sus estúpidos hechiceros, ¡buscando a una mujer! ¡Una mujer que nos gobierne! Pero aquí está la autoridad, aquí está el señorío, aquí, en esta casa. He pasado todo este año congregando a un grupo de hombres en torno a mí, hombres que dominan el verdadero poder. Algunos de ellos vienen de Roke, se los saqué a los maestrillos de delante de las narices. Y otros vienen de Havnor, de delante de las narices de ese al que llaman el Hijo de Morred, ese que quiere que una mujer lo gobierne; tu rey, que se siente tan seguro que se hace llamar por su nombre verdadero. ¿Sabes cómo me llamo, archimago? ¿Te acuerdas de mí, recuerdas hace cuatro años cuando eras el gran Maestro de Maestros y yo era un simple estudiante de Roke?
—Te llamabas Álamo —dijo la voz paciente.
—¿Y mi nombre verdadero?
—No sé cuál es tu nombre verdadero.
—¿Cómo? ¿No lo sabes? ¿No puedes adivinarlo? ¿No conocéis todos los nombres vosotros los magos?
—No soy un mago.
—¿Cómo? Repítelo.
—No soy un mago.
—Me gusta oírtelo decir. Dilo nuevamente.
—No soy un mago.
—¡Pero yo sí lo soy!
—Sí.
—¡Dilo!
—Eres un mago.
—¡Ah! Esto es mejor de lo que esperaba. Salí a pescar anguilas y pesqué una ballena. Ven, entonces, ven a conocer a mis amigos. Puedes caminar. ¡Ella puede andar a gatas!
Así subieron por el camino que llevaba a la mansión del Señor de Re Albi y entraron en la casa, Tenar avanzando a gatas por el camino, y por los escalones de mármol que conducían a la puerta, y por el piso de mármol que cubría los pasadizos y los cuartos.
La casa estaba a oscuras. La oscuridad nublaba los pensamientos de Tenar, de modo que cada vez entendía menos lo que decían. Sólo oía claramente algunas palabras y voces. Comprendía lo que decía Ged y cada vez que hablaba pensaba en su nombre, y se aferraba al nombre en su mente. Pero Ged hablaba muy poco y sólo lo hacía para responder a ese hombre que no se llamaba Tuaho. El hombre le hablaba a ella ahora, llamándola Perra.
—Ésta es mi nueva mascota —les dijo a los otros hombres, a varios hombres que había en la oscuridad, allí donde las velas proyectaban sombras—. ¿Veis lo bien enseñada que está? Revuélcate, Perra. —Ella se revolcó y los hombres rieron.
—Tenía una perrita —dijo él—, yo pretendía terminar de darle su merecido, porque sólo la habían quemado a medias. Pero, en lugar de traerla, me trajo un pájaro que había cazado, un gavilán. Mañana le enseñaremos a volar.
Oyó las palabras que decían otras voces, pero ya no comprendía las palabras.
Le ataron algo alrededor del cuello y la hicieron subir a gatas otras escalinatas y la metieron en un cuarto que olía a orina, a carne descompuesta y a perfume de flores. Oyó voces. Una mano fría como una piedra le acarició apenas la cabeza mientras algo reía. «¡Je, je, je!», como una puerta vieja que rechinara sobre sus goznes. Le dieron un puntapié y la hicieron recorrer pasadizos a gatas. No podía avanzar con suficiente rapidez, y la pateaban en los pechos y en la boca. Una puerta retumbó, silencio, oscuridad. Oyó llorar a alguien y pensó que era la niña, su niña. Quería que la niña no llorara. Finalmente dejó de llorar.