HACIA EL NIDO DEL HALCÓN
FUE MÁS DE UN AÑO DESPUÉS, en los cálidos y largos días que siguieron a la Gran Danza, cuando un mensajero que venía del norte llegó al Valle Central preguntando por la viuda Goha. Los aldeanos le indicaron el camino y llegó a la Granja de los Robles al atardecer. Era un hombre de rostro aguzado y mirada vivaz. Miró a Goha y miró las ovejas que había en el corral a sus espaldas, y dijo:
—Buenos corderos. El Mago de Re Albi te manda llamar.
—¿Él te envió? —le preguntó Goha, incrédula y divertida. Cuando Ogion la necesitaba recurría a mejores mensajeros y más veloces: la llamada de un águila o su sola voz pronunciando suavemente su nombre… ¿Vendrás?
El hombre asintió.
—Está enfermo —le dijo—. ¿Querrías vender alguna hembra?
—Tal vez. Si quieres, puedes hablar con el pastor. Está allá, al otro lado del cerco. ¿Quieres comer? Puedes quedarte esta noche si lo deseas, pero yo me pondré en camino.
—¿Esta noche?
Esta vez la mirada de leve burla de Goha no tenía una expresión divertida.
—No me quedaré esperando —le dijo. Habló por un minuto con el viejo pastor, Arroyo Claro, y luego se dio media vuelta y se dirigió a la casa construida en la colina, junto al bosquecillo de robles. El mensajero la siguió.
En la cocina empedrada, una niña a la que él miró y dejó de mirar rápidamente le sirvió leche, pan, queso y cebolletas, y luego se alejó, sin decir una sola palabra. Reapareció junto a la mujer, las dos vestidas para el viaje y con morrales livianos de cuero. El mensajero las siguió y la viuda le echó cerrojo a la puerta de la casa. Partieron juntos, él a ocuparse de sus asuntos, porque el transmitir el mensaje de Ogion había sido un simple favor sumado a la importante tarea de comprar un carnero reproductor para el Señor de Re Albi; y la mujer y la niña quemada se despidieron de él cuando el sendero se desvió hacia la aldea. Siguieron caminando por el camino que él había recorrido, hacia el norte y luego hacia el oeste, rumbo a las laderas de la Montaña de Gont.
Caminaron hasta que el largo atardecer de verano empezó a ensombrecerse. Entonces se apartaron del angosto camino y acamparon en un claro junto a un arroyo que corría calmo y veloz, reflejando el opaco cielo nocturno entre frondas de sauces achaparrados. Goha hizo una cama con pastos secos y hojas de sauce, oculta en la espesura como la silueta de una liebre, y envolvió a la niña en una manta que extendió encima.
—Ahora —le dijo— eres un capullo. En la mañana serás una mariposa y saldrás del capullo. —No encendió una fogata, sino que extendió su capa junto a la niña y se quedó contemplando las estrellas que empezaban a brillar una a una y escuchando la voz serena del arroyo, hasta quedarse dormida.
Cuando despertó en medio del frío que precedía al alba, hizo una pequeña fogata y calentó una cacerola con agua para hacer gachas de avena para la niña y para ella. La pequeña mariposa herida salió tiritando de su capullo, y Goha enfrió la cacerola en la hierba cubierta de rocío para que la niña pudiera tomarla y beber de ella. El oriente empezaba a iluminarse sobre la alta y oscura saliente de la montaña cuando volvieron a ponerse en marcha.
Caminaron todo el día siguiendo el paso de una niña que se cansaba fácilmente. La mujer ansiaba apresurarse, pero caminaba lentamente. No podía llevar en brazos a la niña por un largo trecho y para aliviarle la marcha le iba contando historias.
—Vamos a ver a un hombre, a un anciano llamado Ogion —le dijo mientras avanzaban penosamente por el angosto camino que se elevaba serpenteante entre los bosques—. Es un hombre sabio, y un mago. ¿Sabes qué es un mago, Therru?
Si la niña había tenido un nombre, no lo sabía o no quería decirlo. Goha la llamaba Therru.
La niña negó con la cabeza.
—Bueno, tampoco yo lo sé —dijo la mujer—. Pero sé lo que pueden hacer. Cuando era joven, mayor que tú, pero joven, Ogion era mi padre, así como yo soy tu madre ahora. Me cuidaba y trataba de enseñarme lo que necesitaba saber. Se quedaba conmigo cuando hubiera preferido andar vagabundeando a solas. Le gustaba caminar, recorrer todos estos senderos como nosotras ahora, y andar por los bosques, por lugares agrestes. Recorría toda la montaña, observando, escuchando. Siempre escuchaba, por eso lo llamaban el Silencioso. Pero solía hablarme. Me contaba historias. No sólo las historias importantes que todos aprenden, historias de héroes y de reyes y de cosas que ocurrieron hace mucho tiempo y muy lejos, sino también historias que sólo él conocía. —Siguió caminando por un trecho antes de continuar—. Ahora te voy a contar una de esas historias.
»Una de las cosas que saben hacer los hechiceros es transformarse…, adoptar otra forma. Cambiar de forma, así lo llaman. Cualquier mago puede tomar la apariencia de otra persona, o de un animal, de modo que por un minuto no sabes qué estás viendo…, como si se hubiera puesto una máscara. Pero los hechiceros y los magos pueden hacer mucho más que eso. Pueden convertirse en la máscara, pueden transformarse realmente en otro ser. Por eso, si un hechicero quisiera cruzar el mar y no tuviese una barca podría convertirse en una gaviota y atravesarlo volando. Pero tiene que tener cuidado. Si se queda convertido en pájaro, comienza a pensar lo que piensa un pájaro y se olvida de lo que piensa un hombre, y puede lanzarse a volar y ser una gaviota, y no volver a ser un hombre nunca más. Por eso dicen que hubo una vez un gran hechicero al que le gustaba transformarse en oso y lo hacía muy a menudo, y se convirtió en oso y mató a su propio hijito; y tuvieron que salir a cazarlo y matarlo. Pero Ogion solía bromear con eso también. Una vez, cuando un ratón se metió en su despensa y echó a perder el queso, lo atrapó con un hechizo minúsculo para cazar ratones, lo sostuvo en alto así y lo miró a los ojos y le dijo: «¡Te dije que no te hicieras el ratón!». Y por un instante pensé que hablaba en serio…
»Bueno, esta historia trata de algo parecido al cambiar de forma, pero Ogion decía que superaba todo lo que él sabía sobre cambios de forma, porque consistía en ser dos cosas, dos seres a la vez, y con la misma forma, y decía que esto superaba el poder de los hechiceros. Y era algo que había visto en una pequeña aldea en la costa del noroeste de Gont, en un lugar llamado Kemay. Allí había una mujer, una vieja pescadora que no era una bruja, no era una persona culta; pero inventaba canciones. Así es como Ogion oyó hablar de ella. Andaba por allí sin rumbo fijo, como solía hacer, recorriendo la costa, escuchando; y oyó cantar a alguien que estaba remendando una red o calafateando una barca y que iba cantando mientras trabajaba:
Más al oeste que el oeste
más allá de la tierra
mi pueblo danza
en el otro viento.
»Ogion oyó la melodía y los versos, las dos cosas, y nunca los había oído hasta entonces de modo que preguntó de dónde venía la canción. Y de respuesta en respuesta, dio por fin con alguien que le dijo: «¡Ah!, ésa es una de las canciones de la Mujer de Kemay». Así que siguió caminando hasta Kemay, el pequeño puerto pesquero donde vivía la mujer, y encontró su casa cerca del puerto. Y llamó a la puerta con su vara de mago. Y ella fue y abrió la puerta.
»Bien, tú sabes, recuerdas cuando hablamos de los nombres, de que los niños tienen nombres de niños, y todos tienen un nombre común y quizá también un sobrenombre. Distintas personas te pueden llamar de distintas maneras. Tú eres mi Therru, pero cuando seas mayor quizá tengas un nombre hárdico común. Pero, cuando te conviertas en mujer, si todo se hace como corresponde, también recibirás tu nombre verdadero. Te lo dará alguien que tenga verdadero poder, un hechicero o un mago, porque ése es su poder, su arte…, dar nombres. Y es posible que nunca le reveles ese nombre a otra persona, porque tu verdadero nombre encierra tu verdadero ser. Es tu fuerza, tu poder; pero para otro es un peligro o una carga, sólo se puede revelar en caso de extrema necesidad o de extrema confianza. Pero un gran mago, que conoce todos los nombres, puede saberlo sin que tú se lo reveles.
»Por eso Ogion, que es un gran mago, se quedó ante la puerta de la cabaña, allí, junto al rompeolas, y la vieja abrió la puerta. Entonces Ogion retrocedió y levantó su vara de roble, y levantó la mano también, así, como si tratara de protegerse del calor de una hoguera, y en su asombro y temor dijo el verdadero nombre de la mujer en voz alta: «¡Dragón!».
»En ese primer momento, me dijo, no fue una mujer lo que vio en la puerta, sino una gloriosa llamarada, y un brillo de escamas y garras doradas, y los enormes ojos de un dragón. Dicen que no hay que mirar a un dragón a los ojos.
»Entonces todo desapareció y dejó de ver al dragón, y sólo vio a una anciana de pie allí, en la puerta, algo encorvada, una vieja pescadora alta y de manos grandes. Ella le devolvió la mirada. Y le dijo: “Entrad, Señor Ogion”.
»De modo que él entró. Ella le sirvió sopa de pescado, y los dos comieron y después se quedaron charlando junto al fuego. Él suponía que ella debía de ser un ser que cambiaba de forma, pero no sabía, ¿me entiendes?, si era una mujer que podía convertirse en dragón o un dragón que podía convertirse en mujer. Así que al cabo de un rato le preguntó: “¿Eres una mujer o un dragón?”. Y ella no le respondió, sino que le dijo: “Te cantaré una historia que conozco”.
Therru tenía un pedrusco en el zapato. Se detuvieron para sacarlo y siguieron caminando, muy lentamente, porque el camino se elevaba en una pendiente empinada entre terraplenes de piedras aguzadas cubiertos de arbustos donde cantaban las cigarras en el calor estival.
—Ésta es la historia que le cantó a Ogion.
»Cuando Segoy sacó del mar las islas del mundo al comienzo de los tiempos, los dragones fueron los primeros seres nacidos de la tierra y del viento que soplaba sobre la tierra. Eso dice la Canción de la Creación. Pero su canto también decía que en ese entonces, en un comienzo, los dragones y los hombres eran una sola cosa. Eran un solo pueblo, una raza, seres alados que hablaban la Lengua Verdadera.
»Eran hermosos, y fuertes, y sabios, y libres.
»Pero con el tiempo nada puede ser sin devenir. Entonces algunos de los del pueblo de dragones se aficionaron más y más al vuelo y a lo primitivo, y empezaron a relacionarse cada vez menos con el quehacer, o con el estudio y el aprendizaje, o con las casas y las ciudades. Sólo querían volar cada vez más lejos, cazando y comiéndose sus presas, ignorantes y despreocupados, ansiosos de más y más libertad.
»Otros seres del pueblo de dragones empezaron a interesarse menos por el vuelo y en cambio comenzaron a acumular tesoros, riquezas, objetos, conocimientos. Construyeron casas, fortalezas para guardar sus tesoros, para así poder legarles a sus hijos todo lo que habían adquirido, tratando sin cesar de poseer más y más. Y llegaron a temer a los seres salvajes, que podían llegar volando y destruir todos sus preciados tesoros, consumirlos en un estallido de llamas por simple desdén y crueldad.
»Los salvajes no se atemorizaban ante nada. No aprendían nada. Como eran ignorantes e intrépidos, no podían ponerse a resguardo cuando los que no volaban los atrapaban como animales y les daban muerte. Pero otros seres salvajes llegaban volando y prendían fuego a las hermosas casas, y destruían y asesinaban. Los más fuertes, salvajes o sabios, eran los que daban muerte antes a los otros.
»Los más temerosos se ocultaban para no participar en la lucha y cuando ya no había donde ocultarse, escapaban. Recurrían a su destreza para fabricar cosas y construían barcas y se marchaban hacia el este, alejándose de las islas occidentales donde los enormes seres alados embestían entre las torres destruidas.
»Entonces, los que habían sido dragones y seres humanos a la vez se transformaron, convirtiéndose en dos pueblos: los dragones, siempre menos numerosos y más primitivos, dispersos por su codicia y su cólera infinitas e insensatas, en las lejanas islas del Confín del Poniente; y los seres humanos, multiplicándose sin cesar en sus opulentos pueblos y ciudades, ocupando las Islas Interiores, y todo el sur y el este. Pero algunos de ellos conservaron el saber de los dragones —la Lengua Verdadera de la Creación— y ésos son ahora los hechiceros.
»Pero, como dice la canción, entre nosotros también hay algunos que saben que antaño fueron dragones, y entre los dragones hay algunos que saben de su parentesco con nosotros. Y éstos dicen que cuando el pueblo único se convirtió en dos pueblos, algunos de ellos, que aún eran seres humanos y dragones, que aún tenían alas, no se marcharon hacia el este sino hacia el oeste, por sobre el Mar Abierto, hasta llegar al otro lado del mundo. Allí viven en paz, como enormes seres alados a la vez salvajes y sabios, con mente humana y corazón de dragón. Y entonces la mujer cantó:
Más al oeste que el oeste
más allá de la tierra
mi pueblo danza
en el otro viento.
»Ésa fue la historia que relató en su canción la Mujer de Kemay, y terminaba con esas palabras.
»Entonces Ogion le dijo:
»—Cuando te vi por primera vez, vi tu ser verdadero. Esta mujer que está sentada frente a mí, al otro lado del hogar, no es más que la vestimenta que lleva.
»Pero ella sacudió la cabeza y se echó a reír, y lo único que dijo fue: “¡Si fuera así de simple…!”.
»Entonces, después de un tiempo Ogion regresó a Re Albi. Y cuando me contó la historia, me dijo: “Desde ese día no he dejado de preguntarme si alguien, hombre o dragón, ha llegado jamás más al oeste que el oeste; y quiénes somos, y en qué reside nuestra plenitud…”. ¿Te está dando hambre, Therru? Parece que hay un buen sitio para sentarse allá arriba, en ese recodo del camino. Tal vez desde ese lugar alcancemos a divisar el Puerto de Gont, a lo lejos, al pie de la montaña. Es una gran ciudad, más grande que Valmouth. Nos sentaremos cuando lleguemos a la curva, y descansaremos un rato.
Desde ese alto recodo del camino vieron las vastas laderas de bosques y praderas rocosas que se extendían a sus pies hacia el pueblo que rodeaba la bahía, y los riscos que custodiaban la entrada a la bahía, y las barcas como astillas de madera o ditiscos en las aguas oscuras. Mucho más adelante en el camino y un poco más arriba, un promontorio sobresalía de la ladera de la montaña: el Acantilado, donde se encontraba el pueblo de Re Albi, el Nido del Halcón.
Therru no se quejaba, pero cuando poco después Goha dijo:
—Y bien, ¿seguimos caminando? —La niña, sentada entre el camino y los abismos de cielo y de mar, sacudió la cabeza. El sol calentaba, y habían caminado un largo trecho desde su desayuno en el claro.
Goha sacó el cántaro y bebieron nuevamente; entonces sacó una bolsa con pasas y nueces, y se la dio a la niña.
—De aquí se divisa el lugar al que vamos —le dijo— y me gustaría llegar allá antes de que oscurezca, si podemos. Estoy ansiosa por ver a Ogion. Debes de estar muy cansada, pero no caminaremos rápido. Y allá estaremos seguras y abrigadas esta noche. Guarda la bolsa, métela bajo el cinturón. Las pasas les dan fuerza a tus piernas. ¿Querrías una vara…, como un mago…, para apoyarte al caminar?
Therru masticó golosamente y asintió. Goha sacó su cuchillo y cortó una gruesa rama de avellano para la niña y entonces, viendo que había un aliso caído sobre el camino, desprendió una de sus ramas y la recortó para hacerse una vara resistente y liviana.
Se pusieron en marcha nuevamente y la niña siguió caminando, entretenida con las pasas. Goha iba cantando para que las dos se distrajeran, cantos de amor y cantos de pastores y baladas que había aprendido en el Valle Central; pero de pronto se quedó en silencio en medio de una canción. Se detuvo, extendiendo la mano en un gesto de advertencia.
Los cuatro hombres que iban delante de ellas las habían visto. No servía de nada tratar de esconderse entre los árboles hasta que siguieran su camino o pasaran a su lado.
—Viajeros —le dijo a Therru serenamente, y siguió caminando. Empuñó la vara de aliso.
Lo que Alondra había dicho sobre las pandillas y los ladrones no era sólo la queja de todas las generaciones de que las cosas ya no son como antes y de que el mundo está cada vez peor. En los últimos años, se había perdido algo de la paz y la confianza que había en los pueblos y los campos de Gont. Los hombres jóvenes actuaban como forasteros entre los suyos, abusando de la hospitalidad, robando, vendiendo lo que robaban. La mendicidad se había convertido en algo corriente allí donde antes era algo poco común y los mendigos insatisfechos amenazaban con actuar violentamente. A las mujeres no les gustaba andar solas por las calles o los caminos, y tampoco les gustaba esa pérdida de libertad. Algunas muchachas huían para unirse a las pandillas de ladrones y cazadores furtivos. Generalmente regresaban a sus hogares antes de un año, taciturnas, magulladas y preñadas. Y entre los hechiceros y las brujas de las aldeas corría el rumor de que algo andaba mal en las cosas de su oficio: los hechizos que siempre habían sanado ya no curaban; los sortilegios para encontrar cosas no ayudaban a encontrar nada, o hacían encontrar lo que no se buscaba; las pociones de amor hacían que los hombres cayeran en desvaríos, no de amor sino de celos asesinos. Y, lo que era aún peor, decían que gentes que no sabían nada de las artes mágicas, de sus leyes y sus límites y de los riesgos de transgredirlos, se hacían llamar personas con poder, prometiendo prodigios de riqueza y salud a sus seguidores, prometiéndoles incluso hacerlos inmortales.
Hiedra, la bruja de la aldea de Goha, había comentado con tono misterioso este debilitamiento de la magia, y también lo había hecho Haya, el brujo de Valmouth. Era un hombre astuto y modesto, que había ido a ayudar a Hiedra a hacer lo poco que podía hacerse para aliviar el dolor y las heridas de las quemaduras que había sufrido Therru. Le había dicho a Goha:
—Una época en la que pueden suceder estas cosas debe ser una época de destrucción, el fin de una era. ¿Cuántos cientos de años han pasado desde que hubo un rey en Havnor? Esto no puede seguir así. Debemos regresar al centro o estaremos perdidos, habrá luchas entre las islas, luchas entre los hombres, los padres lucharán contra sus hijos… —Le había echado una mirada, con cierta timidez, pero con su típica expresión segura, astuta—. El Anillo de Erreth-Akbe ha sido restituido a la Torre de Havnor —dijo—. Sé quién lo llevó allí… Ésa fue la señal, sin duda, ¡la señal de la nueva era! Pero la hemos desaprovechado. No tenemos rey. No tenemos un centro. Debemos encontrar nuestro corazón, nuestra fuerza. Quizás el Archimago haga algo por fin. —Y había añadido con confianza—: Después de todo, él es de Gont.
Pero no se había oído hablar de ninguna proeza del Archimago ni de ningún heredero al Trono de Havnor; y las cosas habían seguido mal.
Por eso, Goha vio con temor y profunda cólera cómo los cuatro hombres que estaban en el camino delante de ella se apartaban, poniéndose dos a cada lado, para que ella y la niña tuvieran que pasar entre ellos.
Mientras avanzaban resueltamente, Therru se mantuvo pegada a Goha, con la cabeza gacha, pero sin cogerla de la mano.
Uno de los hombres, un individuo de pecho prominente y con un bigote negro e hirsuto que le caía sobre la boca, comenzó a hablar con una leve sonrisa:
—¡Oye, tú! —le dijo, pero Goha habló al mismo tiempo y en voz más alta—. ¡Apártate de mi camino! —le dijo, alzando la vara de aliso como si fuese la vara de un hechicero—. ¡Tengo que ver a Ogion! —Pasó caminando a trancos largos entre los hombres y siguió sin desviarse, con Therru trotando a su lado. Los hombres, que interpretaron su atrevimiento como una brujería, no hicieron un solo movimiento. Tal vez el nombre de Ogion seguía siendo poderoso. O tal vez había cierto poder en Goha, o en la niña. Porque cuando las dos hubieron pasado, uno de los hombres dijo:
—¿Visteis eso? —Y escupieron e hicieron un gesto para conjurar el mal.
—¡Esa bruja y su mocosa monstruosa…! —dijo otro—. Dejadlas pasar.
Otro hombre, un hombre con gorra y gabán de cuero, se quedó quieto, mirando por un instante mientras los demás seguían indolentemente su camino. Su rostro tenía un aspecto enfermizo y dolorido, pero parecía que iba a volverse para seguir a la mujer y la niña cuando el hombre del bigote lo llamó:
—¡Ven, Diestro! —Y él obedeció.
Después de desaparecer tras el recodo del camino, Goha tomó a Therru en brazos y avanzó presurosa con ella hasta que tuvo que soltarla y detenerse jadeando. La niña no hizo ninguna pregunta y no trató de que se quedaran allí. Apenas Goha pudo retomar la marcha, la niña comenzó a caminar a su lado lo más rápidamente que podía, cogida de su mano.
—Estás roja —le dijo—. Como una llama.
Rara vez hablaba y no lo hacía con claridad, porque tenía una voz muy ronca; pero Goha la entendía.
—Estoy enfadada —dijo Goha con una especie de carcajada—. Cuando estoy enfadada me pongo roja. Como vosotros, vosotros, los rojos, los bárbaros de las tierras del oeste… ¡Mira!, allá adelante hay un pueblo, debe de ser Manantial de los Robles. Es la única aldea que hay en este camino. Nos detendremos allí y descansaremos un poco. Tal vez consigamos algo de leche. Y entonces, si podemos seguir, si crees que puedes caminar hasta el Nido del Halcón, llegaremos allá al caer la noche, espero.
La niña asintió. Abrió la bolsa de pasas y nueces, y comió unas pocas. Siguieron caminando fatigosamente.
El sol ya se había puesto hacía mucho cuando atravesaron la aldea y llegaron a la casa de Ogion en la cima del risco. Las primeras estrellas brillaban sobre una oscura masa de nubes en el poniente, sobre el alto horizonte del mar. Soplaba un viento marino que inclinaba las cortas hierbas. Una cabra balaba en la pradera que se extendía detrás de la casa baja y pequeña. La única ventana brillaba con una tenue luz amarilla.
Goha apoyó su vara y la de Therru en el muro, junto a la puerta, y cogió la mano de la niña, y golpeó una sola vez.
No hubo respuesta.
Empujó la puerta. El fuego del hogar se había apagado, convirtiéndose en carbonilla y cenizas grises, pero en la mesa una lámpara de aceite despedía un minúsculo rayo de luz, y desde su jergón extendido en el suelo, en el rincón más alejado del cuarto, Ogion dijo:
—Entra, Tenar.