El contable Barnes asintió, cerrando uno de los tenebrosos volúmenes de nigromancia de sir Clifford Steele.
—Ahora empiezo a verlo claro, señor —dijo a la señora Oates, a Ken Wilcox y a Vera Munro, así como al juez Sewell, de Nottingham, y a los agentes allí presentes—. Sir Clifford debió morir hace años. Es posible, como dice la señorita Munro, que hallase la muerte a manos del propio Steele. Este, no era, como todos creíamos, un hombre recto y generoso. Quería su orfanato para educar a los niños como auténticos seres vampirizados por sus poderes ocultos. Era un hombre que rendía culto a Satán, según sus documentos, y que había obtenido oscuramente esas fuerzas malignas que poseía. En realidad, su orfanato era un colegio de futuros demonios, de seres sin alma, moldeados por un loco de raro y terrible poder. Por eso no quería que la justicia le desposeyera de su patrimonio. Hubiera hecho cualquier cosa, incluso asesinarnos a todos, con tal de salvar su siniestro orfanato, escuela de vampiros y de demonios. Espero que Dios, pese a todo, se apiade de su alma.
—Vivió dos existencias muy distintas: como Steele y como sir Clifford. Doris Beswick debía de saber eso, pero vivía dominada por él, era su amante y su esclava —señaló Ken, tras consultar otros documentos hallados en la madriguera del falso aristócrata—. Evidentemente, por encima de sus propios poderes monstruosos, su mente estaba enferma, era un loco siniestro y excepcionalmente poderoso. Es un bien para todos que esta pesadilla haya terminado.
—Los niños serán enviados a Leicester. El reverendo Hodges cuidará de ellos debidamente —sentenció el juez Swell afablemente—. Y como nada recuerdan de los momentos en que la fuerza mortal de ese maníaco endemoniado les poseía, su futuro será como el de otros niños de su edad, haciéndose hombres normales y de provecho.
—Así todo queda arreglado… y yo vuelvo a quedarme sin empleo —suspiró la joven Vera Munro, resignada—. Tal vez era un precio barato todavía, para obtener a cambio de él la libertad y la vida, lejos de estos horribles muros.
—Sin duda —rio Ken Wilcox—. Y como mi coche, desgraciadamente, ha sufrido daños muy serios, si quiero invertir en otro Daimler, tengo que trabajar mucho y necesitaré una eficiente secretaria. ¿Quieres aceptar tú ese empleo, Vera?
—¿Lo dices en serio, Ken?
—Totalmente en serio. Ya tendremos tiempo de preparar juntos mi próximo libro… y discutir los detalles de nuestra futura boda, señorita Munro.
—¡Oh, Ken!
Y se colgó de sus hombros, besándole en los labios, olvidada ya casi totalmente la atroz pesadilla vivida en aquella mansión de Loomish Hill, en Nottingham.
FIN