Fue una alocada persecución escaleras arriba. Ken imaginó que terminaría en la buhardilla de sir Clifford. Se equivocó.
Doris pasó de largo por el desván, sin penetrar en las estancias destinadas a ella y a sir Clifford Prowse, para desviarse hacia la izquierda y abrir una puertecilla de gruesa madera claveteada, que conducía directamente a los tejados de la mansión.
Wilcox no abandonó por eso la persecución, aunque de inmediato comprobó que el lugar era sumamente peligroso. Tejado de pizarra, muy empinado, totalmente cubierto por la helada nieve, y como únicos salientes las chimeneas y unas barandillas bordeando algunas de las zonas del tejado.
Doris se volvió, mirándole angustiada. Al descubrir en manos de Wilcox los dos maderos cruzados, siguió a la carrera, con otro grito despavorido. Ken la llamó:
—¡Doris, vuelva! ¡Vuelva y no haga locuras! ¡Le prometo no amenazarla con la cruz, si usted se decide a bajar conmigo y contarme lo que sucede aquí! ¡Doris, no siga, esto es muy peligroso!
Ella no le hacía caso. Corría sobre la nieve, con rara habilidad y equilibrio, como un simio o un nativo en una isla tropical podría hacerlo entre los árboles. El exotismo de la joven resultaba ahora más acentuado a causa de su felina elasticidad. Pero la nieve era traicionera y se desprendía en bloques helados en algunos puntos, al pisar ella. Cuidadosamente, Ken se movió en pos de Doris Beswick, confiando en no precipitarse abajo en cualquier momento.
—Doris, ya basta —insistió—. No puede escapar de mí, admítalo. Sé que ocurre algo horrible aquí. Algo siniestro y maléfico, de lo que muchos son víctimas. Los niños en primer lugar. Luego lo olvidan, no saben lo que ha sucedido. Una fuerza superior, diabólica, les controla. Doris, no cometa más locuras, venga acá… Vea, ya tiro los leños que tanto la asustan…
Y los arrojó al vacío, ostensiblemente. Doris giró la cabeza, advirtiéndolo. Entonces pareció recapacitar, cambiar de idea. Se detuvo. Ken pensó que acudiría a él.
—Vamos —invitó, alargando los brazos—. Yo la ayudaré, muchacha…
Doris Beswick vaciló. Luego, avanzó hacia él, respirando hondo. Fue como si, de repente un muro invisible, una fuerza que él era incapaz de ver o percibir, se interpusiera entre ambos.
Doris paró en seco, miró al vacío, con ojos desorbitados por el terror, y chilló, agitando las manos:
—¡No, no! ¡No, por caridad, no!…
Sus pies resbalaron esta vez sobre la pendiente de las tejas cubiertas de hielo. Ken trató de ir hacia ella, a la desesperada, aun con riesgo de su vida. No pudo hacer nada por evitarlo. Doris trató de sujetarse a una humeante chimenea.
No lo logró. Sus manos se cerraron en el vacío, resbaló por el tejado, hacia el borde sin barandilla…
Su cuerpo se zambulló en la negra noche con un terrible grito de agonía y angustia. Ken la vio desaparecer allá abajo, percibió el sordo impacto del cuerpo contra la nieve helada, desde tan considerable altura. Se inclinó sobre el borde del tejado, sujetándose a una chimenea para no caer tras de ella.
Doris Beswick yacía al pie de la fachada, inmóvil sobre la nieve, un reguero rojo escapaba de su cabeza…
—Dios te haya perdonado si hiciste algo malo en tu vida —susurró Ken, sobrecogido, volviendo atrás lentamente y mirando en torno, a aquellas tinieblas medio diluidas por el resplandor de la nieve, en donde algo intangible y maligno flotaba casi perceptiblemente. Ese «algo» que detuvo a Doris, que la arrojó al vacío…
Ken se persignó de nuevo, confiando en que ese signo le guardase del mismo mal. Pudo llegar sano y salvo a la puertecilla del desván. Entró en la casa, con paso inseguro, demudado. Al mirarle Vera Munro, comprendió la horrible verdad.
—¿Doris? —musitó.
—Sí —afirmó Ken—. Cayó del tejado. Creo que se mató en el acto. Está fuera. Ya iré a recogerla. Ahora voy a telefonear a la policía. Ya es hora de hacerlo sin perder más tiempo…
—¿Telefonear? —se asombró Vera—. Pero si… si no funciona el teléfono…
—Funciona —dijo sordamente Ken—. Yo lo reparé esta tarde. Venía de eso cuando me preguntaste qué hacía con mis manos sucias… Y llamé a Nottingham sin saberlo nadie. Quedaron en venir en cuanto fuera posible. Ahora les apremiaré, a la vista de los acontecimientos. Hay que terminar con esto cuanto antes, Vera. Deben saber lo que sucede aquí, antes de que sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde… para nosotros? —susurró Vera, estremecida.
—Sí, eso es.
—¿Doris era… era culpable de algo?
—Quizá, no lo sé. Pero había algo o alguien más por encima de ella, el espíritu maligno que mueve los hilos de este horror, sin duda alguna. No sé si hombre o demonio, humano o sombra, vivo o muerto… pero hay alguien más. Y es preciso saber de qué o de quién se trata. Voy a hacer esa llamada, querida… ¿Y los niños?
—Siguen en la cocina. La señora Oates les sirve allí la cena. Prefiero tenerlos donde puedan ser controlados…
—Sí, eso está bien. Pero me temo que los niños, como Doris Beswick, sólo son marionetas, simples instrumentos, manipulados por una fuerza maligna e insana que mora en esta casa y se mueve por ella como una araña, tejiendo su siniestra y atroz tela en torno a nosotros…
—Ken, me asustas…
—Hay motivos para ello, querida. También yo estoy asustado. Siempre asusta aquello que uno no entiende. Y esto… no logro entenderlo la verdad. No del todo, cuando menos. En fin, no esperemos más. Voy a hacer esa llamada.
—No, señor Wilcox. Usted no hará ninguna llamada. Es muy astuto, pero yo lo soy mucho más. Y ha llegado la hora de terminar con esto de una vez por todas…
Vera gritó roncamente. Ken giró la cabeza, sujetando con un brazo a su compañera, y volviéndose hacia la escalera principal, situada a sus espaldas.
Allí estaba la única persona de quien no hubieran esperado oír palabra alguna. El único ser con quien no contaban.
Sir Clifford Prowse, el anciano propietario de la mansión, aparecía erguido, en pie en los escalones, mirándoles a través de sus negras e inquietantes gafas.
Del mismo modo que le era posible oír y hablar, ambos estaban ahora bien seguros de que sus ocultos ojos podían verles con toda claridad.
—Usted —jadeó Ken Wilcox roncamente—. Usted es el espíritu maligno de esta mansión, sir Clifford.
—Sí, yo soy —afirmó él lenta, fríamente—. Y mis fieles servidores van a acabar con ustedes… ¡ahora mismo! Vamos, muchachos, atacad… ¡Matad!
Era una orden glacial, surgida de aquellos exangües labios de anciano. Vera miró a un lado, apretándose despavorida a su compañero. Ken miró en esa misma dirección.
Vio algo que ya se temía de antemano.
Los once niños ya no estaban cenando apaciblemente en la cocina con la señora Oates.
Los once niños venían hacia ellos. Silenciosos, sombríos, taciturnos e inexpresivos como autómatas. Ángeles convertidos en demonios, criaturas hechas monstruos de maldad.
La muerte se leía en todos sus ojos. Especialmente en los azules de Norman, que capitaneaba el grupo con maligna sonrisa…
* * *
Ken Wilcox apretó a Vera contra sí. Se daba cuenta de que todo estaba a punto de terminar. Angustiado, retrocedió con ella siempre a su lado, hasta apoyar las espaldas en un muro de piedra del vestíbulo, justo debajo de una panoplia con antiguas lanzas hindúes, recuerdo de alguna batalla en las Colonias de sir Clifford.
Los niños se movían, como en dirección a ellos, rodeándoles implacablemente. Ken apretó los labios, en tensión, buscando una posible salida.
—Es inútil todo, señor Wilcox —avisó la bronca voz del anciano—. No hay escapatoria esta vez. Ellos harán lo que yo diga. Son mis esclavos. Obedecen ciegamente, como todo el que está bajo mi influencia…
Ken no dijo nada. Alzó la mirada. Vio la panoplia sobre ellos. Rápido, tomó las dos lanzas y las cruzó, formando el signo de la cruz ante sir Clifford. Este, por toda respuesta, se echó a reír, moviendo la cabeza.
—No, amigo mío, yo no —dijo, burlón—. No soy el diablo. Ni un endemoniado. Sólo soy el conducto para que el Mal se haga presente y domine a las personas. El intermediario, como se dice ahora. No va a destruirme con esa cruz, convirtiéndome en cenizas, créalo. Esa leyenda no me afecta. No soy el demonio. Ni tampoco un vampiro. Mis poderes vienen de las Tinieblas. Aprendí a dominar esas fuerzas y canalizarlas mediante mi voluntad y mi mente, eso es todo. Ello me hará no sólo inmortal, sino poderoso, fuerte, eternamente joven… ¡Es la máxima sabiduría de todos los tiempos, aprendida a través de ocultos ritos que nadie conoce!
Los niños estaban cada vez más cerca. Ken podía atacarles con las lanzas, pensó. Pero eran once contra él. Vencerían siempre, movidos por aquella fuerza maligna que se advertía casi tangible en torno suyo. El poder de su tenebroso amo les convertía en frías máquinas de destrucción, sin voluntad propia.
—Dios mío, Ken, ¿qué va a ser de nosotros? —gimió Vera.
—Señorita Munro, lo mismo que fue de Eric, de Skeggs, de la señorita Swift… Todos los que me estorban, los que se cruzan en mi camino, mueren sin remedio. Nadie podrá arrojarme jamás de esta casa. ¡Nadie! Aquí he creado mi imperio de poder, y aquí debo terminarlo. Mis criaturas serán las que cumplan mi voluntad. Y luego habrá otras, muchas más… ¡Tengo todo el poder del mundo, todas las fuerzas de la Oscuridad, Wilcox! Ustedes van a comprobarlo ahora. ¡Matad, niños, matad!
Norman esgrimía un cuchillo de cocina. Sonreía perversamente. La pequeña y dulce Karin también sonreía como el espíritu mismo del mal y la crueldad. Vera sollozaba, apretada patéticamente a Ken.
Wilcox no sabía qué hacer. Hasta que la voz, vacilante, insegura, le gritó:
—La lanza, Wilcox, la lanza… ¡Acabe con él! ¡Recta al corazón, o todo estará perdido!
Giró la cabeza, atónito. Ella estaba allí, en la puerta de la casa. Sangrante, con el rostro lívido, el cabello chorreando un rojo espeso, la mirada extraviada, la expresión agonizante… pero todavía en pie, empapada en sangre toda su ropa…
—¡Doris! —gritó Ken—. Vive aún…
—Por poco tiempo… ¡Esa lanza, Wilcox! ¡Arrójela a su corazón maldito! ¡Antes de que sea tarde!
Ken actuó. Se revolvió, tomando una de las lanzas con las que hiciera la cruz, y dejando caer la otra. La alzó contra sir Clifford. Este levantó sus brazos, intentando algún sortilegio diabólico para impedir el impacto. Pero Doris, sin darle tiempo a más, se precipitó contra él como una tigresa, dejando tras de sí un largo reguero de copiosa sangre.
—¡Pronto, Wilcox, por caridad! —clamó la hermosa mujer, forcejeando con Prowse para que éste no alzara sus brazos—. ¡Si él invoca a las fuerzas del Mal, nada ni nadie podrá vencerle ya!
Ken arrojó la lanza, pese a que ella se interponía en el camino, en su lucha exasperada con el que fuera hasta entonces, a no dudar, su amo y señor absoluto. La moribunda, en su agonía, estaba luchando por destruir al monstruo.
Y lo había logrado.
Wilcox jamás puso más corazón en un intento como en aquel lanzamiento del arma primaria contra su enemigo. La lanza vibró al clavarse profundamente en el pecho de sir Clifford, tras atravesar también un brazo de la joven. Un alarido inhumano, desgarrador, brotó de labios del perverso ser. La lanza temblaba, hincada en su torso, sobre el lado izquierdo. Debía de haber partido su corazón en dos.
—Mal… di… tos… —jadeó el herido.
Y se derrumbó, arrastrando consigo a Doris, que también quedó inerte, sin vida, pero con una salvaje mueca de complacencia en su exótico rostro, ahora casi grisáceo a causa de la muerte. Los dos cuerpos yacían al pie de la escalera, en trágica composición.
Los niños se habían detenido en seco, como si de repente les faltara algo. Sus ojos se dulcificaron lentamente. Sus caras se relajaron. El cuchillo cayó de las manecitas blancas de Norman. Golpeó sordamente el suelo.
Poco a poco, parecían despertar de un letargo. Eran como seres hipnotizados que volvieran paulatinamente a la realidad.
—Ya no nos atacan —musitó Vera.
—No, ya no —suspiró Ken—. Creo que todo ha terminado. La mente criminal que les dirigía y manipulaba ha dejado de existir. Vuelven a ser lo que siempre fueron, cuando el cerebro de sir Clifford y sus extraños poderes no les controlaban: simplemente niños…
Vera se apartó de Ken. Recogió el cuchillo, que guardó en un mueble. Luego hizo girar la cabeza a los niños, para que no vieran los dos cadáveres y el reguero de sangre que corría por el vestíbulo. Les ordenó suavemente:
—Vamos, volved a cenar. Id a la cocina de nuevo, queridos.
—Sí, señorita Munro —afirmó suave, dócilmente, el rubio Norman.
Y los once niños, despacio, respetuosos, se alejaron hacia la cocina, sin llegar a ver siquiera el macabro espectáculo.
Una vez solos, Ken y ella se miraron largamente, acercándose a los caídos. Ken respiró hondo.
—Pobre Doris… Era otro instrumento en manos de sir Clifford… La dominaba totalmente, era su esclava, tal vez su cómplice fiel. Pero cuando él emitió sus extraños poderes y la hizo caer al abismo, ella corrió a vengarse con su último aliento. Descanse en paz la infortunada.
Y cerró sus ojos piadosamente, recobrando la exótica mujer algo de su serena belleza majestuosa. Tras una vacilación, Ken trató de hacer lo mismo con sir Clifford, pese a la malignidad sin límites que éste había representado.
Le quitó los lentes negros, murmurando a guisa de disculpa:
—También él, a fin de cuentas, ya es sólo un cadáver y estará rindiendo cuentas a ese Dios a quien combatía con sus satánicos poderes…
Pero cuando intentó cerrar aquellos párpados, se encontró con una sorpresa. Sus dedos tocaron algo que no era piel humana… sino goma.
—¿Eh? ¿Qué es esto? —masculló.
Comenzó a tirar. Una máscara de tenue goma se desprendió del rostro del difunto. Y con ella, unas patillas blancas, una peluca también canosa, postizos de todo tipo, incluida la fea cicatriz del cuello…
—Dios mío, mira esto, Vera —jadeó, estupefacto—. ¡Este hombre no era un anciano! ¿Qué misterio es éste?
Vera Munro contempló al muerto. Supo que no era la primera vez que veía aquel cadáver. Y comprendió muchas cosas más.
—Ken, ahora lo entiendo todo —susurró—. Sir Clifford no existía. Tal vez nunca existió, desde que murió hace muchos años… tal vez asesinado incluso por este hombre…
—Pero ¿sabes quién es él?
—Sí, Ken. Claro que lo sé. La única vez que lo vi estaba aparentemente tan muerto como ahora. Sólo que aquello debía de ser ficción, otro ejemplo de sus extraños poderes para fingir lo que no era… Este hombre, Ken, es Howard Steele, el director del orfanato, el cadáver desaparecido…