Capítulo VI

El almuerzo fue silencioso y triste. El hecho de que continuaba nevando de modo tan exhaustivo como irritante, haciendo más y más difícil la situación en la aislada casa de la colina, estaba logrando crispar los nervios de ambos jóvenes, únicos comensales a la mesa, con la excepción de los once niños, educadamente alineados al otro lado de la larga mesa del comedor, y también en profundo silencio.

Entre el leve ruido de cubiertos y vajilla, sonó apagada la voz de Ken en uno de esos instantes, dirigiéndose a su compañera en voz baja:

—Estos chicos parecen muy educados —comentó.

—Demasiado, para haber sido enseñados sin rigidez ni disciplina férrea —musitó Vera en respuesta—. A veces parecen adultos.

—Sí, es posible —los estudió uno a uno—. Pero no me parecen tan siniestros como usted sugirió…

—Ahí está lo malo. Resultan angelicales. Pero algo me dice que no lo son tanto. Su comportamiento es extraño, por eso me siento tan preocupada.

—¿Va a darles clase esta tarde?

—Será lo mejor. Cuanto más ambiente de normalidad noten se sentirán más relajados, imagino. Son todos ellos muy inteligentes y aplicados. No crean el menor problema durante la clase. Harían las delicias de cualquier maestro.

—Entonces no tendrá queja.

—No debería tenerla. Pero preferiría que escandalizaran de vez en cuando, o cometieran alguna travesura. Eso resultaría humano. Esto, no.

Ken asintió en silencio, volviendo a mirar a los niños. Notó los ojos de Norman y de Karin fijos en él. Y casi estuvo de acuerdo en todo con Vera. Quizá no eran sólo imaginaciones de ella. No le gustaba sentirse estudiado por aquellos niños.

Vera Munro se encerró con los muchachos en el aula hasta las cinco de la tarde. La noche caía rápidamente sobre la campiña, y no cesaba de nevar. El nivel de la nieve alcanzaba ya las ventanas enrejadas de la mansión. El cielo nuboso, sin embargo, le pareció a Wilcox algo más tenue y agrisado. Posiblemente en menos de dos o tres horas cesará al fin la maldita nevada, pensó recordando tristemente su Daimler sepultado en alguna parte de aquella estepa blanca.

Eric saló al cementerio usando las raquetas, para abrir una fosa, «por si aparecía al fin el cadáver del señor Steele», según sus palabras. La señora Oates, en la cocina, preparaba alguna cena suculenta, a juzgar por el aroma que llegaba de allí. Ken se encaminó al teléfono de la biblioteca y comenzó a seguir la conexión del mismo cuidadosamente, a lo largo de los empapelados muros de la mansión, de alcoba en alcoba y de pasillo en pasillo.

La casa hubiera parecido en absoluta calma, sumida en un ritmo de vida normal, si no fuese porque resultaba difícil olvidar que había desaparecido el cadáver de su propietario y que otro cuerpo sin vida reposaba en una gélida habitación, esperando su traslado a lugar más adecuado.

A las cinco en punto los niños abandonaron la clase y fueron a la cocina en tropel, para tomar un té con la señora Oates, como acostumbraban hacer a veces. Vera Munro salió del aula ya vacía, encontrándose con Ken Wilcox, que volvía de alguna parte limpiándose las manos con un trapo.

—¿Dónde se ha metido todo este tiempo? —indagó la joven, curiosa.

—Por ahí, removiendo cosas —él meneó la cabeza—. Por cierto, ¿dónde anda Eric?

—No sé. No lo he visto en todo el tiempo. Hicimos un alto en la clase entre tres y tres y cuarto. Los niños fueron al aseo y corretearon un poco por ahí, pero no vi a Eric en absoluto, ¿por qué lo dice?

—Porque si aún no ha vuelto a la casa, lleva ya tres horas en el cementerio. Demasiado tiempo para abrir una fosa.

—Cielos, ¿puede haberle ocurrido algo? —se inquietó la joven.

—No sé. Voy a comprobarlo de inmediato. Si sufrió algún accidente podría morir congelado en la nieve.

Tomó su juego de raquetas y las adaptó a sus pies. Vera le miraba, intrigada.

—¿Puedo ir con usted? —pidió.

—Si encontramos otro par de raquetas, sí —afirmó vivamente Ken—. Vamos a ver si la señora Oates nos las facilita, ya que Eric no aparece.

En la cocina ya no estaban los niños. Sus vacías tazas de té aparecían dispersas sobre la mesa. La señora Oates, complaciente, buscó otras dos raquetas de badminton, y Ken las adaptó al calzado de Vera Munro, encaminándose ambos hacia el cementerio por encima de la blanca capa de nieve, que no siempre resistía bajo sus pies, pero que comenzaba a helarse en algunos puntos.

Alcanzaron la hondonada del cementerio cuando ya era totalmente oscuro. Precavidamente, Ken había cargado con una linterna, que encendió, proyectándola sobre las sobresalientes piedras blancas de cruces y lápidas, en busca de Eric y de la fosa destinada al desaparecido cadáver. El haz de luz reveló la presencia de la nieve apelmazada. Y finalmente, de una pala apoyada junto a una lápida. Eso era todo.

—No lo entiendo —murmuró Ken—. La nieve no puede haberle sepultado. Cae ya con menos fuerza…

Deambularon un poco más por el viejo cementerio. De repente, Vera señaló tras una de las sepulturas, de la que emergía en la nieve una gran cruz de piedra gris.

—¡Mire allí! —jadeó—. Creo que hay algo en el suelo, Ken…

Él asintió. La linterna reveló la presencia de un bulto oscuro, pegado a la cruz. Caminaron hacia aquel punto. Cuando proyectó la luz sobre ello, un grito ronco escapó de la garganta de Vera. Vaciló sobre sus raquetas. Ken la tomó a tiempo con uno de sus fuertes brazos, impidiendo que perdiera el equilibrio. Pero nadie podía ya dominar el terror profundo que acometía ahora a la joven maestra. Su faz estaba lívida y sus dilatados ojos se clavaban en el suelo.

La nieve allí no era blanca, sino de un rojo oscuro, como de óxido. La sangre humana tenía la culpa de ello.

Eric reposaba pegado contra la cruz, sentado apaciblemente sobre la nieve. Sus ojos desorbitados se fijaban en el vacío, sin ver nada. Tenía el cuerpo materialmente cosido a puñaladas, y se había desangrado, dejando sus ropas acartonadas por la sangre, rápidamente coagulada al contacto con el helado aire exterior.

Ken dominó su propio horror, sujetando firmemente a Vera e inclinándose sobre el cadáver desangrado. La luz huyó de la máscara crispada y horrible que era la faz del infortunado criado, para fijarse en su torso, acribillado a cuchilladas.

El joven escritor contó rápidamente los tajos que mostraban las ropas y el cuerpo del difunto mayordomo. Su voz sonó trémula ahora:

—Once… Once cuchilladas, Vera…

—Dios mío… —sollozó ella—. Once… Igual…, igual…

—Sí —afirmó él, rotundo, sombrío—. Igual que el número de niños de este orfanato.

En ese momento una claridad amarillenta brilló en alguna parte. Ken desvió rápido sus ojos hacia el origen de aquel resplandor, apagando la linterna y manteniendo a la estremecida joven pegada a sí.

La luz venía de la puerta de la capilla. Ken dijo duramente:

—Hay alguien en la iglesia, Vera. Vamos allí. Hay que averiguar lo que está pasando en este endiablado lugar…

* * *

Llegaron ante la puerta de la vieja capilla. La claridad dorada que brotaba de allí dentro olía a cera caliente. Ambos se miraron en las tinieblas, sólo heridas ahora por aquel reflejo amarillento que venía del interior del recinto religioso.

—Tengo miedo, Ken —confesó ella apagadamente, apretándose más al hombre.

—Qué diablos, yo también —admitió él, ceñudo—. Eric era un hombre fuerte. Ahora es sólo un cadáver sin gota de sangre en sus venas. Lo mismo puede sucedemos a nosotros. Confío en que, al menos, estamos más en guardia que el pobre Eric…

Empujó levemente la puerta, sin poder evitar un leve chirrido de bisagras, pero ya antes había producido ese mismo ruido a impulsos de una ráfaga de aire helado, y Ken pensó que quien estuviera dentro imaginaría que sólo se trataba de algo parecido.

Esperaron unos segundos, en tensa calma, conteniendo el aliento. Luego Ken se inclinó, asomando la cabeza por la rendija de la puerta. Miró al interior.

Se quedó sobrecogido. No era para menos.

Sobre el túmulo funerario no había tampoco ahora cuerpo alguno. Sin embargo, en torno a él oraban en silencio once criaturas de aspecto angelical, reunidos en una ceremonia tan macabra como inquietante. De los labios infantiles brotaba un apagado murmullo, algo parecido a una oración. Pero eso no era lo peor de todo.

Tenían sus ropas impecables salpicadas de sangre. A sus pies reposaba ahora un perro ensangrentado, y Norman, el muchacho rubio y angelical, sujetaba en su mano un cuchillo sangrante de grandes dimensiones, tal vez uno de los cuchillos de cocina de la señora Oates.

Puso una mano en la boca de Vera rápidamente, para que cuando ella viese aquella escena escalofriante no lanzase un grito de terror. Fue muy oportuno, porque notó la contracción de las cuerdas vocales de la joven y la convulsión de sus labios, enormes, dilatadamente fijos en él, con una expresión de pavor infinito.

—Calma —susurró—. No grite, Vera. Creo que esos niños acaban de cometer un acto horrible en la propia casa de Dios. Un sacrificio digno de tiempos arcaicos y oscuros, acaso un culto a Satán, no sé. Pero tal vez no sea la única sangre que han derramado hoy. Pudieron asesinar a Eric, clavándole el cuchillo uno por uno, durante aquel cuarto de hora de recreo…

En ese momento los niños dejaron de orar. Se encaminaron a la salida, en silenciosa procesión. Ken se apartó con rapidez, llevando consigo a Vera, para ocultarse tras uno de los pilares de vieja piedra del edificio.

Salieron los niños del interior de la capilla, donde aún ardían los velones destinados a alumbrar el cuerpo desapercibido de Steele. Ellos dos contenían el aliento, esperando a que los niños se alejasen sobre la nieve, en lento y silencioso regreso a la casa. Resultaba sorprendente la facilidad con que sus cuerpecitos se movían sobre la nieve, hundiendo sólo sus pies en ella.

Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ken y ella penetraron en la cripta vacía. Un horror infinito asaltó a ambos al contemplar el altar. ¡El crucifijo de Cristo, tallado en la vetusta madera carcomida, yacía ahora boca abajo!

—Satanismo —jadeó Wilcox, muy pálido—. Es eso, Vera. Esos niños están endemoniados por algo o alguien… El diablo va con ellos.

Caminó decidido hacia el altar. Tomó el crucifijo para situarlo en posición correcta, con respetuosa firmeza.

En ese momento Vera chilló asustada, Ken dirigió hacia ella una mirada rápida, sobresaltada. La vio retroceder hacia él, con movimientos convulsos.

Norman, el rubio Norman, estaba en la puerta de la iglesia, mirándola fijamente. Por las comisuras de los labios del niño corrían dos hilillos de sangre seca. Ken comprendió la horrible verdad. ¡Habían bebido sangre del perro sacrificado junto al túmulo funerario de Howard Steele!

—Norman —gimió Vera, dominando su terror—. Norman, querido, ¿qué significa todo este horror?

El niño no respondió. Con aquella ausencia total de emociones que daba a su rostro el aspecto de una benigna carátula angélica, y a sus ojos todo el frío de la muerte, se movió hacia ella.

—Debes morir —dijo—. Los dos debéis morir. Así está dispuesto…

Ken tragó saliva. No sentía miedo ante varios hombres violentos, nunca lo había sentido, ante maleantes armados en Marsella, ante unos indígenas belicosos en el Pacífico, ante unos orientales peligrosos en Hong Kong. Pero ésta era distinta.

Era un niño el que avanzaba hacia ellos con la muerte en su rostro y en sus palabras. Un niño bello, dulce y suave. Un monstruo de rara belleza infantil…

—¡Atrás! —bramó de repente Ken, sintiendo un soplo de inspiración o una simple intuición—. ¡Atrás, en nombre de Dios, maldito seas!

Y enarbolando el gran crucifijo que estaba intentando poner correctamente lo alzó ante Norman, muy en alto, sujeto por sus dos fuertes manos.

Los velones crepitantes, que despedían hedor caliente a cera derretida, se agitaron, tal vez por el aire removido por la cruz. En el muro de vieja piedra de la capilla, bailoteó la enorme sombra del crucifijo, proyectando su forma sobre el rostro hermético del niño…

El resultado fue sorprendentemente eficaz, incluso para el propio Wilcox. Apenas contempló la cruz y ésta proyectó su sombra sobre él, Norman chilló, cubriéndose el rostro con ambas manos, exhaló luego un quejido y dio media vuelta, echando a correr. Sus alaridos eran patéticos, mientras se perdía a través de la blanca nieve.

Siguió un profundo silencio. Ken bajó el crucifijo, lentamente, con un resoplido. Lo depositó en el altar, persignándose ante él, sobrecogido. Vera cayó de rodillas, con un sollozo, y oró en voz baja. Ken tragó saliva, apoyándose en el muro. Al pasar su mano por el rostro, notó que su sudor empapaba la piel con una fría película.

—Vamos, Vera —musitó—. Volvamos a la casa. Ahora sabemos algo más. Ahora sabemos que las leyendas de vampiros son reales… y que el Mal está presente aquí en su peor y más horrible forma… aunque también la más inconcreta.

La tomó por ambas manos, echando a andar a través de la desierta iglesia, camino de la salida. Vera temblaba, rotos por vez primera sus nervios, hecho trizas su reconocido valor. El regreso a casa fue lento, casi patético.

—Ken, ¿y si nos esperan allí, para atacarnos? —jadeó, ya cerca de la sombría casona que erguía su mole sobre la noche negra, ya apenas surcada por leves copos de nieve, quizá los últimos de tan gran nevada.

—No lo creo —susurró Ken—. Ahora sé el arma necesaria para mantenerlos a raya.

—Pero… pero Eric murió junto a una cruz, recuerde —dijo ella.

—Lo sé. Y es algo que no entiendo bien. Quizá recibió las cuchilladas en otro lugar y se arrastró allí hasta morir, presintiendo que en una cruz estaba su posible salvación… De todos modos, no podemos quedarnos fuera de la casa ahora. Hay que afrontar lo que sea. De una vez por todas, y arrastrando todas las consecuencias, amiga mía…

Y protector, tierno, conmovido por el miedo que hacía temblar aún aquel frágil cuerpo de mujer, se inclinó y besó sus cabellos, su frente, su mejilla…

Ella alzó la cabeza, estremecida. La miró de muy cerca. Y puso los labios entreabiertos ante él.

—Vera… —susurró Ken, inclinándose a besar aquella boca.

—Ken… —gimió la joven, entornando los ojos.

Se besaron cálida, intensamente. El frío de la noche dejó de recorrer sus venas. La sangre hirvió en ellas pese al clima ambiente. Después, Ken Wilcox, armado de más valor aún, tiró de ella con energía regresando a la casa.

Contra lo que temían, la puerta trasera estaba sólo entornada, y no necesitaban dar la vuelta al edificio para penetrar en él. Pasaron al interior. Fueron con rapidez a la biblioteca y al comedor. No vieron a los niños por parte alguna. Luego se dirigieron a la cocina. Se quedaron atónitos.

Los once niños calentaban sus ateridas manos ante las llamas del hogar. La señora Oates cocinaba apaciblemente, no lejos de ellos, bien ajena a todo. Norman estaba entre los pequeños, como si nada hubiera sucedido. Ken dio unos pasos hacia ellos.

—Norman —llamó, seco.

El pequeño giró la cabeza. Incluso sonrió, apacible.

—¿Qué, señor? —preguntó.

—Norman, ¿qué sucedió en la capilla? —preguntó el escritor, haciendo que la señora Oates se volviera, para mirarle sorprendida.

—¿En la capilla? No sé —el niño se encogió de hombros—. Yo no he estado en la capilla.

—Mientes. Estuviste allí ahora mismo. Con todos los demás.

—Pues no me acuerdo, señor. Estuvimos jugando por ahí, no en la capilla.

—Sabes que estás mintiendo. Os vi allí. Tú volviste. Y yo te hice salir de ella, bien lo sabes. Dime, ¿qué hicisteis con el perro?

—¿Perro? ¿Qué perro, señor? —los azules ojos infantiles reflejaron absoluta perplejidad.

—Mira tus ropas. Tu rostro. Hay sangre en todo ello. Incluso en tus labios y en los de tus amigos…

—Nos debimos caer. Sí, nos caímos varias veces —sonrió—. Sangré por la nariz, ahora me acuerdo. Sí, fue eso, señor…

Le miraba largamente, con aire ingenuo, dulce. Parecía imposible que pudiera mentir tan cínicamente un niño de tan angelical aspecto. Ken resopló:

—Muy bien. Veamos esto, —avanzó a largas zancadas, tomó dos leños de los que la señora Oates utilizaba para la chimenea, y los cruzó, plantándolos ante el rostro de Norman. Su sombra en cruz se proyectó sobre las mejillas sonrosadas y el rubio cabello.

El niño ni se inmutó. Sonrió, mirando la improvisada cruz.

—¿Sí, señor? —preguntó, sin entender en apariencia.

Ken lanzó una imprecación. Se volvió, cambiando una mirada perpleja con Vera. Entonces vio a alguien en pie en el corredor, ante la puerta de la cocina, mirando la escena en silencio.

Aún tenía en sus manos Ken Wilcox la improvisada cruz hecha con los dos leños. Doris Beswick era la persona erguida en el pasillo, mirando fijamente a los niños.

En ese momento, al ver la cruz de madera ante sí un alarido horrible escapó de su garganta, su rostro bronceado y sensual se convulsionó en una mueca de pavor, y retrocedió con los negros ojos desorbitados, cubriendo su faz con ambas manos extendidas.

Luego, echó a correr, pasillo adelante, perdiéndose en las penumbras de la casa.

—¡Doris Beswick! —rugió Ken Wilcox—. ¡Ella también está endemoniada!

Y se lanzó a la carrera en pos de la misteriosa compañera de sir Clifford.