Capítulo V

Fue un trabajoso recorrido.

La nieve cubría totalmente el terreno alcanzando más aún del espesor que él calculara previamente. Sus piernas se hundían hasta el muslo e incluso hasta la cintura, a veces hallaba sepultado su cuerpo en el esponjoso elemento blanco, resultándole casi agotador avanzar una sola yarda de distancia.

Especialmente en el viejo cementerio en ruinas la cosa se hizo aún más difícil y peligrosa. Si alguna de aquellas antiguas lápidas cedían bajo el peso de la nieve, produciendo una fosa, estaba seguro de que iría a parar sin remedio al fondo mismo de tan fúnebre y siniestra sima. Pero en ocasiones, el llevar las raquetas de badminton sujetas a sus pies con correas le permitía moverse sobre la superficie algo helada, sin profundizar demasiado en el grueso manto albo.

Por fin arribó ante la puerta de la pequeña iglesia, capilla o lo que aquello hubiera podido ser a lo largo de los años. A Ken le recordó las pequeñas ermitas que había encontrado en algunos de sus viajes por otros países europeos de carácter latino.

Entró en el recinto sagrado, arrastrando consigo gruesas pellas de nieve que rodaron por las losas del interior, comenzando a derretirse en forma de agua y barro. Miró al altar, con su gran crucifijo central y la masa de piedra debajo. El silencio y la soledad del lugar, lúgubremente oscuro ahora, le produjo cierta impresión. A través de unas grietas en el techo abovedado, una penumbra grisácea prestaba a la capilla un aire casi medieval, entre triste y sobrecogedor. Sin embargo, la presencia del crucifijo rompía ese aire ominoso y sombrío. Ken Wilcox se persignó brevemente ante él. No era católico, ni siquiera religioso. Pero siempre había sentido un profundo respeto ante la Cruz y su significado.

Luego caminó por el corredor central, entre la doble hilera de filas de bancos de madera. Miró a un lado y a otro, tratando de habituar sus ojos a aquella penumbra, tras el cegador destello de la nieve en la gélida mañana exterior. Estaba buscando el túmulo funerario que le describiera la joven Munro poco antes.

Lo encontró al fin, a su izquierda, en una especie de recodo de la capilla, bajo una bóveda oval. Se quedó perplejo. La sangre casi se congeló en sus venas, equiparándose a la nieve de la campiña.

Allí no había nada. Allí no había nadie.

Ni el menor rastro del cadáver de Howard Steele, propietario del orfanato de Loomish Hill.

* * *

—Pero eso no es posible… ¡No es posible, señor! —tartajeó Eric, demudado.

—Vaya si lo es —afirmó calmoso Wilcox—. Allí no hay nada de nada. Ni rastro de ese difunto, Eric. Pensé que usted le habría trasladado sin decir nada a los demás.

—¡Cielos, claro que no! —protestó el criado—. Sólo pensaba trasladarlo a su fosa en el cementerio. Y ahora, ni siquiera puedo hacer eso con semejante nevada encima, señor Wilcox… No puedo entender lo que ha sucedido.

—¿Cree que han sido los niños quienes…?

Wilcox no terminó su frase. Eric le miró con profundo horror y meneó negativamente la cabeza. Su voz sonó insegura, crispada:

—No, no lo creo. No puedo creerlo, señor, la verdad.

—Yo, sí —terció fríamente Vera, que permanecía callada y ensombrecida durante la breve charla entre el forastero y el criado—. Es más, estoy segura de que eso es lo que ha ocurrido. Tendré que ver a esos niños y preguntárselo.

—Si son como usted me ha dicho, no se lo dirán —rechazó Ken—. Saldrán con sus ambigüedades de siempre, Vera. ¿Por qué no intentamos hallar el cadáver de Steele, donde lo hayan escondido ellos, y salimos de dudas? Este robo macabro resulta tan insólito como poco agradable.

—Eric, usted es quien mejor conocerá esta casa —apuntó Vera—. ¿Dónde cree que podría ocultarse un cuerpo, sin ser hallado fácilmente?

—A mi juicio, sólo hay dos sitios: el sótano… y la buhardilla. Pero en ésta se hallan residiendo sir Clifford y la señorita Beswick.

—Por tanto, queda el sótano. —Vera tomó una decisión—. Vamos allá, Eric. ¿Hay luces abajo?

—No, señorita. Traeré unas linternas en todo caso —dijo Eric, no muy seguro de que le entusiasmara la idea de bajar a buscar un cadáver al sótano.

Pero regresó con tres lámparas eléctricas. Y los tres iniciaron la búsqueda en el subsuelo de Prowse Manor. Era un gran sótano repleto de objetos inútiles, viejos muebles estropeados, ratas bulliciosas y profundas tinieblas. La humedad allí resultaba insoportable.

Encontraron un viejo arcón funerario de origen exótico, pero estaba vacío contra lo que pensaron inicialmente, y el cuerpo sin vida de Steele no apareció por parte alguna.

—Creo que hemos terminado con esto —resopló al fin Ken—. El sótano es un lugar abominable y siniestro, pero el cadáver que buscamos no está aquí.

—Entonces, volvamos —sugirió Vera desilusionada—. Ya ha terminado la búsqueda.

—No, no del todo —rechazó el escritor—. Eric habló de otro lugar.

—¿La buhardilla? —vaciló el criado, contemplándole al resplandor fantasmal de la linterna—. Pero está habitada. ¿Quién iba a subir allí un cadáver, señor?

—No lo sé. Tal vez la señorita Beswick, si es que los niños no fueron los macabros ladrones —sugirió ahora Wilcox, con acento irónico—. ¿Por qué no, Eric?

—Eso suena a disparate —objetó Vera—. Pero ¿por qué no probar? ¿Es grande la buhardilla, Eric?

—Posee tres habitaciones y un aseo habilitado por sir Clifford para morar allí con una cierta comodidad. Es bastante amplia, sí.

—Entonces, existe la posibilidad. ¿Qué tal si visitamos a ese anciano caballero y a su hermosa señorita de compañía, Vera? —insinuó Ken, risueño.

—Como quiera —se encogió ésta de hombros—. Pero empiezo a pensar que lo que usted quiere es conocer personalmente a esa mujer.

—Confieso que me seduce más verme ante esa dama tan bella y exótica que usted describió, que delante de un frío y rígido cadáver, pero ambas cuestiones me interesan ahora por un igual, dadas las circunstancias.

—El aventurero escritor busca el nuevo tema para otro libro, ¿no? —bromeó Vera.

—Recuerde que mi Daimler está posiblemente arruinado en estos momentos —se quejó burlonamente Wilcox—. Tendré que ir pensando en ganar dinero para adquirir otro coche. ¿No piensa ayudarme?

—Está bien, vamos arriba —suspiró la joven maestra—. Veremos cómo nos recibe el viejo huésped de esta casona…

* * *

La recepción no fue demasiado mala para lo que ella esperaba de tan solitario y extraño inquilino.

Primero, Doris Beswick salió a recibirles. Ahora, sin su deshabillé de la noche anterior, estaba igualmente hermosa e inquietante, pensó Vera, mirando de soslayo a su compañero, en cuyo rostro advirtió un interés muy especial por el encanto físico que emanaba aquella mujer tan saturada de sensualidad a flor de piel.

El cuerpo alto y espléndido de la hembra de piel broncínea aparecía envuelto en un vestido muy a la moda, salpicado de perlas sobre el satén rosa pálido, que hacía juego con unas medias también rosadas y unos Zapatos de raso, puntiagudos y abotonados al tobillo, de color rosa fuerte. Lucía en sus negrísimos cabellos una ancha cinta de seda a la moda, con cuentas de vidrio rosadas. Los senos desnudos marcaban su grueso pezón contra el tenue tejido. Las caderas y muslos se adherían al satén brillante, como si éste formase una segunda epidermis sobre ella. El resultado era altamente provocativo, pero no exagerado. Vera casi sintió envidia de aquella belleza inquietante, pese a reconocerse a sí misma como una chica atractiva y con encantos físicos suficientes.

—De modo que un escritor se pierde en la nieve y va a caer en Prowse Manor —comentó Doris clavando en Wilcox sus penetrantes pupilas negras—. Divertida aventura, ¿no cree?

—No demasiado —suspiró Ken—. Un lugar donde hay dos cadáveres no resulta demasiado acogedor. Y si uno de ellos ha desaparecido, menos aún.

—¿Desaparecido? —ella enarcó las cejas—. ¿A qué se refiere?

Vera se lo explicó. Las pupilas de la Beswick brillaron enigmáticas. Luego sus gruesos labios sensuales esbozaron una sonrisa.

—Casi sería cómico, si no resultara tan macabro —observó—. ¿Han subido a ver si lo tenemos escondido aquí?

—No, señorita Beswick —rechazó Ken, cortés—. Pero Eric nos dijo que esta zona alta de la casa es bastante amplia. Alguien pudo subirlo aquí, sin ustedes saberlo.

—Resulta algo difícil. Habrán notado que cruje el escalón número cuatro de la escalera que conduce aquí. Si suben por ahí con una carga tan pesada como debe resultar un cadáver humano la madera crujiría de modo muy fuerte y yo lo oiría, aunque no el señor Prowse. Pero pasen, por favor. Sir Clifford no podrá verles, apenas les oirá y no le será posible dirigirles la palabra, pero ya que están aquí, creo que deben conocerle… Síganme, por favor.

La siguieron en silencio, desde la estancia donde ella les recibiera hasta la inmediata, mucho más amplia y luminosa. Una ventana dejaba entrar el resplandor de la luz del nublado día, reflejada por la nieve que lo cubría todo. Tras la vidriera se veían flotar mansamente los gruesos copos.

Un hombre aparecía sentado tras una pesada mesa repleta de libros. Estaba de espaldas a la ventana, encorvado sobre un volumen en el que apoyaba sus sarmentosas manos huesudas. Una blanca melena revuelta remataba su cabeza. Llevaba unas gruesas gafas de vidrios casi negros, con un puntito transparente en el centro, grandes patillas blancas y algodonosas sobre el rostro rugoso, apergaminado. Una fea cicatriz surcaba su cuello, desde la oreja hasta la nuez, recuerdo sin duda de aquel proyectil que le dejó mudo en la guerra colonial. Se envolvía en una gruesa bata de cuadros azules, y parecía tan ausente de ellos como si estuviera a mil millas de distancia.

Doris se acercó a él, seguida por los dos visitantes. Vera observó que el volumen que el anciano «leía» era un libro perforado por el sistema Braille, para ciegos. Sus dedos, ágiles y rápidos, recorrían el grabado de cada página.

—Sir Clifford —dijo Doris, parándose a su lado y oprimiendo su hombro con los bronceados dedos, rápida y diestramente, en una repetición morse de sus palabras—. Tiene visitas. La nueva maestra, la señorita Munro y un joven huésped, un escritor, Kenneth Wilcox… Desean presentarle sus respetos.

Vera y Ken cambiaron una rápida mirada de desasosiego. El lugar olía a humedad y a frío. Ardía un fuego en el hogar, pero el frío era de otra naturaleza. Aquel anciano parecía por sí mismo un cadáver viviente. Le temblaban las manos que alzó en muda salutación, al tiempo que un gorgoteo sordo era cuanto brotaba de sus labios descoloridos, pretendiendo acaso representar palabras. Vera notó fijas en ella, a través de aquellos negros lentes, unas pupilas que tal vez no veían bien, pero que llegaban a su persona como dos agujas heladas y profundas, desde una distancia que no parecía de este mundo.

—Quiere decirles que celebra su visita y se la agradece —sonrió Doris—. Sir Clifford no es demasiado amigo de convencionalismos sociales ya, dado su estado. Tampoco gusta de visitas. Pero a veces se siente solo y la presencia de alguien que no sea yo parece animarle un poco.

—¿No recibe nunca otra visita? —se interesó Vera, estudiando al anciano sentado en aquel butacón.

—Sólo de tarde en tarde. Un par de veces ha estado aquí el señor Steele, otra la señora Oates, alguna vez los niños…

—¿Los niños subieron aquí? —se sorprendió Vera, sintiendo un leve estremecimiento.

—Sí, pero muy de tarde en tarde, y creo que por insana curiosidad infantil más que por otra cosa —sonrió Doris forzada—. Ya sabes lo que pienso de ellos.

—Sí, Doris, lo sé —afirmó Vera. Tras una indecisión, señaló a sir Clifford—. ¿Puede oírnos, ver algo?

—Ve sombras y poco más. Pero la luz da en sus rostros ahora. Puede leer en sus labios. Será mejor que no hable del cadáver. Quizá no le gustase mucho a él. Como ve, es difícil que traigan aquí una carga semejante, querida.

—Sí, empiezo a darme cuenta. —Vera dejó resbalar sus ojos distraídos por los lomos de los libros alineados en las estanterías. Casi sintió pavor. Un oscuro y helado miedo a algo indefinible, malsano, que flotaba en aquel ambiente… o que así se lo parecía a ella.

Tal vez los viejos volúmenes tenían la culpa. Los títulos que, en caracteres rojos, dorados o casi borrados por el tiempo, veía allí ante ella, no eran nada alentadores ni contribuían a disipar el clima y agobiante de aquella casa: Vampirismo, Historias de satanismo, Culto al Diablo, Licantropía, Poderes ocultos y nigromancia, El Tarot y sus enigmas, El Anticristo, Sadismo y perversión, Wurdalaks y Vrolaks, El Vampiro en Europa, Hombres Lobo y Mujeres Gato

Era una biblioteca espeluznante. Desvió la mirada al tener la sensación incómoda de que las pupilas casi ciegas del anciano estaban fijas en ella y en la trayectoria de sus ojos.

—¿Se ha arreglado ya al teléfono? —la voz de Doris parecía llegar de otro planeta, rompiendo las telarañas imaginarias y viscosas de las imaginaciones tétricas de Vera.

—No, aún no —negó la joven maestra, saliendo de su abstracción—. Todo sigue igual abajo. Y el pobre señor Skeggs esperando a que puedan trasladarle a la Morgue local alguna vez…

—Es una situación muy desagradable —admitió Doris gravemente—. Espero que deje pronto de nevar y pueda resolverse todo. Con esa cantidad de nieve fuera no se puede dar un paso… Estamos condenados a permanecer aislados mientras dure.

—Usted acaba de decir algo singular, señorita Beswick —dijo Ken, de súbito, mirando a la hermosa y exótica mujer.

—¿Sí? —las cejas de ella formaron dos arcos perfectos sobre las profundas pupilas oscuras como la noche—. ¿En qué sentido, señor Wilcox?

—Eso que mencionó… No se puede dar un paso. Es la verdad. Me pregunto cómo alguien pudo ir a la capilla y volver con su carga… sin dejar huella alguna en la nieve ni hundirse en ella con semejante peso.

Doris entendió. Cruzó una mirada con Vera, que tenía un estremecimiento sutil a flor de piel. El anciano parecía ajeno de nuevo a ellos, sumido en la lectura de su volumen a través del tacto de sus sensibles dedos rugosos.

—Sí, eso es cierto —señaló al exterior—. Desde aquí se domina todo: cementerio, capilla… Y no he visto otra señal de pisadas que las dejadas por unas raquetas en la nieve…

—Fui yo —dijo Ken, tomando del brazo a Vera—. Creo que no molestaremos más. Nos vamos, señorita Beswick. Ha sido muy amable con nosotros. Mi saludo a sir Clifford. Debe divertirse mucho con esas lecturas. ¿El Braille también es un libro de vampiros, demonios o licántropos?

Doris le miró algo sorprendida y, al parecer, desconfiada de repente. Encogiose de hombros y manifestó con cierta frialdad:

—No, señor Wilcox. Sir Clifford está leyendo la versión Braille de Fausto.

—Entiendo —sonrió Ken, saliendo ya con Vera—. Muy adecuada lectura…

Abandonaron la buhardilla, tras agitarles su sarmentosa mano sir Clifford en muda despedida, acompañada por otro gorgoteo que tal vez quería ser amable pero que sonaba ominosamente. Bajaron las escaleras de madera empinadas que conducían a la segunda planta de la casa.

Crujió el peldaño número cuatro, como dijera Doris Beswick, al pisarlo ellos. Ken contempló sus zapatos como si fuesen culpables de algo. Llegaron a la planta inferior en silencio. Allí, Ken murmuró, pensativo:

Fausto… ¿Qué espera ese anciano? ¿Poder recuperar su juventud a cambio de vender su alma al diablo?

—Es posible. ¿También se fijó en los libros de las estanterías?

—Cielos, claro que sí. Es una biblioteca de escalofrío. Ese lugar resulta muy extraño. Y ese anciano inútil también. No me sentía cómodo allí.

—Yo tampoco —confesó riendo Vera—. Pero no parece que ellos tengan nada que ver con el cadáver desaparecido, ¿no cree?

—A menos que esté oculto tras los libros, no —rio a su vez Ken de buen humor, encogiéndose de hombros—. Vamos, creo que esa visita a las alturas me ha provocado la necesidad de tomar algo fuerte, brandy o whisky, pongamos por caso.

—Estamos de acuerdo. Soy una mujer liberada, de modo que le acompañaré —suspiró Vera decidida.