Capítulo IV

Esos niños me asustan. Me asustan mucho, la verdad.

La señora Oates no dijo nada de momento. Retiró el pote de agua hirviendo del fuego y preparó el té. Allá afuera, tras la vidriera de la puerta de la cocina, se veía un leve resplandor azul en la distancia. Era el amanecer. La nieve continuaba cayendo copiosamente, como un velo blanco y ominoso, que hacía crecer y crecer el nivel de la blanca alfombra exterior.

—Son encantadores —suspiró la mujer que actuaba como ama de llaves, cocinera y un sinfín de labores domésticas más—. Pero estoy de acuerdo con usted. A veces me digo que son demasiado listos, demasiado observadores. Y muy callados. No parecen niños normales. Apenas juegan. Apenas corren y escandalizan. Eso no es normal, pero no creo que tenga que sentir miedo de ellos, señorita Munro.

—¿Qué decía de sus hábitos el señor Steele? ¿No les enseñó a actuar y jugar como niños? A veces parecen demasiado adultos para su edad. Y odian a los verdaderos adultos de un modo visceral, inquietante.

—El señor Steele estaba orgulloso de ellos. Decía que eran tristes porque la vida les había golpeado duro. Todos ellos son huérfanos, pero no porque sus padres murieran, sino porque les abandonaron al nacer o con pocos años.

—Sí, eso lo entiendo bien. Pero hay algo raro en ellos. Se comunican entre sí sin hablar, como si fuese telepáticamente. Todos piensan igual, son como partes de una misma cosa, piezas de un todo homogéneo. Norman les dirige al parecer. Y lo que él decide todos lo siguen, aunque ni siquiera lo diga en voz alta. ¿Sabe lo que me contó el propio Norman antes, cuando le pregunté cómo se comunicaba con sus camaradas sin entrevistarse ni hablar con ellos?

—No me lo imagino, la verdad —la miró la señora Oates, mientras colaba el té.

—Dijo que se conocían demasiado bien todos ellos. Que eran como hermanos gemelos. Como siameses, incluso. Lo que uno pensaba lo sabían los demás. Y que eso les hacía sentirse muy unidos.

—La verdad, puede que sea así. Yo no le buscaría ninguna explicación anormal a su actitud, señorita Munro. Los niños siempre resultan sorprendentes.

—Sí, y éstos mucho más aún —suspiró Vera, abatida.

—Serénese, tome un té y vaya a descansar un poco, si puede —rogó sonriendo la señora Oates, poniendo ante ella una taza—. Yo subiré a servir otro té a los niños. No creo que nadie duerma ya en esta casa en la mañana de hoy…

—Ciertamente, yo no. No me sería posible, se lo confieso. —Dio vueltas al té, tras ponerle un terrón de azúcar—. Vaya, vaya. Me quedaré aquí, ante la lumbre. Y veremos, cuando aclare más, si es posible salir de aquí de alguna forma para avisar a las autoridades de lo sucedido.

—Sí, querida, quédese tranquila —dijo la mujer, saliendo con una bandeja repleta de servicios de té—. Yo vuelvo en seguida.

Vera se quedó sola. Apuró su té con rapidez. El calor de la infusión le dio algún alivio a su aterido cuerpo. No era frío lo que sentía ahora. No el frío que producía el clima, cuando menos. Se incorporó, frotándose los brazos y hombros paseando por la cocina. Llegó hasta la despensa, miró a su interior, repleto de embutidos, carne, latas y toda clase de provisiones. Se dijo que si duraba el aislamiento, no había problemas respecto a la alimentación.

Tuvo un leve estremecimiento al recordar su charla con Karin y con Norman. Había algo en todo aquello que no le gustaba. Algo que no entendía, que escapaba a su percepción. Algo demasiado sutil, tal vez intangible. Quizá algo que ni siquiera era de este mundo, pensó con una sensación de angustia profunda.

De repente, la mano helada se posó en su nuca, en sus cabellos. Algo gélido goteó por su nuca, erizándole la roja melena.

Vera lanzó un largo, espeluznante grito de terror.

* * *

—No se asuste, por favor, señorita. No pretendí atemorizarla, lo siento…

Vera Munro contempló con estupor al hombre que se erguía ante ella, con los cabellos, las ropas y las cejas totalmente cubiertos de nieve. Sus manos mojadas goteaban nieve derretida, de ahí el helado contacto.

—¿Quién es usted? —demandó ella, todavía sobresaltada—. ¿Qué hace aquí?

—Me perdí en la nieve —explicó él roncamente—. Vi este edificio y traté de abrirme paso hasta él. Fue muy difícil, la verdad. Me hundía en esa maldita nieve hasta el cuello. Es como caminar sobre un millar de trampas. En cualquier momento puede hallar uno una zanja profunda y sepultarse para no salir más. Y la nieve sigue cayendo. Vengo exhausto, lo siento…

Y se desplomó pesadamente en una silla de la cocina, que crujió bajo el peso de su atlética figura. Parecía realmente extenuado, empapado hasta los huesos, agotadas sus energías. Vera le estudió más calmada.

Era un hombre joven. Joven y guapo, pensó con un criterio muy femenino. Alto, de buen porte, cabello castaño, fino bigote a la moda, cabello peinado con raya a un lado y removido por haberse deteriorado la capa de fijador. Lucía un impermeable largo, color gris, y debajo se veía una chaqueta marrón, suéter de cuello en V, bordado con dibujos azules sobre fondo gris de lazo granate. Un joven elegante, sin duda. Tal vez de la buena sociedad. Tenía el calzado lastimosamente mojado y deformado.

—Lo siento —musitó ella—. Logró usted asustarme cuando me tocó.

—No quise hacerlo, pero me caía y me aferré a usted. Creo que estoy peor de lo que imaginé. Llevo desde la madrugada buscando un sitio donde refugiarme. Mi Daimler está virtualmente sepultado en la nieve.

—Su… ¿qué? ¿Lleva usted un Daimler?

—Sí. Flamante, y de color blanco. Casi no se ve, metido en la nieve. Acabo de estrenarlo. No he tenido demasiada suerte.

—Debe ser muy rico para tener un Daimler —dijo Vera desdeñosa.

—No lo crea —rio el joven, recuperándose lentamente y asomando algo de color a sus ateridas mejillas, gracias al fuego de la chimenea—. Sólo soy un escritor de cierto éxito últimamente. Compré ese coche con mis derechos de autor por el último libro editado.

—De todos modos, rico o pobre, está necesitando algo caliente. Y ropa seca —dijo ella, decidida—. Le serviré un té. Quítese esas prendas, pronto. Sobre todo el calzado y los calcetines.

—Pero no pensará que voy a desnudarme delante de usted, señorita.

—Le aseguro que no pienso mirarle. Ni tampoco escandalizarme —rio ella—. He visto en esa despensa toallas y sábanas limpias. Se podrá envolver con una mientras vuelve la señora Oates.

—¿La señora de esta casa?

—No, no. Sólo el ama de llaves y cocinera. Esta casa sólo tiene un dueño de momento: el juez y los acreedores. Llega usted en un pésimo momento, pero supongo que no lo eligió a propósito. Vamos, ¿a qué espera? Desvístase ya.

—Como quiera —balbuceó el joven, mientras ella iba a buscar ropa seca a la despensa, en uno de cuyos lados guardaba la cuidadosa señora Oates las mudas limpias para cambiar camas y cuartos de aseo—. ¿Viene de muy lejos?

—De Londres. Iba a Sheffield. Normalmente tomo la ruta de Derby, pero esta vez era imposible. Está ya bloqueada desde hace dos días por la nieve. Elegí ésta, comenzó a nevar… y aquí estoy —carraspeó mientras se desvestía—. Mi nombre es Kenneth Wilcox. Pero me gusta que mis amigos me llamen Ken. Sólo Ken.

—Bien, señor Wilcox…, digo Ken, yo soy Vera Munro, maestra de profesión. Y éste era hasta ayer un orfanato privado. Ahora nadie sabe lo que era. Ha sido embargado, su director ha muerto de repente, y el oficial del juzgado que practica el desahucio también falleció en un accidente esta misma madrugada.

—Vaya, ustedes sí que se divierten aquí —comentó con sorna el viajero.

—Lo peor es que además de estar bloqueados por la nieve, como usted muy bien sabe, el teléfono está averiado y no podemos comunicar con ningún sitio.

—Pues está todo de maravilla —rio Ken Wilcox—. ¿No les ocurre nada más?

—Ahora le tenemos a usted. Es la última novedad. Un escritor entre nosotros. ¿Cuál es su especialidad literaria, Ken?

—La aventura, señorita Munro.

—A mí también me gusta que me llamen Vera, simplemente —ella sonrió irónica—. De modo que la aventura, ¿eh? Pues posiblemente tenga ocasión ahora de escribir sobre una completamente inédita.

Se volvió, tirándole una toalla de baño y una sábana. El joven estaba solamente en calzón. Vera no pudo por menos de admirar sus músculos, su figura enjuta, pero atlética, de hombre que practica deporte habitualmente. Él no pareció cohibirse ante la mirada femenina. Sin embargo, eligió cuidadosamente la toalla, la desplegó y se enroscó en ella, sin despojarse del calzón. Descalzo, se sentó de nuevo.

—Me siento como un patricio romano —bromeó, tomando un trago de té con evidente alivio—. Es usted un ángel, Vera. En todos los sentidos. Nunca esperé que la primera persona que encontrase después de mi odisea fuese precisamente una mujer tan joven, tan atractiva y encantadora.

—Le aseguro que los romanos nunca llegaron a impresionarme demasiado —rio Vera de buen humor—. Pierde el tiempo si quiere deslumbrarme con sus elogios.

—Son sinceros, créame. Habitualmente, en estas viejas casonas victorianas que aún quedan por el país, habitan viejas familias de estirados miembros y rostro poco amistoso, con solteronas y viudas de nada grata apariencia.

—Esta es una casa muy especial, se lo aseguro. Pero también existe el viejo ocupante Victoriano. Arriba hay un tal sir Clifford Prowse, ex militar colonial y propietario de esta finca. Hoy día es un anciano ciego, mudo y sordo, que agoniza lentamente acompañado de una persona que le cuida día y noche.

—Extraños inquilinos los de esta mansión. Un viejo militar decrépito, un orfanato… Supongo que hay niños también.

—Niños… —Vera se angustió de pronto al recordar que sí existían niños allí—. Claro, claro. Esa es otra, Ken. Le hablaré de ello en otro momento. Creo que la señora Oates regresa ya…

Así era. La buena mujer se quedó de una pieza al ver a aquel caballero enfundado en una toalla de baño a guisa de túnica romana, con un montón de empapadas ropas sobre una silla. Vera explicó la situación e hizo las presentaciones.

—No se preocupe, señor —se apresuró a hablar la cocinera y ama de llaves de Prowse Manor—. Le bajaré en seguida algunas ropas del señor Steele. Era más o menos de su misma estatura. Creo que le sentarán bien un pantalón, una camisa y una chaqueta suya. También le buscaré calcetines y unas zapatillas. Mientras, siga calentándose al fuego. ¿Su coche quedó muy lejos de aquí?

—En el camino de Bingham, a cosa de unas cuatro o cinco millas de aquí. Ha sido el peor recorrido que tuve que cubrir en toda mi vida, con la oscuridad de la noche y esa nevada encima. Y eso que he viajado y pasé malos ratos en sitios como la selva malaya o los desiertos africanos…

La señora Oates salió para buscar ropa seca. Vera se sentó junto a su nuevo amigo, mirándole curiosa. Observó que los ojos del joven eran grises e inquisitivos, y que tenían un brillo entre pícaro y astuto.

—Y bien, ¿qué tiene que contarme sobre los niños de este orfanato? —se interesó Ken Wilcox, buscando su mirada con interés.

Vera le contó en pocas palabras la situación de la casa desde su llegada hasta ese preciso momento. El joven escritor la escuchaba atentamente, con gesto que pasaba con facilidad de la perplejidad al asombro y de éste al desconcierto. Por fin, al terminar ella su relato, él permaneció en silencio unos momentos.

Después sólo aventuró un breve comentario, mientras se servía otra taza de té.

—Es una historia que roza lo inverosímil. Usted parece tener miedo a esos niños.

—¿Miedo? No sé. Es posible que sí. Cuando menos, me inquietan.

—Pero si no salieron de sus habitaciones, ¿cómo pudieron hacer daño al señor Skeggs?

—No lo sé. Es sólo una aprensión personal, tal vez esté dejándome llevar por mi imaginación.

—Y eso que no es escritor —rio Ken—. Ahora seré yo quien tendrá que imaginar cosas. Espero que no se desorbiten mis pensamientos. ¿Cree que han cortado la línea telefónica aquí mismo, y no se trata de una avería exterior?

—Sí, lo creo. Me resulta difícil aceptar ciertas casualidades, Ken.

—A mí también. En ese punto estamos de acuerdo. Usted también parece sospechar que las muertes de la señorita Swift, su antecesora, y la de Skeggs no fueron accidentales.

—No estoy segura, la verdad.

—Si no fue accidente, tuvo que ser… asesinato —dijo mirándola fijamente.

—Sí —afirmó Vera, con un hilo de voz.

—¿Y la muerte del señor Steele?

—Eso es diferente.

—¿Por qué?

—Lo encontraron muerto en su despacho, apaciblemente, tras recibir la noticia del embargo. Además, a Steele le querían mucho sus discípulos y protegidos. Le debían todo lo que disfrutaban en este orfanato privado: enseñanza, una vida libre, una disciplina menos férrea que en un centro oficial, un trato más humano…

—Sigue centrando sus sospechas en esos niños. Ardo en deseos de conocerlos. Sobre todo a Norman y a Karin.

—Los conocerá, no se preocupe. Esa nevada no lleva trazas de ceder —dijo Vera, señalando hacia la puerta vidriera de la cocina, por donde entrara Ken Wilcox poco antes.

A través de ella, podía verse caer la copiosa cortina blanca, de modo incesante, mientras crecía y crecía el nivel de la nieve en el exterior.

—Sí, por todos los demonios —masculló Ken, escudriñando el amanecer, que cobraba ahora una tonalidad deslumbrante a causa del resplandor en la nieve—. Mi coche debe de estar ya totalmente tapado. Debí adquirir mejor un submarino.

—Sin duda —rio Vera de buen humor—. Casi le saldría más barato que un Daimler. ¿Quiere comer algo? Debe tener hambre tras su odisea allá fuera.

—Si eso no molesta a la gente de esta casa… me gustaría sentir algo sólido en mi estómago, que no fuese solamente té.

—Yo se lo prepararé mientras vuelve la señora Oates. Quedó por ahí algo de caldo y de asado. Le aseguro que le gustará —dijo resueltamente Vera dirigiéndose a la cocina, ya encendida para las tareas de aquel día.

* * *

Ken Wilcox contempló a Vera Munro, en pie al fondo de la sala destinada a clases. El aula aparecía completa, con los once niños sentados ante sus pupitres. La luz del día, centuplicada en intensidad por la nieve, penetraba por los ventanales enrejados. Un reloj mural marcaba las diez en punto de la mañana.

Fuera el frío era intensísimo y la nieve no cesaba de caer. El joven escritor hizo un gesto a Vera, tras dirigir una ojeada a las once cabecitas alineadas ante la maestra, que iniciaba así su primera y posiblemente última clase en el orfanato de Nottingham. Ella sonrió, moviendo la cabeza. Rápidas se volvieron dos cabezas hacia él.

Dos cabecitas rubias. Dorada una, casi platinada la otra. Ken sabía quiénes eran los dos curiosos, sentados en la primera fila de pupitres, junto al moreno y silencioso Marco: Norman y Karin. Observó sus miradas, azul una, verde la otra, fijas en él por un momento.

No le gustaron. Había algo frío y deshumanizado en ellas, que contrastaba poderosamente con el angelical rostro de las criaturas. Se ausentó sin esperar a más y caminó hacia la parte trasera de la casa, donde Eric se ocupaba de limpiar de nieve la puerta posterior, abierta ahora y mostrando una capa de nieve en el suelo de al menos dos pies largos de grosor.

—Esto costará arreglarlo —se quejó el criado de mala gana—. Cuando se hiele, será como moverse sobre una pista de hielo. Lo lamento por su coche, señor.

—Yo también. Pero empiezo a resignarme ya, amigo —musitó Ken.

Clavó sus ojos en unas cruces y lápidas, allá al fondo, tras los remaches de hierro oxidado de una vieja verja derruida. Como farolillo de aquel decorado real, la estructura en piedra de una pequeña iglesia, la capilla de Prowse Manor, con sus tejadillos cubiertos de nieve y su derruido campanario festoneado de guirnaldas blancas.

—¿Sigue allí el cadáver del señor Steele? —preguntó curioso.

—Sí, señor, ¿qué remedio? Tenía que ser enterrado en ese pequeño y olvidado cementerio dentro de dos horas. Me temo que ello nunca sea posible. Por fortuna, el intenso frío evitará la corrupción del cuerpo… Bueno, eso espero.

—Claro. ¿No disponen de raquetas aquí para andar por la nieve?

—No, señor. Y bien que lo lamento.

—¿El señor Steele era aficionado a algún deporte, les hacía practicar a los niños?

—A él le gustaba el cricket. A los niños les hacía jugar partidos de badminton o de tenis, eso era todo.

—¡Bravo! Es lo que quería. Eric, tráigame dos raquetas de tenis o badminton. Será todo lo que necesito para andar por la nieve.

—Vaya, es toda una idea, señor. Sí, se las traigo de inmediato —asintió el criado perplejo—. ¿Es que piensa ir a rezar a la capilla?

—Sí, algo así —afirmó Ken pensativo, sin desviar sus ojos astutos de la edificación religiosa.

Eric se alejó. Ken siguió allí. Oía las voces de los niños dando clase. La nieve caía en gruesos copos constantes. Murmuró para sí:

—Me gustará echar una ojeada al cuerpo del señor Steele. Tal vez en eso se equivoquen todos, y haya más de dos asesinatos en esta casa…