Capítulo III

El primer suceso trágico y desconcertante de aquella pesadilla recién iniciada tuvo lugar esa misma madrugada, bastante antes de que la luz del día asomara por el horizonte, para alumbrar una campiña totalmente cubierta por una espesa nevada caída abrumadoramente durante horas enteras.

Vera Munro despertó al oír el grito y el estrépito de vidrios. Estaba profundamente dormida, a causa de su cansancio. Pero aun así, apenas salió de su sueño, supo de modo instintivo que algo malo ocurría en Prowse Manor, la vieja casona victoriana de Nottingham, convertida en este siglo en un orfanato privado, obra de un desinteresado benefactor de niños sin padres.

Saltó del lecho, sintiendo palpitar con fuerza su corazón. El frío matinal casi heló su piel y caló hasta sus huesos, antes de ponerse precipitadamente su bata de lana y correr a la puerta para averiguar la causa de aquel alarido y de aquel estruendo de vidrios rotos que la había arrancado de su sopor. Miró su reloj, un bonito aunque poco costoso colgante para su pecho, comprobando que eran ya las cinco y veinte minutos de la mañana.

No podía saber lo que estaba sucediendo en la casa, pero el grito, evidentemente, había sido agudo y prolongado, con una nota desgarradora que presagiaba algo malo, algo siniestro. Luego, el ruido de rotura de cristales no había sido sino un elemento más para sentirse con una preocupación que rayaba con el miedo.

Abrió decididamente la puerta de su habitación, asomando al corredor, alumbrado débilmente por una pequeña lámpara eléctrica situada al fondo del mismo, y protegida con una pantalla de seda rosa, con flecos. En alguna parte del edificio, sonaron pasos precipitados y puertas que se abrían. Brilló la luz en el vestíbulo y se decidió a avanzar hasta el hueco de la escalera, asomando al mismo.

Descubrió a Eric y a la señora Oates, inclinados sobre algo que yacía al pie mismo de la escalera. Una gran lámpara de pie de bronce, con pantalla de vidrio rojo, estaba volcada en el suelo, junto a la alfombra, no lejos de donde yacía aquel bulto oscuro. Los vidrios de la lámpara yacían hechos añicos, lo mismo que la propia bombilla.

Pero eso no era importante ahora. Vera se fijó en el cuerpo inmóvil, boca abajo sobre la alfombra, justamente caído en el último peldaño de la gran escalera.

—Dios mío, ¿qué sucede? —preguntó la joven en voz alta, realmente asustada.

El mayordomo y el ama de llaves alzaron sus cabezas. Estaban muy pálidos, sobrecogidos. Fue ella quien atinó antes a hablar, con voz quebrada, que resonó huecamente en el amplio vestíbulo:

—Ha sido horrible, señorita Munro. Se trata del señor Skeggs… Está… está muerto

Con un escalofrío, Vera se encogió dentro de su amplia bata, y comenzó a bajar los escalones. Se detuvo junto a los sirvientes de la casa, tratando de ver lo sucedido. Inclinose sobre el caído. El rollizo funcionario judicial yacía, ciertamente, en postura nada alentadora. Tenía la cabeza torcida a un lado, como si se hubiera roto el cuello. Un breve examen la hizo comprender, aun sin ser experta en medicina, que era cadáver. Tenía una fractura cervical que le ladeaba la cabeza, un hilo de sangre corría por la comisura de su boca crispada, los ojos estaban abiertos y vidriosos, con una expresión de horror, y ni el pulso ni los latidos del corazón aparecían por parte alguna.

—¿Cómo pudo ocurrir? —susurró la joven.

—No sé —Eric se encogió de hombros, aturdido—. Debió caer por la escalera. Parece lo más lógico. Entonces tal vez lanzó ese grito…

—Fue un grito atroz —comentó la señora Oates—. Jamás noté tanto terror en nadie.

—Tiene razón —afirmó Vera, sombría—. Fue como si supiera, al caer, que aquello terminaba con su vida.

—Y ahora ¿qué vamos a hacer? —gimió Eric—. Era el encargado de las diligencias judiciales…

—Supongo que no hay otra cosa que hacer que llamar a Nottingham y notificar lo ocurrido —señaló Vera—. Enviarán una ambulancia, un médico, tal vez a algún policía, y el juez se hará cargo de este asunto…

—Eso no va a ser sencillo, señorita Munro —señaló la señora Oates gravemente.

—¿No? ¿Por qué? —se interesó Vera, sorprendida.

—Mire afuera, por favor. Yo acababa de hacerlo cuando sonó el grito.

Sin entender bien, la joven fue hasta uno de los ventanales del vestíbulo. Alzó el pesado cortinaje que lo cubría, y miró a través de la vidriera, protegida del exterior por un enrejado.

Se quedó asombrada. La nieve cubría hasta media altura de la puerta en aquel punto. Todo cuanto rodeaba la casa era un blanco manto, alto y espeso. No se veían sendero ni arbustos. Y la nieve caía insistente, densa, continua.

—¿Estamos aislados? —preguntó en un hilo de voz.

—Así es —afirmó Eric—. Ocurre muchas veces cuando caen nevadas así. Ya me lo temí anoche, al comenzar a nevar. El único camino desde aquí a Nottingham se hace impracticable por completo, se pierde bajo la nieve, a causa de su bajo nivel respecto a esta colina. Las cunetas son verdaderos barrancos donde es fácil precipitarse para no salir nunca. Tal vez cese de nevar cuando sea de día y puedan venir a hacerse cargo de todo. Por ahora eso es imposible, dado el estado del terreno.

—Pues estamos arreglados —musitó la joven, contrariada—. No me gusta permanecer aquí encerrada con un cadáver.

—Dos, señorita —rectificó suavemente la señora Oates—. Tampoco podremos sepultar al señor Steele. El cementerio está en la hondonada, usted lo ha visto. Será imposible abrir una fosa si sigue nevando así.

Vera se estremeció. Empezaba a sentirse incómoda en aquel lugar y con aquel cerco blanco en el exterior. Tuvo una idea para aliviar aquella angustia claustrofóbica que empezaba a dominarla.

—El teléfono —dijo—. Podríamos llamar para informar de todo esto, cuando menos.

—Eso, —asintió Eric prestamente—. Venga conmigo, señorita. Si quiere usted hablar con el contable Barnes…

—Será lo mejor. Tal vez puedan llegar hasta aquí, después de todo.

Eric la condujo a la salita destinada a lectura, con sus muros repletos de estanterías con libros. Un teléfono aparecía adosado al muro, no lejos de una cabeza de tigre de Bengala y una panoplia con un par de sables curvos cruzados.

—El señor Steele no gustaba de la caza —explicó Eric—. Es un trofeo de sir Clifford. De sus tiempos de militar en la India. Los sables son de los cipayos rebeldes. Recuerdos de la guerra colonial.

—Entiendo —ella descolgó el teléfono, comenzando a girar la manivela de comunicación con la centralita local. Arrugó levemente el ceño y repitió dos veces más la operación. Luego tendió el aparato a Eric.

—Vea esto —dijo—. No logro establecer comunicación.

—Sólo nos faltaba esto —suspiró el criado—. Tal vez el temporal de nieve averió la línea…

Hizo la prueba tres o cuatro veces. Exasperado, colgó, encogiéndose de hombros.

—Es inútil, señorita —dijo desolado—. No hay línea.

—¿Cree que ha sido el temporal?

—¿Qué otra cosa puede ser si no? Siempre ha funcionado bien ese teléfono…

—Podría haberlo cortado alguien.

Eric la miró estupefacto. Parecía no comprender el sentido de la sugerencia de la maestra. Tras una indecisión, logró articular unas palabras:

—¿Por qué dice eso, señorita? ¿Quién iba a hacer tal cosa?

—No sé —ella movió su pelirroja cabeza suavemente—. Quizá la misma persona que pudo empujar a Skeggs escaleras abajo, matándole.

A espaldas de ellos, una fría helada voz de mujer de rara entonación sonó en esos momentos:

—Es posible que esta joven tenga razón, Eric. Toda la razón…

* * *

Al volverse, Vera Munro descubrió a una enigmática e inquietante mujer erguida ante ellos.

Era bastante alta, esbelta y de tez oscura, broncínea casi. Grandes y rasgados ojos negros, pelo largo, sedoso, también negro, que colgaba en cascada lisa hasta la mitad de sus espaldas. Labios carnosos, nariz levemente roma, gesto entre frío e indómito. Su cuerpo aparecía cubierto por un larguísimo deshabillé blanco, en fuerte contraste con el color de su tez, que remarcaba la firmeza de un busto pequeño y duro, y la suavidad de unas caderas que sin duda eran redondeadas y mórbidas.

Aquella mujer, pensó Vera, tenía mezcla de razas en su sangre. Quizá mestiza, procedente de alguna colonia británica. Una combinación de sensualidad y de hermetismo parecía emanar de su alta figura rígida, erguida ante ellos como un espectro, bello pero inquietante.

—Señorita Beswick… —susurró Eric, confuso—. ¿Usted aquí?

—No pude evitar oír ese alarido. Y les oí hablar cuando asomé a la puerta de la planta alta. ¿De modo que el funcionario judicial está muerto?

—Así es. Y el teléfono no funciona. La nieve nos tiene cercados.

—Ya me he enterado de todo eso —dijo la dama de piel morena con altivez. Clavó sus oscuras y profundas pupilas en Vera y sus carnosos labios dibujaron una especie de sonrisa—. ¿Es usted nueva aquí?

—Sí, llegué hoy. Me emplearon hace unos días. Soy Vera Munro, la nueva maestra. Aunque supongo que ya no tendré que dar clases a nadie.

—No ha llegado muy oportunamente, la verdad. Soy Doris Beswick, la mujer que cuida de sir Clifford allá arriba —miró a lo alto y tendió su mano a Vera. Era una mano de dedos largos, delgados, algo huesudos. En uno de ellos brillaba un extraño anillo con una piedra opalescente que brillaba en la penumbra de la biblioteca con tonos irisados—. Me alegra ver por aquí a otra mujer que no sea la señora Oates, pero lamento las circunstancias en que nos conocemos, Vera.

—Igual digo, Doris —siguió ella la familiaridad, estrechando aquella mano, que le resultó fría y suave al tacto—. ¿Por qué dijiste que podía tener razón?

—Es una sospecha, querida. Está muriendo demasiada gente en esta casa en los últimos días —su sonrisa se hizo ahora sardónica—. Primero la señorita Swift, luego el señor Steele… y ahora ese empleado judicial. Demasiadas muertes para ser todo natural, ¿no le parece?

—Es lo que yo sugería. El teléfono está cortado. Puede ser la nieve. O puede que no.

—Estamos de acuerdo. ¿De quién sospechas? —la miró fijamente—. ¿De… los niños?

Vera dominó un escalofrío. Los niños. Lo había dicho de un modo peculiar, acentuando sutilmente la palabra. Se preguntó por qué. Pero se dijo también que ya había pensado ella misma en eso. Los niños… ¿Pero cómo, por qué?

—¿Dónde están ahora? —quiso saber Vera, mirando a Eric, sin responder directamente a Doris Beswick.

—¿Los niños? —el mayordomo se encogió de hombros—. En sus alojamientos, supongo. No he visto a ninguno de ellos.

—Es raro. ¿Los cierran por dentro acaso?

—No, no. Son libres de andar por la casa. Incluso en plena noche. El señor Steele nunca les encerró en sus dormitorios, como hacen en todos los orfanatos. Decía que esto era un hogar para todos ellos, no una cárcel.

—Han tenido que oír el grito y los vidrios rotos. El niño es curioso por naturaleza. Es extraño que no hayan acudido aún.

—Tal vez saben ya lo que pasó —insinuó Doris Beswick fríamente.

—Sí, tal vez —Vera miró a la bella y exótica mujer con curiosidad—. En fin, me temo que podremos hacer pocas cosas en esta situación, Doris.

—Muy pocas. Yo habitualmente no me meto en los asuntos de esta casa. Forma parte del convenio con sir Clifford y con el difunto señor Steele. Formamos un mundo aparte allá arriba.

—¿Lo soportas bien? —dudó Vera.

—Lo soporto —rio Doris, encogiéndose de hombros—. Sir Clifford paga bien. Y no va a durar ya mucho. Ha rebasado ya los ochenta años y se apaga por momentos. Eso es lo que cuenta, querida. Dentro de poco tiempo seré libre y habré ahorrado una pequeña fortuna. Sir Clifford recompensa bien mis servicios, no podría ser de otro modo.

—Ocurra lo que ocurra aquí, todavía soy la nueva maestra y mi misión consiste en ocuparme de mis alumnos —dijo bruscamente Vera—. Creo que subiré a verles. Eric, dígame dónde están sus alojamientos.

—Sí, señorita Munro. Es en su mismo pasillo, pero al lado opuesto de la escalera. Ocupan habitaciones dobles, excepto la niña mayor, Karin, que duerme sola. Verá usted seis puertas, tres a cada lado. Son esas. En la última de la derecha duerme Karin.

—¿Y Norman? —preguntó Vera, observando con el rabillo del ojo que al prenunciar el nombre del niño rubio Doris enarcaba sus finas cejas negras.

—En la puerta de enfrente, a la izquierda. Duerme con el muchacho moreno, Marco.

—Ya. ¿Marco es extranjero?

—Su madre era italiana, creo. Le abandonó para huir con un marinero. Así son casi todos los casos de esos muchachos. Realmente patéticos.

—Sí, me doy cuenta. Es mala cosa ser huérfano, pero es peor por abandono —suspiró Vera, entristecida—. Voy a verles.

—Te acompaño —apuntó Doris—. Yo regreso con sir Clifford. Me pidió que le informase de lo que sucedía.

Las dos mujeres se alejaron, mientras Eric, en vano, intentaba nuevamente establecer contacto telefónico con la centralita local.

—¿Cómo te comunicas con un hombre ciego y sordomudo? —se interesó Vera, camino ya de la planta alta…

—Sir Clifford no es totalmente ciego, aunque apenas si ve algo. Tampoco es del todo sordo, pero sí totalmente mudo a causa de la lesión en sus cuerdas vocales. Aún puede ver mis labios y leer en ellos, sobre todo si hay luz abundante. También nos comunicamos mediante escritos o por simples presiones de los dedos en la mano del otro, siguiendo el código Morse. Hay que ingeniárselas por todos los medios.

—Debe resultar muy duro, por bien que pague.

—Lo es. Pero yo soy dura también —rio con cierta aspereza Doris Beswick—. No me amilano por nada, no me dejo desmoralizar. He nacido para luchar. Y para vencer, Vera. ¿Tú, no?

—No lo sé. Supongo que todos nacemos para intentarlo, al menos. Sobre todo las mujeres. Hasta hoy día, nuestra lucha fue todavía más dura. Pero estamos en el siglo XX y las cosas han cambiado algo, aunque no lo suficiente.

—Creo que también eres una mujer animosa, capaz de todo. Acabas de ver morir a un hombre, has llegado aquí con otro de cuerpo presente, estás aislada en esta horrible casa, y sospechas que puede existir una mano oculta capaz de asesinar y de cortar el teléfono. Sin embargo, te noto llena de energía y de vitalidad.

—Creo que hago de tripas corazón, Doris —sonrió Vera lastimosamente.

—Eso es lo que hago yo, querida —se detuvieron en la planta alta. Doris miró intensa, fijamente, a su nueva compañera—. Tal vez mañana nos echen a todos de aquí, pese al contrato de sir Clifford con el difunto señor Steele. Si no nos vemos más, te deseo feliz futuro.

—Y yo a ti. Pero mucho me temo que tendremos que seguir viéndonos, queramos o no.

—Sí —admitió Doris, tranquila, con un destello enigmático en el fondo de sus pupilas—. Yo también lo creo. Buenas noches, Vera.

Siguió subiendo por la amplia escalera, hacia la planta más alta del edificio, donde se hallaba la buhardilla habilitada para el ocupante vitalicio de Prowse Manor, sir Clifford. Vera siguió su larga figura envuelta en la blanca tela flotante con una mezcla de curiosidad y desconcierto.

—Es una mujer hermosa, atractiva, incluso dulce y afectuosa —susurró—. Pero aun así tiene algo que me inquieta… casi me asusta.

Meneó la cabeza, perpleja, y echó una ojeada a las seis puertas cerradas, a su derecha. Echó a andar decidida hacia ellas. No se detuvo ante ninguna de las cuatro primeras. Luego vaciló ante las otras dos, las últimas. Optó por la de su derecha. Llamó suavemente con los nudillos. No respondió nadie. Volvió a llamar con más fuerza. Igual resultado.

Impaciente, golpeó una tercera vez y añadió:

—Abre, Karin. Sé que estás despierta. Soy yo, la señorita Munro.

Un silencio. Cuando creía que también eso fallaría, sonó un pestillo. La puerta se abrió. La rubia, desconcertante criatura llamada Karin, apareció en el resquicio de la entrada. Sus límpidos ojos claros le miraron fijamente. El rostro angelical no mostraba turbación alguna. En realidad, no mostraba nada. Era como una bonita máscara de porcelana.

—Déjame entrar —dijo con firmeza Vera.

Karin se hizo a un lado. Su cuerpecillo estaba cubierto con un cerrado camisón azul pálido. El pelo, de un dorado casi blanco, flotaba suave, sedoso, al moverse por el dormitorio. Parecía un ángel más que nunca. Pero Vera no se fiaba.

—¿Dormías? —preguntó.

—No —negó la niña, sentándose en la cama y contemplándola con incómoda fijeza.

—Oíste el grito, entonces.

—Sí.

—Y los vidrios rotos.

—Sí.

—Pero no has salido a averiguar lo que sucedía.

—No.

—¿Por qué?

—No me interesaba. Son cosas de los mayores. Los mayores no me interesan.

—¿Y los demás? ¿Por qué no han salido tampoco?

—No lo sé. Pregúnteselo a ellos.

—Todos os quedasteis en vuestras habitaciones. ¿Sabíais acaso lo que sucedía?

—Yo, sí.

—¿De veras? —la joven enarcó las cejas, dominando un estremecimiento—. ¿Qué pasó?

—Ha muerto un hombre.

—¿Y eso no te preocupa?

—No. Era una persona mayor. No me preocupa. Ninguna me preocupa.

—¿Tampoco yo?

—Tampoco.

—Soy tu maestra.

—Ya lo sé. Pero no me preocupa como persona mayor.

—¿Cómo sabes que murió un hombre? No saliste a verlo. ¿Quién te lo dijo?

—Nadie.

—Si nadie te lo dijo, ¿cómo lo sabes?

—Lo sé, señorita. Eso es todo.

—¿También lo saben los demás?

—Supongo que sí.

—¿Cómo lo podéis saber? —se exasperó Vera—. ¿Lo hicisteis vosotros acaso?

—Hacer… ¿qué? —preguntó con dulce ingenuidad la niña, sin dejar de mirarla.

—Oh, déjalo —se pasó una mano por el cabello, dominando su irritación e impaciencia. Recordó que su misión era tratar y comprender a los niños. Lo intentó, al menos, mostrándose suave nuevamente. Puso una mano en las rodillas de la chiquilla y le preguntó—: Dime, Karin, ¿sabes quién se mató esta noche?

—Sí. El señor Skeggs, ese del juzgado.

—¿Y tú qué opinas de eso?

—Nada.

—¿No te da pena que muera alguien?

—No.

—¿Nunca lloras por nada o por nadie?

—No, nunca.

—Karin, ¿crees que eso está bien?

—No lo sé.

—Hay que tener sentimientos. Un niño debe sentir lo malo que le ocurre a otra persona. Es de humanos sufrir, Karin.

—Los mayores nunca lloran. Ni cuando hacen daño a los niños.

Vera respiró hondo. Karin era una niña difícil, muy difícil. Pero sus respuestas poseían una fría lógica infantil que causaba casi escalofríos.

—Es posible que tengas razón, Karin. Los mayores no somos buenos. Cuando dejamos de ser niños, dejamos de ser inocentes y nobles. Pero tú aún eres niña. Debes ser diferente.

—¿Por qué? Los hombres y las mujeres se aman, son felices. Si tienen un hijo, lo tiran al arroyo. Y siguen siendo felices. Pero ¿y el hijo, señorita Munro?

Era escalofriante, pensó Vera. Había rencor en aquellas frases. Mucho rencor. Recordó que hablaba con una huérfana, abandonada quizá por sus padres. Trató de ahondar en ese punto.

—¿Viven tus padres?

—No lo sé. Nunca lo supe. Me abandonaron. Hay niños que tienen padres. Yo, no. No sé lo que es eso. Ninguno de nosotros lo sabe.

—El señor Steele fue un padre para vosotros.

—El señor Steele está muerto. Pero no era mi padre.

—Karin, ¿odias a tus padres?

—Sí. Mucho. Desearía verlos muertos. Desearía matarlos yo misma.

Lo dijo heladamente. Con una luz fría en sus bonitas pupilas infantiles. Con una voz atiplada y suave a la vez, con aquella carita ingenua, dulce, auroleada por la melena casi platinada. Vera sintió que se le erizaban los cabellos.

—Karin, eso no se dice nunca. Nunca. Ni se debe sentir odio así. Los niños no pueden odiar. Ni desear la muerte de nadie.

—¿Y los mayores sí?

—Tampoco. Nadie debe desear que muera un semejante. Y menos aún matarle él.

—¿Por qué me dice todo eso?

—Porque debes saberlo, Karin. No me gusta que una niña tan adorable como tú albergue sentimientos tan terribles en su corazón.

—No soy yo sola. Todos pensamos igual.

—¿Todos?

—Sí. Los mayores nos hicieron desgraciados. Ellos tienen la culpa.

—Es posible, Karin. Pero el señor Skeggs, por ejemplo, ¿qué mal os hizo?

—Era una persona mayor. Y además, iba a echarnos de aquí.

Vera tenía miedo de hacer cierta pregunta. Por eso siguió otro camino.

—Yo también soy mayor, Karin. ¿Me odias?

La niña titubeó, mirándola con aquella rara fijeza suya. Luego negó despacio.

—No. No la odio —dijo.

—Al principio, en la capilla, me pareció que sí me mirabas con poco afecto.

—Tal vez la odiara entonces, no sé. Ahora no.

—¿Te soy simpática, acaso?

—Es posible. Es usted bonita y dulce. No es como la horrible señorita Swift.

Otra vez aquel temor oculto, profundo, que ella no quería sentir. Tomó fuerzas para seguir aquel diálogo tenso, extraño, casi alucinante.

—¿Odiabas también a la señorita Swift?

—Mucho, sí.

—¿Por qué?

—Era antipática. Cruel. Nos castigaba por hacer mal los deberes. O por distraernos en la clase. El señor Steele iba a echarla de aquí.

—Pero no la echó. Se murió.

—Sí. Se murió.

—Supongo…, supongo que su muerte te alegró.

—Sí. Nos alegró mucho a todos.

Vera suspiró. Pisaba terreno resbaladizo, pantanoso. Y lo sabía.

—¿Cómo murió la señorita Swift, Karin? —quiso saber.

Pero en el fondo, ella no quería saber, tenía miedo a la respuesta.

—Murió… de un accidente.

—¿Qué clase de accidente?

—Se cayó por la ventana de su habitación. Se mató al pie de la fachada, sobre las losas de la entrada. Dicen que tenía muy mal aspecto. Yo no la vi.

—¿Nunca ves a los que mueren así?

—No, nunca.

—Pero sí fuiste a ver al señor Steele.

—Era diferente. Además, Norman nos dijo que fuéramos todos.

—Norman… ¿Es él quien da las órdenes?

—Sí.

—¿Él os ordenó que no bajarais esta noche a ver al señor Skeggs muerto?

—Sí.

—¿Y que no vierais muerta a la señorita Swift?

—Sí.

—¿Cómo te lo ordenó esta noche? ¿Ha venido aquí, a tu cuarto?

—No. No hace falta. Él lo dice. Y nosotros lo sabemos.

—Lo dice… ¿cómo? —insistió Vera, alucinada.

—Eso no le importa, señorita Munro. Nos lo dice, eso basta. Nosotros lo sabemos. Es todo.

—Pero, Karin, escucha. Tiene que haber un medio por el que Norman os diga que…

—Señorita Munro, ¿qué quiere saber de mí? ¿Por qué no me lo pregunta, en vez de hacerlo a Karin?

Vera se volvió, dominando un grito de sobresalto. Se quedó mirando a Norman, erguido en la puerta de la habitación, que había abierto tan silenciosamente que ni siquiera llegó a darse cuenta de ello.

El rubio niño sonreía apacible, casi cariñoso, sin pestañear, sus azules ojos fijos en la joven maestra, igual que un dulce querubín.

Pero Vera supo que había algo maligno en él. No sabía el qué. Y eso es lo que más le aterraba en este momento.