Los niños.
Era la primera vez que los veía. Y estuvo segura de que nunca olvidaría este momento.
Eran once. Rodeaban el túmulo en silencio, respetuosamente quietos, con sus manos cruzadas ante sí, la cabeza inclinada. Había también un hombre arrodillado en un banco, ante el altar, como rezando. Pero Vera no le prestó demasiada atención. Sólo le interesaban los niños. Aquellos niños.
Les estudió uno por uno mientras caminaba por entre los bancos de madera de la capilla católica, en dirección al túmulo. Niños y niñas mezclados. El orfanato no había duda de que era mixto. Le atrajeron especialmente la atención tres de ellos.
Estaban situados a la cabeza del túmulo, junto al rostro del difunto. Dos eran intensamente rubios, un niño y una niña. Su cabello, a la luz de las velas que rodeaban el cadáver, parecía oro puro, más claro aún en la niña, como un halo plateado. El tercero era muy moreno, de cabellos negrísimos, de tez oscura como un mestizo. No sabía por qué, eran los tres que más le intrigaron. Quizá porque el moreno parecía tan vulgar como poco corriente los otros dos.
Al oír las pisadas de sus tacones en las losas de la capilla el hombre reclinado giró la cabeza y se incorporó. Caminó hacia ella. Era un individuo grueso, de cabello ralo, rostro rubicundo y ropas holgadas y rugosas, nada elegantes. Resopló, deteniéndose ante ella:
—Buenas noches, señorita. Supongo que es la nueva maestra que esperaban.
—Sí, lo soy —dijo ella, dirigiéndole una vaga mirada de indiferencia.
—Yo soy Archibald Skeggs, secretario del juzgado de Nottingham —explicó con un resoplido más, tendiéndole la mano—. Lamento que llegue en tan mal momento.
—Yo también, señor Skeggs —sonrió tristemente la joven, estrechando aquella mano fofa y sudorosa—. Parece que su visita trajo problemas al orfanato…
—Es incomprensible, créame. Yo no pretendía causar este caos. El señor Steele sabía que la orden de embargo estaba al caer. No debió tomárselo tan a la tremenda. Estos chicos, por los que tanto se preocupó en vida, seguirán teniendo un hogar, una educación… El Gobierno se ocupará de ello, y su situación será mucho más segura.
—Pero quizá menos agradable —comentó ella fríamente—. Ellos parecían estar a gusto aquí. Ahora ya no será lo mismo.
—Créame, yo no tengo culpa alguna —Skeggs se enjugó la transpiración del rostro con un pañuelo, añadiendo luego—: El señor juez dispuso las diligencias. Los acreedores presionaban. No había otra salida. El señor Steele nunca debió dilapidar su fortuna toda en este establecimiento. Fue una locura de la que ya le advertimos cuando aún era tiempo. No nos hizo caso y prefirió seguir adelante hasta el final.
Vera no dijo nada. Dejó allí al funcionario judicial, que parecía sentirse tan culpable como si hubiera asesinado con su propia mano al difunto, y se aproximó al cadáver hasta estar junto al túmulo. El hecho de que el cuerpo sobre los negros paños, con las manos cruzadas sobre el pecho, vestido con un traje negro impecable, un rosario entre los dedos, y el féretro alguno, daba un aire todavía más macabro a la escena. Los zapatos de charol brillaban absurdamente, con sus afiladas punteras señalando a la bóveda de la capilla.
Se detuvo justamente al lado de los niños rubios. El moreno se apartó, tímido, dejándole un hueco. Los niños la miraban fijamente. Todos ellos. Pero en especial el niño y la niña rubios. Los ojos de él eran de un verde turbio. Los de ella, muy azules.
Les sonrió. Ellos no se inmutaron. Sus rostros angelicales eran fríos e inmutables, como máscaras. Había algo de estremecedor en su dolor mudo y rígido.
—Lo siento, muchachos —dijo ella—. Soy Vera Munro, vuestra nueva maestra. Es decir, iba a serlo.
El niño rubio la miraba con una fijeza inquietante. No movió un músculo de cu carita pálida y suave. Pero respondió, tras un silencio:
—No se preocupe. Lo será.
Vera parpadeó, sin entender. La niña, en cambio, pronunció otras palabras, sin mover tampoco el rostro:
—No me gusta, Norman. Ella no me gusta. No la quiero.
—Calla —cortó el niño rubio—. Será nuestra maestra. A mí sí me gusta. Es todo.
Siguió un profundo silencio. Cortante, irreal. El aire olía a cera caliente, a muerte, a frío y a soledad. El niño moreno se pegó a ella. Sonrió, tirándole suavemente de su chaqueta. Vera le miró dulcemente.
—A mí también me gusta —dijo con voz demasiado grave para un niño de su edad—. La quiero como maestra.
Otro silencio. Vera no sabía qué decir. Hizo un ademán hacia el difunto.
—De veras me gustaría —habló—. Pero muerto el señor Steele y embargado el orfanato, mucho me temo que eso no sea posible.
Los niños la miraban. Siempre estaban mirándola. Eran caritas inocentes, querubines angelicales, tras llamas amarillas de velones funerarios. Una extraña corte para un cadáver sin féretro. Todo aquello parecía formar parte de un sueño, de un imposible.
—Sí, nos gusta —añadió otro—. La señorita nos gusta, ¿verdad?
Hubo diez asentimientos de cabeza. Vera se sintió casi emocionada. Pero la niña cortó esa cordialidad con un cuchillo de hielo en su voz suave y aguda:
—A mí no me gusta. No la quiero.
Norman la miró con una frialdad desusada. Era como la mirada de alguien lleno de autoridad, severo y casi tiránico.
—Hablas demasiado, Karin —dijo—. Los demás han decidido. Se queda. Será nuestra maestra.
Era asombroso. Hablaban como si de ellos dependieran las cosas, como si el juez, la muerte del dueño del orfanato y todo lo demás no tuvieran importancia alguna. Casi estuvo tentada de pensar que la voluntad de aquellos niños podía hacerse realidad con sólo desearlo ellos, lo cual era en resumidas cuentas un puro disparate.
—Sois muy buenos chicos —suspiró, conmovida de veras—. Daría algo porque vuestros deseos fuesen realidad, pero…
No quiso añadir más. No valía la pena. ¿Por qué amargarles más, explicándoles que lo que los hombres deciden los niños jamás pueden rectificarlo?
—Ellos no lo entienden —dijo Skeggs moviendo la cabeza—. Para su mente, el desahucio es un juego de niños. Resultará difícil explicárselo…
El rubio Norman giró la cabeza hacia el que hablaba. Le miró con su rara especial fijeza. Vera se dijo que sus ojos parecían fríos trozos de hielo en ese momento.
—Lo entendemos perfectamente, señor —recitó con su voz infantil, singularmente fría—. No somos necios ni ciegos.
—Bueno, parece que me equivoqué —carraspeó el oficial del juzgado, con aire confuso—. Estos chicos sí saben lo que pasa. Pero les cuesta aceptarlo como es.
—Resulta natural. Debían sentirse muy bien aquí. Y querían al señor Steele —contempló el rostro rasurado, sereno, del difunto; sus largas patillas bien recortadas, su frente amplia, bajo un pelo ondulado y canoso. Opinó que en vida debió ser un caballero distinguido e incluso atractivo. Dígame, señor Skeggs, ¿qué piensa hacer?
—No me quedan muchas opciones. Tengo una orden del juez Sewell. Es un hombre muy severo. Debo hacer que se cumpla. Exige el cierre de este orfanato y el envío de los niños al Centro de Caridad Social de Leicester, que dirige el reverendo Hodges. Después, los acreedores se repartirán los bienes escasos que pueda haber dejado el señor Steele, aparte de la propiedad ya hipotecada de esta mansión.
—Dios mío, ¿tan mal están las cosas?
—Muy mal, señorita. Lo único que puedo hacer, dadas las tristes circunstancias, es esperar a mañana, hasta que el señor Steele sea inhumado. Luego dispondré el cierre del orfanato y el envío de los niños a Leicester. También tengo que ocuparme de otro aspecto poco agradable del asunto: ya sabrá, sir Clifford…
—¿Sir Clifford? —repitió Vera—. Ni idea, señor Skeggs.
—Oh, ¿no se lo han contado? —el funcionario judicial se frotó el mentón, indeciso—. Bueno, es un caso muy especial y difícil, la verdad. El viejo inquilino de Prowse Manor… ¿Sabía que Prowse Manor es precisamente esta propiedad?
—No, no lo sabía. Es un nombre muy de otra época, del siglo pasado…
—Victoriano por completo. Igual que sir Clifford, su antiguo dueño. Y que todos los Prowse, de los que él es el último miembro vivo… si es que se le puede llamar «vivo» al estado en que ahora se encuentra ese desdichado.
—Señor Skeggs, le aseguro que no entiendo una sola palabra de todo eso —confesó con franqueza la joven maestra, mirando perpleja a su interlocutor.
—Es fácil, señorita —terció el niño Norman con su voz calmosa, singularmente madura para su edad—. Sir Clifford Prowse vive arriba, en la buhardilla del orfanato. Nunca sale de allí, salvo raras excepciones. Una mujer cuida de él. Tampoco mucho, salvo lo imprescindible. Cuando vendió su casa al señor Steele, hace de eso cuarenta años, dispuso en su escritura que estarían obligados a permitir su residencia en esta casa en forma vitalicia.
—Así es, señorita —corroboró Skeggs—. Y lo peor es que sir Clifford está medio ciego y sordomudo.
—Dios mío… Pobre hombre, ¿qué va a ser de él ahora cuando cierren la casa por orden judicial?
—No es asunto mío. El juez Sewell no se ve obligado por esa escritura a nada, y lo más probable es que sir Clifford tenga que buscarse otro alojamiento cuando le echemos de aquí, al cerrar el edificio y precintar sus puertas, como establece la ley.
—Sir Clifford no puede salir de la casa. Nadie le echará nunca de ella.
Vera giró la cabeza, sorprendida. Era Norman otra vez quien se expresaba así, con su rara firmeza de adulto, tan en contraste con su angelical faz de niño rubio.
Skeggs volvió a carraspear, meneó la cabeza y regresó a su banco de la capilla para sentarse en él, murmurando mientras se encogía de hombros:
—Niños… ¿Quién les meterá a ellos donde no les importa?
La joven maestra no dijo nada. Se limitó a echar otra mirada al cadáver, persignarse, y caminar luego hasta el pie del altar, donde oró un momento ante el Cristo colgado del viejo muro de piedra desnuda. Luego se incorporó, preguntando débilmente:
—¿Será mañana el entierro?
—Sí, señorita —dijo Skeggs—. A las doce del mediodía, según ha decidido la señora Oates. Después volveré a Nottingham para pedir instrucciones al juez. Esta noche me quedaré aquí, por si acaso. El tiempo amenaza nieve, y aquí las nevadas suelen ser copiosas durante esta época del año. No quiero que me sorprenda por el camino. Sólo he traído una bicicleta para cubrir la distancia, y el regreso me costaría al menos tres o cuatro horas, en plena noche. Yo puedo dormir en cualquier sitio. Un sofá de la casa será suficiente para mí.
Vera Munro asintió, dirigiéndose a la salida de la capilla. Antes se volvió hacia los once niños que formaban aquel silencioso e impresionante corro en torno al difunto, y preguntó:
—¿Vais a quedaros aquí todavía?
—Sí, señorita —respondió Norman—. Más tarde iremos a casa. La señora Oates nos autorizó a estar con el señor Steele el tiempo que quisiéramos…
—Sí, comprendo —murmuró ella, abandonando la vieja iglesia de piedra.
Y corrió presurosa a través de los montículos y los brezos, cruzando el cementerio en unos instantes, mientras gruesos copos blancos se desprendían lentamente del negro cielo. Había empezado a nevar, como temía el secretario del juzgado.
Llamó a la puerta metálica. Tras una breve espera, Eric la abrió. Penetró tiritando en la casa, y el criado cerró de inmediato, contemplando los copos que habían cuajado fácilmente en los hombros y el cabello cárdeno de la joven.
—Ya tenemos la nieve aquí —murmuró—. Mala cosa. Va a ser una nevada fuerte, estoy seguro. ¿Ya vio a los niños?
—Sí. Y al señor Skeggs. Esos chicos parecen muy afectados. ¿Siempre son así?
—Así… ¿cómo? —se interesó Eric, parándose y mirando fijamente a la joven.
—Bueno, tan serios, tan adultos en su comportamiento… tan fríos, diría yo.
—Son niños muy bien educados. Eran las normas del señor Steele. Sí, parecen a veces auténticos adultos. Sobre todo Norman.
—Norman… Sí, ese chico rubio. Me ha logrado impresionar.
—Impresiona a todo el mundo —rio Eric—. Incluso a mí, señorita Munro.
—También me hablaron de sir Clifford.
Eric se paró de nuevo. Asintió, pensativo. Parecía no gustarle el tema.
—Oh, sí, sir Clifford… —miró significativamente hacia arriba, al techo artesonado—. Siempre en su buhardilla, rodeado de sus libros misteriosos. Y con esa mujer tan singular que le cuida… A veces llega uno a olvidarlos, no piensa que existan, que vivan bajo este mismo techo.
—¿Libros misteriosos ha dicho?
—Yo así los califico. El señor Steele se reía de eso. Pero lo cierto es que sir Clifford siempre gustó de los temas ocultos. Sus libros son de magia, brujería, satanismo y todas esas cosas. Claro que ahora apenas puede ni siquiera verlos. Está casi ciego. Su lazarillo, la señorita Beswick, cuida de él y le leía las obras, hasta que quedó sordo.
—También me han dicho que no puede hablar…
—Cierto. Eso fue lo primero en ocurrirle. Una vieja herida de bala en el cuello provocó al parecer una parálisis de sus cuerdas vocales. Sucedió cuando hacía la guerra colonial, en tiempos de la reina Victoria. Luego esa parálisis se extendió también a sus oídos, a causa de no sé qué degeneración neurovegetativa. Y así, ahora es como un mueble o poco menos. No habla, no oye y apenas ve. Pero sigue lleno de vida a sus ochenta años cumplidos.
—¿Y ella, esa mujer que cuida de sir Clifford? ¿Cómo es? Hay que tener mucha capacidad de aguante, mucha tolerancia para una tarea así…
—Esa mujer la tiene, se lo aseguro. Resulta extraño, siendo tan joven, tan bella y exótica… pero posee una voluntad de hierro y una resignación rayana en lo inhumano. Nunca la oí quejarse, lamentarse de nada, censurar al viejo Prowse, decir que estaba harta o algo así. Es como si viviera fascinada, embrujada por ese anciano, y fuese feliz a su lado, sirviéndole de criada, secretaria, lazarillo, todo en una pieza.
—Con el embargo judicial, tendrán que abandonar la casa…
—Por supuesto, ya han sido avisados previamente de ello. Sir Clifford no pudo decir nada, pero ella se entiende con él no sé de qué maldito modo, y el viejo aristócrata escribió una nota breve al señor Steele cuando supo lo que se avecinaba. ¿Sabe lo que decía esa misiva? Simplemente tenía sólo siete palabras: «Nadie me moverá de aquí hasta morir».
—Un viejo obstinado —rio Vera con ironía—. ¿Cómo espera evitarlo?
—No lo sé. Él nunca dice nada. Y Doris Beswick, su ayudante, tampoco.
—Es curioso. Los niños parecen tan seguros de eso como el propio sir Clifford…
—Sí, ya lo sé. Dicen que todo seguirá igual en Prowse Manor. Es absurdo, pero ¿qué se les puede decir a unos críos?
—No estoy tan segura de que, pese a su edad, sean tan críos —comentó Vera, pensativa—. ¿Norman es el mayor de todos ellos?
—Sí. Sólo tiene once años. Marco, el chico moreno, tiene diez, lo mismo que Karin, la chica del pelo rubio claro. Los demás oscilan entre nueve y ocho años…
—Y Norman es el que manda en todos ellos, al parecer.
—¿Lo notó? —Eric la miró, ceñudo—. Ese chico tiene autoridad, algo raro…
—Sí, estamos de acuerdo. Tiene algo raro. Pero también todos los demás. Y me pregunto qué será… Buenas noches, Eric. Voy a retirarme a descansar. Supongo que mañana va a ser un día muy agitado en este orfanato…
Vera Munro no sabía bien lo acertada que estaba al preveer algo así.