Ya estaba llegando.
El viejo automóvil trepidaba cuesta arriba, remontando dificultosamente la rampa que ascendía a la colina pelada y triste, erguida en medio del yermo. Alrededor, algunos árboles desnudos, de ramas retorcidas, parecían como espectros rígidos, elevando al cielo unos brazos descarnados y trémulos en demanda de algún imposible.
En la distancia, los nubarrones se apelotonaban densamente, amenazando con nuevas precipitaciones de agua o de nieve a toda la región. Allá arriba, en la colina, en el brumoso y triste atardecer, brillaban algunas luces dispersas, como único indicio de su inmediata meta.
—Parece un sitio muy desolado —comentó ella, algo desmoralizada.
—Lo es, señorita —rio el chófer sin volverse, pugnando por mantener el ascenso ladera arriba sin más problemas, pese a lo cascado de su vehículo y lo dificultoso del embarrado terreno—. Rara vez vengo por aquí. La gente de esa casa nunca utiliza el taxi. Prefiere el viejo autocar semanal para desplazarse a la ciudad. Después de todo, para lo que salen de ahí…
—¿Sólo hay un autocar semanal?
—Dos. Uno de ida y otro de vuelta. Siempre los sábados a mediodía para ir. Y el domingo por la tarde para volver. Pero esa gente de allá arriba tampoco va para pasar un divertido fin de semana. Allí nadie sabe divertirse. La compadezco, señorita, si tiene que convivir con ellos mucho tiempo.
—Pues me temo no tener otro remedio —sonrió ella, dominando su aprensión—. Es el primer empleo que consigo, después de seis meses en paro. Ha sido como llovido del cielo, y no seré yo quien le ponga objeciones a mi trabajo, sea donde sea.
—¿Llovido del cielo, dice? —el taxista meneó la cabeza, perplejo—. Yo me guardaría muy mucho de comparar eso con el cielo, señorita.
Y señaló significativamente a la forma oscura, maciza, que empezaba a perfilarse en lo alto de la colina, recortada entre las brumas del atardecer invernal. Su joven viajera se estremeció, sin poderlo evitar.
Era una joven animosa y decidida, poco dada a sufrir depresiones, pero las palabras del taxista del lugar, el aspecto tétrico de la región y la propia naturaleza de su futuro trabajo no formaban una combinación demasiado proclive al optimismo, después de todo.
Personalmente, no le gustaba tener que trabajar en un orfanato, pero ¿qué cosa mejor, si acababa de recibir un cheque bancario por el importe de su primera mensualidad, junto con la aceptación de su oferta para ocupar un puesto vacante de maestra en la llamada Residencia de Huérfanos de Loomish Hill? Después de estar haciendo ahorros y escatimando gastos durante medio año en paro, recibir la suma de cincuenta guineas de sueldo mensual previo, era como ver llegar al propio Papá Noel con el mejor regalo navideño anticipado imaginable. Porque además faltaban sólo dos semanas para la Navidad, y ésta se le había presentado hasta entonces harto sombría de no mediar aquel nuevo trabajo, que le abría nuevamente las puertas de la esperanza y, ¿por qué no decirlo?, también de su holgura económica.
—¿Ha trabajado usted antes en algún otro orfanato, señorita? —indagó el chófer, cuando ya la casona de la colina se alzaba imponente frente a ellos, al final del último tramo de la ladera.
—Pues…, no, nunca —confesó la joven maestra, ruborizándose levemente, como si hubiera sido sorprendida en una grave falta—. Imagino, sin embargo, que será como trabajar en cualquier escuela o centro docente. Después de todo, sólo se trata de dar lecciones a unos niños…
—Sí, claro, a unos niños —repitió el taxista, rascándose los cabellos y logrando, a costa de resoplidos y quejas del viejo motor, alcanzar por fin la cima de la colina—. Pero es que esos niños…
—¿Qué?
—No, nada. Dejemos eso, señorita. —Metió el freno paulatinamente a su viejo cacharro—. Bien, estamos ya en su nueva casa. Que todo le vaya bien en lo sucesivo, señorita. Se lo deseo de veras. Pero si decidiese cambiar de idea y marcharse de aquí en cualquier momento, como alma que lleva el diablo, no dude en telefonearme y vendría a recogerla a cualquier hora del día o de la noche. Aquí tiene mi tarjeta, para lo que pueda necesitar.
Y se volvió, tendiéndole la cartulina donde aparecía impreso su nombre, señas y teléfono en la cercana ciudad. Sonriente, la joven la tomó, agradeciéndolo con un movimiento de cabeza.
—Gracias —dijo—. Es usted muy amable.
Le pagó el importe del viaje, previamente establecido. Luego, el hombre bajó sus dos maletas y se despidió de ella, arrancando con sorprendente prisa, mientras ella subía los escalones de acceso a la puerta del viejo edificio de aire Victoriano, protegida por una cornisa de vidrios polvorientos y hierros oxidados, pulsando luego un llamador que resonó lúgubremente en el interior de la casona.
Tardaron algún tiempo en acudir a abrir. Cuando lo hicieron, la joven se vio frente a un singular personaje erguido en el umbral, recortándose contra la luz tenue de una lámpara de cristal colgada demasiado alta del techo del vestíbulo, y dotada solamente de un par de bombillas de escasos vatios. No parecía ser la generosidad ni el derroche, al menos en consumo eléctrico, la norma en aquella casa…
—Buenas noches —saludó quien abría la puerta, con voz rígida—. ¿Qué se le ofrece?
Era un individuo flaco, estirado, de facciones que daban la impresión de haber sido creadas a base de pegar tirones a una cara demasiado larga y apergaminada. Sin embargo, su pelo negro, peinado con raya en medio, y sus ojos vivaces y oscuros, no parecían corresponder a un hombre de la edad que aquél aparentaba. Vestía un traje rigurosamente negro, como el empleado de una funeraria. La gravedad de su rostro corría parejas con el resto de su persona.
—Soy Vera Munro —explicó la joven, con decisión—. La nueva maestra que contrató esta semana el señor Steele.
—Oh, comprendo —el hombre tragó saliva. Su nuez tenía algo de cómico al subir y bajar con cada palabra suya, pese a su aire fúnebre—. Pase, por favor. No llega muy oportunamente, esa es la verdad, pero debe ponerse a resguardo de la noche. Es bastante fría. Y lo será más aún dentro de poco. Vamos a tener muy mal tiempo en lo sucesivo.
Cerró la puerta tras pasar la joven y ayudarla él a depositar las maletas en el vestíbulo. Ella observó que el hombre de luto aseguraba la sólida puerta con una cadena y un fuerte cerrojo. Se preguntó qué podrían temer dentro de aquel recinto, destinado a alojar huérfanos. También advirtió que un grueso crucifijo adornaba la puerta por dentro, como si quisieran protegerse de los vampiros o cosa parecida. La idea le resultó tan ridícula que casi sintió ganas de reír. Pero el clima de la casa tenía algo de opresivo que alejó de su mente esa idea casi de inmediato.
—Sígame, señorita Munro —pidió el hombre siempre distante, severo, como un eficiente mayordomo de comedia británica.
Y recogiendo ambas maletas se encaminó a una escalera ascendente, situada al fondo, sobre una gran vidriera emplomada, de vivos colores, representando al Arcángel, flamígera espada en mano, sepultando a Satanás en los infiernos, con su cohorte de pequeños demonios.
«Católicos —se dijo entre dientes la joven, relacionando aquel vitral con la cruz de la puerta—. No hay duda de la religión que se practica aquí…»
Ella no se sentía cohibida ni contrariada por eso, aunque no era católica. Sus padres eran anglicanos, y ella lo había sido de niña, porque estaba obligada a serlo. Cuando se hizo mayor de edad y se independizó la religión dejó de ser para ella una norma o una obligación, e incluso tuvo una crisis de fe en Dios cuando recordó los horrores de la Gran Guerra, pocos años antes, cuyas secuelas aún pagaban los países europeos hoy en día, en estos llamados «felices veinte».
Ahora era más bien una persona escéptica, capaz de creer en muy pocas cosas, e incapaz de discutir de cultos religiosos con nadie. Si el señor Steele era católico, le tenía perfectamente sin cuidado, siempre y cuando no estuviera obligada a asistir a los cultos puntualmente. Y de eso su contrato no decía absolutamente nada.
El hombre la llevó hasta una alcoba en la planta alta de la casa. Dejó las maletas en el suelo y le mostró la pulcra habitación y su vecino cuarto de aseo.
—Es su alojamiento, señorita Munro —explicó—. Espero se sienta bien aquí… a pesar de que mucho me temo que su estancia aquí no va a ser demasiado prolongada. —Vera le miró con sorpresa y cierto desagrado. Indagó, algo brusca:
—¿Qué quiere decir con eso?
—Pronto lo sabrá, señorita —sonrió débilmente el criado—. ¿Ha cenado?
—No, aún no. Pero no tengo demasiado apetito. Sólo cansancio.
—¿Quiere que le suba algo de comer o prefiere usted bajar y que la señora Oates, la encargada del establecimiento, se ocupe de servirle algún refrigerio?
—No tienen que molestarse por mí —suspiró ella—. Bajaré de inmediato a tomar algo antes de acostarme, si es que esta noche no puedo ver al señor Steele para presentarme a él.
—Temo que eso sea imposible, señorita —respondió apacible el hombre negro—. El señor Steele ha muerto.
—¿Qué? —balbuceó ella asombrada, mirándole con incredulidad.
—Y este orfanato va a cerrarse mañana mismo, si el encargado del juzgado no decide otra cosa. El desahucio es ya cosa definitiva.
* * *
La señora Oates resultó ser una bonachona mujer de edad madura, entrada en carnes, con el pelo canoso peinado con un grueso moño atrás.
Acomodó de inmediato a la recién llegada en la cocina, al confortable calor de una chimenea encendida, y calentó algo de comer en las llamas, puesto que la cocina de carbón vegetal estaba ya apagada.
—Sí, mi querida señorita —explicó mientras calentaba algo de caldo y un asado de carne—. El pobre señor Steele murió hoy mismo. Supongo que el corazón le falló al saber que no había solución para su querido establecimiento, y tenía que ser desalojado ya inexcusablemente, por orden judicial.
—Pero ¿qué ha podido ocurrir? —indagó la muchacha con sus azules ojos muy abiertos—. Yo fui contratada en Londres hace sólo tres días, me pagaron una mensualidad adelantada para que me incorporase a este trabajo cuanto antes…
—Hace tres días las cosas distaban mucho de estar tan mal —resopló la mujer, sirviendo el caldo en un tazón—. El señor Steele creía que podía obtener un aplazamiento al desahucio y mantener todavía este orfanato en pie.
—¿Tan mal estaban las cosas?
—Pésimas —puso en sus manos el tazón, que despedía un grato aroma a hierbas y ave—. El Gobierno siempre quiso este orfanato para sí. Y el señor Steele se resistía a ello. Sabía que los establecimientos del Gobierno siguen siendo, con pocas diferencias, tan siniestros y negativos como en tiempos de Dickens. De allí salen los niños delincuentes o amargados, igual que un David Copperfield o un Oliver Twist. Su concepto de la enseñanza de los niños huérfanos, de su trato para con ellos, era muy distinto. Autoridad sí, pero con dulzura, cariño, comprensión y una infinita bondad. Darles alimentos, hogar, enseñanza, enviarles a la vida luego siendo hombres íntegros, no basura social. Pero sus sueños eran demasiado buenos y su caudal demasiado escaso, especialmente después de esa ruinosa guerra que tantos males nos trajo a todos. Las deudas fueron creciendo, los acreedores se impacientaron, acudieron al juzgado… y ahí terminó todo. Los pleitos los ha ido perdiendo uno a uno, hasta que hoy llegó aquí el señor Skeggs con ese papel…
—¿El señor Skeggs? —indagó curiosa Vera, saboreando aquel sabroso caldo de ave que lograba reconfortar su aterido estómago.
—Sí, el oficial del juzgado de Nottingham. Es un buen hombre, pero debe cumplir con su obligación. Llegó aquí esta misma tarde con la orden judicial de embargo. Debemos abandonar esto en veinticuatro horas. Al señor Steele le afectó mucho eso. Subió a su despacho, se encerró allí, pensamos todos que a meditar y acabar aceptando la decisión inapelable del juez comarcal. Cuando vimos que tardaba, acudimos a ver si le ocurría algo. No respondió. Entonces, Eric… Eric es el criado que la atendió, nuestro mayordomo, jardinero y mozo de tareas diversas, todo en una pieza… Entonces, como le decía, Eric pensó en salir a la fachada y caminar por la cornisa hasta la ventana del señor Steele, que estaba entreabierta. Le halló dentro, sentado a su mesa…, sin vida.
—¿Suicidio?
—No parece. No había tabletas ni veneno alguno por allí cerca. Tampoco huellas de violencia física. Simplemente, el corazón se le había parado. Un colapso, supongo. Pobre señor Steele…
—¿Dónde está ahora su… su cadáver? —preguntó aprensiva la joven, dejando la taza medio vacía sobre la mesa de rústica madera de la cocina.
—En la capilla, claro. Con los niños.
—¿Los niños?
—Sí. Nuestros pupilos —el rostro de la señora Dates se dulcificó—. Pobrecillos… Están muy afectados. Querían mucho al señor Steele…
—¿Qué será de ellos ahora?
—Lo inevitable —la mujer meneó la cabeza, sirviendo una rodaja de carne asada con zanahorias, guisantes y patatas doradas, en un plato. Iba a servir otra, cuando la mano de Vera, rápida, la interrumpió, rechazando más comida—. Serán enviados a diversos centros oficiales del país, donde el trato será mucho más duro y distante, donde ya no tendrán las atenciones y comodidades que disfrutaban aquí. Cosas de la vida, señorita Munro. No podemos hacer nada por evitarlo.
—Sí, comprendo —probó la carne y movió la cabeza—. Excelente, señora Oates. Es usted una magnífica cocinera. Eso también va a echarlo de menos los niños, estoy segura.
—Gracias. Sí, supongo que tiene razón. Les gustaban mis guisos, pobrecillos…
—Y antes de venir yo, ¿quién impartía las lecciones aquí? —se interesó Vera, entre bocado y bocado, regado con una taza de té caliente.
—El propio señor Steele, ayudado por otra maestra, la señorita Swift.
—¿Ya no está ella aquí?
—No, ya no —la señora Oates carraspeó, removiendo un poco los leños del hogar, antes de añadir—: Pobrecilla. La enterramos en Nottingham hace ya quince días. Por eso puso el señor Steele aquel anuncio en el Times.
Vera sintió que perdía de repente el poco apetito que tenía. Apartó el plato y fijó sus azules pupilas en la señora Oates.
—Aquí parece que se muere todo el mundo —comentó algo seca.
La señora Oates pareció repentinamente confusa, vuelta de espaldas a ella, como si los leños que ardían en la chimenea necesitaran de más movimiento. Afirmó con la cabeza, al incorporarse.
—Sí, tenemos una mala época últimamente —admitió—. Tal vez los fríos de este invierno… Aquí el clima es bastante crudo.
Vera no dijo nada. Apuró el té, pensativa, sus celestes ojos fijos en las crepitantes llamas. De repente preguntó:
—¿Puedo ir a la capilla a ver al señor Steele?
Estuvo segura de que la señora Oates pegaba un leve respingo y la miraba algo inquieta. Pudo ser una simple impresión suya, porque la mujer sonrió de inmediato, afirmando con energía.
—Claro, claro —dijo—. Dígale a Eric que la lleve. Tiene que salir de la casa e ir atrás, al cementerio.
—¿El cementerio? —repitió Vera, perpleja—. ¿Hay un cementerio aquí mismo?
—Más bien puede decirse que lo hubo en tiempos. Esta casa es muy vieja. En la época victoriana vivió aquí una familia muy rica. Sus miembros y su servicio eran sepultados ahí atrás. Ahora, sólo quien así lo desea es enterrado en el viejo cementerio. El señor Steele, por ejemplo, irá a parar ahí. Estaba escrito en su última voluntad, señorita Munro.
—Entiendo —sin saber la causa, la joven sentía un cierto desasosiego. A su mente acudió el recuerdo de unas extrañas palabras de su taxista, alusivas a la casona del orfanato: «Yo me guardaría muy mucho de comparar eso con el cielo».
¿Qué era entonces? ¿El infierno? ¿Acaso el vitral del vestíbulo tenía alguna alusión concreta al mundo que le rodeaba? Era una idea absurda, pensó Vera, que como muchacha moderna, de cultura y buena educación, estaba siempre inclinada a rechazar ideas supersticiosas. En 1925 ya no se podía pensar como en las postrimerías del siglo pasado, por poner un ejemplo.
Aun así, cuando se incorporó y fue en busca de Eric, el mayordomo de negras ropas, para ir a la capilla, sentía dentro de sí una rara aprensión, como la sensación íntima de que algo en el lugar donde se hallaban distaba mucho de ser normal.
—¿A la capilla? —Eric la miró algo perplejo, al oír sus deseos. Luego asintió—: Claro, si es su gusto, señorita Munro…
—Sí, Eric, lo es —afirmó ella rotunda.
La condujo hacia la parte posterior de la casa, donde se abría un corredor que iba a terminar ante una pesada puerta metálica, no muy grande, que él abrió con llave, dando dos vueltas a la misma. Salieron al exterior, oscuro como boca de lobo. Se había levantado un aire frío, seco y cortante; las nubes formaban un palio espeso encima del paraje, y el clima presagiaba la proximidad de la nieve. Contra aquel cierzo helado, caminaron entre abrojos y matorrales ásperos que rozaban sus piernas. Los ojos de Vera descubrieron ante ella una verja medio abatida, de herrumbrosos barrotes, y la tierra ondulada e irregular de un viejo cementerio medio abandonado, en el que aún eran visibles lápidas y cruces, losas e inscripciones. Como fondo de tan lúgubre panorama, una pequeña edificación de piedra, tal vez con cien años o más de antigüedad, se erguía sobre una elevación del terreno, rodeada por varios cipreses que el aire mecía con chasquidos tétricos.
—Es ahí —dijo Eric, cubierto con una bufanda de lana su estirado rostro—. Si no le importa, prefiero no entrar. No me gustan esas cosas, señorita.
—Comprendo. Entraré yo sola, no se preocupe. Para regresar, ¿debo llamar en la puerta trasera?
—Sí, por favor. Encontrará un timbre eléctrico en el quicio. Púlselo tres veces. Le abriré de inmediato. Esta noche no pienso acostarme siquiera.
Ella le dio las gracias y le vio alejarse hacia la casa, cruzando por entre las lápidas con indiferencia. Era como un espectro en la noche, tan largo y tan enlutado, pensó Vera mientras caminaba el último trecho cuidando de no pisar losa sepulcral alguna.
Llegó a la puerta ojival de la pequeña capilla, más bien semejante a una abadía diminuta o a una pequeña iglesia. Estaba sólo entreabierta. Dentro no se oía nada. Empujó la puerta, que emitió un largo chirrido. Entró en el recinto.
Vio las luces de las velas, el túmulo funerario con un cuerpo humano rígido, tendido sobre los negros paños del mismo, ante el altar donde se veía la cruz de vieja madera carcomida.
Y vio a los niños.
Ellos también se volvieron a mirarla a ella.