Las luces de los faros rasgaron la noche glacial y anunciaron un fragor agitado que se aproximaba. El camión recorrió Prospekt Lenina despacio; el ruido del motor era cada vez más fuerte y no empezó a disminuir hasta aproximarse a la verja. El vehículo giró poco a poco, subió la cuesta rugiendo por el esfuerzo y se detuvo frente a las rejas. Los frenos emitieron un chirrido desafinado y el motor humeó de agotamiento.
El centinela somnoliento salió de la caserna con el cuerpo encogido bajo el abrigo y con el kalashnikov colgado en bandolera con displicencia se acercó al conductor.
—¿Qué ocurre? —preguntó el soldado, malhumorado por tener que dejar el cobijo que ofrecía la caserna y encarar el severo frío del exterior—. ¿Qué hacéis aquí?
—Venimos a realizar una entrega —dijo el conductor, exhalando por la ventana un denso vaho.
El centinela frunció el ceño, intrigado.
—¿A estas horas? Tchort! Son las dos de la mañana…
El rostro del conductor le llamó la atención. Tenía la piel cetrina y los ojos negros y chispeantes, la fisonomía típica de un caucásico.
—Dejadme ver la documentación —añadió.
El conductor bajó la mano derecha y sacó algo en medio de la oscuridad.
—Aquí la tiene —dijo.
El soldado apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que el conductor del camión le apuntaba a la cabeza con una pistola con silenciador.
Ploc.
El centinela se derrumbó como un títere, sin soltar un gemido siquiera. Su cuerpo se desplomó con un ruido apagado, como un saco que cae al suelo. La sangre brotaba a borbotones de su nuca y manchaba la nieve enlodada.
—¡Ahora! —gritó el conductor volviendo la cabeza hacia atrás.
Cumpliendo con el plan previsto, cuatro hombres saltaron de la caja del camión, todos con uniformes del Ejército ruso con el número del regimiento 3445 cosido. Dos recogieron el cuerpo del soldado para meterlo en el camión, otro limpió la nieve ensangrentada, y el cuarto desapareció en la caserna.
La verja se abrió con un zumbido eléctrico y, sin recoger al hombre que había entrado en la caserna, el camión pasó por delante de una placa sucia que anunciaba «PO MAYAK» en caracteres cirílicos, y entró en el recinto.
El complejo era enorme, pero el conductor sabía muy bien adónde se dirigía. Vio los centros de investigación de Cheliábinsk-60 y, tal como habían acordado, aparcó en la calzada, cogió el teléfono móvil y marcó un número.
—¿Sí? —contestó una voz al otro lado de la línea.
—¿Coronel Priajin?
—Dígame.
—Ya estamos dentro, en el lugar acordado.
—Muy bien —respondió la voz—. Venga al complejo químico y siga el procedimiento establecido.
El camión arrancó y siguió en dirección al «complejo químico», un simple eufemismo. Al final del camino había una garita; el conductor sabía que había dos más a lo largo de la tapia. Entre la garita y la verja, un letrero desgastado y oxidado indicaba «ROSSIYSKOYE HRANILICHSCHEDELYASCHYKSYA MATERIALOV».
Ciñéndose al plan, el conductor aparcó discretamente en un rincón delante de la garita, paró el motor y apagó los faros; volvió a marcar el número de teléfono, colgó al segundo tono y esperó.
La verja automática empezó a abrirse. Luego se abrió la puerta de la garita, dejando paso a un haz de luz del interior, y un hombre salió a la calle. La gorra indicaba que era un oficial del Ejército. El militar miró a su alrededor, como si buscara algo, y el conductor le hizo una señal con los faros.
El oficial vio las luces encenderse y apagarse y, a toda prisa, se dirigió al camión.
—Komsomolskaia —exclamó el oficial dando la seña.
—Pravda —respondió el conductor como contraseña.
El militar subió al asiento del pasajero, y el conductor lo saludó moviendo la cabeza.
—Privet, coronel. ¿Todo bien?
—Normalno, mi querido Ruslan —asintió Priajin con voz tensa y gesto de impaciencia—. Vamos. No hay tiempo que perder.
Ruslan metió la primera marcha y dirigió el camión hacia la verja abierta. El vehículo pasó despacio frente a la garita y franqueó la verja para entrar en el complejo químico.
—¿Y ahora qué?
—Aparque delante de aquella puerta de servicio.
El camión se paró delante de la puerta y, sin detener el motor para evitar que se congelara, Ruslan gritó una orden a los hombres que iban en la caja. En el acto, cinco hombres saltaron del camión. El conductor también bajó y dio otras dos órdenes. Era evidente quién estaba al mando. Los hombres sacaron dos cajas pequeñas de metal.
—Davai, davai! —bramó con nerviosismo el coronel Priajin para que se dieran más prisa—. ¡Moveos!
Uno de los hombres se quedó a vigilar en el camión; los otros cinco acompañaron al oficial ruso hasta la entrada de servicio y accedieron al edificio, cargados con las dos cajas.
Dentro, la temperatura era agradable y los intrusos se quitaron los guantes, pero no los abrigos. Ruslan miró a su alrededor evaluando las instalaciones. El interior estaba iluminado con una luz amarillenta y las paredes de hormigón parecían increíblemente gruesas.
—Tienen ocho metros de espesor —dijo el coronel al ver que Ruslan miraba las paredes, y señaló hacia arriba—. El techo está cubierto de cemento, alquitrán y grava.
El oficial ruso condujo a los intrusos por los pasillos desiertos, girando varias veces, a derecha e izquierda, hasta llegar a una esquina, donde se detuvo, miró atrás y dijo a Ruslan a media voz:
—Yo me quedo aquí. En el próximo pasillo está la sala de vigilancia, que controla el acceso y el interior del cofre de seguridad. Como ya les expliqué, hay dos hombres. Más adelante, al fondo del pasillo, hay unas escaleras, y ahí arriba está la antecámara con el acceso al cofre de seguridad. Cada guardia conoce una mitad del código. Así que con un hombre sólo tendrán una mitad del código. Por eso…
—Ya lo sé —lo interrumpió Ruslan con repentina aspereza, como si lo mandara callar.
El coronel guardó silencio un momento y escrutó con la mirada al jefe del comando. Estaba acostumbrado a dar órdenes a gente como él, no a recibirlas.
—Buena suerte —gruñó.
Ruslan se dio la vuelta y clavó la vista sobre dos de sus hombres.
—Malik, Aslan —ordenó, moviendo levemente la cabeza—. Id vosotros.
Los dos hombres empuñaron las pistolas con silenciador, doblaron la esquina y avanzaron con sigilo por el pasillo. En el lado derecho había una puerta abierta y dentro había luz. Entraron en la sala y, al instante, se produjo una breve agitación que culminó con los cuatro plocs sordos de unos disparos.
Sin esperar a sus compañeros, Ruslan y los otros dos hombres avanzaron por el pasillo con las dos cajas que habían traído consigo del camión. Sólo se detuvieron al llegar a las escaleras. Las subieron con sigilo y llegaron a una antesala protegida por rejas que parecía una jaula.
—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz.
Un cuarentón con una gran barriga salió de detrás de un escritorio y se acercó a las rejas, para plantarse ante los desconocidos.
—¿Quiénes sois? —preguntó.
—Soy el teniente Ruslan Markov —se identificó el desconocido al otro lado de las rejas haciendo el saludo militar.
Señaló las dos cajas que llevaban sus compañeros y añadió:
—Venimos de la fábrica química de Novossibirsk con material para almacenar.
—¿A estas horas? —dijo, extrañado, el barrigudo—. Esto va contra el reglamento. ¿Qué protocolo estáis siguiendo?
Después de pasar los ojos por la placa que el barrigudo llevaba en el pecho, Ruslan sacó el móvil y marcó un número. Al segundo tono de llamada, una voz contestó al otro lado de la línea. Ruslan alargó el teléfono al guardia entre las rejas diciéndole:
—Es para ti.
El hombre miró el teléfono, sorprendido, con las cejas arqueadas en un gesto de intriga. Lo cogió y se lo acercó al oído.
—¿Sí?
—¿Vitali Abrósimov? —preguntó una voz al otro lado de la línea.
—Soy yo. ¿Con quién hablo?
—Le paso con su hija Irina.
Se oyó un sonido confuso al otro lado y un hilo de voz trémulo y medroso recorrió la línea.
—¿Papá? ¿Eres tú?
—¿Irisha?
—Papá —dijo la hija sollozando, con la voz alterada por las lágrimas—. Nos van a matar, dicen que nos van a matar a mí y a mamá.
—¿Qué?
—Tienen armas, papá —explicó con un nuevo sollozo—. Dicen que nos van a matar. Por favor, ven…
Un clic, seguido del sonido continuo de la línea telefónica al colgar, interrumpió la frase.
—¡Irisha!
Las miradas de Vitali y Ruslan se cruzaron a través de las rejas. La del primero reflejaba temor y dudas, mientras que la del segundo, autoridad y afirmación.
—¡Abre la puerta! —ordenó Ruslan.
Vitali dio un paso atrás, sin saber qué hacer. Tenía el miedo pintado en el rostro.
—¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?
—¿Quieres volver a ver a tu familia? —preguntó el intruso.
Sacó del bolsillo una máquina de fotos digital, enseñó la pequeña pantalla del aparato a Vitali y añadió:
—¿Ves esta foto? La saqué hace una hora en Ozersk.
El barrigudo vio en la pantalla la imagen de su hija y de su mujer llorando. Un hombre las agarraba del pelo, mientras con la otra mano sostenía junto a su cuello la hoja serrada de un cuchillo militar.
—¡Dios mío!
—¡Abre la puerta inmediatamente! —gritó Ruslan guardando la cámara fotográfica.
Con las manos temblando, Vitali sacó la llave del bolsillo de los pantalones y se apresuró a abrir la puerta. Los tres hombres entraron con arrogancia en la antesala, apuntando con los kalashnikov a los guardias de la cámara.
—Por favor, dejadlas en paz —imploró Vitali, reculando y juntando las manos en un gesto de súplica—. Ellas no tienen nada que ver. Dejadlas en paz.
Ruslan clavó la mirada en la gran puerta de acero que tenía el símbolo nuclear pegado en el centro, al fondo de la antesala.
—Abre la cámara.
—No les hagáis daño.
El intruso cogió a Vitali por el cuello de la camisa y lo atrajo hacia sí.
—Escúchame bien, pedazo de mierda —murmuró—. Si abres esta cámara y salta la alarma, te garantizo que cortaremos a tus mujeres en trocitos. ¿Te ha quedado claro?
—Pero yo no tengo el código…
—Ya lo sé —asintió Ruslan—. Llama a tu amiguito sin levantar sospechas, ¿vale?
Siempre temblando y con gotas de sudor corriéndole por la cabeza, Vitali se sentó al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número.
—Misha, ven aquí. —Hizo una pausa—. Sí, ahora. Te necesito. —Hizo otra pausa—. Ya sé que es tarde, pero te necesito inmediatamente. —Una nueva pausa—. Blin, ven aquí, haz lo que te digo. Date prisa, vamos.
Colgó el teléfono.
—¿Dónde está? —quiso saber Ruslan.
Vitali miró de soslayo hacia una puerta lateral.
—Durmiendo en el cuarto. Son las dos de la mañana.
Ruslan miró a los dos hombres que lo acompañaban y señaló la puerta. Sin una palabra, los miembros de su comando tomaron posiciones rápidamente, cada uno de ellos a un lado de la puerta.
Cuando se abrió ésta y el muchacho entró, lo agarraron inmediatamente por detrás.
—¿Qué hacéis? —protestó.
Ruslan levantó la pistola, se pegó el cañón con silenciador a los labios y lo fulminó con la mirada.
—¡Ni una palabra!
Inmovilizado por dos hombres y con otro de ellos armado apuntándole desde la antesala, el muchacho pensó que lo mejor era obedecer.
—Tú y Vitali vais a abrir la cámara.
—¿Qué?
Ruslan dio un paso al frente y le lanzó una mirada intensa.
—Presta atención a lo que te voy a decir —murmuró.
Sus palabras estaban impregnadas de un tono latente de violencia.
—Sé que hay un código secreto que abre la cámara y que al mismo tiempo activa la alarma. Ése no es el código que quiero. Quiero que introduzcáis el verdadero código. ¿Me has entendido?
—Sí.
Ruslan esbozó una sonrisa. Era más una mueca que una muestra de buen humor. Sacó la cámara de fotos del bolsillo.
—Sé lo que estás pensando —dijo mientras volvía a encender la cámara—. Puedes decirme que no activarás la alarma. En cambio, metes el código y cinco minutos después, ¡catapún!, esto se llena de hombres del 3445. —Siguió hablando, poniendo los dedos en las sienes del muchacho—. Eso sería una pésima idea, Mijaíl Andreíev. Una pésima idea.
Enseñó la pantalla de la cámara digital al que ahora era su prisionero.
—Esta fotografía la tomamos hace una hora. ¿Te suena alguien de la foto?
Mijaíl miró con espanto la pantalla.
—¡Iulia!
La pantalla mostraba el rostro lloroso de una mujer con un bebé en el regazo y dos cañones de kalashnikov apuntándoles a la cabeza.
—Han salido muy bien en la foto —exclamó Ruslan, con un tono cargado de ironía—. ¡La preciosa Iulia y el pequeño Sasha!
Guardó la cámara en el bolsillo:
—Si por casualidad aparecen por aquí alguno de los muchachos del 3445 después de que abráis la cámara, te juro por Dios que los hombres que están en tu apartamento de Orzersk mandarán de inmediato a tu familia al Infierno. ¿Ha quedado claro?
—No les hagáis daño, por favor.
—La seguridad de vuestras familias está en vuestras manos, no en las nuestras. Si os portáis bien, todo saldrá a las mil maravillas. Si os portáis mal, esto acabará en un baño de sangre. ¿Entendido?
Mijaíl y Vitali asintieron con la cabeza, sin oponer resistencia.
Satisfecho, Ruslan dio un paso atrás e hizo una señal a sus hombres de que soltaran a Mijaíl.
—Cuidadito, ¿eh?
En ese instante llegaron a la antecámara los dos hombres que se habían quedado atrás «limpiando» la sala de vigilancia de vídeo. Uno de ellos hizo señas con una cinta, como si mostrara un trofeo.
—Todo arreglado.
—Buen trabajo —dijo Ruslan en tono inexpresivo.
Se dirigió a la puerta de la cámara y miró a los dos prisioneros.
—Introducid el código.
Temblando, conmocionados, ambos se acercaron, se inclinaron sobre la caja que controlaba el cerrojo de la puerta de acero y, al mismo tiempo, marcaron los números que les correspondían. La enorme puerta emitió un clac y se desatrancó con el ruido apagado de una descompresión.
De manera cuidadosa, Ruslan giró la manivela y la puerta de la antecámara comenzó a abrirse mientras exclamaba con una sonrisa:
—¡Ábrete, sésamo!
Pronto les pareció a los intrusos que el término «cofre» no hacía justicia a la cámara que se abría ante ellos. La puerta de acero les dio acceso a un enorme almacén lleno de contenedores con el símbolo de radiactividad, que se distribuían a ambos lados de la sala. Los contenedores se amontonaban unos encima de otros, pero con corredores entre ellos, como si fueran calles que separaran bloques de apartamentos.
Ruslan se giró y preguntó a Vitali:
—¿Cómo está organizado el almacén?
—A la izquierda está el plutonio y a la derecha, el uranio.
A una señal de Ruslan, los hombres bajaron las escaleras y se adentraron en el laberinto de contenedores. Se movían con rapidez. Nadie quería estar en aquel lugar más de lo necesario. Aunque los contenedores estaban todos sellados, la radioactividad tenía el don de ponerlos nerviosos.
Los miembros del comando recorrieron el laberinto y sólo se pararon cuando Ruslan levantó la mano.
—¡Es aquí! —exclamó al leer las inscripciones en caracteres cirílicos del nuevo grupo de contenedores.
Se dirigió a uno de sus hombres:
—Beslan, demuestra lo que vales.
Un hombre que transportaba una de las cajas procedentes del camión la dejó en el suelo y sacó unas herramientas del interior, que usó en el acceso a un contenedor. Éste se abrió en unos segundos; el hombre encendió una linterna y entró en el interior. Dentro había varias cajas con caracteres cirílicos y el símbolo nuclear. Beslan cogió una de ellas y la metió en la caja que había llevado consigo. Instantes después repitió la operación con otra caja.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Vitali, lo suficientemente alarmado como para perder la prudencia—. ¡Esto es uranio enriquecido al noventa por ciento!
—Cállate.
—Creo que no lo entiendes —insistió, casi en un tono de súplica—. Cada una de estas cajas contiene una cantidad subcrítica de uranio. Si se juntan, las dos masas superarán el umbral crítico y puede producirse una explosión nuclear. Es una cosa muy…
Paf.
El estallido resonó con estruendo en el almacén. Vitali, con la cara ardiendo por la bofetada, ni siquiera se atrevió a emitir un sonido.
Ruslan volvió a concentrar su atención en sus hombres.
—Malik, Aslan, mantened las cajas siempre a más de dos metros de distancia una de otra.
Señaló al hombre que había abierto el contenedor.
—Beslan, sella todo esto. Quiero que dejes el contenedor igual que lo encontramos.
Beslan cerró el contenedor e inició la tarea de sellado, mientras sus dos compañeros se alejaban con las cajas. Minutos más tarde se reunieron en la antesala y cerraron la puerta de acero del cofre.
—Vosotros venís con nosotros —les ordenó Ruslan a los prisioneros rusos.
El grupo recorrió el camino de vuelta en fila india con Ruslan siempre al frente. Malik iba tras él con una caja y Aslan cerraba la fila con otra. Los otros dos hombres y los prisioneros iban en medio. Pasaron por la sala de vigilancia de vídeo, y el jefe del comando inspeccionó rápidamente el interior. Estaba arreglada y limpia. No quedaban señales del tiroteo.
—Muy bien.
Siguieron avanzando por los pasillos hasta encontrarse con el coronel Priajin.
—¿Qué tal? ¿Cómo ha ido todo?
—Bien, niet problem.
Salieron del edificio al aire helado del exterior. Se enfundaron los guantes y se dirigieron al camión. El motor seguía en marcha y el hombre que vigilaba el vehículo aguardaba al volante. Al ver que los compañeros regresaban, saltó fuera de la cabina y fue a abrir la puerta trasera.
Subieron al camión y colocaron las dos cajas en dos contenedores especiales, separados el uno del otro. Una vez que el material radiactivo estaba colocado de forma segura, Ruslan señaló los tres cadáveres tirados en una esquina, el del centinela, al que habían matado en la verja de entrada, y el de los hombres que habían sido abatidos en la sala de vigilancia de vídeo. Los habían traído hasta allí.
—Cubrid esos cuerpos y haced subir a los presos.
Los hombres echaron una tela sobre dos de los tres cadáveres, mientras Ruslan y Aslan preparaban sus pistolas. Una vez concluidos los preparativos, Malik hizo una señal a los dos prisioneros, que subieron inmediatamente a la caja del camión. Ruslan y Aslan los dejaron pasar, apuntaron a la nuca de los prisioneros y dispararon casi a la vez.
Ploc.
Ploc.
Mientras sus hombres limpiaban la sangre esparcida por la caja del camión y colocaban los nuevos cadáveres encima de los otros, Ruslan saltó y fue a instalarse en el asiento del conductor junto al coronel Priajin. El camión arrancó, cruzó la verja y abandonó el perímetro del complejo químico.
—¿Está seguro de que quiere salir con nosotros, coronel? —le preguntó el jefe del comando al oficial ruso.
—Debe de estar bromeando —respondió Priajin con una carcajada nerviosa—. No es que quiera; tengo que hacerlo. Oficialmente ni siquiera estoy en Mayak. No olvide que he entrado con una credencial anónima y que no hay ningún registro de mi presencia aquí. No pueden verme aquí dentro. Si no salgo con ustedes, ¿con quién voy a hacerlo?
Ruslan señaló con el pulgar la caseta del guarda que ya dejaban atrás. La verja ya se había cerrado a sus espaldas.
—¿Podemos confiar en los tipos de la caseta del guarda?
—Ya le he dicho que son hombres de confianza. Estuvieron a mis órdenes en Chechenia y respondo personalmente por ellos.
El camión recorrió el perímetro de PO Mayak en el sentido inverso al de media hora antes y regresó a la verja de entrada. El hombre que se había quedado de guardia en la caserna subió de un salto a la caja del camión y el vehículo prosiguió la marcha. Se adentró en la Prospekt Lenina y desapareció en la neblina y la oscuridad de la noche helada.
Transportaba una nueva pesadilla para la humanidad.