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Como si hubieran recibido en ese momento una descarga eléctrica, los tres echaron a correr para cruzar la avenida. Ted y Rebecca sacaron sus pistolas. Tomás, con las manos vacías, corría a su lado. Sus mentes le daban vueltas de manera obsesiva a una misma idea, al mismo descubrimiento, al mismo horror: la ambulancia era la bomba atómica.

Se acercaron al vehículo sin preocuparse por pasar desapercibidos. Era todo demasiado urgente para andarse con sutilezas. El hombre del FBI agarró el tirador intentando abrir la puerta trasera, pero estaba atrancada. Sin dudar ni un momento, Ted apuntó con la pistola a la cerradura, la sujetó fuerte para evitar el retroceso del arma y apretó el gatillo.

Pam.

El estallido brutal del disparo resonó en los tímpanos de Tomás y sembró el caos alrededor. Los policías que se encargaban de la seguridad de la zona se percataron de que ocurría algo extraño, sacaron las armas y comenzaron a gritar.

Freeze.

Pero Ted los ignoró.

La cerradura de la ambulancia saltó en pedazos y tiró de la puerta, que se abrió de inmediato. Dentro había dos hombres: uno de camisa verde arrodillado sobre algo y el que llevaba la bata blanca con un arma en la mano.

Pam.

Pam.

Ted abatió al hombre de bata blanca, que se retorció y cayó a la calle. El hombre de verde, Ahmed, sacó una pistola y apuntó hacia fuera.

Crack-crack-crack-crack-crack.

Una lluvia de balas cayó sobre Ted, que cayó desamparado al suelo. Los policías habían abierto fuego sobre él al pensar que el hombre del FBI acababa de disparar contra un médico indefenso.

—¡CIA! —gritó Rebecca a los policías—. ¡Alto el fuego!

Los policías dudaron un momento y dejaron de disparar.

Pam.

Desde el interior de la ambulancia, Ahmed disparó y Tomás rodó por el suelo, fulminado por el tiro.

Rebecca se lanzó al suelo y apuntó a Ahmed, que ya giraba el arma humeante hacia ella.

Pam.

Pam.

Ahmed cayó en el interior de la ambulancia.

Crack-crack-crack-crack-crack.

Esta vez la policía abrió fuego sobre Rebecca. Al estar tirada en el suelo resultó ser un blanco más difícil. Además, tiró la pistola de inmediato y se protegió la cabeza. Al verla indefensa, los guardias dejaron de disparar, aunque siguieron apuntado a todos, incluso a los que habían recibido algún tiro.

—¡Que no se mueva nadie! —gritó uno de los policías—. ¡Quédense en el suelo! ¡Si alguien se levanta o hace algo, dispararemos!

—¡CIA! —repitió ella—. ¡Soy de la CIA! ¡Hay una bomba en la ambulancia! ¡Tenemos que desactivarla!

La información desconcertó a los policías. Miraron hacia la ambulancia y después al de más graduación del grupo, un barrigón que aún intentaba decidir qué hacer.

—¿Es de la CIA?

—Sí. Déjenme entrar en la ambulancia. ¡Hay una bomba!

—¡Quédese quieta! —ordenó el policía barrigudo—. ¿Tiene algún documento que la identifique?

—Sí.

—Muy lentamente, sáquelo y enséñenoslo. Pero, ojo, con movimientos muy lentos. Si hace algún gesto brusco, dispararemos.

Rebecca se echó la mano ensangrentada al bolsillo de la chaqueta, sacó un carné y se lo enseñó a los policías. Los hombres del NYPD se acercaron con mucho cuidado, agachados y atentos, siempre apuntándole con las armas. Uno de ellos se inclinó lentamente y cogió el carné. El pequeño rectángulo plastificado mostraba una foto de ella, el círculo con el águila norteamericana en el centro y alrededor las palabras «Central Intelligence Agency».

—¡Dios, es de la CIA! —constató el guardia mostrando el carné al de más graduación.

—¿Puedo levantarme? —preguntó Rebecca.

El superior jerárquico ponderó la petición durante un instante. Miró el carné, después a Rebecca, luego de nuevo el carné y una vez más a la mujer. No tenía motivos para dudar de la autenticidad del documento, por lo que acabó asintiendo con la cabeza. El policía que había cogido el carné le dio la mano y la ayudó a levantarse.

La norteamericana se sentía débil y le costó incorporarse. Había recibido dos balazos en el brazo derecho y llevaba la manga llena de sangre. Miró a su alrededor y vio a Tomás y a Ted tirados en el asfalto. Junto a ellos, había charcos de sangre.

—Dios mío.

—¿Los conoce?

—Están conmigo —dijo ella, que se acercó rápidamente al portugués. Se arrodilló junto a él, inclinó la cabeza rubia y le habló al oído—. Tom, ¿está usted bien?

Tomás soltó un gemido y se giró poco a poco.

—Me han herido en el hombro —puso una mueca de dolor—. Pero creo que sobreviviré.

Rebecca se lanzó sobre él y lo abrazó.

—¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! He pasado tanto miedo…

Tomás le devolvió el abrazo, con cuidado de protegerse el hombro izquierdo y la besó en las orejas y en el cuello. Olió el perfume suave en el cabello dorado y se sintió flotar. Todo su cuerpo se relajó, entregado a la mujer.

—Ya ha pasado todo —insistió en un susurro, cerrando los dientes para controlar una punzada inesperada en el hombro—. Ya ha pasado todo.

Los policías los rodearon.

—Señora —dijo uno de ellos, con una expresión de alarma en el rostro—. Hay un reloj dentro de la ambulancia.

Sobresaltados, Rebecca y Tomás se volvieron inmediatamente hacia él.

—¿Qué?

—Está en cuenta atrás.