56

El Chevrolet blanco esperó a que el semáforo se pusiera en verde para arrancar. Cuando lo hizo, giró inmediatamente a la derecha, y avanzó por el barrio de viviendas de clase media, una zona agradable llena de árboles y zonas ajardinadas. Las nubes grises tapaban el sol, creando una luz melancólica. El río Hudson discurría lento al fondo. Sus aguas oscuras reflejaban la selva de rascacielos que se extendía en el margen opuesto.

—¿Está segura de que es aquí?

Rebecca movió la cabeza para apartarse el flequillo rubio de la cara y echó un vistazo al plano.

—Es por aquí —confirmó—. No conozco muy bien Nueva Jersey, pero no se preocupe, lo encontraré.

Tomás miró la punta sur de Manhattan, al otro lado del río. A pesar de los años que habían pasado, aún se hacía extraño no ver allí las Torres Gemelas del World Trade Center.

—¿Cómo es posible que Al-Qaeda haya introducido cincuenta kilos de uranio enriquecido en el país sin que nadie se haya dado cuenta? —preguntó, algo irritado—. ¿Montan un gran aparato de seguridad en los aeropuertos y dejan pasar algo así? ¿Cómo puede ser?

Rebecca no despegaba la vista de la carretera, buscando una señal que la ayudara a encontrar el camino.

—Traficar con grandes cantidades de uranio enriquecido en Estados Unidos no es nada difícil —observó—. ¡De hecho, es la cosa más sencilla del mundo!

—¿Disculpe?

Volvió a mirar el plano para confirmar dónde estaban.

—Mire, hace unos años, una cadena de televisión de Nueva York, la ABC, envió una maleta con siete kilos de material radioactivo desde Yakarta a una dirección en Los Ángeles. Después, esperó a ver qué pasaba. ¿Sabe qué pasó? Al cabo de un tiempo, la maleta llegó intacta al lugar previsto. ¡O sea, aquel material nuclear pasó por la goddamn aduana del puerto de Los Ángeles sin que nadie sospechara nada!

—¿No tienen sistemas para detectar material radiactivo en las aduanas?

—Claro que los tenemos.

—Entonces, ¿cómo es posible que no detectaran esa maleta?

—Tom, tiene que entender cómo funcionan las aduanas —dijo Rebecca—. Antes de que llegue un barco, nuestros agentes aduaneros consultan los conocimientos de embarque de los puertos de origen y determinan el grado de riesgo que comporta cada carguero. Imagine un barco que viene de Colombia. Si los agentes consideran que hay riesgo alto de tráfico de drogas, pueden decidir analizar la carga. En ese caso, someten a los contenedores del carguero a un análisis de rayos X y a otros sistemas de rayos gamma para obtener una imagen más precisa de su contenido. Si detectan algo, abren el contenedor e inspeccionan el contenido.

—Muy bien. Entonces, ¿por qué no lo hacen?

—¡Porque todos los días atracan ciento cuarenta barcos, con cincuenta mil contenedores y más de medio millón de productos procedentes de todo el mundo! ¡Por eso! ¡Sólo al puerto de Los Ángeles llegan más de once mil contenedores al día! ¿Sabe cuánto tiempo tarda un funcionario en inspeccionar un solo contenedor? ¡Tres horas! ¿Sabe cuántos puertos de aguas profundas hay en Estados Unidos? ¡Más de trescientos! Eso significa que, si pone cincuenta kilos de uranio enriquecido en una caja de productos de tenis y, al rellenar el conocimiento de embarque, pone que son raquetas, ¡puede estar seguro de que la maldita caja llegará a su destino sin grandes obstáculos! Eso fue lo que pasó con la maleta de la ABC. Y si la ABC descubrió que es así de fácil traficar con productos radiactivos, ¿cree que Al-Qaeda no lo sabe?

—De acuerdo, tiene razón.

—Las probabilidades de interceptar el material son muy bajas y sabemos que Al-Qaeda suele usar cargueros para transportar armas. Por eso, el único aspecto realmente complejo a la hora de llevar a cabo un atentado nuclear es adquirir el uranio altamente enriquecido. ¡Si han conseguido superar ese obstáculo y han logrado material nuclear en cantidad suficiente, transportarlo al objetivo y construir la bomba es un juego de niños!

Tomás miraba las viviendas frente a las que pasaban, mientras consideraba las alternativas.

—Por tanto, cree usted que la bomba ya está montada.

—No tengo la más mínima duda —dijo, enfáticamente—. Pueden haber perdido tiempo transportando el uranio enriquecido hasta aquí. Al fin y al cabo, los barcos son lentos. Pero si tienen el material y ordenaron pasar a la acción a nuestro hombre hace dos meses, han tenido tiempo de sobra para completar la operación. La bomba atómica de Al-Qaeda ya debe de estar lista.

—¿Y por qué no la han hecho explotar aún?

El coche tomó una curva a la izquierda. Rebecca comprobó de nuevo su posición en el plano, aminoró y entró a un paseo siguiendo a un coche gris oscuro.

—No lo sé —contestó ella—, pero nuestro terrorista lo sabe. —Observó las viviendas a su alrededor y, al identificar el número que buscaba, señaló hacia un tejado al fondo de la calle, donde había una casa protegida por muros altos—. Es allí.

—¿Qué?

—La casa del sospechoso.

Los dos agentes del FBI se estaban comiendo un hot dog y oyendo música por la radio cuando Rebecca y Tomás entraron en el coche. Cuando los recién llegados se identificaron, los hombres del Bureau les hicieron un briefing sobre el estado del caso.

—Fireball está dentro —señaló Ted, el hombre del FBI que parecía estar al frente de la operación.

—¿Quién?

—Es el nombre en código que le hemos dado al sospechoso. Ha llegado hace poco con una bolsa de compras. Le hemos sacado algunas fotografías.

—¿Puedo verlas? —pidió Tomás.

El compañero de Ted sacó una cámara fotográfica con un zoom que parecía un cañón. El agente del FBI mostró la pequeña pantalla de la cámara al portugués.

—Aquí lo tiene.

Las imágenes de Ahmed con las compras se fueron sucediendo en la pequeña pantalla. Se veían perfectamente hasta sus huesos afilados.

—Es él —confirmó el historiador—. Lleva la barba más larga y da la impresión de haber adelgazado, pero estoy seguro de que es él.

—Comiendo de esa manera, me sorprende que esté más delgado —bromeó Ted.

—¿Está solo?

—Eso parece. —Señaló a los alrededores—. Nuestros hombres están preguntando a los vecinos y a los dueños de las tiendas de la zona, pero parece que nunca han visto a Fireball con nadie.

—¿Y el uranio? —quiso saber Rebecca—. ¿Lo han detectado?

El hombre del FBI negó con la cabeza, mientras masticaba los últimos trozos del hot dog.

Nope.

—¿Qué han hecho para intentar localizarlo?

—Poca cosa —reconoció Ted—. Cuando Fireball salió a comprar, pasamos por delante de la casa con el contador geiger. No indicó ninguna radiactividad.

—Eso no quiere decir nada —insistió Rebecca—. El uranio puede estar en el sótano de la casa, protegido por láminas de plomo. Si fuera así, el contador no lo detectaría.

—Es cierto.

—Entonces, ¿qué piensan hacer?

—Vamos a reventar el sistema eléctrico de la casa. Hemos pinchado la señal telefónica y, cuando llame para pedir asistencia, la llamada se desviará a una de nuestras unidades. La unidad desplazará un coche hasta la vivienda y se presentará para reparar la supuesta avería eléctrica.

—Ah, ahora lo veo. Van a meter el contador geiger dentro.

—Eso mismo. Y vamos a instalar micrófonos por toda la casa.

—¿Y si el contador no detecta nada? Recuerde que el material puede estar bien protegido…

—Si no detectamos nada y vemos que no hemos completado el registro, esta madrugada, mientras Fireball duerma, introduciremos una unidad en la casa para hacer un registro exhaustivo.

Tomás se sorprendió con esa parte del plan.

—¿Eso no es arriesgado?

Ted se volvió hacia atrás y sonrió.

—Vivir es arriesgado.

El FBI cumplió con el plan con la precisión de un reloj. Al anochecer, conforme a lo previsto, las luces de la casa se apagaron de manera repentina. Tomás vio una luz tenue a través de una de las ventanas: seguramente era Ahmed, que se movía por la casa con una vela en la mano.

Una hora después llegó al lugar una furgoneta con las palabras «General Electric» estampadas en las puertas. Dos hombres de mono azul oscuro se apearon de la furgoneta llevando el equipo y llamaron a la puerta. Después de un breve compás de espera, volvió a verse algo de claridad y se abrió la puerta. Alguien que parecía ser Ahmed —era difícil saberlo con certeza con aquella luz— miró desde la puerta a los dos hombres y tras intercambiar algunas palabras, los tres desaparecieron tras los muros de la vivienda.

—Ya estamos dentro —murmuró Ted, que apagó la música de la radio y aumentó el volumen del intercomunicador.

Los dos hombres del FBI sacaron las armas de las pistoleras que llevaban ocultas bajo el traje y comprobaron la munición.

—¿Qué pasa? —preguntó Tomás, desconcertado—. ¿Va a haber lío?

—Si hubiera alguna anomalía, nuestros hombres tienen órdenes de alertarnos —dijo Ted sin quitar los ojos de la pistola—. En ese caso, tendremos que asaltar la casa de inmediato.

Pasaron dos horas de espera angustiosa. Cada quince minutos, los agentes de los diferentes coches del FBI que vigilaban la casa se comunicaban para comprobar que todo iba bien. La respuesta siempre era la misma: «Sin novedad».

De pronto volvió la luz a la casa y, minutos más tarde, los dos hombres de mono aparecieron en la puerta y se despidieron de Ahmed, que los había acompañado hasta allí. Se metieron en la furgoneta y se marcharon.

Crrrrrr.

—Electric One, Electric One —llamó una voz por el intercomunicador—. ¿Han descubierto algo?

—Nada, Big Mother —respondió otra voz, presumiblemente la de uno de los supuestos electricistas—. El contador geiger sólo se animó levemente al pasar por la cocina, pero nada especial. En el resto de la casa, según el geiger, todo es normal.

—¿Y en el sótano?

—No hemos podido bajar.

—¿Por qué?

—Estaba cerrado y Fireball nos ha dicho que, a oscuras, no encontraba la llave. Parecía un poco nervioso, por lo que hemos preferido no insistir.

—¿Y los micrófonos?

—Los hemos instalado todos. Puede probarlos.

—Okay, gracias Electric One. Buen trabajo.

Rebecca y Tomás siguieron la conversación desde el coche donde se encontraban. Una vez acabada, Ted bajó el volumen del intercomunicador, volvió a encender la radio y sintonizó una emisora de jazz.

—¿Y ahora qué?

—¿No ha oído a nuestros hombres? —preguntó Ted, algo impaciente—. No hemos podido registrarlo todo. No han conseguido entrar en el sótano.

—¿Eso quiere decir que harán un nuevo registro esta madrugada?

Yep.

Fuera estaba oscuro y Tomás comenzaba a tener hambre. Se preguntó si servía de algo que se quedaran allí, pero, como Rebecca no daba señales de querer marcharse, decidió dejarlo estar.

—¿Hay alguna duda de si Ahme…, uh, Fireball es una amenaza para la seguridad de los Estados Unidos? —preguntó.

—No —respondió Rebecca—. En este momento, no hay duda de que es el encargado dentro de Al-Qaeda de hacer explotar una bomba atómica en el país.

—Entonces, ¿por qué no lo detienen inmediatamente?

—Porque no sabemos dónde está la bomba.

La respuesta sorprendió un poco a Tomás.

—Bueno…, si lo detienen, él se lo puede decir, ¿no? Además, si lo dejan suelto, puede escaparse en cualquier momento y hacer explotar el artefacto.

Rebecca le clavó sus ojos azules.

—Su antiguo alumno es un fundamentalista islámico, ¿no?

—Supongo que sí.

—Entonces, no nos dirá nada que nos sirva —dijo ella—. Detenerlo sólo serviría para alertar a sus compañeros de Al-Qaeda de que vamos tras ellos. Si la bomba no está en la casa, estará en manos de otros miembros de la organización que la podrían hacer explotar más aprisa. Por eso debemos ser pacientes y actuar en el momento oportuno.

—De ahí la importancia del registro de esta madrugada.

La mujer asintió y volvió la vista hacia la casa que todos vigilaban.

—Tenemos que encontrar la maldita bomba.