El Washington Post de esa mañana traía las noticias de costumbre. Ocupaban las primeras páginas el bombardeo sorpresa de Israel contra supuestos objetivos de Hamás en la Franja de Gaza y la fotografía de una niña palestina ensangrentada, rescatada de los escombros y presentada ante las cámaras como una shahid. Un portavoz de Hamás juraba venganza y citaba las palabras del Profeta, mencionadas al final del artículo séptimo de la constitución de su movimiento: «el Juicio Final no llegará hasta que los musulmanes luchen contra los judíos y los maten». En otro artículo, Irán anunciaba que su presidente llevaría el asunto a la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se celebraría al cabo de dos días, mientras los países de la Unión Europea, que renovaban su promesa de hablar con una sola voz sobre el asunto, emitían las habituales opiniones dispares.
—¡Siempre la misma mierda! —murmuró Tomás, cansado de leer siempre las mismas noticias.
Pasó la página.
El presidente estadounidense instaba al Congreso a que aprobara un paquete de incentivos para la industria de las energías renovables. Siguió adelante, pasando la vista distraídamente por los titulares, y pronto llegó a las páginas de los deportes. Buscó noticias sobre fútbol, pero el diario norteamericano parecía concentrar su atención en una espectacular victoria de los Angeles Lakers sobre los Chicago Bulls. Podía ser una noticia excitante para los estadounidenses, pero a él, como europeo, le parecía tediosa.
Trrr-trrr.
El timbre del móvil lo sacó de su letargo. Se echó la mano al bolsillo y lo sacó.
—¿Sí?
—Tom, ¿dónde demonios se mete?
—Estoy aquí, leyendo el periódico en el business center del hotel. ¿Por qué?
—El business center está al lado de recepción, ¿no?
—Sí. Hay una puerta grande de cristal. Si entra por la puerta principal, gire a la derecha y luego verá que…
Aún estaba a media frase, cuando se abrió la puerta del business center y vio a Rebecca entrar apresuradamente, con el móvil pegado a su cabeza rubia.
—¡Por fin lo encuentro! —exclamó ella colgando y extendiendo el brazo en dirección al portugués—. ¡Estoy harta de llamarlo y no lo coge!
—Disculpe, he encendido el móvil hace un momento.
Rebecca lo cogió de la mano y lo obligó a levantarse.
—¡Vamos, no tenemos tiempo que perder!
Pese a que Rebecca casi lo arrancó de su sitio, Tomás aún tuvo tiempo de dejar el periódico sobre la mesa.
—¿Qué sucede? ¿Ha pasado algo?
Sin volverse, ella empujó la puerta de cristal y arrastró al portugués al lobby del hotel.
—El ordenador de Don ya ha terminado la búsqueda —anunció—. Ya tenemos la identificación biométrica.
Al contrario que la víspera, ese día la sala de operaciones de la CIA en Langley estaba abarrotada. Todo el mundo hablaba animadamente sosteniendo tazas con el logotipo de la agencia, pero no parecían hacer gran cosa. En el momento en que Rebecca entró en la sala con Tomás, cesó el murmullo y la pequeña multitud se hizo a los lados para dejarlos pasar. En su foro interno, le sorprendió que le dieran tanta importancia a su llegada, pero fingió que aquello era normal y, muy seguro de sí mismo, acompañó a la mujer hasta Frank Bellamy.
—¡Fuck, llega usted tarde! —gruñó el responsable del NEST, que lanzó una mirada dura al historiador.
—Tenía el móvil apagado —replicó Tomás, como si eso lo explicara todo—. ¿Qué pasa?
Bellamy se volvió hacia Don Snyder, que estaba sentado en el mismo sitio donde el historiador lo dejó en la víspera, como si no se hubiera movido de allí.
—El ordenador ha acabado la búsqueda —dijo—. Enséñasela, Don.
El operador tecleó algo y la pantalla mostró el retrato de un hombre.
—La identificación biométrica entre las fotografías seleccionadas por el profesor Noronha y nuestra base de datos con las imágenes de todos los hombres que han entrado en Estados Unidos en los últimos dos meses ha arrojado dos docenas de coincidencias, la mayor parte de ellas inverosímiles. Ocho alumnos del profesor Noronha vinieron al país en los últimos dos meses. Siete de ellos ya han vuelto a Portugal.
—Entonces, hay uno que sigue aquí.
Don señaló el rostro de la pantalla.
—Es este individuo —dijo—. Rafael Cardoso. El sospechoso llegó al aeropuerto de Miami hace una semana y se hospeda en el Holiday Inn. Ya hemos puesto a unos hombres a vigilarlo.
—¿Qué piensa, Tom? —preguntó Bellamy—. ¿Es nuestro hombre?
Tomás observó el rostro imberbe de su antiguo alumno. La leyenda de la fotografía indicaba que se llamaba Rafael da Silva Cardoso. El profesor lo recordaba vagamente. Había asistido a su clase de Lenguas Antiguas años atrás.
—No creo —dijo moviendo la cabeza con escepticismo—. ¿No tienen a nadie más?
—Los otros siete ya han vuelto a Portugal.
—Enséñemelos.
El operador volvió a teclear y la pantalla mostró una serie de rostros que Tomás escrutó.
—Ninguno parece tener nada de extraordinario —concluyó, decepcionado—. ¿No hay más?
—Me temo que no.
Tomás respiró hondo y un murmullo de desaliento recorrió la sala. Sintiendo que todos los ojos y todas las esperanzas estaban puestos en él, el historiador no se dio por vencido.
—¿No ha dicho que la búsqueda ha producido decenas de resultados?
—Sí, pero los restantes eran inverosímiles.
—¿Qué quiere decir inverosímiles?
Don atacó el teclado de nuevo.
—La comparación suele dar resultados erróneos, pues distintas personas pueden tener rasgos semejantes. Cuando las semejanzas son muy grandes, eso confunde al ordenador. —Aparecieron dos fotografías en la pantalla—. Por ejemplo, la imagen de la izquierda pertenece a su antiguo alumno Filipe Tavares. La imagen de la derecha pertenece a Dragan Radánovic, un herrero de Belgrado. El ordenador ha emparejado las fotografías pensando que se trataba de la misma persona, porque ambas presentaban semejanzas fisonómicas. Es un error, como es obvio.
El portugués asintió con la cabeza. Comprendía el problema, pero no estaba dispuesto a tirar la toalla.
—¿Cuántos errores como éste se han producido?
Don apretó una tecla y obtuvo las estadísticas.
—Treinta y uno.
—Muéstremelos todos.
El operador miró a Frank Bellamy, como si creyera que todo aquello era una pérdida de tiempo. Sin embargo, su superior le hizo señas con la cabeza de que obedeciera y Don buscó todas las comparaciones fallidas.
Las parejas de rostros comenzaron a sucederse. El primer caso comparaba a un antiguo alumno de Tomás con un visitante italiano; el segundo era el de otro alumno con un brasileño, y así sucesivamente. La comparación siempre emparejaba a un alumno con un visitante de otra nacionalidad.
Sin embargo, cuando llegaron al decimoséptimo par de fotos, Don rompió su silencio.
—Este caso es curioso —dijo señalando la pantalla—. En vez de emparejar a un ex alumno suyo portugués con un visitante extranjero, el ordenador ha emparejado a un ex alumno suyo árabe con un visitante portugués. —Soltó una carcajada—. Es gracioso, ¿no?
La observación hizo que Tomás se fijara con más atención en las dos fotografías.
—¿Cómo se llama este alumno?
Don buscó la tecla de la leyenda.
—Ahmed ibn Barakah. Es egipcio. El ordenador lo ha emparejado con el ingeniero Alberto Almeida, de Palmela.
El historiador no despegó los ojos del rostro de su antiguo alumno. Lo recordaba vagamente. Se trataba de un muchacho callado y, por lo que recordaba, había asistido a algunas clases hacía años. A medida que Tomás miraba la fotografía y hacía un esfuerzo, fluían los recuerdos. Tuvo la impresión de que había hablado alguna vez con aquel estudiante y al recordar esa conversación, revivió la sensación de incomodidad que tuvo años atrás. El muchacho dijo algo que le había llamado la atención. ¿Qué fue?
Cerró los ojos e hizo un nuevo esfuerzo por recordar. Se concentraba en el rostro y trataba de asociar conversaciones con él. Se esforzó tanto que acabó recordando el detalle desagradable. Su antiguo alumno hizo un comentario agresivo contra los judíos y le dijo que la historia aún no había acabado o algo por el estilo… ¿Cómo lo dijo exactamente? Ah, le dijo que un día serían los historiadores musulmanes los que analizarían el pasado cristiano de la península Ibérica…
En un gesto casi reflejo, estiró el brazo y señaló la pantalla.
—Es él.
Los norteamericanos que rodeaban al portugués lo miraron sin entender nada.
—¿Cómo?
—¡Es el hombre de Al-Qaeda!