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—Éste.

Guardaron la fotografía en un archivo separado y pronto el joven operador del NEST, un muchacho de cara lechosa y pelo negro y liso, regresó a la lista importada y fue mostrando más imágenes. Los rostros de estudiantes se sucedían en la pantalla. Cada foto permanecía en la pantalla durante dos o tres segundos. Cuando aparecía una muchacha, lo que ocurría la mayor parte de las veces, el operador saltaba inmediatamente a la foto siguiente.

—Éste.

El norteamericano guardó la nueva fotografía y volvió a la lista importada. Intentó pasar a la siguiente foto, pero la imagen se mantuvo fija, como si se hubiera congelado o como si el ordenador se negara a avanzar.

—Creo que ya hemos acabado —concluyó el hombre del NEST—. No hay más fotografías.

—¿Cuántas tenemos? —preguntó Tomás.

El hombre miró las propiedades del archivo separado y consultó las estadísticas.

—Cincuenta y cuatro.

—¿Cincuenta y cuatro chicos en diez años? —ponderó el profesor portugués—. Sí, tiene sentido. Esa facultad está llena de mujeres. No debo haber tenido más de cincuenta chicos durante este tiempo en mis clases.

Una de las personas que esperaban en la oscuridad, detrás de Tomás y el operador, rompió el silencio.

—Por tanto, hemos identificado a todos sus alumnos.

El historiador volvió la cabeza y lo miró.

—Sí, mister Bellamy —asintió—. ¿Y ahora? ¿Qué van a hacer?

—Vamos a proceder a una identificación biométrica.

—¿Qué es eso?

—Se trata de un proceso de reconocimiento automático de personas a través de trazos anatómicos distintivos —explicó Frank Bellamy con su voz ronca y tensa—. Como sabe, fotografiamos a todas las personas que entran en Estados Unidos en nuestros puestos aduaneros, cuando presentan el pasaporte.

—Ah, sí —exclamó Tomás—. Son aquellas cámaras redondas y amarillas, ¿no? Incluso hoy me han fotografiado al llegar al aeropuerto de Washington.

—Es un procedimiento que adoptamos después del 11-S —explicó el responsable del NEST—. Don va a conectar el archivo con las fotos de sus alumnos al sistema donde están registradas las millones y millones de fotografías de todas las personas que han entrado en Estados Unidos en los últimos dos años. El ordenador identificará los rostros de sus alumnos que coinciden con rostros de personas que han visitado el país. Seguiremos la investigación a partir de ahí.

—¿Es rápido?

Bellamy negó con la cabeza.

—Puede llevar algún tiempo. El ordenador trabaja deprisa, pero hay que comparar muchas fotografías…

Sentado delante de la pantalla del ordenador, Don iba tecleando órdenes para conectar el archivo y el sistema aduanero. Cuando terminó, comenzó el proceso de identificación biométrica. Un reloj de arena aparecía siempre que el ordenador procesaba una comparación anatómica.

—¿Esto no puede ir más deprisa? —preguntó Tomás.

—Es demasiada información —replicó Don sin despegar los ojos de la pantalla—. El sistema biométrico por reconocimiento de rostro funciona a baja velocidad, debido a las muchas semejanzas que las personas presentan entre sí. El porcentaje de éxito es muy alto en condiciones controladas, en concreto cuando el individuo está mirando a la cámara con una expresión neutra. Pero si hay diferencias en la pose o en los apéndices faciales, como gafas u otras cosas, el proceso se complica. —Señaló las imágenes en la pantalla—. Por suerte, todas las fotografías de sus alumnos que nos han llegado son frontales y relativamente neutras, lo que hace posible el reconocimiento biométrico. Sin embargo, incluso así, el ordenador tiene que tomar decisiones sobre fotografías que no son exactamente iguales y tiene que reconstituir pequeñas diferencias, como, por ejemplo, la longitud del pelo y de la barba. Eso lleva tiempo.

—¿De cuánto tiempo hablamos exactamente?

—Podemos pasarnos aquí días, incluso semanas.

—¿Qué? —El portugués se espantó y levantó la voz, alarmado—. ¡No disponemos de días! ¡Ni mucho menos de semanas! ¡Mi contacto en Lahore fue muy claro! ¡El atentado es inminente! ¿No hay manera de acelerar el proceso?

La otra persona que estaba detrás de Tomás dio un paso hacia delante y puso la mano sobre el brazo de Tomás. Era Rebecca.

—Tom, como debe imaginar, estamos más ansiosos que usted —dijo ella—. No olvide que, al fin y al cabo, éste es nuestro país. Desgraciadamente, no podemos hacer nada más. Tenemos que esperar a que el ordenador haga su trabajo y rezar para que lo acabe a tiempo.

—Esto es muy lento —protestó el historiador, sin resignarse—. ¿No hay más pistas?

—Por desgracia, no.

Tomás miraba fijamente el reloj de arena que giraba en la pantalla, exasperado por la lentitud del proceso de reconocimiento biométrico. No paraba de dar vueltas al asunto buscando alguna alternativa.

—¿Y el mensaje cifrado?

—¿Qué mensaje cifrado?

El portugués miró a Rebecca, extrañado.

—¿No recuerda que, cuando nos encontramos en Lahore, le dije que había descifrado el enigma?

La mujer se tocó la cabeza con la mano derecha.

—¡Es verdad! —exclamó—. ¡El mensaje que enviaron a Lisboa desde la dirección de Al-Qaeda! ¡Con toda la confusión en Lahore y después en Ereván, no me he acordado de eso! ¿Por qué no me lo ha recordado antes?

—Porque no mostró el más mínimo entusiasmo cuando le di la noticia en Lahore. Al ver su reacción, pensé que ya no daba tanta importancia al mensaje…

—¡Claro que se la doy! ¡Hell, en medio de esta locura, me he olvidado por completo! —Adoptó una expresión inquisitiva—. ¿Qué dice el mensaje? ¿Hay alguna pista?

Tomás sacó su bloc de notas del bolsillo.

—No lo sé —respondió, abriendo el pequeño cuaderno—. Conseguí identificar la clave cuando iba en el taxi a su encuentro, en Lahore, pero no terminé de decodificarlo.

Ojeó el bloc de notas. Detrás de él, los dos norteamericanos miraban el bloc por encima de su hombro.

Goddamn it! —renegó Frank Bellamy—. ¿Cómo han podido descuidar algo así?

Mister Bellamy, las cosas fueron muy difíciles en Lahore —se disculpó Rebecca—. Con aquella confusión, la verdad es que teníamos otras prioridades y este asunto… En fin, se nos pasó por alto.

Tomás se paró en una hoja del pequeño cuaderno de rayas azules.

—Aquí está.

La atención de los dos norteamericanos se dirigió hacia la hoja, donde vieron el enigma que les resultaba tan familiar:

Tomás pasó el índice por las distintas pruebas, hasta que llegó a la última.

—¿Lo ven?

—¿«Seis Ayhas 1 Ha 8 Ru»? —leyó Bellamy—. ¿Qué demonios quiere decir eso?

Tomás movió la cabeza, esbozando una sonrisa.

—Corté la secuencia original por la mitad y puse una mitad sobre la otra. El mensaje está en árabe, por lo que debe leerse de derecha a izquierda y de arriba abajo, zigzagueando después de abajo hacia arriba, siguiendo las flechas que dibujé entre las letras y los números. Éste es el itinerario.

—No lo entiendo.

—Se lo enseñaré.

El historiador cogió un bolígrafo y garabateó las letras en la secuencia sugerida por el recorrido que permitía descifrar el mensaje en clave:

Voilà!

Frank Bellamy hizo una mueca.

—¿Qué significa eso?

—Surah 8 Ayah 16.

—Sé leer —gruñó el norteamericano—. Lo que quiero saber es qué significa.

—Es el mensaje que Al-Qaeda envió a su miembro operativo en Lisboa.