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Rebecca cogió el teléfono y miró a Tomás.

—Voy a reservar un vuelo para Washington —dijo—. ¿Quiere venir?

El portugués estaba de espaldas, contemplando la ciudad iluminada y el cielo estrellado sobre Ereván. Se encontraban en la terraza del hotel, junto a la piscina oscura y silenciosa; ya habían pasado de la una de la madrugada. Tras dejar el CCCP, la norteamericana insistió en volver al hotel para hablar con Frank Bellamy por su teléfono-satélite, el único medio de comunicación que con toda seguridad no estaría sujeto a escuchas.

Al oír la pregunta, Tomás se volvió, se rascó la barbilla y entornó los ojos, pensativo.

—¿Qué le ha dicho mister Bellamy?

—Que el presidente ha decretado DEFCON 4.

—¿Qué demonios es eso?

Defense Readiness Condition —dijo ella, traduciendo el acrónimo—. Es un estado de alerta del Ejército de los Estados Unidos. El estado normal es 5. La alerta de grado 4 se refiere a una amenaza aún no muy clara y se extiende a todo el planeta. Ya ha empezado la cacería. Los servicios secretos de todo el mundo están apretando a sus fuentes para intentar localizar a la unidad de Al-Qaeda que va por ahí con uranio enriquecido.

—Pero ¿cómo diablos se hace una búsqueda como ésa?

—Hablando con mucha gente y haciendo muchas preguntas. Además, no olvide que tenemos una pista.

—¿Cuál?

—¿No le dijo su antiguo amigo que el terrorista de Al-Qaeda se llama Ibn Taymiyyah? Ahora todo el mundo está buscando a ese tipo.

—¿Y hay alguna pista de su paradero?

La mujer negó con la cabeza, un poco preocupada.

—Aún no.

—Ni la habrá.

Rebecca alzó la vista y lo miró fijamente, sorprendida.

—¿Por qué? ¿Por qué dice eso?

—Rebecca, ¿sabe quién fue Ibn Taymiyyah?

La pregunta acentuó su expresión de sorpresa.

—No entiendo la pregunta…

—Ibn Taymiyyah fue un jeque que se levantó contra la invasión mongol de Bagdad, en la Edad Media. Es uno de los teóricos del yihadismo. ¿Comprende lo que quiero decir?

—No.

—¡Ibn Taymiyyah es un seudónimo! —exclamó categóricamente—. No existe nadie con ese nombre. ¡Pueden escudriñar todos los registros aduaneros que quieran, no van a encontrar a nadie, porque no existe nadie con ese nombre! Y si por casualidad apareciera alguien con ese nombre en el pasaporte, puede estar segura de que no será quien ustedes buscan. ¿Me he explicado bien?

—¿Eso cree?

—Estoy seguro. Además, Zacarias me dijo que Ibn Taymiyyah estudiaba en mi facultad. Ya he llamado a mi secretaria en Lisboa y le he pedido que compruebe si ha habido alguien matriculado en la universidad con ese nombre en los últimos diez años. No ha aparecido nadie. ¿Han hablado ya con el SIS portugués?

—Claro. Les pedimos que identificaran a Ibn Taymiyyah.

—¿Y cuál fue la respuesta?

—Aún no han encontrado nada.

—Ni lo encontrarán, porque, como ya le he explicado, no existe nadie con ese nombre.

—Entonces, ¿cómo podemos localizar al terrorista?

—Por lo que me dijo Zacarias, sólo podemos estar seguros de que nuestro hombre frecuentaba la Mezquita Central de Lisboa y mi facultad. Probablemente fue alumno mío, o al menos eso creía Zacarias. Así que debemos empezar por la facultad.

Rebecca jugó con el cable del teléfono-satélite durante unos momentos, mientras reflexionaba sobre las palabras de Tomás.

—Tom, ¿tiene su universidad un archivo de todos los alumnos que se han matriculado en los últimos diez años?

—Claro.

—¿Y hay fotografías de todos ellos?

—Sólo son obligatorias para la matrícula.

—Muy bien. Vamos a hacer lo siguiente —dijo resueltamente—. Voy a pedirle a mister Bellamy que contacte con el Gobierno portugués para que dé órdenes a su universidad de que lo envíe todo a Washington lo antes posible. ¿Cree que podrá ayudarnos a identificar a sus alumnos?

—Claro.

—Entonces, tendrá que venir a Washington conmigo. También tendremos que averiguar dónde ocurrirá el atentado. Hemos puesto en alerta todos los puertos y pasos fronterizos del mundo occidental. Además…

—Yo sé dónde será.

—¿Cómo? ¿Lo sabe?

—Si tenemos en cuenta que este atentado implica una nueva escalada en el yihadismo, y conociendo la lógica de los fundamentalistas islámicos, no es difícil saber cuál será el objetivo.

—No me diga que será Estados Unidos…

—Con toda seguridad.

—¿Por qué lo piensa? ¿Porque somos el Gran Satán?

—Porque son los líderes del mundo occidental —dijo Tomás.

—¡Qué disparate! —exclamó Rebecca—. ¿Van a atacarnos sólo por eso? ¡No tiene sentido!

El historiador suspiró, armándose de paciencia.

—Oiga, ¿sabe de qué les acusan los fundamentalistas? Culpan a su país de haber exterminado a los indios; de haber esclavizado a los negros; de haber cometido crímenes de guerra en Hiroshima y Nagasaki, y también en Corea, en Vietnam, en Iraq, en Afganistán y en otros lugares; de apoyar a Israel; de apoyar a los tiranos árabes; de explotar el petróleo de los países árabes; de inmoralidad; de practicar la usura; de permitir el consumo de alcohol y la libertad sexual; de defender la democracia; de dejar que las mujeres sirvan a los pasajeros en los aviones; de…

—Ya lo he entendido —cortó Rebecca—. Somos los culpables de todo.

—¡Exactamente! Algunas de esas acusaciones son muy extrañas, como seguramente habrá notado. Por ejemplo, la acusación de que Estados Unidos esclavizó a los negros. Viniendo de quien viene, es hilarante. ¿No permitía Mahoma la esclavitud? ¡No tenía él mismo esclavos! ¿Y Arabia Saudí? ¿Sabe cuándo, ese país islámico, el más sagrado de todos, la patria de Mahoma, la tierra donde se encuentran La Meca y Medina…, sabe cuándo abolió Arabia Saudí la esclavitud? ¡En 1962! ¿Cómo pueden los fundamentalistas islámicos indignarse con prácticas en Estados Unidos que el Profeta aprobaba o él mismo ejercía?

—¿Adónde quiere llegar?

—La idea es muy sencilla: la interminable lista de quejas de los fundamentalistas islámicos contra su país no es más que un pretexto para disfrazar la verdadera motivación. Fíjese que cuando Occidente cede a alguna exigencia de los islamistas y satisface alguna de sus reivindicaciones, eso no acaba con el antagonismo. Siempre aparecen nuevas quejas. Siempre. Y lo que es peor: cuando los norteamericanos se ponen del lado de los musulmanes contra los cristianos, como ocurrió en Bosnia y en Kosovo, eso se ignora de entrada. Los fundamentalistas y los conservadores islámicos llegan al extremo de olvidar la enorme contribución norteamericana en la guerra de Afganistán contra la Unión Soviética, y no tienen ningún reparo en afirmar que los muyahidines vencieron solos a los soviéticos. Todo esto demuestra que existe un problema de fondo, ¿no le parece?

—Sí, pero ¿cuál? ¡Qué tienen contra Estados Unidos! Eso es lo que no entiendo…

—Cuando el islam nació, el gran enemigo era la tribu que dominaba La Meca. Cuando derrotaron a esa tribu, los no musulmanes que vivían en Arabia pasaron a ser el enemigo. Una vez que esos no musulmanes se convirtieron o fueron asimilados, asesinados o expulsados, el gran enemigo fue Persia. Tras la caída de Persia, el siguiente gran enemigo fue Constantinopla, que encabezaba el mundo cristiano. Con la caída de Bizancio, el gran enemigo pasó a ser Viena, la capital del sacro Imperio romano. Pero cuando Gran Bretaña y Francia pasaron a liderar el mundo cristiano, estos dos países se convirtieron en el Gran Satán. Y ahora, ¿quién es el líder del mundo occidental?

—Estados Unidos.

—Por eso es el gran enemigo —sentenció Tomás—. Los fundamentalistas atacan su país no porque maltrate a los musulmanes, sino sencillamente por ser el Estado que lidera Occidente, la principal potencia mundial y, por tanto, el mayor obstáculo para la expansión del islam por todo el planeta. Lo más grave es que al ser económica, cultural, política y militarmente superior a todos los países musulmanes juntos, Estados Unidos humilla al islam, pues demuestra que un país que se rige por las leyes de los hombres es más fuerte que varios países que se rigen por las leyes de Dios. Eso es insoportable para muchos musulmanes en general, y para los fundamentalistas en particular. De ahí que cualquier pretexto sirva para demonizar a Occidente y, sobre todo, al país que lo lidera, Estados Unidos. Saben que los cristianos de Occidente son la única fuerza que puede hacer frente al islam y creen que, si consiguen derrotar al líder, el enemigo se desmoronará dando paso al nacimiento del Gran Califato que llevará el islam a todo el planeta.

—Por tanto, el único crimen de Estados Unidos es ser poderoso.

—Así es.

Rebecca entornó los ojos y movió la cabeza de un lado a otro.

Jesus Christ!

Tomás se arrodilló junto a Rebecca y la ayudó a desmontar el teléfono-satélite, doblando las piezas hasta que el conjunto se redujo a lo que parecía un maletín metálico.

—Por eso, querida, no tengo la más mínima duda de cuál será el blanco del gran atentado que planean los fundamentalistas.

Rebecca cerró la maleta y se levantó, rindiéndose a la evidencia.

—Estados Unidos.