El todoterreno de fabricación rusa avanzaba por los caminos polvorientos y escarpados del sur de Afganistán. La tierra era amarilla y castaña, recortada contra el cielo azul y las nubes blancas. Al volante iba un muyahidín al que le gustaba pisar el acelerador y atrás, al lado de Ibn Taymiyyah, viajaba un segundo muyahidín armado con un kalashnikov. El coche daba unas sacudidas increíbles en los baches de la carretera, pero eso no disuadía al conductor de pisar el acelerador a fondo.
Pasadas dos horas, el todoterreno se paró ante una barrera en la carretera y los muyahidines cogieron de inmediato sus armas, preparándose para una emboscada. Sin embargo, pronto reconocieron a los muchachos con shalwar kammeez y turbantes blancos que estaban al cargo del puesto de control. Aún en tensión, los ocupantes del vehículo volvieron a dejar las armas.
—Talibanes —dijo el conductor en un tono de voz algo irritado.
Los muchachos del puesto de control inspeccionaron los documentos muy despacio y leyeron todos los papeles con muchísima atención, como si las hojas ocultaran algún secreto. Cuando se dieron por satisfechos, uno de ellos sacó del bolsillo una pequeña cinta y dijo algo incomprensible en pasto. El muyahidín suspiró, armándose de paciencia, y puso la cinta en el casete del coche.
Ahmed se preguntó si sería música. De inmediato tuvo la respuesta. Por los altavoces del jeep salió una voz grave que recitaba versículos en árabe antiguo. Prestó atención y reconoció la primera sura del Corán.
Los talibanes sonrieron en señal de aprobación y, con un gesto, les mandaron seguir.
—Por Alá, son creyentes —observó Ibn Taymiyyah cuando se alejaban del puesto de control, volviendo la cabeza para observar a los muchachos que iban desapareciendo tras la nube de polvo que levantaba el todoterreno.
El muyahidín que iba junto a él asintió.
—A veces hasta exageran —observó con acidez—. Exigen cosas que Alá no ordenó en el Santo Corán, o a través de la sunna del Profeta.
—¿Por ejemplo?
El muyahidín señaló al casete donde seguían sonando versículos coránicos.
—Por ejemplo, oír el Santo Corán cuando viajamos. ¿Dónde se exige tal cosa en el Libro Sagrado? ¿En qué hadith prescribió el Profeta, que la paz sea con él, este precepto?
Ibn Taymiyyah se sabía el Corán de memoria y la mayor parte de los ahadith fiables, y sabía que el muyahidín tenía razón. En ninguna parte se exigía tal cosa de los creyentes. Concluyó que los talibanes eran unos exagerados. Se habían desviado de los mandatos divinos. Pero sabía que no era buena política hablar mal de los anfitriones. Los muyahidines los necesitaban para seguir preparando la yihad en los mukhayyam, y por eso siempre evitaban hacer observaciones críticas en público sobre ellos.
Eso no impidió que, cuando ya hubieron dejado atrás a los afganos, el conductor se inclinara hacia la radio y apagara el casete. En el momento en que cesó la recitación, los tres hombres del jeep se rieron, divertidos con aquella pequeña rebelión contra los talibanes, como si aquel gesto materializara la voluntad común.
El incidente creó una afinidad indefinida entre Ibn Taymiyyah y los muyahidines que lo llevaban. Era un sentimiento tan volátil como una pluma en el viento, pero se prolongó por unos instantes. Aprovechando la atmósfera relajada que reinaba en el jeep, el recluta se arriesgó a hacer una pregunta.
—¿Adónde vamos?
—Al Nido del Águila —explicó el muyahidín que seguía a su lado.
—¿Qué es eso?
—Es nuestra base en las montañas.
Dejó pasar unos instantes y, a modo de posdata, añadió:
—Es allí donde está el jeque.
«¡Ah, Bin Laden!», pensó el recluta, entusiasmado súbitamente con la perspectiva del encuentro.
—¿Qué querrá de mí?
—No sé —respondió el muyahidín—. A su tiempo lo sabrás, inch’Allah!
Ibn Taymiyyah miró a la carretera, con la mirada perdida, sumido en sus pensamientos.
—¿Hace tiempo que conocen al jeque?
—Desde la guerra contra los rusos.
—¿Y cómo es?
—Es uno de los mejores hombres del mundo, que Alá lo proteja y lo guíe. Un creyente muy pío. Si todos fueran como él, hermano, puedes estar seguro de que el islam ya gobernaría el mundo y habríamos sometido a todos los kafirun a la voluntad de Alá. El jeque es el emir de varios mukhayyam que tenemos diseminados por Afganistán, incluido Jaldan, donde hemos ido a buscarte.
—Sí, lo sé. Por eso me sorprende que una figura tan admirada me quiera conocer. Yo no soy nadie.
—Eres un creyente. Por eso eres importante.
—Sí, pero hay millones de creyentes en todo el mundo. ¿Por qué motivo quiere hablar conmigo en particular?
—No sé el motivo concreto, hermano. Pero conociendo como conozco al jeque desde hace años, hay algo de lo que estoy seguro.
—¿De qué?
El muyahidín se recreó en la contemplación del paisaje amarillento y árido de Afganistán.
—Si te ha llamado con tanta urgencia, es porque van a pasar cosas importantes —dijo volviendo la vista a su pasajero—. Te espera una misión muy importante.
Una camioneta de caja abierta irrumpió súbitamente en la carretera con gran estruendo y se situó al lado del todoterreno haciendo que Ibn Taymiyyah se sobresaltara. Además del conductor, en la camioneta iban tres hombres en la caja, dos armados con lanzacohetes y otro agarrado a una metralleta instalada sobre una plataforma. Parecía que iban a abrir fuego a quemarropa contra el jeep.
—As salaam alekum! —saludaron los dos muyahidines que acompañaban al recluta de Jaldan.
En vista del intercambio de saludos, Ibn Taymiyyah se relajó. Se conocían todos. No parecía haber problema.
—¿Quiénes son?
—Es la guardia del Nido del Águila.
Ibn Taymiyyah inspeccionó la camioneta que los había interceptado. Acompañó al jeep durante varios centenares de metros, aparentemente para comprobar la identidad de sus ocupantes, y luego se puso a su cola.
Volvió la cabeza hacia la carretera que había delante de ellos. Hacía rato que el todoterreno subía por las montañas nevadas y tenía la impresión de que se encontraban a mucha altitud. Hacía frío y el aire parecía más leve.
El pasajero se inclinó hacia el muyahidín que iba a su lado.
—¿Nos falta mucho?
El muyahidín señaló la cima de las montañas frente a ellos.
—No —contestó—. El Nido del Águila está ahí.
Estaba entusiasmado por conocer al hombre al que Estados Unidos consideraba responsable de la yihad en sus ciudades, pero Ibn Taymiyyah se esforzaba por permanecer sereno. Se había pasado todo el viaje pensando en aquel encuentro y preguntándose qué querría Osama bin Laden de él y, ahora que estaba a punto de llegar, le devoraba la curiosidad. Sus expectativas eran tantas que tuvo que hacer un esfuerzo para distraer la mente.
—Estamos a mucha altitud —dijo mirando el valle que se extendía a sus pies.
—Estamos a tres mil metros. —El muyahidín señaló otro pico más alejado—. En la yihad contra los rusos, los kafirun instalaron allí una base que nos dio muchos problemas. Tuvimos que bombardearlos día y noche para expulsarlos de ahí.
—¿Luchaste contra los rusos? —preguntó Ibn Taymiyyah, cuyo rostro reflejaba admiración y respeto.
—Alá, en su grandeza, me concedió esa oportunidad.
—¿Y cómo eran?
—Valientes. No eran como los kafirun norteamericanos que huyeron en cuanto les dimos la primera tunda en Mogadiscio. Los rusos eran duros y pacientes. Fue una yihad muy dura, que dejó atrás muchos mártires entre los creyentes.
El pasajero asintió. ¡Como le habría gustado participar en la yihad contra los rusos, esa guerra ya mítica que reportó tanta gloria al islam! Se frotó las manos para calentarse y miró a su alrededor, cautivado por el deslumbrante paisaje que se desplegaba ante ellos. Contempló los picos nevados y escarpados. Cortaban la respiración, sobre todo perfilado contra el cielo azul y anaranjado del crepúsculo, como en ese momento. La existencia de lugares como ése en la Tierra era la prueba irrefutable de que Alá era el supremo artista.
—¿Qué montaña es ésta?
El muyahidín lanzó una nueva mirada a la montaña por la que subían antes de responder, con un sentimiento de protección, como si le perteneciera.
—Tora Bora.
Acá y allá se abrían grutas en la ladera nevada de la montaña. A pesar de que anochecía rápidamente, aún había actividad. Delante de las cuevas había muyahidines armados. El todoterreno siguió subiendo por la montaña unos cientos de metros, giró a la altura de una gruta y se paró con un chirrido. La nube de polvo se fue disipando tras el vehículo.
—Hemos llegado —anunció el conductor, que echó el freno de mano y luego paró el motor.
La calma se instaló en el lugar. Ibn Taymiyyah se apeó lentamente; dudaba sobre qué debía hacer a continuación. Sin embargo, no tardó mucho en toparse con un hombre de mediana edad que salió a su encuentro desde la gruta. Después de saludar al recién llegado, el hombre le hizo señas de que lo siguiera. Ibn Taymiyyah se despidió de los muyahidines que lo habían traído desde Jaldan y acompañó a su nuevo guía.
—El jeque te espera —le anunció el hombre.
La gruta estaba casi a oscuras, a pesar de que había algunos quinqués de luz amarillenta en las paredes. Ibn Taymiyyah recorrió los corredores. El corazón se le salía por la boca. Al principio, creía que era de excitación, pero pronto tuvo que pararse porque le faltaba el aliento.
—¿Qué pasa? —preguntó el hombre que lo conducía por la gruta—. ¿Estás bien, hermano?
El recién llegado jadeaba y se apoyó en la pared para descansar.
—No sé —dijo—. Estoy… cansado.
El hombre lo observó atentamente y sonrió cuando vio cuál era el problema.
—Es normal, no te preocupes —lo tranquilizó—. Es el mal de altura. Pasar de repente a tres mil metros de altitud deja a cualquier persona sin aliento.
En cuanto el visitante se recuperó, el guía lo condujo por el corredor hasta una abertura en medio de la pared por la que entraba la luz. La franquearon y desembocaron en una galería bien iluminada, ocupada por tres muyahidines, sentados con las piernas cruzadas sobre alfombras, con los kalashnikov en el regazo.
Al ver al invitado, los tres dejaron las armas en el suelo y uno de ellos, el más alto, se acercó a él sonriendo y con los brazos abiertos.
—As salaam alekum, hermano —dijo, estrechándole las manos—. ¡Bienvenido al Nido del Águila!
Ibn Taymiyyah lo reconoció de las fotografías. Ya había visto aquel rostro alguna vez antes de los atentados de Nueva York, pero sólo se había familiarizado con él en las últimas dos semanas, al leer los periódicos que llegaban a Jaldan con los detalles de lo sucedido en Estados Unidos: era Osama bin Laden.