Un hombre minúsculo de cabello rubio, escaso y fino, entró saludando en la sala de estar del strip club. El coronel Alekséiev volvió la cabeza y, al verlo, se incorporó de un salto y abrió los brazos para acogerlo efusivamente.
—¡Vlad!
Los dos hombres se abrazaron y el coronel condujo al recién llegado al sofá y se lo presentó a Rebecca y Tomás.
—Éste es Vladímir Tarasov, un camarada del FSB —anunció—. ¡Un gran tipo!
—Mucho gusto —respondió Rebecca estrechándole la mano.
—¿Cómo está? —dijo Tomás cuando llegó su turno de saludar al recién llegado—. Veo que se conocen desde hace mucho tiempo…
Alekséiev miró a Vladímir y soltó una carcajada cómplice.
—¡Oh, desde los tiempos de la guerra de Afganistán! —Agarró a Vladímir por el hombro y lo atrajo hacia sí—. Aquí Vlad trabajaba conmigo en una unidad de contraespionaje del KGB en Kabul. —Una nueva carcajada sonora—. Aquellos fueron grandes tiempos, ¿eh?
—¡Sí que lo fueron…! —asintió Vladímir con una sonrisa agobiada—. ¡Con nosotros, aquellos canallas no jugaban!
Se acomodaron en el sofá intercambiado las cortesías propias de la ocasión. El coronel llenó de nuevo el vaso de vodka, mientras el recién llegado se quejaba del retraso del vuelo de la Aeroflot que le había impedido llegar a tiempo a Ereván.
Una vez que habían cumplido con las formalidades, Rebecca volvió a sacar la fotografía de Zacarias para enseñársela a Vladímir.
—Presumo que ya la ha visto.
El ruso asintió.
—El FSB distribuyó la foto por todos los despachos del país —confirmó—. La recibí en Ozersk y me he pasado los dos últimos días investigando el asunto.
—Y… ¿ha descubierto algo?
Vladímir se acercó la fotografía a los ojos y la analizó con atención.
—¿Dicen ustedes que este material está en manos de Al-Qaeda?
—Sí.
Vladímir mantuvo la atención fija en la fotografía durante unos instantes, como si quisiera confirmar una vez más lo que ya sabía, y después respondió a la mujer:
—Tengo una noticia para ustedes.
—Hable.
—Este material es genuino.
Se hizo un silencio súbito en la sala. Sólo se oían los acordes sordos de la música en el salón del strip club, al otro lado de la puerta.
—¿Seguro?
—Sin ningún tipo de duda.
Rebecca se quedó con la fotografía en las manos. Parecía alimentar la esperanza de que la imagen le revelara algún otro secreto.
—¿Y dónde adquirieron el material?
—Creemos que en el complejo de Mayak.
—¿Mayak? ¿El lugar del desastre nuclear de 1957? ¿Hubo algún incidente que no nos hayan comunicado?
Vladímir se rio nerviosamente.
—No hemos tenido más que incidentes en ese maldito complejo —exclamó—. Mayak está adscrita a Ozersk, por lo que desgraciadamente está bajo mi jurisdicción. Le puedo asegurar que me ha dado muchos dolores de cabeza. En 1997, descubrimos por pura casualidad que un grupo de trabajadores de la fábrica Radioisótopos Número 45, de Mayak, estaba vendiendo desde hacía dos años iridio radioactivo con documentos falsificados. El propio director de la fábrica estaba involucrado en el tráfico de material. Al año siguiente, el FSB desmanteló un plan ideado por otra de las unidades de Mayak, llamada Cheliábinsk-70, para robar más de dieciocho kilos de uranio altamente enriquecido.
—Gee! —se admiró Rebecca—. Eso es casi la mitad de la cantidad necesaria para fabricar una bomba atómica.
—Así es. Un año después hallamos una tonelada de acero radioactivo abandonada en los alrededores de Ozersk. Una investigación reveló que el material había sido robado de Mayak. Si no hubiera aparecido el acero radioactivo, o si no se hubieran dado algunas casualidades que permitieron detectar los robos de iridio y uranio altamente enriquecido, no sabríamos nada. Y si con aficionados, que cometen errores de principiantes, fue difícil detectar los robos, imagínese la cantidad de material nuclear que los profesionales pueden haber robado de Mayak sin que lo sepamos.
—Creía que se había reforzado la seguridad en Mayak —argumentó la mujer—. Invertimos mucho dinero en eso.
—Sí, ahora está mejor. Pero no hay duda de que aún tenemos problemas. Basta con decir que hemos detectado redes de tráfico de drogas en la que estaban involucrados soldados destacados en Mayak. Eso dice mucho de las deficiencias del sistema de seguridad del complejo.
Rebecca volvió a enseñarle la fotografía.
—¿Qué le lleva a pensar que esta caja de uranio enriquecido salió de Mayak?
—Los números de serie que hay en la caja. Coinciden con el inventario de Mayak.
—Y ¿cuándo lo robaron?
—No estamos seguros —dijo Vladímir—. Pero, en 1997, aparecieron en un descampado de Ozersk los cuerpos de unos soldados y de varios funcionarios que supuestamente estaban de servicio la noche anterior en el complejo de Mayak. En otro lugar de la ciudad, se encontraron los cadáveres de los familiares de los funcionarios. Hicimos averiguaciones, que se quedaron en nada, y cerramos el caso. Pero ahora, al ver esa fotografía, empecé a preguntarme qué había pasado realmente y decidí reabrir el caso.
—¿Ha descubierto algo?
—Aún estamos haciendo inventario del material que hay dentro del cofre de Mayak —dijo en un tono dubitativo—. Pero ya ha habido un par de cosas que nos han llamado la atención.
—¿Qué cosas?
—Intentamos ver las grabaciones de las cámaras de seguridad de la noche en que los guardias y los funcionarios estaban supuestamente de servicio. Por una extraña coincidencia, por lo visto hubo una avería en el sistema de video-vigilancia del edificio donde deberían haber estado los dos funcionarios. También comprobamos la actividad en los puestos fronterizos rusos en aquellas fechas, para ver si se había detectado alguna anomalía en las fechas en que se hallaron los cuerpos.
—¿Y sacaron algo en claro?
—La frontera más próxima es la de Kazajistán, situada tan sólo a cuatro horas por carretera. Nuestro puesto fronterizo de la carretera entre Ozersk y Kazajistán registró el paso de un grupo de hombres horas antes de que se encontraran los cuerpos de los guardias, los funcionarios y sus familiares.
—¿Qué tenían de especial esos hombres?
—Su nacionalidad.
—No me diga que eran árabes…
—Chechenos. —El hombre del FSB se echó la mano al bolsillo y sacó una fotografía de un hombre moreno de apariencia caucásica—. Uno de ellos se llama Ruslan Markov, un miembro muy activo de la guerrilla. Tenemos hasta un expediente sobre él.
Rebecca y Tomás se inclinaron sobre la fotografía, como si el rostro que mostraba pudiera darles respuestas.
—¿Cree que fue este tipo?
—¿Qué cree usted? —preguntó Vladímir—. Los chechenos son musulmanes, y muchos de ellos, fundamentalistas, con lazos con otros movimientos islámicos. Markov, también checheno, tenía contacto con grupos fundamentalistas y sabemos que participó en la ejecución de rehenes en Chechenia y en el sur de Rusia. Nuestros archivos indican que pasó con un grupo de chechenos por la frontera más próxima a Mayak, horas antes de que se encontraran los cuerpos de los soldados, los funcionarios y sus familiares. Teniendo en cuenta toda esta información, ¿qué conclusión saca usted?
Rebecca no respondió. La respuesta era obvia. En lugar de eso, señaló la fotografía que tenía en la mano.
—¿Dónde está ese Markov?
—Según nuestra información, está muerto. Parece que nuestros hombres lo abatieron en un combate en los alrededores de Grozny.
—Damn! —renegó Rebecca.
—Por él, ya no sabremos nada, pero no es difícil adivinar qué ocurrió después del robo de uranio enriquecido en Mayak. Los chechenos se deshicieron de los cuerpos de los guardas, de los funcionarios y de sus familiares, a los que probablemente usaron para hacerles chantaje, huyeron a Kazajistán y desaparecieron del mapa. Allí, o en cualquier otro lugar, aquel mismo día o un tiempo después, acabaron vendiendo el uranio enriquecido a Al-Qaeda. Así de sencillo.
La mujer giró la fotografía entre los dedos nerviosos, dudando qué hacer a continuación.
—¿Y ahora? —preguntó ella.
Tras comprender que el briefing del hombre del FSB en Ozersk había terminado, Tomás se levantó y tiró de Rebecca.
—Ahora sólo hay una cosa que podamos hacer —dijo el portugués rompiendo su largo silencio—. Tenemos que encontrar esa caja.