—¡Natalia!
La rubia oxigenada que apareció en la puerta era rolliza y de formas abundantes, con tantas curvas que la carne casi le rebosaba del vestido. Llevaba una prenda de una sola pieza de color rojo vivo, ajustada en el pecho y la cintura, y que se ensanchaba en una falda de encaje que le quedaba a la altura del muslo. Era el tipo de cuerpo que las mujeres odian tener, que encuentran gordo. Sin embargo, pocos hombres ven gordura en esas formas generosas.
—¿Me ha llamado, coronel?
—¡Ven aquí, devushka!
—Estoy a punto de empezar mi espectáculo…
—Será sólo un minutito, vamos.
Natalia se acercó, muy consciente del efecto animal que su cuerpo lúbrico producía en los hombres.
—¿Qué pasa, mi coronel? —ronroneó, pasando la mano por el pecho del ruso—. ¿Para qué necesita a su Natalya?
Alekséiev señaló a Tomás.
—Quería presentarte a este señor —dijo—. Anda, dale un besito…
La rubia de rojo y ojos verdes sonrió con malicia y se acercó al portugués, que lanzó una mirada alarmada a Rebecca. La norteamericana le hizo señas de que todo iba bien, lo que Tomás entendió como una indicación de que no debía contrariar al ruso.
Natalia se inclinó sobre él y le acercó la cara. Tomás olió su perfume barato y sintió sus labios calientes y carnosos pegarse a los suyos. Quiso resistirse, avergonzando por la presencia de Rebbeca, que observaba la escena, pero aquella boca húmeda y ardiente era deliciosa. Tras los labios de Natalia llegó su lengua mojada, que penetró en la boca entreabierta del historiador y la exploró con gula.
El beso duró casi un minuto y terminó abruptamente. En el momento en que le soltó los labios, Tomás notó que la mujer le palpaba la entrepierna.
—¿Y bien? —preguntó el coronel.
Natalia volvió la cabeza y le guiñó el ojo, dando por cumplida su misión.
—Está duro.
El coronel soltó una de sus carcajadas ruidosas y dio una palmada a Natalia en su exuberante trasero.
—¡Ya lo sabía yo! —exclamó—. ¡Ya lo sabía yo! ¡Nadie se resiste a mi Natalia! ¡Está aún por nacer el hombre que pueda permanecer indiferente a este pedazo de mujer!
Natalia miró hacia la puerta.
—¿Puede irme, mi coronel? Ha llegado la hora de mi espectáculo…
—Ve, ve, devushka. ¡Arrasa!
La mujer lanzó a Tomás una mirada de despedida llena de promesas, le dio la espalda y caminó hacia la puerta contoneándose. Cuando salió, el coronel se volvió hacia Tomás.
—¿Y qué? ¿Qué le ha parecido?
Tomás intercambió una nueva mirada con Rebecca, como si pidiera nuevas instrucciones. La norteamericana se encogió de hombros. Después de lo que había visto, nada parecía importarle.
—Es… guapa —dijo el portugués.
—¿Quiere probarla? ¡Es cara, pero merece la pena!
—Creo…, creo que lo dejaremos para otra ocasión.
—¡Se arrepentirá, se lo aseguro! Esa muchacha le podría hacer un tratamiento que lo dejaría como nuevo. Hace tiempo, tuve una sesión con Natalia: fue como estar varios días a base de suero. Con esa boca que tiene es capaz de…
Rebecca carraspeó, un poco cansada de aquel juego y de aquella conversación.
—Coronel, si me disculpa, tenemos un asunto que tratar con cierta urgencia.
Alekséiev enarcó las cejas espesas y respiró hondo, como si se resignara ante la imposibilidad de evitar la conversación que debían mantener.
—¡Ah, sí! La fotografía, ¿no?
—Eso mismo.
—Dígame, ¿qué quieren saber?
—Nosotros enviamos la fotografía, cuéntenos usted qué es.
El ruso se inclinó en el sofá y cogió el vaso de vodka que había dejado sobre la mesa.
—¡Blin, es Rusia en su peor versión! —exclamó y tomó un trago—. Oiga: tiene que entender que, cuando la Unión Soviética se desintegró en 1991, Rusia heredó la mayor industria nuclear del planeta, incluido el mayor arsenal de armas atómicas y la mayor cantidad de uranio enriquecido y plutonio nuclear del mundo. Todo distribuido en decenas de complejos, tan escondidos, que ni constaban en los mapas. Teníamos ciudades secretas que albergaban casi un millón de personas, donde se concentraba toda la industria nuclear soviética. Con el colapso de la economía y la quiebra de la disciplina, toda esta industria quedó a la buena de Dios. La inflación se disparó al dos mil por ciento, las personas comenzaron a recibir un sueldo miserable e incluso a no cobrar durante meses. Los edificios se deterioraron, dejó de atenderse el material nuclear, hasta se impusieron restricciones eléctricas porque no había dinero para pagar la electricidad. ¡Para que se haga una idea, había almacenes con toneladas de uranio enriquecido protegidos sólo con candados! Y los guardias que vigilaban esos almacenes, ¿sabe que hacían? ¡Dejaban su puesto para ir a buscar comida o bebidas…, o para ir a ver a una devushka!
—¡No parece que las cosas fueran bien!
—¡Imagine!
—En su opinión, en medio de toda esa anarquía, ¿qué material resultó ser más vulnerable al tráfico?
—El país tenía decenas de miles de ojivas nucleares guardadas en más de cien lugares distintos. El mayor riesgo, a mi modo de ver, eran las armas nucleares tácticas portátiles, las RA-155 del Ejército y las RA-115-01 de la Marina. Son pequeñas, pesan unos treinta kilos, basta un único soldado para detonarla en diez minutos y están guardadas en posiciones avanzadas, donde la seguridad es menor. Muchos de los oficiales encargados de su protección ya se han retirado, pero siguen viviendo en los complejos donde se almacenan esas armas nucleares tácticas. Esos hombres saben donde está el material, tienen acceso fácil a él y sus pensiones son bajas. Es una mezcla explosiva. ¿Quién nos garantiza que si alguien les ofrece una cuantía generosa de rublos que los saque de la miseria la rechazarán?
—Es evidente —asintió Rebecca—. ¿Se ha confirmado algún robo?
—¿De armas nucleares tácticas? No le puedo decir.
—El general Lebed, asesor del ex presidente Yéltsin declaró en público que algunas de esas armas habían desaparecido…
—No puedo hablar de eso.
Rebecca sacó de su maletín la fotografía de Zacarias.
—Bueno, a todos los efectos, aquí no hablamos de armas nucleares tácticas, ¿verdad? —dijo ella, mostrando la imagen de la caja con caracteres cirílicos y el símbolo nuclear—. Es uranio enriquecido. ¿De dónde salió este material? ¿Qué puede decirnos de esto?
El coronel sacó unas gafas del bolsillo, se las puso, se inclinó hacia la imagen y la examinó con atención.
—¿Ésta es la famosa fotografía?
—¿Aún no la había visto?
—Querida, la enviaron ustedes a Moscú. —Apartó la vista de la foto y miró fijamente a Rebecca—. Yo estoy en Ereván, ¿no?
La norteamericana lo miró con un gesto inquisitivo y una expresión de alarma en la mirada.
—¿Qué quiere decir con eso? No me diga que no tiene aún respuesta…
Alekséiev guardó las gafas, sonrió y se movió en el sofá volviéndose de nuevo hacia la puerta.
—¡Sasha!
La puerta se abrió de nuevo y el guardia de seguridad volvió a asomarse.
—¿Sí, mi coronel?
—¿Ha llegado Vladímir?
—Está de camino, mi coronel.
—En cuanto llegue, hágalo pasar.
—Sí, mi coronel.
Se cerró la puerta. Alekséiev se acomodó en el sofá y volvió a mirar a los dos visitantes.
—El hombre del FSB que está investigando este caso es de mi entera confianza —dijo—. Le he pedido que venga a explicarnos qué ha descubierto.
Rebecca respiró aliviada.
—¡Uff! —exclamó, mucho más relajada—. Me temía lo peor.
El coronel cogió el vaso que había dejado sobre la mesa y apuró el vodka que quedaba.
—Tienen que entender algo —dijo el oficial ruso, ya recuperado del ardor del alcohol—: con la inflación al dos mil por ciento, el lema en Rusia era «todo está en venta». ¡En aquel momento, se vendía todo! ¡Kalashnikovs, minas, tanques, aviones…, todo! ¡Hubo hasta un almirante que vendió sesenta y cuatro navíos, incluidos dos portaaviones, de la flota del Pacífico! —Soltó una carcajada—. Ya ven hasta dónde llegaron las cosas: ¡el tipo vendió una escuadra rusa!
—Háblenos del uranio enriquecido.
El ruso se recostó en el sofá y resopló, como si fuera reacio a tratar ese tema.
—Veamos. ¡El uranio enriquecido! —Volvió a inclinarse hacia delante y a llenar el vaso de vodka—. ¿Sabe cuánto uranio enriquecido tiene Rusia? Novecientas toneladas.
—Y bastan cincuenta kilos para construir una bomba atómica —observó Rebecca.
—Así es —suspiró Alekséiev—. Lo peor es que la mayor parte de ese uranio está almacenado en lugares poco seguros. En uno de nuestros informes identificamos más de doscientos almacenes con graves problemas de seguridad, desde vallas reventadas a ventanas por las que unos ladrones podrían entrar sin dificultad.
—Lo sé —intervino ella—. Nuestro gobierno gastó millones de dólares en ayudarles a rehabilitar esas instalaciones, pero, en cuanto nuestro dinero dejó de llegar, volvieron a deteriorarse y a ser inseguras. Por lo visto, robar en un complejo nuclear ruso es más fácil que robar un banco.
—Es todo muy complicado —reconoció el coronel, limpiándose las gotas de sudor que le corrían por la frente—. El problema se agrava si se tiene en cuenta que el uranio enriquecido puede usarse, no sólo en instalaciones militares, sino en otros lugares. Empleamos el uranio enriquecido en cuarenta reactores de investigación científica, en reactores de navíos y submarinos, y en instalaciones de fabricación de combustibles. Mucho de este material físil se guarda en depósitos a los que es muy fácil acceder.
—¿Fácil hasta qué punto? ¿De qué estamos hablando?
—Le pondré un ejemplo. En noviembre de 1993, un capitán de nuestra Marina entró en los astilleros de Sevmorput, en el puerto de Murmansk, por una puerta sin guardia. Así de sencillo le resultó acceder al edificio donde se guardaba el combustible de los submarinos nucleares. Una vez dentro, cogió tres piezas de un reactor con cinco kilos de uranio enriquecido, puso el material en una bolsa y salió de los astilleros de la misma forma que había entrado. Nadie se enteró de nada. Sólo supimos del caso meses más tarde, cuando detuvieron al capitán intentado vender el uranio enriquecido.
—Es muy preocupante —observó Rebecca.
El oficial ruso se encogió de hombros.
—¿Eso cree? —preguntó—. Lo realmente preocupante es que esta historia no tiene nada de extraordinario. Es igual a muchas otras. Lo que sucedió en Sevmorput ya había pasado en la base naval de Andréieva Guba o en la base de submarinos de Viliuchinsk-3, por citar sólo algunos ejemplos. Y los casos con civiles también son frecuentes, como los de Luch, Sárov o Glázov. A un hombre al que detuvieron con uranio altamente enriquecido robado en Podolsk le condenaron sólo a tres años con suspensión de condena, porque el juez sintió pena de él. El ladrón sólo quería conseguir dinero para cambiarse el horno y el frigorífico.
—¿Ha habido muchos incidentes de ese tipo?
—Alguno que otro.
—¿Cuántos?
Alekséiev suspiró, cansado de la presión a la que la americana lo sometía.
—Sólo la Agencia Internacional de la Energía Atómica identificó dieciocho incidentes en Rusia entre 1993 y 2002.
—Eso es lo que dice la agencia. ¿Cuántos hubo en realidad?
—Muchos más.
Rebecca se inclinó hacia su interlocutor mirándolo fijamente, como una fiera que no estaba dispuesta a soltar su presa.
—¿Cuántos?
—No puedo decírselo —murmuró—. Es información confidencial. Pero puedo decirle que, sólo en la transición de la Unión Soviética a Rusia, perdimos material nuclear que bastaría para construir veinte bombas atómicas.
La mujer arqueó las cejas, incapaz de dar crédito a lo que acaba de oír.
—¿Cuántas?
—Veinte bombas.
—Jesus!