—Bismillah Irrahman Irrahim! —recitó una voz a lo lejos.
Al oír las primeras palabras del Corán, Ibn Taymiyyah dio un salto en el saco de dormir. Estaba oscuro y no reconoció el lugar al despertarse. Su primer impulso fue preguntarse dónde estaba para, acto seguido, susurrar entusiasmado:
—¡Estoy en un mukhayyam! ¡Estoy en Afganistán !Allah u akbar!
Su segundo pensamiento fue casi de pavor. ¡El salat de la madrugada ya había comenzado y él no estaba rezando con sus nuevos compañeros! Por Alá, ¿qué pensarían de él los muyahidines? ¿Que no era pío? ¿Que le faltaba celo? ¿Que no cumplía con sus deberes como creyente?
Aún medio dormido, salió del saco de dormir extendido sobre el suelo, hizo rápidamente las abluciones y fue corriendo a la mezquita. Aún no había salido el sol y hacía un frío increíble, pero el malestar físico no era nada frente a las recriminaciones con que se martirizaba por haber fallado al primer salat. ¿Cómo era posible que no se hubiera levantado a la hora?
Lo cierto era, como comprendió de inmediato, que no se había adaptado aún al horario solar de Asia central. Además, tras toda la excitación de ir a los campos de entrenamiento ahora estaba pagando haber dormido muy poco durante cuatro días consecutivos: su última noche en Lisboa; la noche en el avión a Islamabad; la noche que pasó en Peshawar; y la última noche allí en Jaldan.
¡Jaldan, qué nombre tan hermoso y misterioso! Entonces, ¡era allí donde los muyahidines se preparaban para la yihad! ¡Aquél era uno de los varios mukhayyam que los hermanos habían diseminado por Afganistán! Le parecía increíble estar allí, pero lo cierto es que allí estaba. Había llegado la víspera y ese día comenzaba el entrenamiento para convertirse en un muyahidín. Allah u akbar! ¡Sin duda, Dios era grande!
Después de la oración, el jefe del campo, Abu Omar, los mandó a todos a la gran plaza que había delante de los edificios. Omar era un jordano bajo y musculoso. Sólo con mirarlo, podía adivinarse que debía de ser un guerrero temible, quizá tanto como la figura histórica que había inspirado su nombre, el califa Omar ibn Al-Khattab, el sucesor de Abu Bakr, quien conquistó El Cairo, Damasco y Al-Quds.
Omar les mandó correr alrededor de la plaza y luego hacer ejercicios para estirar los músculos. Mientras se ejercitaba junto a sus compañeros, Ibn Taymiyyah contempló el campo casi con adoración. La mezquita, un edificio de ladrillo y tejado de zinc, ocupaba el centro del complejo. A la entrada del perímetro estaba la cantina, construida en piedra y con un tejado de hojas secas. Al otro lado, cerca de una pendiente que daba a un riachuelo, había un grupo de edificios rústicos construidos de una forma tan rudimentaria que el suelo era la propia tierra. Era la zona residencial, donde estaba el barracón en el que había dormido aquella noche.
Después de los ejercicios de calentamiento, Abu Omar condujo al grupo en fila india fuera del campo de entrenamiento y los llevó por las montañas de alrededor. Durante los primeros cientos de metros, Ibn Taymiyyah reaccionó bien, pero después del entusiasmo de las primeras vueltas, los músculos comenzaron a dolerle y las piernas a pesarle como el plomo.
Jadeando, levantó la cabeza para localizar al resto del grupo. Iban todos delante y parecían estar haciendo tiempo, esperando que el novato los alcanzara. Casi desfalleció, pero en un arranque de orgullo siguió subiendo la montaña hasta alcanzarlos. Para entonces tenía el corazón acelerado, los pulmones agotados y le flaqueaban las piernas.
—Masha’allah, hermano. —Omar lo acogió con una sonrisa haciendo señas al grupo de que continuara la subida—. Yallah! Yallah!
Ibn Taymiyyah enarcó las cejas, horrorizado.
—¡Omar, espera! —consiguió decir entre jadeos—. Déjame descansar aunque sea un momento…
—La yihad no espera —replicó Omar—. Un verdadero muyahidín saca fuerzas de flaqueza. —Se volvió al grupo de nuevo y dio la orden de que siguieran corriendo—: Yallah! Yallah!
El instructor y el grupo reemprendieron la subida. A Ibn Taymiyyah no le quedó otra alternativa que esforzarse por seguirlos, arrastrándose por el camino de piedras e intentando descansar en las bajadas. ¡Por Alá, ya no era ningún chaval! Tenía treinta y dos años. Además, nunca se había entrenado en serio y, aunque no estuviera gordo, había echado algo de barriga con los platos de Adara y, sin duda, debía perder unos kilos para recuperar la forma.
Pero Abu Omar, aparte de algunas carcajadas y alguna que otra palabra de ánimo, parecía indiferente a las dificultades del nuevo recluta y continuaba llevando al grupo arriba y abajo por las montañas. Ibn Taymiyyah se arrastraba como un guiñapo unos kilómetros más atrás. A veces veía a los compañeros delante, otras veces los perdía del todo.
La carrera se convirtió para él en un ejercicio penoso que sólo terminó una eternidad más tarde, cuando Abu Omar los condujo de regreso al campo de entrenamiento. Tumbado en la plaza de los ejercicios, recuperando el aliento y las energías, el nuevo recluta aún tuvo fuerzas para levantar el brazo y consultar el reloj para calcular el tiempo que había durado aquel sufrimiento: cinco horas.
La vida en el campo de Jaldan era más dura de lo que, fantaseando en la distancia, había imaginado. La comida tenía un aspecto más que dudoso: no pasaba de un plato de habichuelas con el que nunca se saciaba. Los alimentos escaseaban. Por eso, los que había les parecían manjares. Los viernes, la dieta forzosa se compensaba con la matanza de un carnero. ¡Qué bien le sentaban a Ibn Taymiyyah aquellos viernes! Parecía que vivía para ellos…
Los ejercicios físicos eran durísimos. Unas veces corrían por las montañas; otras, a lo largo de ríos de aguas rápidas y heladas, que tenían que cruzar con sacos de piedras a la espalda. A veces, Abu Omar les ordenaba que corrieran descalzos, lo que invariablemente hacía que Ibn Taymiyyah acabara los ejercicios con los pies ensangrentados; y, otras veces, corrían con armas, como kalashnikov o morteros.
—Omar es duro, ¿eh? —observó un argelino con una sonrisa comprensiva durante una de las pausas para descansar.
Ibn Taymiyyah se encogió de hombros.
—Si es el emir del campo, tiene que ser duro, ¿no? —observó—. En caso contrario no podría comandar a los muyahidines.
—Omar no es el emir del campo.
La noticia sorprendió a Ibn Taymiyyah.
—Es el jeque.
—¿Qué jeque?
—El jeque, que Alá lo proteja. Anda por aquí desde la yihad contra los kafirun soviéticos. —Hizo un gesto hacia el nordeste—. Vive en unas montañas en aquella zona y rara vez pasa por aquí. Pero es el emir de este mukhayyam. De éste y de otros. Omar es sólo su lugarteniente aquí, en Jaldan.
Toda la umma parecía estar representada en el campo de entrenamiento: había saudíes, marroquíes, argelinos, yemeníes, chechenos, tayikos, uzbecos, somalíes, indonesios, cachemires, palestinos y otros creyentes. Había incluso algunos procedentes de países kafirun, como Gran Bretaña, España o Francia.
Pronto constató que el mukhayyam, como la cárcel años atrás, vivía al ritmo de una rutina propia. Después del primer salat y de la carrera de madrugada, llegaba el desayuno, a base sólo de pan y té, que Ibn Taymiyyah devoraba con avidez casi animal.
Sentía que el hambre le roía siempre el estómago y, pasadas unas semanas, comprobó, con una mezcla de orgullo y preocupación, que la pequeña barriga de treintañero ya había desaparecido, sustituida por unas costillas cada vez más marcadas. Nada de eso le sorprendía: el adelgazamiento acelerado era el fruto lógico de la dieta forzosa y de la pesada carga de ejercicios a la que le habían sometido desde su llegada.
Sin embargo, después del desayuno, las cosas se calmaban un poco en el campo. El día seguía con una lección militar en un pequeño edificio cerca de la cantina, en la que el instructor de armas, un eritreo llamado Abu Nasiri, les presentaba los diferentes tipos de armamento que, por lo general, usaban los muyahidines y les explicaba las características específicas de cada uno de ellos, incluidos los detalles relativos a las municiones.
Tras la primera lección, Abu Nasiri les mostró una pistola con un formato característico, que los oficiales alemanes de las películas norteamericanas de la Segunda Guerra Mundial empuñaban siempre.
—¿Sabéis qué es esto?
—Una Luger —respondió de inmediato un recluta checheno, obviamente fascinado por el arma.
Abu Nasiri hizo girar la pistola en su mano.
—En realidad se llama «Parabellum» —explicó—. La he elegido para esta primera clase, no sólo porque es muy famosa, sino, sobre todo, por su nombre: «Parabellum». ¿Saben lo que significa?
Nadie lo sabía.
—Es latín —dijo—. La empresa que inventó la Luger tenía como lema la frase en latín: Si vis pacem, para bellum. ¿Alguien sabe qué significa este lema?
—Algo sobre la guerra —arriesgó un recluta argelino, procedente, no obstante, de Francia—. «Bellum» es guerra en latín, «bélique» en francés.
—Así es, tiene que ver con la guerra —asintió Abu Nasiri—. Pero ¿cuál es la traducción exacta del lema?
Como era previsible, no obtuvo respuesta.
—«Si vis pacem, para bellum» significa: «si quieres paz, prepárate para la guerra». —Gesticuló con la pistola—. Es un lema muy apropiado para un muyahidín, ¿no creéis? Aunque debe ser reformulado, claro. Un guerrero del islam diría: «Si vis islam, para yihad». O sea: «Si quieres islam, prepárate para la yihad».
Después de la Parabellum, Ibn Taymiyyah aprendió a manejar otra pistola alemana, la Walther PPK, y después las rusas Tokarev TT y Makarov PM. Abu Nasiri pronto pasó de las pistolas al arma de asalto más famosa del mundo, el Kalashnikov AK-47; después a las pistolas ametralladoras, como la Uzi; luego a las ametralladoras ligeras, en concreto a la Degtyarev DP; a las pesadas PK y PKM, alimentadas por cinturones de munición; y a las ultrapesadas Dushkas, tan potentes que tenían que ser transportadas con carros.
Además de las clases teóricas, hacían ejercicios para probar cada una de las armas. El grupo ocupaba sus tardes disparando sin cesar en ejercicios con fuego real en un valle de los alrededores. La primera vez que oyó disparar una Dushka, Ibn Taymiyyah pensó que iba a quedarse sordo. La detonación resonó en las montañas y los reclutas casi abandonaron el arma. También probaron misiles antitanque de fabricación soviética, en particular los distintos modelos del RPG.
Durante los ejercicios de tiro, Ibn Taymiyyah aprendió a montar y desmontar las armas con los ojos cerrados, a respirar cuando dirigía la puntería y a calcular la trayectoria de las balas y granadas en función de la distancia y del viento. Pese a sus limitaciones en los ejercicios físicos, se reveló un alumno de primera en la precisión en el tiro y el mantenimiento de las armas: era capaz de montar y desmontar un kalashnikov en setenta segundos, cuando la mayoría de los compañeros lo hacía en dos minutos.
—Masha’allah, Ibn Taymiyyah —le susurraba Abu Omar en señal de aprobación cuando detectó su talento —.Masha’allah.
Como buen ingeniero, a Ibn Taymiyyah le gustaba sobre todo la parte de la instrucción dedicada al cálculo de tiro y manejo de las armas. Incluso el eco de los sonidos de las detonaciones por las montañas y los valles, que al principio le impresionaban, se habían vuelto familiares.
En el campo se desarrolló un espíritu de camaradería entre los reclutas, como si fueran realmente hermanos, unidos por la fe y por esos lazos invisibles que acercan a los hombres cuando el mundo los amenaza. Para ellos sólo contaba el presente y el sentimiento de hermandad era el acero que unía al grupo. El problema es que tenían prohibido hablar sobre su verdadera identidad y los movimientos regionales en los que participaban. Era una medida de seguridad sensata, claro, pero frustraba un poco a Ibn Taymiyyah. Quería saber más de los hombres por los que estaba dispuesto a dar la vida.
Sin embargo, había algunas cosas que se traslucían en pequeños gestos o palabras sueltas. Observando con atención el comportamiento de cada uno de los muyahidines, vio que los chechenos y los tayicos tenían mucha experiencia en combate, mientras que los saudíes eran más perezosos. Había incluso algunos gordos e indolentes, pero con ellos, sin embargo, los instructores mostraban una especial deferencia: se trataba, con toda seguridad, de importantes financiadores de la yihad.
Las lecciones tácticas eran, junto con las carreras, el punto débil de Ibn Taymiyyah. Para compensar, mostró una gran destreza en el manejo de explosivos, una vez más gracias a su formación como ingeniero. Trataba la dinamita como si lo hubiera hecho desde niño, aunque su interés se centraba sobre todo en los explosivos plásticos, en particular el Semtex, que se diferenciaba del resto por ser completamente imposible de detectar. Aprendió a activar y desactivar minas y a instalar explosivos en cualquier objeto.
Con sus conocimientos de ingeniería llegó hasta a debatir con el profesor, Abu Nasiri, sobre los aspectos físicos y químicos de los explosivos, incluidas su composición y la reacción química característica de cada uno. Esta materia apasionaba tanto a Ibn Taymiyyah que se pasaba noches con el instructor fabricando nitroglicerina, pólvora negra, RDX, Semtex, TNT y otros explosivos basados en productos que se podían adquirir fácilmente en tiendas, como café, azúcar, fósforos, limones, fertilizantes, lápices, productos de limpieza, arena, baterías, aceite de maíz y tinta, que contenían los componentes esenciales para la producción de los distintos explosivos.
Sin embargo, la verdadera gloria le llegó el día en que fue capaz de fabricar una bomba a partir de su propia orina.
—Es raro ver un muyahidín tan habilidoso con los explosivos —observó Abu Nasiri, realmente impresionado—. Eres un verdadero fenómeno.
Ibn Taymiyyah destacó tanto en la materia que le concedieron autorización para frecuentar las grutas en las que se guardaba el arsenal para ir a buscar municiones o explosivos. Eran cavernas cavadas en la ladera de las montañas, cercanas al campo de entrenamiento. Las entradas eran estrechas, de un metro de ancho, y era preciso entrar a rastras; no obstante, una vez dentro, las grutas se abrían en enormes galerías.
La primera caverna estaba llena de municiones. Eran miles y miles de balas y granadas almacenadas en cajas de madera apiladas hasta el techo. Muchas de ellas tenían estampados en la madera números y caracteres cirílicos. La segunda caverna, la que Ibn Taymiyyah visitaba a menudo, guardaba miles de explosivos almacenados en el mismo tipo de cajas, sólo que, en vez de inscripciones en caracteres cirílicos, presentaban rótulos que indicaban que procedían de Italia o de Pakistán.
—¿Y la tercera caverna? —preguntó después de dos meses en el campo, cuando sintió que había confianza suficiente para preguntar al responsable de Jaldan—. ¿Qué se guarda allí?
Abu Omar, siempre celoso de su responsabilidad como encargado del mukhayyam, puso un gesto grave.
—No puedes entrar ahí.
—¿Por qué?
Omar negó con la cabeza.
—Porque no.
El contenido de la tercera caverna despertó la curiosidad de Ibn Taymiyyah y la prohibición aumentó su interés. ¿Qué demonios habría allí que exigía tanto secretismo?
Después de los ejercicios con armas, los reclutas se retiraban al campo para el salat del crepúsculo y se juntaban en la cantina para cenar el inevitable plato de arroz cocinado por dos afganos. Pasado algún tiempo, Ibn Taymiyyah se cansó de aquel plato repetitivo y decidió quejarse a los cocineros, sobre todo porque había visto gallinas sueltas por el campo.
Al ver al recluta hablando con los hombres de la cocina, Abu Nasiri fue a buscarlo y lo sacó al comedor, a esa hora ya desierto.
—No puedes hablar con ellos.
—¿Cuál es el problema?
—Son afganos. Una de las reglas de los mukhayyam es que los muyahidines no pueden hablar con los afganos.
Ibn Taymiyyah seguía sin entenderlo.
—No se puede confiar en ellos, son traicioneros —susurró sin mover los labios—. Créeme, es mejor que no hables con los afganos.
Después de la cena venía el aleccionamiento religioso, que los instructores consideraban la parte más importante de la formación de un muyahidín. Se juntaban a la luz de antorchas, ya que no había electricidad en el campo, y unas veces recitaban el Corán y otras discutían diferentes aspectos del islam.
En esas situaciones era interesante ver cómo se difuminaban las jerarquías en el campo. Pronto quedó claro que la autoridad de Abu Omar y del resto de los instructores sólo era válida para cuestiones de orden práctico. En todo lo demás, todos se consideraban hermanos. Podían expresar sus opiniones y desafiar las palabras de los instructores, sin ningún tipo de constreñimiento. Ibn Taymiyyah conocía la mayor parte de la materia teológica, pues la había aprendido con Ayman cuando era joven, pero aparecían cosas nuevas acá y allá.
—Lo que distingue a un muyahidín de un guerrero kafir es su preparación moral y su pureza ante Dios —explicó Omar—. Un muyahidín es un soldado de Alá, por lo que, cuando combate, debe respetar reglas muy rigurosas. Debe evitar matanzas indiscriminadas, especialmente de mujeres y niños, y también la destrucción de santuarios religiosos, como iglesias o sinagogas.
—¿Y si las mujeres y los niños participan en las actividades bélicas de los kafirun? —preguntó un checheno, que, evidentemente, pensaba en una situación que había vivido—. ¿Cómo se procede en esas circunstancias?
El instructor respondió sin dudar un instante.
—En ese caso deben morir —sentenció—. Las leyes de la yihad son muy claras en eso. Un hadith cuenta que una vez preguntaron al Profeta si era pecado matar a las mujeres y los niños de los kafirun. Él respondió: «Los considero iguales a sus padres». O sea, si los padres son kafirun, en ciertas circunstancias se permite matar a los hijos. Por ejemplo, quien apoya de alguna manera al enemigo, aunque sólo sea suministrando agua o incluso apoyo moral, es también un enemigo y se le puede matar.
Todos movieron la cabeza al mismo tiempo, en señal de asentimiento.
—Imagina, hermano, que una mujer kafir reza para que el marido mate a un creyente —insistió el checheno—. O imagina que un niño kafir reza para que el padre mate a un muyahidín.
—Ambos deben morir —sentenció Abu Omar sin dudar—. Basta que un kafir desee la muerte de un creyente para que se le pueda matar, aunque se trate de un niño. En cualquier caso, es importante subrayar que debe evitarse el recurso a la fuerza mientras sea posible. No obstante, cuando la yihad sea necesaria, nadie debe eludir sus responsabilidades. El Profeta dijo: «Aquel que se encuentre con Alá sin haber participado nunca en la yihad, tendrá un defecto a los ojos de Alá». —Levantó el dedo para subrayar el punto crucial—. La yihad ocupa muchas páginas del Santo Corán. Hay más de ciento cincuenta versículos en los que Alá Al-Hakam, el Juez, dicta las reglas de la guerra, dejando claro que la verdad debe contar con una fuerza que la proteja y la propague. La mayor parte de las guerras decretadas por Mahoma fueron ofensivas, todo el mundo lo sabe. Por tanto, como Alá nos manda en el Corán seguir el ejemplo de su mensajero, también debemos lanzarnos a guerras ofensivas. Hay hasta un hadith que cita al Profeta diciendo: «Fui educado para blandir la espada hasta que llegue la hora en que sólo Alá sea venerado. Él nos ofreció sustento bajo la sombra de la hoja de nuestras espadas y decretó la humillación de todos los que se opongan a mí». Aquí se ve que el apóstol de Alá valoraba la espada y la necesidad de usarla hasta que todos los seres humanos se sometan a Alá. En otro hadith, se cita así al Profeta: «Yo ordeno por Alá que se haga la guerra a toda la gente hasta que todos declaren que Alá es el único Dios y que yo soy su Profeta». O sea, el objetivo del islam es gobernar el mundo y someter a toda la humanidad al islam. Hay personas que dicen ser musulmanas, pero que prefieren ignorar estas palabras del Profeta. Pero, hermanos, las órdenes de Mahoma son claras: mientras haya kafirun, debe haber yihad para convertirlos o para obligarlos a pagar el jizyah.
—Pero ¿quién decreta la yihad ofensiva, hermano? —preguntó un recluta procedente de Gran Bretaña—. Hay quien dice que sólo el califa puede hacerlo…
—Ése es un punto polémico —admitió Omar—. Muchos de nuestros hermanos entienden que el Corán y la sunna del Profeta, que la paz sea con él, ya decretaron la yihad ofensiva. Basta con ver los ahadith que acabo de citar o leer la orden de Alá en la sura 2, versículo 212 del Corán: «Se os prescribe el combate, aunque os sea odioso». —Levantó el dedo para subrayar las palabras que consideraba cruciales, y repitió—: «Aunque os sea odioso». Sin embargo, hay otros hermanos que entienden que sólo el califa puede decretar la yihad ofensiva, aunque ésta sea una obligación de los creyentes. Existe, como sabéis, tradición en este sentido. El califa tiene el deber de reunir al ejército y atacar a los kafirun una o dos veces al año, como hicieron en el pasado Abu Bakr y Omar ibn Al-Khattab, y tantos otros. El califa que no lo hace viola la voluntad de Alá, expresada en el Corán y en la sunna. La yihad es obligatoria para los creyentes y debe existir hasta que todos los seres humanos sean creyentes o paguen el jizyah.
—Pero el último califato ya fue abolido —observó el mismo recluta—. ¿Cómo hemos de obrar ahora que no hay califa?
—En mi opinión, se aplican las órdenes de Alá dadas en el Corán o en el ejemplo del Profeta —respondió el instructor—. Pero parece haber acuerdo en que, pase lo que pase, es necesario reinstaurar el califato para poner fin a ese punto de discordia para poder lanzar, con consenso, guerras anuales contra los kafirun. Dice el Profeta en un hadith: «Si recibes una orden de marchar contra el enemigo, marcha». Precisamente por haber incumplido la orden divina de atacar a los kafirun Alá nos abandonó. Ignoramos sus reglas y Él nos ignoró a nosotros. Por dejar de hacer la yihad ofensiva, conforme ordenó Alá en el Corán o en la sunna del Profeta, nos vemos ahora obligados a llevar a cabo la yihad defensiva. En consecuencia, urge reinstaurar el califato y poner fin a la humillación que padece la umma, extendiendo el islam por todo el planeta.
—¿Y cómo se hace eso? ¿Cómo se puede reinstaurar el califato?
Abu Omar cogió el kalashnikov que lo acompañaba siempre y lo levantó en el aire con vehemencia.
—Con la guerra.