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La noche era calurosa y la estatua de Andréi Sájarov que había en medio de la plaza les confirmó que habían llegado. Tomás miró la estatua y consideró que era muy propia para la ocasión. Al fin y al cabo, Sájarov era el padre de la bomba atómica soviética, el hombre que estaba en el origen remoto de los caracteres cirílicos que había en la caja que Zacarias había fotografiado en Pakistán.

—Busque la calle Nalbandian —le pidió Rebecca, mirando hacia todos lados.

Tomás señaló a la derecha.

—Es aquélla, ¿lo ve? Corre paralela a la Abovian.

Caminaron por la calle Nalbandian y bajaron en dirección a la plaza de la República. A pesar de que estaban en pleno centro de Ereván, esta arteria era mucho más tranquila que la Abovian, donde se hospedaban y habían cenado.

—Es aquí —dijo la mujer.

Tomás miró a la derecha y vio cuatro enormes letras que indicaban el local: «CCCP».

Junto al acrónimo ruso de la antigua Unión Soviética había una hoz y un martillo gigantes y, al lado, unas escaleras cavadas en la calle bajaban a lo que parecía ser una cueva. Tomás y Rebecca descendieron hasta llegar a una puerta con la efigie de Lenin. El historiador tocó el timbre que había a la derecha.

Ding-dong.

Al momento, un hombre corpulento, probablemente un guardia de seguridad, abrió la puerta. Rebecca le mostró una tarjeta del NEST.

—Hemos venido a hablar con el coronel Oleg Alekséiev.

El guardia de seguridad inspeccionó la tarjeta y, con cara de pocos amigos, les indicó con la cabeza que pasaran. Entraron en un pequeño hall dominado por un mapa gigantesco de la antigua Unión Soviética que ocupaba la pared de la derecha, y oyeron el ruido fuerte de la música en la sala de al lado.

—Vengan conmigo.

El hombre tomó la delantera y entró en una sala llena de luces rojas que giraban. La música estaba tan alta que hacía vibrar las paredes. Pero lo que llamó la atención de Tomás no fue la música estridente, ni las luces psicodélicas, sino lo que pasaba en medio de la sala.

Una mujer desnuda bailaba de espaldas a la entrada, enseñando sus pechos enormes a varios hombres que bebían sentados en el bar. La luz roja de los focos bañaba el cuerpo sudado de la mujer que se contoneaba, en una escena que rozaba lo surrealista. Algunos hombres, excitados por el movimiento de los pechos, se relamían lascivamente y se frotaban la barriga mientras observaban a la stripper. Otros, en cambio, parecían indiferentes, a la espera quizá de la siguiente actuación.

—Esto es típico del coronel —observó Rebecca a gritos, intentando hacerse oír por encima de la música—. Quedar en un strip club. ¡Sólo se le puede ocurrir a él!

El guardia de seguridad les hizo un gesto de que esperaran y desapareció por una puerta en una esquina, dejando a los dos de pie en medio de la sala. Tomás llevó a la mujer a una mesa cerca de la pared y, como la música a todo volumen no les permitía hablar, se entretuvieron mirando a la stripper. Era una mujer grande y morena, con el pelo rizado y negro, con un aspecto vulgar. Movía sus largas piernas al ritmo de la música y comenzaba a deshacer el nudo que mantenía las bragas pegadas a su cuerpo.

Privet, Rebecca.

Tomás se volvió y vio a un hombre grande, que ya había pasado de los sesenta, de cejas negras y enormes arcos supraciliares. Se daba un aire a Anthony Queen.

Rebecca se levantó y saludó al hombre con tres besos en la cara. Señaló a Tomás y se lo presentó al ruso. El coronel Alekséiev le estrechó la mano con excesivo vigor y entusiasmo y los invitó a pasar a la sala contigua.

—Vengan —dijo—. Aquí hay demasiado ruido.

La sala era más pequeña, pero tenía la enorme ventaja de estar aislada del ruido vibrante que animaba el centro del strip club. Las paredes estaban decoradas con pósteres de mujeres desnudas; había cuatro sofás alrededor de una pequeña mesa de cristal; un diván largo de color rojo chillón y un pequeño bar en una esquina, adonde se dirigió el coronel.

—¿Qué quieren tomar? —quiso saber con los vasos ya en la mano—. ¿Whisky, ginebra, vodka?

Rebecca sólo quiso un agua con gas. Tomás dudó. Pasó la vista por todas las botellas.

—¿Qué me recomienda?

—¡Estamos en Armenia! ¡Pruebe la bebida nacional! —Cogió una botella con un líquido brillante color caramelo—. ¡Brandy! ¡El Ararat es el más famoso!

—Vale, que sea brandy entonces.

El coronel sirvió las bebidas y se sentaron los tres en el sofá. El ruso despachó de un trago el vaso de vodka y suspiró largamente.

—¡Ah! ¡Éste es el sabor de la Santa Rusia! —Con los ojos súbitamente congestionados, sin duda por el efecto del ardor del alcohol, se volvió hacia Tomás—. Y ese brandy, ¿qué tal está?

El portugués se vio obligado a probar la bebida. Tenía un sabor fuerte y dulzón.

—No está mal.

El ruso soltó una carcajada.

—¿No está mal? ¿No está mal? —Soltó otra carcajada—. ¡El brandy armenio es de lo mejor que hay! —Se inclinó hacia Tomás y le guiñó el ojo—. ¿Y la devushka? ¿Qué tal? ¿Y la devushka?

—¿Quién?

—¡La chica, blin! ¡La chica de ahí fuera! ¿No la ha visto, hombre? ¿Es marica o qué?

—¡Ah sí! La… bailarina.

Otra carcajada sonora.

—¡Bailarina! ¡Bailarina! —Se volvió a Rebecca con otra carcajada—. ¿De dónde ha sacado a este finolis? —preguntó.

Sin esperar la respuesta se volvió de nuevo hacia Tomás.

—¡Es la primera vez que oigo llamar bailarina a una puta! —Volvió a bajar la voz, adoptando una pose de confidente—. Galina es buena, pero la mejor es Natalia, que viene ahora. ¿Quiere probarla?

Tomás se quedó atónito con la pregunta, sin saber qué responder.

—¿Yo?

—¡Sí, usted! ¿Quiere probar a Natalia o no? —Entornó los ojos con una expresión de desconfianza—. ¿O va a resultar que es maricón?

—¡Coronel! —cortó Rebecca, saliendo al auxilio del historiador—. El profesor Noronha no ha venido para acostarse con… prostitutas. Fue él quien descubrió la fotografía que le enviamos. El profesor tiene un papel muy relevante en esta operación. Es un experto en criptoanálisis y, además de eso…

—Sé muy bien quién es —la interrumpió el coronel ruso con una sobriedad que parecía imposible cinco segundos antes—. He leído la documentación del FSB.

El acrónimo dejó intrigado a Tomás.

—¿FSB? —preguntó sorprendido—. ¿Qué es eso?

—Federalnaia Sluzhba Bezopasnosti —dijo el coronel, como si sus palabras lo aclararan todo.

El historiador mantuvo la expresión inquisitiva.

—Vale, ¿y qué significa eso?

—El FSB es el sucesor del KGB —explicó Rebecca—. El coronel Alekséiev es nuestro contacto informal en el FSB. —Se volvió hacia el ruso—. Oiga: me imagino que han analizado en detalle la fotografía que les enviamos desde Pakistán. ¿Ya tienen una respuesta al respecto?

El coronel dejó el vaso vacío sobre la mesa de cristal, cogió la botella y se sirvió más vodka.

—Tengo todo lo que necesitan —prometió—. Pero primero han de hacerme un favor.

—Lo que desee.

—Quiero que contemplen una de las maravillas de la naturaleza.

—Ah, ¿sí? —dijo Rebecca sorprendida—. ¿Qué?

El coronel dio un grito. La puerta de la salita se abrió y el guardia de seguridad se asomó para ver qué quería.

—Sasha —dijo Alekséiev—. Ve a buscar a Natalia.