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—Hay un tipo que nos sigue.

Tomás miraba por el cristal de los escaparates de las tiendas de la calle Abovian, una de las principales arterias del centro de Ereván, siguiendo, aunque disimuladamente, al tipo que parecía vigilarlos.

—Lo sé —replicó Rebecca, despreocupada—. Me lo he encontrado en la recepción del hotel.

—¿Qué hacemos?

La norteamericana se encogió de hombros.

—Nada.

La respuesta desconcertó a Tomás.

—Pero… ¿dejamos que el tipo nos siga? ¿No hacemos nada?

—¿Tiene alguna sugerencia? ¿Quiere salir corriendo? ¿O prefiere que saque la pistola y le dispare?

—Bueno, no sé…, ustedes están más acostumbrados a tratar con estas situaciones.

Rebecca cogió a Tomás del brazo, haciéndole señas de que siguiera adelante.

—Déjelo estar, no se inquiete. Vamos a continuar nuestro paseo y a ver qué pasa.

Habían salido unos diez minutos antes del hotel, situado en plena calle Abovian, y caminaban por una pequeña plaza dominada por el anticuado Kino Moskva, un grandioso multicine con el sello inconfundible del estilo arquitectónico soviético. A los pies de este monumento de vanguardia comunista había una terraza con toldos cubiertos con anuncios de Coca-Cola, una ironía que no le pasó desapercibida a Tomás.

Cruzaron y bajaron por la calle Abovian. Era elegante, llena de tiendas y con aceras anchas. Por todas partes se anunciaban los principales productos de Armenia, sobre todo moquetas y brandy. Las personas tenían cierto aire de Oriente Medio, pese a la cultura marcadamente occidental que reflejaban su forma de vestir y de comportarse. No le sorprendía. Al fin y al cabo, aquél era el país cristiano más antiguo.

Por lo general, Ereván resultó ser una ciudad descuidada. Parecía un gran bazar, aunque el centro estuviera algo más arreglado, sobre todo en la calle Abovian, la más elegante. El paseo por el que caminaban se ensanchó considerablemente, en un espacio que ocupaba una gran terraza dominada por un restaurante llamado Square One.

El portugués paseó la vista por el lugar, como si estuviera contemplándolo, y miró de reojo en busca del tipo que los seguía desde el hotel.

—Aún nos sigue —constató.

—Olvídese de él —dijo Rebecca, casi indiferente—. Disfrute del paseo.

—Pero no he venido a hacer turismo —argumentó Tomás, en un tono que mezclaba protesta y queja—. ¿Cuándo vamos a encontrarnos con su ruso?

—No lo sé. Estoy esperando que el coronel establezca contacto con nosotros.

—¿Sabe que estamos aquí?

—Claro que lo sabe. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al individuo que los seguía—. Es más, sospecho que este tipo es de los suyos.

En un acto casi reflejo, Tomás volvió la cabeza y miró directamente al hombre.

—¿Usted cree? —le susurró.

—Pronto lo sabremos —repuso Rebecca.

La calle Abovian desembocó en la impresionante plaza de la República, el centro de Ereván y el corazón de la ciudad. La plaza tenía forma ovalada y estaba rodeada de edificios bonitos, con fachadas de ladrillo amarillo y rojo y grandes arcadas. Daba la impresión de que aquél era el punto de encuentro del estilo arquitectónico soviético con las líneas tradicionales armenias. El centro de la plaza estaba dominado por grandes fuentes con chorros de agua que dibujaban coreografías que los visitantes contemplaban admirados.

Por el rabillo del ojo, Tomás siguió vigilando a la sombra que los acompañaba. Aquello podía ser normal para Rebecca, pero él no estaba acostumbrado a que lo siguieran por la calle, por lo que la situación le ponía nervioso. Vio que el hombre estaba hablando por teléfono y cómo instantes después guardaba el móvil y se dirigía hacia ellos.

—¡Atención! —dijo Tomás, tocando a Rebecca en el hombro—. El tipo viene hacia aquí.

La mujer se volvió y miró al hombre, que se acercaba de una manera ostensible, sin hacer el más mínimo esfuerzo por disimular su presencia. Ahora que estaba más cerca, constataron que era armenio. Tenía una nariz prominente y el rostro demacrado.

—¿Quién es Scott? —preguntó éste en un inglés rudimentario.

—Soy yo —dijo ella—. Rebecca Scott.

—Traigo un mensaje del coronel Alekséiev. Quiere hablar con usted esta noche en el CCCP.

Era el acrónimo en ruso de la URSS, la antigua Unión Soviética, lo que descolocó a los dos visitantes.

—¿CCCP? —preguntó Rebecca, sorprendida—. No sé si le he entendido bien.

—Es un local en la calle Nalbandian, al lado de la plaza Sájarov. —Señaló hacia el otro lado de la plaza de la República—. Es aquella calle de allí. Estén en el CCCP a las diez en punto. —Hizo el saludo militar—. Buenas tardes.

El hombre se alejó, dando por terminada su misión. Tomás vio cómo se alejaba subiendo por la Abovian, hasta que sintió la mirada de los ojos azules de Rebecca.

—¿Lo ve? —dijo ella—. El coronel nunca nos falla.