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La rubia se inclinó lasciva sobre Tomás, dejando ver los senos exuberantes por el cuello entreabierto de la camisa, y dibujó una sonrisa maravillosa.

—¿Desea algo más?

Al oír la pregunta, el historiador notó la boca seca.

—No, gracias.

La rubia dejó la copa de champán sobre la mesita, volvió a sonreír y dio media vuelta. Caminó contoneándose por el avión hasta desaparecer detrás de las cortinas de la parte delantera.

Jesus! —exclamó Rebecca, que estaba sentada al lado de Tomás observando la escena—. Es verdad que tiene usted tirón con las mujeres. ¡Hasta las azafatas le ponen ojitos!

El portugués de ojos verdes torció la boca y esbozó un gesto de conmiseración.

—Notan que usted no me hace ningún caso… —murmuró con un quejido fingido.

Ella soltó una carcajada.

—¡Ahora está usted tanteando el terreno!

—Por desgracia, es lo único que he tanteado hasta ahora…

Rebecca lo miró de reojo.

—¡Si quiere algo más, tendrá que ganárselo!

—Ah, ¿sí? —Tomás se animó y esbozó una sonrisa seductora—. ¿Qué tengo que hacer?

La mujer se agachó en su asiento y sacó una carpeta de cartulina que guardaba en la bolsa que tenía a los pies. La carpeta llevaba impresa el águila norteamericana, las siglas del NEST debajo, y las palabras «Top Secret» selladas en rojo en una esquina.

—Tiene que hacer su trabajo —respondió ella adoptando una postura profesional y alargándole la carpeta—. Lea.

Con aire resignado, el historiador cogió la carpeta de cartulina y la abrió. Dentro había pliegos de papel con el nombre de Al-Qaeda como referencia. Vio que había fotografías y fue directo a ellas. Unas mostraban hombres vestidos con ropas árabes, con la cabeza tapada y armas en las manos; otras eran imágenes de edificios, sacadas desde el aire o desde el propio lugar, con una leyenda que decía «campos de entrenamiento»; otras incluso mostraban perros muertos en el interior de lo que parecía ser una cámara estanca. Había también fotografías con rostros árabes. Dos de ellas eran de Osama bin Laden: una mostraba al líder de Al-Qaeda disparando un kalasnikov.

—Esto es un dosier sobre Al-Qaeda —constató Tomás.

Gee, Tom! ¡Es usted un genio!

Ignorando el tono de ironía, el portugués cerró la carpeta y se la devolvió a Rebecca.

—Oiga, no soy ningún genio —dijo—. Soy un historiador, y esta materia es de su competencia, no de la mía.

—Pero usted trabaja en el NEST, Tom, tenemos una emergencia entre manos —argumentó Rebecca—. Su ex alumno le dijo que Al-Qaeda cuenta con material radioactivo. Las palabras en ruso escritas en las cajas que fotografió revelan que se trata de uranio enriquecido por encima del noventa por ciento. O sea, es material militar. Eso es muy grave y, ya que está usted implicado en la operación, sería bueno que se familiarizara con este asunto.

—Usted ya ha leído todo ese ladrillo.

—Claro.

Tomás cogió la copa de champán que la azafata rubia le había servido y tomó un sorbo.

—Entonces, hágame un resumen.

Rebecca suspiró, derrotada, y abrió la carpeta.

—Muy bien —dijo—. Este dosier recoge todo lo que sabemos sobre los proyectos de Al-Qaeda en relación con la construcción y el uso de bombas nucleares. Los proyectos se remontan a la década de los noventa. Un sudanés que desertó del movimiento, un tipo llamado Jamal Ahmad Al-Fadl, nos reveló que Bin Laden se empeñó en esa época en comprar uranio enriquecido por un millón y medio de dólares. Nuestro informador dijo haber visto con sus propios ojos un cilindro con una serie de letras y números grabados en el exterior, incluidos un número de serie y la palabra «Sudáfrica», que identificaban el origen del uranio enriquecido.

—¿Qué pasó con ese material?

—No lo sabemos.

Tomás miró la carpeta.

—Teniendo en cuenta el volumen del dosier, supongo que habrá otras pistas.

Ella hojeó los documentos que había dentro de la carpeta.

—Claro que las hay —confirmó, sacando una fotografía que mostró a Tomás—. ¿Ve esto?

La imagen mostraba una serie de tiendas miserables, hombres con turbante, mujeres que cocinaban sobre leña y niños andrajosos que jugaban en la tierra.

—Parece un campo de refugiados.

—¡Muy bien! —exclamó ella, como si el historiador hubiera acertado una pregunta en un concurso televisivo—. Es el campo de Nasir Bagh, en la frontera entre Pakistán y Afganistán. La policía encontró aquí, en 1998, diez kilos de uranio enriquecido. El material estaba en manos de dos afganos que se dirigían a Afganistán. —Bajó la voz como si hiciera un aparte—. Sabe quién campaba a sus anchas en Afganistán en aquella época, ¿no?

—Al-Qaeda.

Rebecca guardó la fotografía y sacó otras dos.

—Está usted en estado de gracia, las acierta todas. —Sonrió y le mostró las dos nuevas fotografías—. ¿Reconoce a estos señores?

Los ojos del portugués se deslizaron hasta las leyendas que había bajo las imágenes.

—Según lo que pone, éste es Bashiruddin Mahmood, y este otro Abdul Majeed —dijo señalando cada una de las fotografías—. No tengo la más mínima idea de quiénes son.

—Son dos miembros del programa de armas nucleares pakistaní —replicó ella identificándolos, y señaló la fotografía del primer hombre—. El señor Mahmood es uno de los principales expertos en uranio enriquecido de Pakistán. Trabajó durante treinta años en la Comisión de Energía Atómica de su país y fue una figura central en el complejo de Kahuta, donde los pakistaníes produjeron el uranio enriquecido con el que construyeron su primera bomba atómica. También estuvo a cargo del reactor de Khosib, que produjo plutonio para construir bombas atómicas, pero tuvo que dimitir después de declarar en público que las bombas nucleares pakistaníes eran propiedad de toda la umma y de abogar por suministrar uranio enriquecido y plutonio militar a otros países islámicos. Era algo que Pakistán ya estaba haciendo, claro, pero, por lo visto, no se podía confesar públicamente.

—Un muchacho con la lengua un poco larga —bromeó Tomás—. Pero ¿por qué me habla de esos caballeros tan poco recomendables?

—Porque se trasladaron a Kabul para reunirse con Bin Laden en agosto de 2001, un mes antes de los atentados de Nueva York y Washington. La noticia de ese encuentro llegó a Langley después del 11-S y puso a la CIA al borde de un ataque de nervios. Se pensó que el asunto era tan grave que el director de la CIA, George Tener, fue derecho a Islamabad para hablar con el presidente Musharraf. Las autoridades pakistaníes detuvieron entonces a Mahmood y a Majeed, y equipos conjuntos de Pakistán y Estados Unidos los interrogaron. Mahmood negó haberse encontrado con Bin Laden.

—Y entonces, ¿qué hicieron ustedes? ¿Le hundieron la cabeza en el agua como hicieron con los fundamentalistas en Guantánamo?

—No por falta de ganas —murmuró Rebecca, tras lo que hizo una pausa—. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, no podíamos emplear de inmediato métodos tan expeditivos. En lugar de eso, nuestro personal de la CIA decidió someterlo al polígrafo. La máquina demostró que el tipo mentía.

—Sorprendente —ironizó Tomás.

—¿Verdad? Entonces interrogamos al hijo. El muchacho nos contó que Bin Laden había pedido información a su padre sobre cómo fabricar una bomba nuclear. Después de que el hijo se fuera de la lengua, Mahmood confesó que realmente se había desplazado a Kabul y que se había reunido durante tres días con Bin Laden y con su mano derecha, Ayman Al-Zawahiri. Mahmood admitió también que Al-Qaeda quería fabricar armas nucleares. Los compañeros de Bin Laden le habían dicho que el Movimiento Islámico de Uzbekistán les había proporcionado material nuclear y que querían saber cómo usarlo. Mahmood les había explicado que el material que tenían no daría ni para fabricar una bomba sucia y, mucho menos, para desencadenar una explosión nuclear. Nos dijo que le había dado la impresión de que Al-Qaeda no tenía suficientes conocimientos técnicos y que su proyecto estaba aún en fases iniciales.

—De cualquier manera, eso disipa todas las dudas —concluyó Tomás—. Al-Qaeda quiere construir armas nucleares.

Rebecca le lanzó una nueva mirada sarcástica.

—¿No decía yo que usted es un genio? ¡Claro que quiere construir armas nucleares! Es más, por eso creemos que el señor Mahmood no nos contó toda la verdad. Si Al-Qaeda no tenía suficientes conocimientos técnicos, con toda seguridad él y Majeed le facilitaron instrucciones detalladas sobre cómo fabricar una bomba atómica. Sólo que Mahmood no nos podía confesar eso, claro.

—Claro, daría al traste con todo.

La mujer guardó las fotografías en la carpeta y sacó un pliego de hojas escritas a mano.

—Ahora me gustaría que viera esto —dijo mostrándole el documento—. Tradúzcame el título.

Tomás cogió el pliego y lo ojeó. Eran veinticinco hojas escritas en árabe, con diagramas y dibujos por todas partes. Volvió a la primera página y miró los caracteres árabes del título.

—«Superbomba».

Rebecca recuperó el documento.

—Cuando invadimos Afganistán, después de los atentados del 11-S, entramos en edificios, refugios, grutas y campos de entrenamiento de Al-Qaeda y descubrimos miles de documentos e imágenes con detalles sobre las actividades y los proyectos de la organización de Bin Laden. El análisis de esa documentación reveló que Al-Qaeda estaba intentando hacerse con armas de destrucción masiva. —Señaló el pliego de hojas—. Este documento, titulado «Superbomba», lo encontramos en casa de Abu Khabab en Kabul. El señor Khabab era un miembro destacado de Al-Qaeda. —Hojeó el documento sin detenerse en ninguna página en particular—. El documento contiene información detallada sobre los distintos tipos de armas nucleares que existen. Además, en estas páginas puede encontrar todos los detalles sobre la ingeniería necesaria para provocar una reacción en cadena, incluidas las propiedades de los materiales nucleares. O sea, es un verdadero manual para construir una bomba atómica.

Guardó el manual en árabe en la carpeta y localizó otra fotografía, que volvió a enseñar a Tomás.

—Este señor se llama José Padilla y es de Chicago —dijo—. Lo detuvimos en el verano de 2002, después de que se reuniera con el jefe de operaciones de Al-Qaeda, Abu Zubaydah. Nuestro amigo Padilla le propuso fabricar una bomba atómica, pero Zubaydah le pidió que antes regresara a Estados Unidos y que consiguiera material radioactivo para usarlo con explosivos comunes y construir así una bomba sucia que permitiera contaminar un área importante. Es interesante que Al-Qaeda rechazara la propuesta de Padilla, ¿no cree? Sólo podía hacerlo si a esas alturas ya tenía en marcha su propio proyecto de bomba atómica.

—La bomba de Zacarias.

—Exacto. De otro modo, Zubaydah jamás habría rechazado la propuesta de Padilla. Con toda seguridad, Al-Qaeda ya…

—Señores pasajeros: vamos a iniciar el descenso —anunció una voz dulce, que debía de pertenecer a la azafata rubia—. Por favor, abróchense los cinturones y pongan sus asientos en posición vertical. Aterrizaremos en el aeropuerto de Ereván a las 13.35, hora local, o sea, dentro de aproximadamente media hora. Gracias por volar con…

—Aún no he entendido por qué demonios me ha arrastrado hasta Armenia —refunfuñó Tomás.

—Ya le he explicado que tenemos que aclarar todo esto —dijo Rebecca—. Mi contacto ruso opera desde Ereván y, si queremos hablar con él, tenemos que encontrarnos con él aquí. Al fin y al cabo, nosotros somos los interesados ¿no es así? Tenga paciencia.

—¿Este desvío a Ereván se debe a las inscripciones en caracteres cirílicos de la fotografía de Zacarias?

—Sí, pero no sólo hemos venido por eso. —Volvió a señalar la carpeta de cartulina—. Antes de salir de Lahore hablé con Langley y me dijeron que la fotografía era muy fiable porque coincide con toda la información de la que disponemos. Sabemos que, en la década de los noventa, algunos miembros de Al-Qaeda se trasladaron a tres Estados centro-asiáticos que formaban parte de la antigua Unión Soviética y, aprovechando el caos que siguió al desmoronamiento del sistema comunista, intentaron compra una ojiva nuclear y material para construir una bomba atómica.

—¿Y lo consiguieron?

—Estamos convencidos de que no. Pero en 1998, supimos que pagaron dos millones de dólares a un kazajo que prometió entregarles un artefacto nuclear soviético del tamaño de un maletín.

—¿Qué tipo de maletín? ¿Uno de aquellos de los que hablaba el general Lebed, el antiguo asesor de Yéltsin?

—Esos mismos.

—Si no recuerdo mal la grabación que mister Bellamy nos pasó en Venecia, el general Lebed dijo en una entrevista en la televisión estadounidense que habían desaparecido varios de esos maletines. ¿Me está usted diciendo que uno de ellos cayó en manos de Al-Qaeda?

—Es una posibilidad. Es más, ese mismo año, la revista árabe Al Watan Al Arabi publicó que Al-Qaeda había comprado veinte ojivas nucleares a mafiosos chechenos por treinta millones de dólares y dos toneladas de opio. No conseguimos confirmar esa información, pero el biógrafo de Bin Laden, Hamid Mir, reveló que Ayman Al-Zawahiri, el número dos de Al-Qaeda, le dijo en 2001 que Al-Qaeda ya disponía de artefactos nucleares. Al-Zawahiri le contó que bastaban treinta millones de dólares y un viaje al mercado negro de Asia central para adquirir material atómico de fabricación soviética. Según Al-Zawahiri, Al-Qaeda ya habría adquirido de esa forma armas nucleares en formato maletín. Se trata de fuentes diversas, pero la información parece coincidir y hasta complementarse. Como puede imaginar, es muy preocupante.

—¿Cree que la fotografía de Zacarias constituye la prueba definitiva de que todo eso es verdad?

Rebecca miró por la ventana del avión.

—Es lo que vamos a averiguar en Ereván.

El aparato ya había iniciado el descenso y se movía ligeramente con los cambios de viento. La azafata rubia pasó al lado de Tomás y le dedicó otra sonrisa encantadora, pero el historiador estaba tan embebido en sus pensamientos que ni la vio.

—¿Quién es el tipo con quien vamos a hablar?

—Prepárese para conocer a un tipo algo extraño. Se llama Oleg Alekséiev.

—Sí, pero ¿quién es?

—Es un antiguo coronel del Komitet Gosudarstveno Bezopasnosti.

—¿Cómo?

Rebecca metió la carpeta de cartulina en la bolsa y comprobó que tenía bien abrochado el cinturón de seguridad, preparándose así para la fase final del aterrizaje.

—El KGB.