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—¡Tenemos que volver!

—¿Qué?

—¡Tenemos que volver! —repitió Tomás—. ¡Inmediatamente!

El historiador estaba sentado en la camioneta con el torso desnudo. Rebecca le limpiaba la herida del pecho con un trozo de algodón empapado en alcohol. Pero Tomás tenía los ojos clavados en las murallas de caliza roja del fuerte, que ahora dejaban atrás.

—¿Qué pasa? —preguntó Jarogniew, agarrado al volante.

—Quiere volver —explicó Rebecca, mientras preparaba el vendaje.

—¿Por qué?

Todas las miradas se dirigieron al historiador, que mantenía la vista fija en el fuerte, ahora ya en segundo plano.

—Zacarias me dijo que había dejado una cosa muy importante escondida en el fuerte. Tenemos que ir a buscarla.

—¿Está usted loco? —insistió Jarogniew—. En este momento, el cuerpo de su amigo ya está rodeado de policías. Si vuelve, algún testigo podría identificarlo.

—Pero tenemos que buscar lo que Zacarias dejó allí.

—¿Qué narices puede ser tan importante?

—Por lo que entendí, se trata de una prueba relacionada con el gran atentado que están preparando.

—¿Sabría dónde encontrarla?

—En el fuerte.

—Sí, pero ¿dónde?

—Zacarias no me lo dijo.

—Entonces, ¿cómo pretende encontrar esa prueba? El fuerte es enorme…

Tomás volvió la cabeza y clavó la vista en Sam.

—«Use me».

El norteamericano respondió con una expresión vacía, propia de quien no ha entendido nada.

—¿Qué?

—El mensaje que Zacarias dejó escrito en el suelo —explicó el historiador—. Es una pista para llegar a la prueba que escondió en el fuerte.

Se hizo un silencio breve en la camioneta, durante el que los norteamericanos consideraron las consecuencias de lo que acababan de oír. Como había sido el único que había visto el último mensaje de Zacarias escrito, Sam fue el primero en entender adónde quería llegar Tomás. Venciendo sus últimas dudas, se inclinó en su asiento, abrió una bolsa y sacó una tela blanca del interior.

—Póngase este shalwar kameez y este pakol —dijo, alargando a Tomás las prendas pakistaníes—. Así nadie le reconocerá.

Sentado al volante, Jarogniew miró a su compañero con un gesto inquisitivo.

—¿Qué estás haciendo?

Sam señaló el fuerte, que desaparecía a lo lejos.

—Vamos a volver.

Esta vez, Tomás cruzó la puerta de Alamgiri y entró en el complejo del fuerte de Lahore. A su lado iba Sam, también disfrazado con un shalwar kameez, con la pistola oculta entre la ropa y los ojos atentos a cualquier amenaza.

—¿Por dónde quiere comenzar? —preguntó el norteamericano.

Dejaron atrás la puerta de Alamgiri; a un lado quedaba la Puerta de Musamman Burj, ya dentro del complejo. Ante los dos occidentales vestidos de shalwar kameez se extendía un espacio enorme, ocupado por edificios y jardines.

—Por el centro.

Atravesaron el gran jardín a buen paso. En aquel lugar reinaba una placidez beatífica. Los cuervos graznaban y los gorriones gorjeaban sin cesar. El sonido melodioso se superponía al rumor distante, pero siempre presente, de la ciudad. El fuerte estaba defendido por unos cañones antiguos que adornaban las esquinas de las murallas. Más allá se extendían las casas degradadas de la ciudad vieja, casi un vertedero de edificios decadentes y callejuelas inmundas.

En cambio, allí, en medio del jardín del fuerte, reinaba la armonía. Unos aspersores gigantes regaban las plantas y los chorros de agua alcanzaban el tronco de los árboles papiyal y el camino por el que deambulaban los visitantes, lo que obligaba a Tomás y a Sam a tener especial cuidado para no mojarse.

Rodearon el jardín y se acercaron al primer edificio, una construcción de piedra con puertas bajas. Tomás sacó del bolsillo un folleto con el plano del complejo.

—Éste es el Diwan-i-Aam —dijo identificando el edificio—. Aquí recibía el emperador mongol las visitas.

Los dos hombres se agacharon y franquearon la puerta de entrada.

—Esos mongoles debían de ser unos enanos —observó Sam, al constatar que todas las puertas del edificio eran igual de bajas.

El Diwan-i-Aam parecía una reliquia mal conservada. El mármol antiguo que decoraba el interior tenía un aspecto muy deteriorado. No obstante, los arabescos grabados en la superficie podían verse aún claramente. Las paredes parecían de yeso y estaban agrietadas. Había pintadas hechas con tiza por visitantes irrespetuosos, probablemente adolescentes enamorados, mientras que se abrían grietas en el suelo. El interior era oscuro y extrañamente fresco, en un contraste agradable con el horno de fuera. Las salas eran estrechas y parecían extraídas de un Punjab para liliputienses. Los dos hombres las recorrieron metódicamente sin encontrar nada.

—No es aquí —concluyó Tomás.

Salieron al balcón y contemplaron el patio que se extendía frente a ellos, adornado por un pequeño jardín con un lago artificial seco que dejaba ver los tubos de las canalizaciones. Más allá se veían aún más edificios y, tras las murallas, de nuevo la ciudad que se desplegaba en medio del smog.

Sam señaló los demás edificios del complejo.

—Vamos a buscar en aquel lado.

Antes de alcanzar la escalera que bajaba al jardín, Tomás lanzó una última mirada al balcón del Diwan-i-Aam. En ese momento reparó en una mancha azul, casi oculta debajo de la arcada, a la izquierda. Era una caja cilíndrica de plástico azul, con una abertura en la parte superior y unas letras pintadas en blanco:

Un contenedor de basura.

Tomás se quedó inmóvil, mirando las letras blancas en el contenedor azul. Parecía hipnotizado.

—¿Pasa algo? —preguntó Sam.

El historiador señaló maquinalmente el contenedor de basura. Se quedaron ambos contemplándolo durante un instante, casi como si temieran ver qué escondía en su interior. El primero en reaccionar fue el norteamericano. Metió la mano debajo del shalwar kameez para agarrar el arma y, aunque mantuvo la pistola escondida, adoptó una postura vigilante, como si de ese modo garantizara la seguridad del perímetro.

—Vaya a ver qué hay dentro.

Tomás se acercó lentamente e inclinó la cabeza sobre la abertura mirando el interior del contenedor de basura. Había una lata de refresco verde y una bolsa blanca de patatas fritas. Alargó la mano y apartó la bolsa, intentado ver qué había debajo. Vio entonces una superficie de color amarillo tostado, que le pareció un cartón.

—Aquí hay algo.

—Sáquelo.

Moviéndose con muchísimo cuidado, el historiador metió el brazo en el contenedor de basura y tocó la superficie amarillenta. Era un cartón o un papel grueso. Lo cogió, lo sacó y lo miró a la luz.

Era un sobre.

Inspeccionó el sobre por delante y por detrás, pero no había nada escrito en él. Indeciso, intercambió una mirada con Sam. El norteamericano le hizo señas con la cabeza, animándolo a abrirlo. Tomás buscó la abertura y descubrió que estaba sellada con una pequeña cuerda áspera. Deshizo el nudo, metió la mano dentro del sobre y notó una superficie lisa y fresca en el interior.

—¿Y bien? —preguntó Sam, impaciente.

—Calma.

Después de comprobar que no había nadie a su alrededor espiándolos, Tomás extrajo el objeto suave que contenía el sobre. Parecía una hoja plastificada, de tamaño A4. Giró la hoja y lo que vio hizo que le diera un vuelco el corazón.

—¡Dios mío!

Al ver al historiador arquear las cejas, Sam no consiguió contener la curiosidad.

—¿Qué es? ¿Qué pone ahí?

Lívido, Tomás le enseñó la hoja. Sam se percató entonces de que se trataba de una imagen ampliada de una fotografía tomada con un teléfono móvil. La imagen era oscura y algo desenfocada, pero aun así se veía bien lo que era: la foto mostraba una caja con caracteres cirílicos. En la parte superior de la caja, entre una bandera rusa y los caracteres cirílicos, había un símbolo reconocido universalmente: el símbolo nuclear.