36

La figura que apareció en la rampa de llegadas del aeropuerto de Lisboa atrajo las miradas de todo el mundo. Era una mujer cubierta de la cabeza a los pies con ropas islámicas, una imagen poco común en la capital portuguesa.

Incrustado en aquella pequeña multitud, Ahmed miró atentamente la figura tímida y reconoció sus ojos.

—¡Adara! —la llamó levantando el brazo—. ¡Adara! ¡Aquí!

Fue a recibirla al final de la rampa. A pesar de que se habían visto con frecuencia en la tienda de pipas de agua, no habían intercambiado más que algunas palabras. Adara llegaba adecuadamente tapada, pero era evidente que se había convertido en una mujer: más alta, con el cuerpo más ancho, los ojos aún como perlas relucientes y una cara angelical.

Rebosante de felicidad, Ahmed la llevó a su nuevo apartamento en el monte de Caparica, al que se había mudado para estar más cerca de la facultad. Ya en casa, le sirvió el carnero asado y el arroz árabe que Bina, la mujer de Faruk, había preparado.

—¿Está bueno? —le preguntó, intentando entablar conversación.

Adara asintió en silencio.

—¿Estás cansada?

Ella volvió a asentir con la cabeza, sin apartar los ojos de la comida. No estaba muy habladora, lo que contrarió a Ahmed. Le parecía hermosa y quería que fuera feliz, pero parecía cerrada como una concha. El novio se encogió de hombros, resignado. Pensó que ya se soltaría a su debido tiempo.

Cuando terminaron de cenar se instaló entre ellos cierta incomodidad. Ambos sabían qué tenía que ocurrir a continuación, pero no estaba claro cómo llegaría a pasar. Ahmed reflexionó sobre el asunto y optó por seguir una vía indirecta.

—¿Quieres ver la casa?

Adara levantó la mirada, que reflejaba el miedo que sentía. Entendió muy bien el sentido de la pregunta. Ahmed interpretó el silencio como un consentimiento tácito, la postura adecuada para una mujer modesta y recatada, y la llevó al cuarto. En el centro, había una cama de matrimonio grande y le hizo señas de que fuera hacia ella. Adara obedeció y se tumbó vestida sobre la cama, con el cuerpo rígido. Sus ojos mostraban todo su nerviosismo.

El marido apagó la luz y se tumbó a su lado. No sabía bien qué hacer en esas circunstancias, ya que el tema estaba prohibido incluso en las conversaciones entre hombres, pero sabía que todo pasaba entre las piernas de ella. Reunió valor suficiente y pasó con torpeza la mano por debajo del vestido y la exploró hasta detectar la abertura caliente. Sintió la erección crecer entre sus piernas y se desnudó con un movimiento rápido. Después se deslizó encima de ella e hizo fuerza para penetrarla, sin resultado. Debía de haber algún mecanismo que ambos desconocían. Se le ocurrió entonces abrirle las piernas y volvió a embestirla. Ella gimió de dolor en el momento en que el marido consiguió penetrarla.

Fue una refriega rápida y apresurada. Dos minutos después, Ahmed se levantó y fue a lavarse. Luego fue el turno de ella para las abluciones. El marido volvió al cuarto, encendió la luz y constató que había una pequeña mancha de sangre en las sábanas. Los ojos le brillaron por el alivio que sintió.

El campus universitario de la Facultad de Ciencias y Tecnología de la Universidade Nova estaba en el monte de Caparica, cerca del apartamento donde vivían. Se matriculó en Ingeniería Electrotécnica y se pasó los siguientes meses dedicado a las diferentes asignaturas de la carrera. Asistió a cursos con nombres extraños como Electrotécnica Teórica, Instrumentación y Medidas Eléctricas, Conversión Electromecánica de Energía y Electrónica de Potencia en Accionamientos. No eran las disciplinas más excitantes del mundo, pero Ahmed las completó con competencia y dedicación.

Le iban bien los estudios, pero no podía decir lo mismo de la vida doméstica. Adara estaba siempre deprimida. Era muy distinta de aquella muchacha alegre y divertida que le había llamado la atención en la tienda de pipas de agua de El Cairo.

Un día, al llegar de clase, se la encontró llorando en el sofá.

—¿Qué pasa? ¿Ha pasado algo?

La mujer se pasó la mano por la cara, limpiándose apresuradamente las lágrimas, y se levantó.

—No es nada.

—¿Cómo que no es nada? ¿Por qué estás llorando, mujer?

Adara se negaba a responder, pero Ahmed no admitió el silencio por respuesta y le exigió que le explicara qué le pasaba. No saldría de allí hasta que no consiguiera aclararlo. Tanto insistió que la mujer acabó por abrirse.

—No soy feliz.

—¿Por qué? ¿Echas de menos a tu familia?

Ella asintió con la cabeza.

—Pero no es sólo eso, ¿no? ¿Hay algo más?

Ella no dijo nada.

—¿Entonces? ¿Por qué estás tan triste?

Adara volvió a cerrarse en un mutismo obstinado. Pero la puerta se había entreabierto y Ahmed no estaba dispuesto a aceptar que las cosas quedaran así. Quería averiguar qué estaba pasando.

Volvió a insistir pasados unos días, hasta que consiguió arrancarle una confesión sorprendente.

—No me gusta este matrimonio.

La revelación le desconcertó.

—¿Qué? ¿Qué dices?

Por primera vez desde que vivían juntos, Adara alzó la vista y miró a su marido a los ojos, desafiante, como si decir aquello la liberara.

—No me gusta estar casada.

Aquella declaración era inaudita y dejó atónito a Ahmed. ¿Dónde se había visto que una mujer dijera algo semejante a su marido? ¿Se habría vuelto loca?

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso te trato mal?

—No, claro que no.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

Ella bajó los ojos. Una lágrima solitaria le recorrió el rostro.

—No estoy enamorada de ti.

Ahmed la miró sin salir de su asombro. Esperaba que ella dijera cualquier otra cosa. Todo menos aquello.

—¿Y desde cuándo importa eso? —preguntó al fin—. ¿Qué tiene que ver el amor con todo esto? ¿Eres tonta o qué?

La mujer se encogió por completo. Sus ojos, que se movían de un lado a otro, mostraban su desorientación y desesperación.

—Yo quería un matrimonio…, un matrimonio especial, ¿lo entiendes? Un matrimonio en el que hubiera pasión de verdad, que me hiciera vibrar…

—¿Estás loca?

—¡Yo quiero un amor como el de las novelas!

El rostro del marido se contrajo en una expresión de perplejidad.

—¿Qué novelas? ¿De qué estás hablando?

—Estoy hablando de los libros que leía en El Cairo a escondidas de mis padres, de Barbara Cartland, Daphne du Maurier…

—Basura —cortó Ahmed, súbitamente enfurecido—. ¡Eso es todo basura! ¡Son todo ordinarieces de los kafirun!

—Son libros bonitos —argumentó ella—. Hablan de amor, de un mundo en el que las mujeres pueden decidir su vida, en el que se enamoran, en el que se casan con el hombre al que quieren y no con el que su padre decide, en el que toman sus propias decisiones, en el que pueden…

—¡Eso es basura! —repitió el marido en un tono agresivo que la obligó a callarse—. ¡Esos libros de los kafirun no son más que obras del diablo! Querer estar guapa en público, desear atraer a los hombres, buscar el placer, divertirse… ¡Todo eso son seducciones de Satanás! ¡No olvides que esta vida es una prueba temporal! ¡El diablo tiene innumerables estratagemas para desviarnos del buen camino y esos libros inmorales de los kafirun son una de ellas! —Señaló hacia arriba—. ¡Pero Alá Al-Hakam, el Juez, todo lo observa, y si nos ve caer en la tentación nos cerrará el paso a los jardines eternos! Eso es lo que quieres, ¿acabar en el Infierno?

Adara negó con la cabeza. Vivía aterrorizada con la posibilidad de ir al Infierno.

—¡Entonces, no pierdas el juicio! —ordenó él—. Una buena musulmana evita las sensaciones animalescas de esos libros. El islam es sumisión. Las mujeres deben obediencia a sus maridos y a Dios, no a Satanás ni a la animalidad del cuerpo.

Adara volvió a mirarlo.

—Pero cuando estamos los dos juntos, cuando tú quieres intimidad…, lo que ocurre es precisamente animal. No hay romanticismo, no hay…, no sé, no hay nada. ¡Es horrible!

Ahmed respiró hondo.

—Sólo hablas así porque has leído esos libros de los kafirun, con sus descripciones licenciosas y no islámicas de la intimidad entre marido y mujer. Pero has de saber que ninguna buena musulmana debe copiar el comportamiento de las impías. ¡Una buena creyente evita vestirse como ellas, comportarse como ellas, mantener intimidad como ellas!

—Al menos las kafirun son libres.

—¡Son impías! —exclamó él, en un tono que no admitía discusión—. Esos libros asquerosos que leías apartan a las buenas musulmanas del camino de Alá.

—Me gustan las novelas.

Ahmed se pegó a la cara de la mujer y habló entre dientes, en un tono de voz bajo y tenso, cargado de amenazas:

—Te prohíbo que vuelvas a leer esas inmundicias.

Las cosas no iban nada bien en casa. La conversación permitió a Ahmed entender el problema y su origen, pero no resolverlo. Adara era infeliz y el marido empezó a intuir que su suegro tenía razón: en el fondo era una rebelde. Sabía que tendría que mantener el pulso firme para domarla y empezó a vigilarla con más atención, controlando especialmente lo que la mujer leía o veía en la televisión.

Con su matrimonio languideciendo, se dedicó con fervor a los estudios. Acabó Ingeniería en 1994, a los 25 años y, gracias a la recomendación de sus contactos en Al-Jama’a, empezó a trabajar en proyectos de una empresa saudí que abrió una oficina en Lisboa. Pero la curiosidad y cierto aburrimiento por el trabajo y por los silencios pesados en casa lo impulsaron a buscar algo diferente.

En cuanto consiguió un trabajo, se mudó a una casa mejor situada. El matrimonio dejó el monte de Caparica y se trasladó a un apartamento en la Praça de Espanha, cerca de las oficinas de la empresa y de la Mezquita Central. Poco después de acabar la mudanza echó un vistazo a las carreras que ofrecía la universidad en la que se había licenciado y descubrió que la Universidad Nova de Lisboa tenía otra facultad a dos pasos de su nuevo apartamento.

Visitó la Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades a la primera oportunidad. Lo que más le llamó la atención fue la carrera de Historia, que le apasionaba desde la época en la que el profesor Ayman le enseñó la historia del islam en la madraza de Al-Azhar. Decidió ocupar el tiempo libre del que disponía y comenzó a asistir a algunas asignaturas de esa carrera. De todas las asignaturas, la que más le interesó fue Lenguas Antiguas. Quiso saber quién la impartía y se fijó en el nombre del profesor: Tomás Noronha.