Lisboa impresionó a Ahmed.
Era la primera vez que salía de Egipto y visitaba un país extranjero, que además era occidental, por lo que sintió una desorientación brutal cuando se enfrentó a las diferencias entre los dos mundos. El contacto con los kafirun en el souq de El Cairo ya le había dado algunos indicios, pero una cosa era intuir las diferencias, y otra muy distinta era sumergirse en ellas.
La novedad que más le desconcertó al principio, algo para lo que no estaba realmente preparado, fue la riqueza que veía en Portugal: los coches brillaban de tan nuevos que parecían; las furgonetas tenían puertas automáticas; las calzadas eran impecables; no había papeles ni plásticos tirados por los paseos; las personas tenían un aspecto cuidado y sus cuerpos olían a perfume; no se veían barrios degradados, ni albañales, ni cubos de basura en las esquinas, ni bandadas de mendigos; el aire era limpio y todo parecía ordenado y arreglado.
¡Qué contraste con El Cairo!
¿Y qué decir de los comportamientos? Nunca había visto tanto kafir de una sola vez, pero lo más chocante fue observar que las mujeres andaban por todas partes exhibiendo su piel blanca. ¡Por Alá, iban prácticamente desnudas! Se les veían los brazos, las piernas, el pelo, los hombros. ¡Algunas llevaban camisas tan cortas que dejaban al aire la barriga e incluso el escote!
—¡Prostitutas! —vociferó en voz baja, indignado—. ¡Son todas unas prostitutas!
Y lo más extraordinario era que a los hombres tampoco parecía importarles demasiado. No daban señales de estar molestos con semejante impudicia. Hasta los vio tratar a las mujeres como si fueran iguales, mezclándose con ellas sin pudor. ¡Observó que muchos matrimonios iban de la mano por la calle y, con los ojos que Alá le había dado, llegó a verlos besarse en la boca en plena vía pública! ¡Qué inmundicia!
Sentía que se ahogaba en aquel mar de inmoralidad y degeneración, por lo que decidió buscar refugio en una mezquita. Le dijeron que había una cerca de Martim Moniz y la buscó, pero, por más vueltas que daba, no la encontraba. Deambuló perdido por la Baixa Lisboa y se asustó cuando vio que un policía se acercaba a él. Pensó que lo iban a detener y se preparó para huir, pero se quedó paralizado y fue incapaz de despegar los pies del suelo. El policía le habló en portugués e, inmóvil, Ahmed movió la cabeza e hizo un gesto de que no entendía lo que le decía. Después de unas primeras palabras confusas, el guardia se dirigió a él en un inglés básico, pero comprensible.
—¿Necesita ayuda?
¡El policía quería ayudarle! En El Cairo siempre veía a los policías como represores agresivos y corruptos, personas a las que había que evitar a toda costa. Aquello, en cambio, era desconcertante: aquel guardia era amable. Desconfiando, Ahmed farfulló una disculpa improvisada y se alejó lo más aprisa que pudo, convencido de que en todo aquello había gato encerrado.
¡Qué tierra aquélla!
—Estos portugueses deben de hartarse de robar a los creyentes —observó después de su primer paseo por la ciudad.
Ahmed se instaló en casa de los Qabir, una familia de musulmanes de origen mozambiqueño que vivía en Odivelas. Nadie sospechaba de la relación del visitante con Al-Jama’a, y lo habían acogido en casa como pago de antiguos favores.
—¿Por qué dices eso, hermano? —le preguntó el cabeza de familia, Faruk—. ¿Pasa algo?
—Me refiero a toda esta opulencia, a todo este dinero que exhiben los portugueses. Es gente muy rica. Sin duda, deben de haberlo robado en alguna parte.
Faruk se rio.
—¿Quién? ¿Nosotros? —Soltó otra carcajada—. ¡Somos de los pueblos más pobres de Europa occidental! ¡Hermano, tienes que viajar más por Europa para ver riqueza de verdad! ¡Hay pueblos mucho más ricos que nosotros!
Ahmed clavó la mirada en el anfitrión. Su gesto denotaba una mezcla de incredulidad y escándalo.
—¿Los demás kafirun son aún más ricos? ¡Por Alá, el expolio debe de ser increíble!
—No es del todo así, hermano. Invertimos mucho en la educación y sabemos que la verdadera riqueza proviene del conocimiento. Si viajas por este país o por el resto de Europa, verás pocas riquezas naturales. No hay petróleo, no hay oro, no hay diamantes. —Se tocó la sien con el dedo índice—. Pero tenemos conocimientos. Aquí en Occidente, sabemos hacer coches, aviones, puentes, ordenadores…, ésa es nuestra riqueza.
Ahmed se calló. Le pareció evidente que aquella familia se había desviado del islam y vivía en jahiliyya. ¡Estos supuestos creyentes estaban tan integrados que hasta se referían a los kafirun occidentales como «nosotros» y no como «ellos»! ¿Dónde se había visto algo así? Además, tenían comportamientos impropios. ¿No iba Fátima, la hija mayor de Faruk, vestida con vaqueros y mostraba impúdicamente la cara y el pelo por la calle, lo que atraía las miradas lúbricas de los kafirun? ¿Y qué decir de la mujer de su anfitrión, Bina, que a veces parecía ser quien mandaba en casa? ¿Cómo podía Faruk permitir algo así? ¿Por qué no las ponía en su sitio? Como si todo aquello no bastara, ¡Ahmed había visto con sus propios ojos cervezas en el frigorífico de aquella casa! ¿Sería posible?
El recién llegado comenzó a frecuentar la mezquita de Odivelas, pero pronto creyó que era demasiado heterodoxa. ¿Dónde estaban los llamamientos a la yihad? ¿Dónde se exigía la aplicación de la sharia? ¿Dónde se oían recitar las órdenes de Dios en el Corán de tender emboscadas contra los idólatras? ¡En ninguna parte! Por Alá, ¿qué musulmanes eran aquéllos?
Las instrucciones de Al-Jama’a a Ahmed eran que nunca debía dejar entrever que era un verdadero creyente. Debía ocultar siempre su pensamiento, incluso frente a los musulmanes portugueses. Se trataba de una medida de seguridad. No podía llamar la atención, ya que la organización quería mantenerlo a toda costa fuera de las listas de los creyentes identificados por los servicios secretos occidentales. Por eso, permanecía callado, pero se sentía confuso e indignado con tanta jahiliyya.
La gota que colmó el vaso de su paciencia llegó al final de la segunda semana, cuando cenaba con los Qabir. Fátima llegó a casa esa noche muy excitada con la noticia que le acababan de contar. Una amiga musulmana se había casado obligada por su familia con un desconocido un año antes. Ahora se había descubierto que la muchacha tenía un amante secreto y, por lo visto, había seguido en contacto con él, incluso después de casada.
—¡Vaya lío! —observó Fátima.
—Esa muchacha debería tener más juicio —dijo su madre—. ¡Siempre ha sido una cabeza loca!
—¡Oh, ya la conoces! Cuando se le mete algo en la cabeza, no hay quien se lo saque. ¡Ha decidido que su amante es el hombre de su vida, y no habrá quien la convenza de lo contrario! ¡Ahora que se ha descubierto todo, creo que se divorciará y se casará con su amante!
El alboroto despertó la curiosidad de Ahmed, que pidió que le explicaran la conversación. Fátima le resumió el asunto en su árabe titubeante y dejó al convidado atónito.
—¿Seguía viendo a su amante? —se espantó.
—Así es —confirmó Fátima.
—¿Y ahora?
—Y ahora…, fíjate: va a divorciarse.
—Pero… pero… ¿y el adulterio?
—Pues no creo que al marido le haya gustado —reconoció ella—. ¡Que no se hubiera casado por contrato! Quien anda bajo la lluvia se moja, ¿no es así?
—¡Pero cometió adulterio! —insistió Ahmed, escandalizado—. ¿Eso está permitido?
La familia Qabir se miró de reojo.
—Bueno…, claro que no —dijo Faruk.
—¡Ah, bueno! Entonces, ¿cuál es el castigo que le impondrán a esa adúltera?
El anfitrión lanzó una mirada de reprimenda a la hija por haber sacado aquel asunto en la mesa, teniendo en cuenta la presencia del huésped y sus hábitos manifiestamente conservadores. Luego encaró al egipcio con una sonrisa forzada, algo avergonzado de lo que iba a decir.
—No habrá castigo alguno.
—¿Por qué?
—Porque…, porque aquí el adulterio no es un delito.
Al oír esta revelación, el huésped se atragantó y comenzó a toser. Tosió tanto que parecía que se le iban a salir los pulmones por la boca. Cuando por fin se recuperó, sintió ganas de levantarse y gritar a toda aquella gente, de mandar a las mujeres que se pusieran el velo, de tirar las cervezas por la ventana y…
Pero se contuvo.
Sus órdenes eran que no debía revelar sus pensamientos. Tenía que ocultar a toda costa que era un verdadero creyente. Por Alá, no podía dejar de cumplir las instrucciones que le había impartido Al-Jama’a.
Se dio cuenta, sin embargo, de que no iba a ser fácil.
Pasó los primeros tres años en Lisboa aprendiendo portugués y cursando asignaturas en el instituto que le permitirían luego matricularse en la facultad. Hastiado de tanto comportamiento desviado, dejó en cuanto pudo la casa de los Qabir y alquiló un cuarto a dos manzanas de allí. La capacidad de memorización que había desarrollado al aprenderse todo el Corán en su infancia le ayudó considerablemente y, pasado un tiempo, hablaba portugués con sólo algún rastro de acento extranjero.
La modernidad que veía a su alrededor, en vez de inspirarlo y llevarlo a cuestionar todo lo que había pensado hasta entonces, le sirvió para reforzar sus creencias y alentar el mayor de los resentimientos. ¿Cómo era posible que los kafirun fueran tan ricos y los creyentes tan pobres? ¿Cómo podía Alá permitir tamaña injusticia? La respuesta era evidente: los creyentes se habían desviado del verdadero camino. ¡Habían abandonado la sharia y Dios los había castigado con aquella enorme humillación!
Por tanto, era preciso volver a las verdaderas leyes islámicas. Era necesario respetar la sharia íntegramente y devolver a la Tierra la Ley Divina. Sólo así los creyentes podían agradar a Dios y recuperar su favor, para volver a ser más ricos y poderosos que los kafirun. Era fundamental regresar a los valores del pasado para garantizar la hegemonía en el futuro.
Acabó con éxito la secundaria y, como había acordado con Al-Jama’a, se preinscribió en Ingeniería, en el Instituto Superior Técnico y en la Universidade Nova de Lisboa. Le aceptaron en ambos centros, lo que no era sorprendente dadas sus excelentes notas de secundaria y las bajas notas de acceso, y acabó decidiéndose por la Universidade Nova que, al fin y al cabo, era una universidad.
En esa época recibió una carta de El Cairo. La abrió y vio que se la enviaba Arif, su antiguo patrón en el souq. Después de los saludos y preámbulos habituales, el dueño de la tienda de pipas de agua se quejó de que Adara ya estaba en edad de casarse y quería saber si su antiguo pupilo seguía dispuesto a cumplir lo acordado años atrás.
Ahmed respondió enseguida y, en dos meses, los novios y los padres tramitaron los papeles necesarios. Cuando firmaron los documentos del matrimonio y todo estuvo listo, Ahmed se acercó a correos por última vez durante toda aquella espera y envió a El Cairo un billete de avión. En el momento en que salía del edificio no pudo contenerse y dio un salto de alegría.
¡La bella Adara llegaría pronto!