33

Zacarias había entrado por la puerta Alamgiri, lo que significaba que el muchacho ya debía llevar un rato dentro del fuerte a la espera de su antiguo profesor. Con las comunicaciones restablecidas, Tomás apretó el paso y se acercó a él. El muchacho intercambió una mirada fugaz con el historiador y siguió andando, como si no fuera con él, atravesando la plaza entre el fuerte y la mezquita.

—¡Se está marchando! —comunicó Tomás por el aparato que Jarogniew le había instalado en la ropa.

—Bluebird, ¿Charlie ha entablado contacto?

—Bueno…, me ha visto, sí.

—¿Y le ha hecho alguna señal?

Tomás dudó, con la mirada fija en la figura vestida con shalwar kameez que caminaba delante de él.

—No estoy seguro —dijo—. Me ha mirado y me ha reconocido, eso es seguro. Pero no sé si me ha hecho una señal o no. Tal vez. No lo sé.

—Sígalo.

El historiador obedeció las órdenes de Jarogniew y siguió a Zacarias. Miró a su alrededor buscando a Rebecca y a Sam, pero no los vio. La plaza no estaba tan concurrida como diez minutos antes, aunque seguía habiendo movimiento.

—Bluebird —volvió a llamar Jarogniew—, ¿cuál es la situación?

—Va camino de una gran puerta, situada al otro lado de la plaza. Es un paso estrecho.

—Es la puerta de Roshnai —identificó la voz del auricular—. Continúe tras él.

Zacarias se aproximó a la puerta y agachó la cabeza para pasar a través de la abertura angosta al otro lado. Tomás siguió su ejemplo y, al salir a la calle, vio que el antiguo alumno miraba hacia atrás, como si quisiera asegurarse de que el hombre con el que había ido a encontrarse iba tras sus pasos. Ese intercambio de miradas dio valor al historiador: era una señal clara de que debía seguir a su antiguo alumno, por lo que apretó el paso y se acercó más a él.

Caminaban ahora por las calles estrechas de la ciudad vieja de Lahore. Acostumbrado al souq de El Cairo, Tomás esperaba que esta zona fuera más pintoresca, con puestos por todas partes y cierto encanto exótico en las callejuelas. Pero allí no había nada de eso. La ciudad vieja era sucia y parecía caerse a pedazos, con edificios en ruinas y cables de electricidad que colgaban por todas partes. Las calles estaban embarradas por las tuberías de agua rotas y las cloacas a cielo abierto. Las recorrían motos, mulas, burros, carros, motocarros y algún automóvil ocasional, en una cacofonía de bocinas y radios a todo volumen. Allí, no había elegancia alguna, sólo suciedad por todas partes.

Su ex alumno se metió por una callejuela a la derecha, tan inmunda como las demás, y entró en lo que parecía una tetería improvisada. No tenía paredes en el exterior, sólo unas sillas de plástico y una enorme vasija en la que fermentaba leche. Zacarias se sentó en una silla y miró en todas direcciones. Daba la impresión de sentirse acosado.

—Bluebird, ¿cuál es la situación?

—¡Ahora no! ¡Silencio en las comunicaciones!

Crrrrrr.

Tomás aflojó el paso, entró en el establecimiento y se sentó dos sillas más allá. Vio al muchacho pedir un lassi, una bebida a base de la leche que fermentaba en la vasija y, siguiendo su ejemplo, pidió otro. Después se quedó sentado en silencio, esperando a ver qué pasaba.

—Esto está complicado, profesor.

Fue lo primero que dijo Zacarias. Su antiguo alumno habló en portugués, pero casi sin mover los labios y mirando a la calle, como si quisiera disimular. Visto desde lejos, alguien podría pensar que estaba canturreando o murmurando una oración.

Al ver su preocupación por esconder que habían entablado conversación, Tomás apoyó el codo en la mesa y dejó caer la cabeza sobre la mano de manera que la palma le tapara la boca y nadie le viera mover los labios.

—¿Y? —preguntó—. ¿Qué pasa?

—Creía que los había despistado, pero cuando estaba esperándolo en el fuerte vi a uno de ellos. Casi sentí pánico.

Tomás echó una mirada a la calle, intentando vislumbrar alguna figura sospechosa, pero no vio nada fuera de lo normal. Había personas yendo de un lado para otro y motos que pasaban con gran ruido y mucho humo, pero todos parecían ir a lo suyo.

—¿Te están vigilando?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque sé demasiado y porque les he dicho que no estaba de acuerdo con lo que están haciendo. —Se mordió los labios y entornó los ojos, como si se estuviera reprendiendo—. ¡Yo y mi bocaza! ¡Nunca aprenderé a estar callado! …

—Pero ¿sabes exactamente lo que están haciendo?

—Sé que va a haber un gran atentado. Será algo terrible, peor que el 11-S.

—¿Peor aún? —preguntó el historiador, sorprendido—. ¿Dónde?

—En Occidente.

—Sí, pero ¿dónde?

Zacarias movió la cabeza.

—No lo sé.

—¿En Europa o en América?

—Sólo sé que será en Occidente.

—¿Y cuándo será eso?

—Es algo inminente.

—¿Qué quiere decir eso? Va a ser hoy, mañana, la próxima semana, dentro de un mes…, ¿cuándo?

—«Inminente» quiere decir inminente.

El empleado del establecimiento se acercó y ambos se callaron. El hombre puso un vaso de aluminio frente a Zacarias, dejó otro frente a Tomás y regresó junto a la gran vasija de leche fermentada.

El historiador se llevó el vaso a los labios y probó el lassi: tenía el sabor fresco del yogur. Dejó el vaso de aluminio sobre la mesa y se limpió el líquido blanco que le coloreaba la comisura de los labios.

—Ya he entendido que el atentado puede ocurrir en cualquier momento —siguió Tomás—. Pero ¿quién va a llevarlo a cabo?

—Un musulmán portugués.

—¿Qué?

—En serio. Un tipo de Lisboa.

—¿Cómo se llama?

—Ibn Taymiyyah.

El profesor hizo una mueca de incredulidad.

—Ese nombre no suena muy portugués…

—¿Qué quiere que le diga? Es como se llama el tipo.

—¿Y va a cometer un atentado así por las buenas? ¿Él solito?

—Claro que no está sólo.

—Entonces, ¿con quién está?

—Con Al-Qaeda.

Al oír ese nombre, Tomás sintió que se le erizaba el vello y tuvo que tomar otro sorbo de lassi para calmarse e intentar ordenar sus pensamientos. Todo aquello empezaba a adquirir proporciones demasiado grandes. ¿Al-Qaeda? ¡Caramba, en qué estaba metido! Tuvo ganas de hablar con Rebecca o con cualquiera de los otros dos norteamericanos para que le dieran algún consejo, pero sabía que no podía hacerlo. Tendría que arreglárselas solo en aquel momento.

—A ver, ¿cómo sabes todo eso?

—Al-Qaeda pidió ayuda a los tipos con los que estoy. Necesitaban pasar por Pakistán material que consiguieron en Afganistán. Como estábamos sin personal, me pidieron que les echara una mano. Así me enteré de lo que estaba pasando.

—¿Y cómo sabes que hay un portugués involucrado?

—¿Ibn Taymiyyah? Porque hablé con él.

—¿En serio?

—Sí. Estuve sólo diez minutos con el tipo, pero lo reconocí de Lisboa y entablé conversación con él.

—¿Lo conocías?

—Sí. Lo había visto algunas veces en la mezquita y en la facultad.

—¿En qué facultad?

Zacarias lanzó una mirada fugaz a su antiguo profesor.

—En la nuestra —dijo apartando de nuevo la cabeza—. La Facultad de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad de Lisboa.

—Tienes que estar de broma…

—Creo que incluso fue alumno suyo.

Tomás volvió la cabeza, absolutamente atónito. La conversación había adquirido visos surrealistas: ¿Un antiguo alumno suyo era ahora miembro de Al-Qaeda? ¿Y ese antiguo alumno iba a cometer un atentado? ¿Qué maldito disparate era aquél?

—Disculpa, pero no recuerdo a ningún Ibn Taymiyyah en mis clases… —dijo, después de hacer un esfuerzo por recordarlo.

—¿Recuerda usted el nombre de todos sus alumnos?

—Claro que no, son demasiados. Pero un nombre así no pasa desapercibido, ¿no? ¿Ibn Taymiyyah? ¡Me acordaría de un nombre así! Tiene fuertes connotaciones históricas.

Zacarias se encogió de hombros.

—Quizá no fue alumno suyo —admitió—. Pero lo vi en la facultad, de eso no me cabe la menor duda.

El historiador se incorporó en su lugar, decidido a dejar el asunto para otro momento. Había otras prioridades.

—Bueno, después hablamos de eso —murmuró—. Ahora explícame de quién intentas huir.

Zacarias permaneció callado unos instantes, como si hasta tuviera miedo de pronunciar el nombre.

—¿Ha oído hablar del… Lashkar-e-Taiba? —susurró, volviendo a lanzar miradas en todas direcciones para asegurarse de que nadie le había oído.

—Son los tipos de los atentados de Mumbai, en 2008. ¿Estás metido con esa gente?

—Por desgracia.

—Pero… ¿cómo?

El joven se encogió de hombros, como si fuera incapaz de entender las circunstancias que lo habían llevado a meterse en aquel lío.

—¿Sabe?, vine a estudiar a un complejo educativo cerca de Lahore —dijo, señalando vagamente en una dirección—. Se llama Muridke. No sé si ha oído hablar de él.

—No.

—El Muridke tiene un campus a unos cuarenta kilómetros de aquí. Dentro hay un hospital, escuelas, una mezquita, laboratorios…, de todo. Lo llaman «complejo educativo», pero es también, en cierto modo, un campo de entrenamiento.

—¿De entrenamiento? ¿Qué tipo de entrenamiento?

—¡Hombre, para la yihad!

Tomás le lanzó una mirada escrutadora.

—¿Viniste a Pakistán para entrenarte para la yihad?

—No es exactamente así. Vine a Muridke sin saber dónde me metía. Al fin y al cabo, quien dirige el complejo es Jammaat-ud-Dawa, la Asociación para la Profesión de la Fe, que regenta más de un centenar de escuelas y seminarios por todo Pakistán, y una red de hospitales y servicios sociales. Confié en eso, claro. —Dudó—. Lo que no sabía es que… Jammaat-ud-Dawa no es más que una fachada del Lashkar-e-Taiba.

Se hizo un breve silencio, que truncó el estrépito de una moto que pasó por delante del establecimiento.

—¿Las autoridades están al tanto de eso?

Zacarias se rio sin ganas.

—Las autoridades lo apoyan —exclamó.

—¿El Gobierno pakistaní apoya a esa organización?

El joven movió la cabeza.

—El Gobierno no manda nada —dijo—. Quien está detrás de todo esto es el ISI, los servicios secretos pakistaníes. Ellos son quienes mandan en el país. Se coordinan con los talibanes, con el Lashkar-e-Taiba…, quizás incluso con Al-Qaeda, no lo sé.

El historiador hizo un gesto con la cabeza, como si todo aquello fuera demasiado para él.

—¡Qué tierra ésta!

—Los tipos del Lashkar-e-Taiba me reclutaron en Muridke. Yo era muy ingenuo y no sabía dónde me estaba metiendo. Cuando por fin lo entendí, era demasiado tarde.

La mirada de Zacarias se perdió entre las casas degradadas de la ciudad vieja de Lahore, como si estuviera inmerso en sus pensamientos, reflexionando sobre el entramado de circunstancias que lo había arrastrado de manera inexorable a aquel momento y a aquel lugar, como si no fuera más que una hoja a merced del humor inestable del viento.

—¿Los tipos de Lashkar-e-Taiba estaban vigilándote en el fuerte?

—No lo sé —dijo estremeciéndose, como si su espíritu hubiera vuelto a su cuerpo en aquel instante—. He visto a uno de ellos, eso es verdad. Pero podría ser una coincidencia.

Tomás se rascó la barbilla, pensativo. Le habría gustado pedir instrucciones a Jarogniew o a Rebecca, pero no parecía aconsejable en aquel momento.

—¿Qué quieres que hagamos ahora?

—No sé —dijo dubitativo—. Quiero salir de aquí, pero me temo que es demasiado arriesgado.

—He venido acompañado.

—¿De quién?

—Fuerzas de seguridad.

Zacarias lo miró horrorizado. Alzó la vista, como si le hubieran hablado del diablo.

—¿Qué? ¿No me diga que ha hablado con la Policía pakistaní? —Se echó las manos a la cabeza, con una expresión de alarma en el rostro—. ¡Oh, no! ¿No ha oído lo que le he dicho? ¡Esos tipos están conchabados con el Lashkar-e-Taiba, todos están conchabados! —Miró a su alrededor, desorientado—. Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Calma —dijo Tomás en tono tranquilo—. No he hablado con nadie de la Policía pakistaní.

—Entonces, ¿con quién ha hablado?

—Norteamericanos.

Zacarias miró hacia la calle, intentando identificar rostros occidentales.

—¿Dónde están?

El historiador hizo un gesto displicente en dirección al exterior.

—Por ahí andan…

—¿Y esos tipos pueden sacarme de aquí?

—Claro. En este mismo momento si quieres. Te meten en un coche y te llevan a una base militar que hay aquí cerca. Después te meten en un avión de las fuerzas aéreas norteamericanas y te sacan inmediatamente del país. Sólo hace falta que lo pidas.

El muchacho respiró hondo. Era como si su cuerpo fuera un saco de preocupaciones que se vaciaba en aquel momento.

—¡Uff! ¡Muy bien!

—¿Entonces? ¿Qué hacemos?

Zacarias se levantó de un salto, repentinamente lleno de energía y entusiasmo.

—Vámonos de aquí —exclamó, ya sin intentar disimular que hablaba con Tomás—. No hay tiempo que perder. —Hizo un gesto en dirección al camino por donde habían venido—. Pero primero tenemos que ir al fuerte.

—¿Por qué?

El muchacho dejó un billete sobre la mesa y salió a la calle, acompañado de su antiguo profesor.

—He traído una prueba.

—¿Qué prueba?

—La prueba de que se está preparando un gran atentado. Pero, cuando estaba en el fuerte, vi al tipo de Lashkar-e-Taiba rondando por allí, me entró el pánico y la escondí, porque no quería que me sorprendieran llevando algo así. ¡Ahora tenemos que ir a buscarla! Cuando usted vea…

Ibn al Kalb!

El insulto, dicho a gritos, interrumpió la conversación y paralizó a Tomás. Vio un bulto negro entre él y Zacarias, vio una hoja que brillaba al sol y, como en un sueño, la vio precipitarse sobre el cuerpo de su antiguo alumno.

—¡Ahhhh!

El desconocido estaba apuñalando a Zacarias.