32

La visita de su madre a la cárcel de Tora era siempre un acontecimiento para Ahmed. La esperaba con impaciencia. Su padre se negaba a ir a verlo. Decía que lo había avergonzado y que había llevado la desgracia y la deshonra a la familia, pero su madre era su madre. Las visitas a los reclusos que no estaban confinados en alas especiales se permitían dos veces al mes y su madre no falló nunca. Era siempre de las primeras en llegar y le traía casi siempre comida casera que hacía las delicias del hijo y compensaban el rancho austero de la prisión.

Al principio los guardas inspeccionaban con gran cuidado los paquetes, abriéndolos y hundiendo los dedos sucios en la comida. Cuando oyó a su pupilo quejarse de los registros, Ayman le explicó qué debía hacer para evitar que emporcaran la comida de esa manera.

Baksheesh.

—¿Qué?

—¡Tienes que pagar a los guardias!

Aunque fuera algo elemental, le pareció una idea genial. A partir del momento en que empezó a pagar el soborno a los carceleros, que podía ser en dinero o en tabaco, todo fue más fácil.

La madre siempre traía la ansiedad dibujada en el rostro. Al fin y al cabo, no era fácil tener un hijo en la cárcel. Pero, ese día, Ahmed vio que había algo diferente en ella: era una expresión que le bailaba en el rostro; no parecía estar tan ansiosa y tenía un aire en cierto modo feliz, lo que le sorprendió.

—¿Qué pasa? —le preguntó en cuanto se sentaron en la sala de visitas.

Ella lo miró con una sonrisa luminosa.

—No me digas que no lo sabes…

—No.

—Han admitido la petición que presentamos ante el tribunal.

Ahmed mantuvo un aire indiferente.

—¿Y?

La madre estaba escandalizada, desconcertada con la displicencia del muchacho.

—¿Y? —preguntó, sorprendida—. ¡Hijo mío, el juez ha decidido que deben ponerte en libertad! ¿Te parece poco?

Ahmed se encogió de hombros.

—Es una mera formalidad —observó sin entusiasmo—. No vale para nada.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Madre, llevo preso un año y medio. Después de haber cumplido la mitad de la pena sin que haya quejas de mi comportamiento, es normal que el juez decrete mi libertad condicional.

—Pero ¿y aún te quejas? ¡Condicional o no, recuperarás la libertad! ¡El juez ha ordenado que te suelten! ¿Te parece poco?

—¿Cuándo será eso?

—Dentro de dos semanas.

Ahmed se rio sin ganas.

—Madre, ¿se ha creído usted ese cuento?

—Claro que sí. —Lo miró con un aire desconfiado—. ¿Por qué? ¿No debería creerlo?

—Claro que no.

—¿Por qué?

Ahmed señaló al guarda de prisiones que vigilaba la sala.

—¡Porque son unos mentirosos! ¡Porque hacen lo que quieren! ¿Cree que me van a soltar alguna vez?

—Pero la decisión no la tomaron los guardas, hijo. Ni siquiera el Gobierno. Ha sido un juez.

—¿Y qué? Mire: ya ha visto cuatro casos de hermanos de Al-Jama’a a quien el juez concedió la libertad. ¿Sabe que les pasó? ¡Siguen presos! ¡El Gobierno no quiere saber nada de decisiones de jueces! Si los jueces nos ponen en libertad, el gobierno invoca las medidas especiales previstas para el estado de emergencia y nos mantiene encerrados. Sólo saldremos de aquí cuando ellos lo decidan, no cuando lo ordenen los tribunales…

Su madre recuperó la sonrisa.

—A ver, ¿acaso eres tú de Al-Jama’a?

—Bueno…, en realidad, no lo soy.

—Eso fue lo que nos dijo el tío Mahmoud, que conoce bien a la gente de la policía. Parece que se dieron cuenta de que no eres de Al-Jama’a, y por eso no van a invocar el estado de emergencia para impedir tu puesta en libertad.

Ahmed clavó los ojos en su madre, observándola con atención, como si intentase ver a través de ella.

—Madre, ¿habla usted en serio?

—Claro que sí.

—¿Eso es lo que la policía le dijo al tío Mahmoud?

Ella levantó la mano frágil y, cariñosa y tierna, le pasó los dedos cálidos por la cara.

—Hijo mío —le dijo con dulzura—, volverás a casa.

También Ayman, conocedor de las prácticas habituales del gobierno en circunstancias semejantes, reaccionó inicialmente con escepticismo ante la noticia. Sin embargo, los detalles de la conversación del tío Mahmoud con la policía acabaron por convencerlo de que la liberación de su pupilo era inminente.

—Pues tu madre tiene razón —observó Ayman, moviendo afirmativamente la cabeza—. En realidad, no estás afiliado a Al-Jama’a. Deben de haber investigado y, como es evidente, no habrán encontrado ningún documento ni testimonio que te relacione con nosotros. Por tanto, es perfectamente natural que te pongan en libertad.

Estaban en la cantina de la prisión a la hora del almuerzo y acababan de servirles la sopa. Escuchando distraídamente la opinión de su maestro, Ahmed puso un gesto de abandono.

—Me resulta del todo indiferente.

Ayman lo miró con curiosidad.

—No pareces muy satisfecho…

—¿Qué voy a hacer ahí fuera? Como mi hermano dijo, y muy bien, vivimos en una sociedad jahili que finge ser creyente. ¿Cómo crees que me siento al estar fuera y no poder hacer nada para imponer la voluntad de Alá? ¿Cómo puede un verdadero creyente vivir en medio de la jahiliyya?

El maestro recorrió la cantina con la mirada, observando a los reclusos que almorzaban.

—La mayoría de los hermanos salen de aquí rotos, con miedo de volver a enfrentarse a los kafirun que dicen ser creyentes y mandan sobre nosotros. —Volvió a mirar a Ahmed—. ¿Y tú? ¿Qué crees que te ha hecho la experiencia de la cárcel? ¿También sientes miedo?

—¿Miedo yo? —gruñó el pupilo, con la mirada encendida, indignado por la mera sugerencia—. ¡Nunca! ¿Quién crees que soy?

—¿Y entonces?

—¡Salgo de aquí con rabia! ¡Salgo de aquí sublevado! ¿Aceptaré algún día lo que nos está haciendo el Gobierno? ¡Jamás! ¿Cómo puedes pensar que soy tan débil? —Se puso la mano en el pecho—. ¡Nosotros somos creyentes y ellos persiguen a los creyentes! ¿Cómo te atreves, hermano, a pensar siquiera que tengo miedo de esos… perros? ¡Si cree que esa maldita gente me da miedo, se equivoca!

Ayman abrió las manos en un gesto de aprobación.

—¡Alabado sea Alá, eres un verdadero creyente! —exclamó—. Perdóname por haber dudado, pero debes saber que sólo unos pocos reaccionan como tú. Cuando los someten a tortura y encierro, la mayoría de los hermanos se rompe. Pero algunos, pocos y valientes como tú, ganan determinación. Ésos son la vanguardia del islam, aquellos que marchan por el océano de la jahiliyya con una antorcha en la mano y guían a la humanidad hasta Dios.

Al oír estas palabras, la indignación del pupilo se ahogó en un torbellino de emociones y dio paso a una ola embriagante de orgullo.

—Si hubiera una manera, yo también levantaría la antorcha. —Se golpeó el pecho—. ¡Yo también lo haría!

Ayman tamborileó con los dedos en la mesa.

—Hay una manera.

—¿Cuál?

—La del Profeta, que la paz sea con él.

Ahmed entornó los ojos.

—¿Qué está sugiriendo?

—La yihad.

El pupilo se calló. Hacía mucho tiempo que reflexionaba sobre el asunto. Desde que había empezado a entender el Corán y la sunna del Profeta de verdad, se preguntaba si no era su obligación obedecer las órdenes de Alá: extender la fe predicando cuando fuera posible y por la fuerza si predicar no era suficiente. Él y su maestro no habían abordado nunca abiertamente su participación en Al-Jama’a, pero era algo implícito, que siempre flotaba, como un fantasma, en las conversaciones entre ambos.

Sin embargo, había algo que cada vez se le hacía más evidente: si creía realmente en Alá y en su mensaje, tendría que obedecerle. La obediencia no era en una opción, sino una orden divina. Y la orden instituida en las últimas revelaciones de Dios al Profeta era que la humanidad entera debía someterse al islam. «Combatidlos hasta que no exista la tentación y sea la religión de Dios la única», dijo Alá en el Corán, sura 8, versículo 40. «¡Combatidlos hasta que sea la religión de Dios la única!». Por Alá, ¿podía haber una orden más explícita? ¿Cómo podría un creyente ignorar esta instrucción divina? ¡Dios mandaba combatir a los kafirun hasta que se sometieran!

¿Y él, Ahmed? Puesto que se consideraba creyente, ¿no debía ser consecuente con sus creencias? Si se había sometido a la voluntad de Alá, ¿no debía obedecer sus órdenes? ¿Cómo podría fingir que esa orden inequívoca no estaba grabada a fuego en el Corán? ¡Lo estaba! ¡La había leído: «Combatidlos hasta que sea la religión de Dios la única»! Si era un verdadero creyente, tendría que obedecerla. No tenía alternativa. Su voluntad y su opinión personal no contaban para nada.

La voluntad de Alá era soberana.

Volvió la cabeza y encaró a Ayman con determinación: la decisión ya estaba tomada, su sumisión a Dios era finalmente completa.

—¿Qué tengo que hacer?

No recibió respuesta a su pregunta hasta dos semanas después. Ayman le explicó que tenía que consultar a los hermanos para decidir cuál era el mejor camino, por lo que Ahmed quedó a la espera de instrucciones. Por primera vez, se sentía absolutamente en paz consigo mismo. Había decidido unirse a la yihad y cumplir las órdenes divinas. Por Alá, ¿podría haber mayor placer en la vida que realizar la voluntad divina?

Pasaron los días y recibió una notificación formal del día y la hora de su puesta en libertad: sería al cabo de setenta y dos horas. Enseñó la notificación al maestro, que le pidió que tuviera paciencia. Pronto tendría novedades.

En la víspera de su liberación, cuando Ahmed estaba ya en el patio despidiéndose de sus compañeros de prisión, que ocupaban otras celdas y a los que no vería nunca más, Ayman apareció y le hizo señas de que lo siguiera a una zona apartada junto al muro.

—Los hermanos me han respondido —le anunció el maestro en un susurro, lanzando miradas a su alrededor para asegurarse de que nadie los oía—. Ya está todo arreglado.

—¿Y bien?

—Queremos que prosigas tus estudios.

La decisión dejó boquiabierto a Ahmed.

—¿Estudios? ¿Qué estudios? ¡Yo quiero combatir! ¡Yo quiero unirme a la yihad!

Ayman le lanzó una mirada de leve reprobación.

—Ten calma, hermano. Cálmate y escúchame: después del nombre de Dios, ¿sabes cuál es la segunda palabra que Alá empleó más en el Corán?

Hundido aún en la frustración, el pupilo movió la cabeza con una vehemencia provocada por una furia que a duras penas controlaba.

—No.

—«Ilm» —dijo el maestro, poniéndose el dedo índice en la sien—. Conocimiento. En trescientos versículos del Corán, Alá exhorta a los creyentes a usar la inteligencia y el conocimiento. El propio Profeta, que la paz sea con él, lo afirmó: «Lo primero que Alá creó fue el intelecto». —Se golpeó la cabeza con el dedo—. Por tanto, debemos usar la cabeza.

—Está bien, usaré la cabeza. ¡Pero quiero usarla para hacer la yihad, como Alá ordena a los creyentes!

—Y vas a hacerla —le aseguró Ayman—. Puedes estar tranquilo en cuanto a eso. Pero primero tienes que adquirir conocimientos.

—¿Qué tipo de conocimientos?

El antiguo profesor de religión volvió a mirar a su alrededor, para asegurarse de nuevo de que nadie los oía.

—Ingeniería.

Al oír la palabra, Ahmed puso una mueca.

—¿Para qué?

—Recuerdo que en la madraza, el profesor de matemáticas te elogiaba mucho. Supongo que te gusta la asignatura, ¿o me equivoco?

—No, está en lo cierto. ¿Y?

—Los hermanos dicen que necesitamos ingenieros. Tú pareces tener vocación para esa disciplina. Por tanto, queremos que termines tus estudios y te licencies en Ingeniería.

Ahmed respiró hondo, resignado.

—Muy bien, si ésa es la voluntad…

—Ésa es la voluntad de los hermanos, sí.

—Pero ¿me garantiza que tomaré parte en la yihad?

—A su debido tiempo, recibirás instrucciones al respecto, inch’Allah. Pero será sólo cuando acabes la carrera de Ingeniería.

—Está bien.

—Y ya hemos escogido el sitio donde estudiarás.

A pesar de la frustración, Ahmed casi se rio.

—¡Por Alá, eso sí que es organización! —exclamó—. ¿Adónde me mandan? Espero que al menos sea en El Cairo…

El maestro negó con la cabeza.

—Nuestro país es demasiado peligroso, hay muchos policías en las universidades que vigilan a los estudiantes. Además, no olvides que tienes antecedentes. Tendrás que dejar Egipto.

—¿Qué?

—Aquí te cogerían pronto.

—Entonces quiero ir a la Tierra de las Mezquitas Sagradas —dijo en tono perentorio—. Es el único país que aplica la mayor parte de la sharia.

Ayman volvió a negar con la cabeza.

—No —repitió—. No vas a ir a Arabia Saudí. Allí ya tenemos mucha gente. Te queremos totalmente fuera de los circuitos habituales. Tenemos otro destino para ti.

—¿Cuál?

—Europa.

La noticia desconcertó al pupilo.

—¿Yo? ¿A Europa? —No podía creer lo que estaba oyendo—. Pero ¿se han vuelto locos? ¿Quieren mandarme a vivir junto a los kafirun?

—Cálmate, hermano —le pidió Ayman, poniéndole la mano en el hombro para serenarlo—. Queremos mandarte a un sitio donde nadie te vigilará y donde te sentirás a gusto. El mundo islámico está lleno de gobiernos jahili que sólo hacen lo que los kafirun quieren. Aquí no estarías seguro. Necesitamos enviarte a un sitio donde pases absolutamente desapercibido.

Ahmed se frotó la barbilla, pensativo.

—Ir a Europa es un gran sacrificio —dijo—. Si realmente me quieren en la tierra de los kafirun, tengo una condición: necesito que me proporcionen medios para casarme.

Ayman se quedó boquiabierto.

—Por Alá, ¿tienes novia?

—Estamos prometidos desde los doce años.

—Eres una caja de sorpresas, hermano —exclamó el maestro—. Puedes contar con la ayuda de Al-Jama’a, no te preocupes. Además, el matrimonio es la forma ideal de pasar desapercibido. ¡Es… perfecto!

Ahmed respiró hondo, satisfecho por la evolución de los acontecimientos.

—Entonces estamos de acuerdo —dijo—. ¿Adónde quieren que vaya? Hay muchos hermanos que van a Londres…

—Justamente, ése es el problema. En Londres ya hay demasiados hermanos y los kafirun comienzan a desconfiar. No podemos mandarte allí. Tienes que ir a un sitio más tranquilo, donde pases inadvertido.

—¿Qué es lo que Al-Jama’a tiene en la mente?

—Al-Ándalus —anunció el maestro—. Queremos que vayas a una de las grandes ciudades del califato de Al-Ándalus.

—¿El califato de Córdoba?

—Sí.

—¿Quieren que vaya a Córdoba?

Con una sonrisa que dejó entrever los dientes podridos, Ayman negó una última vez con la cabeza y anunció el destino que habían reservado para su protegido.

—Al-Lishbuna.

—¿Cómo?

El maestro sacó del bolsillo una hoja muy arrugada y la abrió, y se la mostró a su pupilo: era un pequeño mapa de Europa. Señaló con el dedo deforme y sucio una ciudad en el extremo occidental de la península Ibérica.

—Los kafirun la llaman «Lisboa».