31

Crrrr.

—Bluebird.

La voz rasgó el aire con su tonalidad eléctrica y el zumbido áspero de la electricidad estática.

—Bluebird, ¿me oye?

Crrrr.

Tomás se ajustó el pequeño artilugio que le habían instalado en el oído, intentado mejorar la recepción.

—¿Es a mí? —preguntó el historiador.

—Sí —confirmó la voz—. ¿Me oye bien?

—Muy bien.

Crrrr.

—¿Ha localizado a Charlie? —preguntó Jarogniew en el auricular, lo que produjo de nuevo perturbaciones en la electricidad estática.

—¿Qué Charlie?

—El tipo con quien se va a reunir. Ya se lo he explicado en la camioneta: usted es «Bluebird» y él es «Charlie».

El historiador miró a su alrededor intentando reconocer algún rostro en la plaza. Había mucha gente circulando por el lugar, sobre todo musulmanes, pero ninguno de ellos era su ex alumno.

—No, todavía no he visto a Zacarias.

Fuck! —protestó Jarogniew—. ¡No use su verdadero nombre, goddamn it! Él es Charlie, ya se lo he dicho.

Tomás chasqueó la lengua, impaciente.

—¡Pero qué pantomima tan absurda! —se quejó, entornando los ojos—. ¿Por qué no lo podemos llamar por su nombre? ¿Para qué tenemos que usar esos códigos idiotas? Ni que estuviéramos en una película. ¿Tengo cara de 007? ¿Qué payasada es ésta?

—Seguridad.

—¿Qué seguridad?

Jesus! Odio trabajar con aficionados. Sólo hacen disparates —murmuró Jarogniew, apretando los dientes por la impaciencia—. Oiga, Bluebird, tiene que entender que los tipos con los que tratamos tienen acceso a la tecnología. Si supieran que se va a producir este encuentro, lo natural sería que vigilasen las frecuencias de radio. Si lo hacen, darán con nosotros. Por eso le aconsejo que use los nombres en clave que le he dado en la camioneta. ¿Me ha entendido?

El historiador suspiró y acató las órdenes sin estar convencido del todo.

—Sí.

Crrrr.

—Miró una vez más a su alrededor. El fuerte de Lahore parecía un oasis tranquilo, abierto en medio del infierno urbano. A pesar de eso, en la plaza, junto a la entrada del fuerte, había mucho movimiento. Eran los creyentes que salían de la mezquita de Badshahi, una de las mayores y más bellas del mundo, un edificio elegante con cuatro minaretes situado justo al otro lado de la plaza. El fuerte y la mezquita estaban construidos en el imponente estilo mongol, caracterizado por las paredes gruesas, la pintura de color ladrillo y por cúpulas amplias que le recordaban las stupas tibetanas. Al fin y al cabo, el estilo mongol había producido obras grandiosas como el Taj Mahal.

Pero más que la mezquita espectacular, lo que le impresionaba era sobre todo la puerta de Alamgiri, la puerta de acceso al fuerte. Se trataba de una entrada enorme. Tomás sabía por los libros de historia que, en el periodo mongol, los miembros de la familia real solían entrar por ella a lomos de elefantes. ¡Qué espectáculo debía de haber sido!

Miró el reloj: las doce menos cuarto.

Faltaban quince minutos para la hora acordada con Zacarias. Volvió a pasar la vista por la plaza, mirando atentamente los rostros de los que pasaban, pero siguió sin identificar el rostro familiar del ex alumno. ¿Habría ocurrido algo? ¿Se presentaría Zacarias?

Crrrr.

—Bluebird.

Esta vez era una voz femenina la del auricular.

—¿Qué pasa, Rebec…?

No terminó de pronunciar el nombre, al recordar lo que Jarogniew le había dicho minutos antes. No podía llamar a nadie por su nombre, pero tampoco conseguía recordar el nombre en clave de Rebecca.

—¿Qué, Shopgirl?

—Estoy en…, crrrr…, justo en… crrr…, minarete que…

Crrrr.

—¿Repítalo?

Crrrr.

—… no sé…

Crrrr.

—¿Shopgirl?

Parecía que había perdido contacto con Rebecca. Por seguridad, Tomás llamó a Jarogniew por su nombre en clave.

—¿Alpha? ¿Va todo bien?

Crrrr.

Estaba claro que, por algún motivo, se habían interrumpido las comunicaciones. Irritado, Tomás dio medio vuelta y volvió a la camioneta renegando.

—Me he quedado sin señal.

En cuanto entró en el vehículo, Jarogniew le quitó del cinturón el pequeño receptor y comenzó a hacer pruebas para detectar el problema. Al ver que había surgido un imprevisto, Rebecca también volvió a la camioneta para enterarse de lo ocurrido.

—Tienes diez minutos para arreglarlo —avisó a Jarogniew.

—Tranquila —replicó el agente, concentrado en el aparato.

Tomás y Rebecca se instalaron en los asientos traseros. Era una espera tensa. Casi era la hora del encuentro y había problemas con las intercomunicaciones. ¿Qué sería lo siguiente? Acostumbrada a trabajar bajo presión, la mujer era consciente de que en ese momento no podía hacer nada y que lo mejor era relajarse. Tenía que quitarse el problema de la cabeza y distraerse.

—Aún le estoy dando vueltas a lo que me ha contado hace poco —murmuró—. Confieso que me he quedado atónita.

—Lo entiendo —replicó Tomás—. Pero no es para tanto.

—¿Cómo que no es para tanto?

El historiador movió la cabeza de un lado a otro.

—Hay que tener presente que Mahoma era un hombre del siglo VII —dijo—. Las cosas que hizo deben juzgarse en su contexto histórico. La realidad es que Mahoma unió a los árabes y levantó una civilización; promovió el monoteísmo; impulsó la caridad; estableció reglas de convivencia… Hizo muchas cosas. No cabe duda de que fue un gran hombre. No podemos juzgarlo con la moral occidental de hoy en día. Nuestra moral está impregnada de valores cristianos, aunque ni siquiera nos demos cuenta, por lo que tendemos a ver las cosas a través de esos valores.

—¿Está insinuando que debemos aceptar lo que hacen los fundamentalistas?

—No, en modo alguno. Tenemos que ser tolerantes con los tolerantes e intolerantes con los intolerantes. ¡Inglaterra y Estados Unidos fueron tolerantes con el nazismo y mire el resultado! No podemos ser ingenuos y pensar que hay espacio para el diálogo con los intolerantes. ¡No lo hay! Al-Qaeda es intolerante. El Lashkar-e-Taiba es intolerante. Hamás es intolerante. Siguen al pie de la letra el Corán y aspiran a imponer el islam en todo el mundo. A veces veo a intelectuales occidentales defender el diálogo con Al-Qaeda o con Hamás y me dan ganas de reír. Eso sólo lo puede decir quien no tiene la más mínima noción de…

—Señores, ¿pueden callarse de una vez?

Era Jarogniew, que estaba probando el aparato.

—Hablaremos más bajo —prometió Rebecca.

—¡Estoy intentando concentrarme, goddamn it!

—¡Vale, está bien! —dijo ella, que bajó la voz enseguida—. Lo que dice, Tom, es que tenemos que enfrentarnos a los musulmanes.

—No.

—Disculpe, es lo que he deducido de sus palabras.

—Lo que he dicho es que tenemos que enfrentarnos a lo que se conoce generalmente como «fundamentalismo».

—Pero los fundamentalistas aplican los preceptos del Corán y el ejemplo del Profeta, ¿no?

—Sí, es cierto.

—¿No los convierte eso en verdaderos musulmanes?

Tomás se rio.

—Habla usted como Bin Laden.

Rebecca esperaba que Tomás continuara. Sin embargo, al ver que Tomás seguía callado, insistió:

—Debo decir que no ha respondido mi pregunta…

—No sé qué responder… —confesó el historiador—. Es un tema muy delicado. Cuando estuve en El Cairo me di cuenta de que, en lo más íntimo, muchos musulmanes se preguntan si los fundamentalistas no tienen razón. A fin de cuentas, todo lo que dicen los fundamentalistas tiene su apoyo en los versículos del Corán y en ejemplos de la vida de Mahoma. No se inventan nada. Eso, como se imagina, inquieta a muchos musulmanes, sobre todo porque el Corán establece que, para ser un verdadero musulmán, es necesario respetar todos los preceptos del islam, no sólo algunos de ellos. Nos guste o no, hacer la yihad contra los infieles es uno de los preceptos. Punto final.

—Si es así, ¿por qué la mayoría de los musulmanes no siguen al pie de la letra esos preceptos?

—¡Eso daría para una conversación muy larga! —Hizo una pausa—. ¿Quiere que se lo explique?

—Sí, mientras Jerry resuelve el problema.

Tomás miró al norteamericano, que inspeccionaba el aparato de sonido, y después miró a la multitud afuera. No había rastro de Zacarias. Aunque lo hubiera, Rebecca tenía razón. No podían hacer nada mientras no se resolviera el problema técnico.

—Mire, si nos tomamos al pie de la letra las órdenes que contienen ciertos preceptos religiosos, como el Corán o la Biblia, la violencia es inevitable.

—¿La Biblia también?

—Claro —exclamó, intentando abstraerse del problema que los preocupaba en aquel momento—. ¿No ha leído en el Antiguo Testamento la orden divina de lapidar a las adúlteras? ¡Si lo cumpliéramos al pie de la letra…! Por eso, los judíos y los cristianos evitan las lecturas literales de la Biblia, y lo mismo hacen los musulmanes seculares respecto al Corán. Entienden que los tiempos han cambiado y que algunos de los preceptos establecidos por Mahoma en el siglo VII reflejan la realidad de ese siglo y no pueden extrapolarse a la actualidad. Esos musulmanes son genuinamente pacíficos. Son musulmanes, pero quieren vivir en paz y aceptan a Occidente. Lo que ocurre es que otra parte de los musulmanes creen en la lectura literal de la ley islámica. Algunos creen que es necesario aplicar la sharia de forma íntegra inmediatamente: son los que conocemos normalmente como «fundamentalistas» y «radicales». Me refiero a los fanáticos que nos declaran la guerra hasta la muerte y perpetran matanzas por todas partes. Hay otros fundamentalistas conservadores. Ésos también quieren acabar con Occidente, pero entienden que el enemigo es más fuerte y prefieren un entendimiento temporal, a la espera del momento más propicio para atacar.

—¿Y los gobiernos de esos países? ¿Qué piensan?

—Hay de todo, como bien sabe. Pero aquellos que no son fundamentalistas ni conservadores están bajo el punto de mira de su propia población.

—¿Por qué?

—Por violar la sharia —observó el historiador—. Por ejemplo, la ley islámica exige que se apedree a las adúlteras hasta la muerte, como ya exigía el Antiguo Testamento. Sólo que eso, como puede imaginarse, choca con la moral occidental. ¿No dijo el propio Jesús en defensa de una adúltera «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra»? Hay gobiernos musulmanes que están bajo la influencia de la cultura occidental y prescriben penas más leves para este tipo de delitos. Pero ¿no ordenó Mahoma la lapidación de las adulteras? Si un gobierno es musulmán, ¿por qué no cumple la orden del Profeta? Estas preguntas son difíciles de responder, lo que pone a estos gobiernos en jaque.

—¿La población musulmana cree que se debe lapidar a una adúltera hasta la muerte?

—Mucha gente lo cree, sí.

—Está bien, pero es la mentalidad de un pueblo ignorante…

—¡Se equivoca! Muchos musulmanes instruidos e ilustrados son fundamentalistas. Fíjese que la principal característica de los fundamentalistas islámicos es la voluntad de respetar íntegramente y de verdad el islam. Si el Corán manda rezar cinco veces mirando a la Meca, rezan. Si el Corán manda dar limosnas a los pobres, las dan. Si el Corán ordena cortar la mano a los ladrones, se la cortan. Si el Corán manda matar a los infieles que no acepten la humillación de pagar un impuesto discriminatorio, los matan. Es tan sencillo como eso. Para un fundamentalista no existen las zonas grises. Lo que el Corán y el Profeta ordenan debe hacerse y se corresponde con lo bueno. Los que no obedecen el Corán y al Profeta son infieles y están al servicio del mal. Y se acabó. Los musulmanes se encuentran en el reino de la luz; y los infieles, en las tinieblas.

—Todo eso ya lo sé —dijo Rebecca—. Pero ¿cómo es posible que esa gente no evolucione con el tiempo? ¡Eso es lo que no entiendo!

—No lo entiende, porque no conoce la historia del islam —la cortó Tomás.

Se encogió en su asiento y sacó un mapa de la bolsa de viaje que tenía a los pies. Abrió el mapa sobre su regazo y señaló distintos lugares.

—Fíjese: desde la época de Mahoma, los musulmanes se acostumbraron a atacar y a dominar pueblos. Se expandieron rápidamente por Oriente Medio y por el norte de África, tomaron la India por la fuerza, los Balcanes y la península Ibérica, y llegaron a atacar Francia y Austria.

—Pero siempre he oído decir que las relaciones de los musulmanes con las demás religiones eran pacíficas…

—¿Quién le dijo eso?

—Lo leí en un artículo. Decía que las cruzadas iniciaron las hostilidades entre cristianos y musulmanes.

Tomás se rio.

—¡Eso es un cuento! ¡Las cruzadas fueron el primer esfuerzo de los cristianos para abandonar la actitud defensiva, después de soportar ataques durante cuatro siglos! Sólo con las cruzadas, los cristianos se alzaron contra los musulmanes y pasaron a la ofensiva. —Tomás señaló otros puntos en el mapa—. Fueron la primera respuesta de los cristianos a los continuos ataques de los musulmanes. Además de reconquistar Tierra Santa, los cristianos recuperaron la península Ibérica y, con los descubrimientos portugueses, comenzaron a expandirse por el mundo. En poco tiempo, surgieron imperios europeos por todo el planeta. Hasta potencias pequeñísimas como Portugal ocuparon áreas dominadas por el islam, como partes de la India y el estrecho de Ormuz, y llegaron incluso a levantar fuertes en plena Arabia, la tierra que el Profeta, antes de morir, dijo que sólo los musulmanes podían ocupar. Pese a la inaudita expansión europea, el islam mantuvo el objetivo declarado de conquistar toda Europa e hizo una última tentativa de retomar la ofensiva, atacando de nuevo al sacro Imperio romano en el siglo XVII, pero el segundo sitio de Viena fracasó y los ejércitos islámicos se batieron en retirada. Fue la consumación del descalabro. Se sucedieron las derrotas, hasta que los europeos entraron en pleno corazón del islam.

—En el siglo XIX.

—Antes —corrigió Tomás—. Napoleón invadió Egipto en 1798. Como puede imaginarse, los musulmanes se quedaron desconcertados. Lo peor fue comprobar que quien expulsó a los infieles franceses de Egipto no fueron los ejércitos islámicos, como sería de esperar, sino un pequeño escuadrón británico. ¡El islam entendió entonces que las potencias europeas podían invadir a placer sus tierras y que, para más inri, sólo otras potencias europeas podían expulsarlas!

—Bueno, en cierta medida, hubo justicia poética, ¿no le parece? —observó Rebecca—. Los musulmanes se pasaron siglos comportándose como imperialistas e invadiendo país tras país. Alguna vez tenían que probar su propia medicina…

—Visto bajo ese prisma, es verdad. Sólo que descubrieron que esa medicina era muy amarga, cuando la expansión europea en territorio islámico se acentuó en el siglo XIX, cuando los británicos ocuparon Adén, Egipto, el golfo Pérsico, y los franceses colonizaron Argelia, Túnez y Marruecos. El apogeo de este proceso fue la derrota del Imperio otomano en la Primera Guerra Mundial. Gran Bretaña y Francia destrozaron todo Oriente Medio: los británicos ocuparon Iraq, Palestina y Transjordania, y los franceses, Siria y el Líbano. El símbolo de ese dominio occidental sobre el islam fue la abolición del califato otomano, en 1924.

—¡Está bien, pero todo eso es historia! —argumentó Rebecca—. Que yo sepa, todos esos países han recuperado su independencia. Además, fueron los propios turcos quienes abolieron el califato. Fueron los propios turcos, no Occidente…

El historiador dobló el mapa y lo guardó de nuevo en la bolsa de viaje.

—¿Cree que todo eso es historia? Tenga en cuenta que no es así como lo ven los musulmanes. Nosotros, los occidentales, vemos la historia como algo que ya ha pasado y que no debe condicionarnos. Es, una vez más, la cultura cristiana que nos orienta, sin que seamos conscientes. Pero los musulmanes no son cristianos y ven las cosas de forma diferente. ¡Afrontan acontecimientos que ocurrieron hace mil años como si sucedieran ahora!

—Eso es una exageración…

—¡Ojalá! Sé que para nosotros todo esto parece extraño, pero el pasado tiene una importancia desmesurada para los musulmanes. En él es donde hallan la orientación religiosa y legal. En el fondo, los musulmanes creen que el pasado refleja los propósitos de Dios, y por eso toda la historia es muy actual. De ahí que la colonización de los países islámicos por los europeos los desconcierte por encima de todo.

—Pero hace mucho tiempo que recuperaron la independencia —insistió Rebecca—. Por lo que sé, la mayor parte de los países islámicos dejaron de ser colonias entre 1950 y 1970…

—Es verdad, pero para ellos es como si hubiera ocurrido ayer. Fíjese en que el islam fue la principal civilización del planeta en el periodo en que el cristianismo estaba sumergido en la Edad Media. Los musulmanes se acostumbraron a verse como los guardianes de la verdad divina y veían su supremacía como una consecuencia natural y lógica de eso. Pero, de repente, tuvieron que confrontar la reconquista cristiana, las consecuencias de los descubrimientos portugueses y, con el siglo de las luces, y de un día para otro, vieron que Occidente dominaba el mundo. ¡Los infieles occidentales, que hasta entonces sólo se habían defendido, se habían convertido en los señores del planeta, y llegaron a colonizar los países islámicos! La capital del califato, Estambul, puso fin al propio califato y, por decisión de Atatürk, pasó a imitar la cultura y el sistema secular de los infieles occidentales, y separó la religión del Estado. ¿Cómo cree que afrontan los musulmanes esa transformación?

—No creo que les haya gustado mucho.

—¡Claro que no les ha gustado! Y, para empeorar las cosas, el contraste entre la calidad de vida de las dos civilizaciones se volvió escandaloso. Muchos musulmanes comenzaron a comparar su vida con la de los occidentales, y eso les hizo preguntarse por qué los países islámicos vivían en la pobreza y tenían gobiernos corruptos; por qué estaban tan atrasados en relación con Occidente; por qué diablos no conseguían fabricar coches bonitos y llegar a la Luna. Incapaces de hacer frente al dominio tecnológico y financiero de Occidente, esos musulmanes concluyeron que sólo conseguirían responder en el ámbito cultural. ¿Y qué tenían? ¡El islam! ¿No fue el islam el que dominó el mundo, de la India a la península Ibérica? ¿No creó Mahoma una civilización en pocos años? ¿Cómo lo hizo? La respuesta era sencilla: respetando la ley islámica en su integridad. Luego, la respuesta para los problemas de hoy también podía ser la misma. Muchos pensaron que el problema era que habían abandonado la fe y que si respetaban de nuevo todos los preceptos del islam recuperarían el esplendor de antaño con toda certeza.

—Y eso fue lo que les llevó al fundamentalismo.

—¡Exactamente! Cuando un musulmán dice que se siente humillado por Occidente, no quiere decir que Occidente lo maltrata, sino que es humillante ver la superioridad de Occidente sobre el islam en el plano económico, cultural, tecnológico, político y militar. El pecado de Occidente es mostrarse más poderoso que el islam. De ahí al razonamiento siguiente sólo hay un paso. Muchos musulmanes creen que si rechazan la modernidad y cumplen los preceptos del Corán y el ejemplo del Profeta al pie de la letra, recuperarán la gloria y el islam dominará de nuevo el mundo.

—Y eso fue lo que los fundamentalistas comenzaron a defender después de la caída del califato otomano.

Tomás hizo una mueca.

—En realidad, este retorno a los fundamentos del islam comenzó con un jeque medieval llamado Ibn Taymiyyah, que defendió la interpretación literal del Corán y del ejemplo de Mahoma, y recibió un gran impulso en el siglo XVIII, avivado por la invasión napoleónica de Egipto. En esa época vivió en Arabia un teólogo llamado Al-Wahhab, que, inspirado en Ibn Taymiyyah, rechazó las innovaciones que se habían realizado a lo largo del tiempo, preconizó el regreso del islam a sus fuentes originales, el Corán y la sunna del Profeta, y estableció que la yihad era un deber fundamental de los musulmanes. Al-Wahhab declaró que todos los musulmanes que no respetaban el islam al pie de la letra eran infieles y se alió con un emir tribal llamado Ibn Saud. Unidos, conquistaron lo que hoy es Arabia Saudí y crearon una dinastía que aún hoy gobierna el país. Los Saud se mantienen como jefes políticos, y los descendientes de Wahhab, como líderes religiosos. En cualquier caso, lo más importante es que los wahhabistas están en la actualidad dedicados en cuerpo y alma a la gestión de las madrazas y las universidades.

—¿Qué?

—En serio. La educación saudí se basa hoy en día en el fundamentalismo más primario. Ve el problema que eso genera, ¿no? El control del sistema educativo saudí por los wahhabistas significa que los saudíes aprenden desde niños, en la escuela, el islam de la yihad, de la matanza de los infieles, de la mutilación de los ladrones, de la lapidación de adúlteras hasta la muerte… y otros preceptos similares. ¡Y por si eso fuera poco, en el siglo XX apareció el petróleo!

Rebecca hizo una mueca de extrañeza.

—¿Qué tiene el petróleo que ver con todo esto?

El historiador se frotó el pulgar contra el índice.

—Dinero —explicó—. El petróleo enriqueció a los saudíes. De pronto, los wahhabistas dispusieron de dinero a raudales, y ¿se imagina en qué decidieron emplearlo?

—¿En levantar mezquitas enormes?

Tomás soltó una carcajada.

—También —dijo—. Pero, sobre todo, lo emplearon para financiar madrazas en todo el mundo islámico, con lo que consiguieron controlar toda la materia pedagógica que se enseñaba en ellas.

—¡Dios mío!

—¡Pues sí! En poco tiempo, todas las escuelas a lo largo y ancho del mundo islámico se convirtieron en viveros de fundamentalistas. Los nuevos currículos educativos propugnan el regreso al siglo VII, la matanza de infieles y el rechazo de la modernidad, alegando que el retorno al islam original situaría a los musulmanes en la vanguardia de nuevo.

—¡Pero eso no tiene mucho sentido! ¿Cómo van a volver a la vanguardia rechazando la modernidad? No lo entiendo…

—Bueno, tiene que entender que el mensaje de retorno a los orígenes les llegó en un momento de vulnerabilidad, en el que muchos musulmanes se sentían humillados por el colonialismo y por ser ciudadanos de segunda en su propia tierra…

—Pero ¿no era precisamente eso lo que ellos hacían con los cristianos, los judíos y los hindúes? ¿No se habían pasado siglos convirtiendo a otros en ciudadanos de segunda, obligándolos a pagar impuestos discriminatorios y humillantes para poder vivir en su propia tierra?

—Claro que sí —reconoció Tomás—. Pero cuando los cristianos se lo hicieron a ellos, no les gustó y, como es lógico, se sintieron humillados. Esa humillación fue la parte negativa, aunque quizá pedagógica, de la colonización europea. En cambio, la moneda tenía dos caras, y la otra era positiva. Los europeos construyeron infraestructuras que los países islámicos no tenían, instituyeron sistemas escolares y servicios públicos que no existían y abolieron la esclavitud. Bien visto, no hay comparación entre el grado de desarrollo de los territorios islámicos que fueron colonizados por los europeos y los que permanecieron bajo dominio musulmán. Sólo los palestinos crearon siete universidades desde la ocupación israelí en 1967. ¡Compárelo con las ocho universidades de la inmensamente rica Arabia Saudí o con el atraso de Afganistán! Y eso por no hablar del oscurantismo. Sólo para que se haga una idea: ¡desde el siglo IX, en todo el islam se han traducido unos cien mil libros, exactamente el número de libros que se traducen hoy en día en España en un solo año!

—Entonces, ¿dónde radica la confusión de los fundamentalistas? ¿No se dan cuenta de las ventajas de la modernización?

—Los fundamentalistas y los conservadores ven las cosas de manera diferente. ¿Qué le vamos a hacer? Ellos creen que Occidente superó al islam porque se desviaron de las leyes divinas y, bajo la influencia de los wahabitas financiados por el petróleo saudí, consideran que sólo el retorno a las prácticas del siglo VII les permitirá tomar de nuevo la delantera. No tienen nuna visión humanista del mundo, sino una visión ortodoxa islámica.

—¿Qué porcentaje de musulmanes piensa de esa manera?

—Es difícil saberlo. Yo diría que el musulmán medio sólo aspira a vivir su vida en paz y sosiego, a respetar a Dios y a ser feliz. Pienso que éstos son la mayoría. Tienen un conocimiento superficial del islam, desconocen los fundamentos islámicos de la yihad, pero saben que no quieren vivir en un país donde se aplique la sharia en su totalidad.

—Por tanto, la mayoría es secular.

—Sí, creo que podríamos decir que sí. No obstante, en algunos casos, la mayoría de la población musulmana puede ser fundamentalista. ¿No contó la Revolución islámica con amplio apoyo en Irán? ¿No ha ganado Hamás las elecciones en Palestina? ¿No ganó el Frente de Liberación Islámica la primera vuelta de las elecciones en Argelia? Y no ganó la segunda vuelta porque se cancelaron los comicios. ¡Los fundamentalistas argelinos se dedicaban a cortarle el cuello a miles de personas, pero, por lo visto, contaban con el apoyo de la mayoría de la población! Eso prueba que los fundamentalistas gozan de un apoyo popular mayor del que nos gustaría creer, aunque en general sean minoritarios.

—Por tanto, si lo he entendido bien, tenemos a los fundamentalistas, a los conservadores y a los seculares.

—Sí, y los laicos son la tendencia mayoritaria —insistió Tomás—. Pero no se haga ilusiones: los otros dos grupos son muy peligrosos y, en algunos países islámicos, son mayoría. Sería ingenuo creer que los musulmanes son todos muy tolerantes y que el conflicto se debe a meros problemas sociales y a la existencia de Israel. Desgraciadamente, la cuestión es mucho más compleja y peligrosa. La mayoría puede ser laica pero, al mismo tiempo, es silenciosa. En cambio, la minoría fundamentalista es muy activa y ruidosa.

—Ya veo.

—El islam está, pues, viviendo un gran resurgir. Existe una voluntad muy fuerte por parte de algunos musulmanes de pasar a la ofensiva y de extender el islam por todo el planeta, imponiendo…

—¡Listo!

Miraron hacia delante y vieron a Jarogniew con el aparato en la mano, preparado para volver a instalarlo. Tomás se incorporó y se acercó al hombre, que ajustó el aparato al cinturón del historiador y comenzó a hacer las conexiones.

—¿Cuál era el problema?

—Había unos cables que no hacían bien el contacto —explicó Jarogniew—. Es un problema frecuente y, a veces, pone en peligro las operaciones. Me acuerdo de una vez que…

Tomás ya no le oía. Tenía los ojos fijos en un muchacho vestido con un shalwar kameez blanco y un turbante gris. Su aspecto le resultaba familiar, pero no estaba seguro: llevaba una barba negra muy larga y estaba muy delgado. Sin embargo, todas sus dudas se esfumaron cuando el muchacho levantó el rostro por unos instantes.

—Es él —murmuró.

—¿Qué?

—Charlie ha llegado.