29

La ansiedad y la impaciencia le carcomían. Tomás miró el reloj por décima vez en apenas cinco minutos y respiró hondo, sin saber si deseaba que el tiempo se acelerara o se ralentizara. Cerró los ojos y deseó fervientemente saltarse las dos próximas horas. Deseaba que, al abrir los ojos un instante después, fuera por la tarde y ya se hubiera producido el encuentro con Zacarias.

Abrió los ojos y volvió a mirar el reloj: las 11.05.

—¡Joder!

—¿Qué pasa? —preguntó Rebecca.

—Todavía faltan cincuenta y cinco minutos. —Se movió en su asiento, exasperado—. Quizá deberíamos ir ya.

—¿Adónde?

—¡Fuera! —exclamó Tomás, en un tono tenso, que denotaba su impaciencia—. Puede que Zacarias haya llegado.

Rebecca echó un vistazo al exterior.

—¿Lo ha visto?

—No, claro que no.

—Entonces, ¿por qué esas prisas?

—Bueno…, al menos saldríamos de esta maldita camioneta, ¿no cree? ¡Además, así despachamos este asunto de una vez por todas! Cuanto antes se resuelva todo, mejor.

La norteamericana lo miró, con una ternura casi maternal.

—Cálmese, Tom —dijo en un tono tranquilizador—. Saldremos cuando tengamos que salir. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Me ha entendido?

Las palabras de Rebecca parecieron tener un efecto sedante para Tomás, que consiguió relajarse.

—Está bien.

—No se preocupe, tenemos la situación controlada —añadió ella, señalando con la cabeza a los dos agentes en la parte delantera de la camioneta—. Jerry y Sam están vigilando lo que pasa fuera. —Los dos hombres habían dejado de hablar y parecían atareados con los instrumentos electrónicos de lo que a Tomás le parecía un cockpit—. Déjelos trabajar. Pero si ve a Zacarias, avíseme .Okay?

—Puede estar segura.

Reinaba el silencio en la camioneta. Sólo se oían las comunicaciones electrónicas en el cockpit. Jarogniew probaba los instrumentos y Sam vigilaba todos los movimientos en el exterior. Aquella espera lo exasperaba. Volvía a sentir que el nerviosismo se apoderaba de él. ¿Dónde sería exactamente el encuentro con Zacarias? El antiguo alumno sólo le había dicho «en el fuerte de la ciudad antigua», pero, ahora que estaba allí, veía que se trataba de un complejo enorme. ¿Cómo localizarían el punto exacto del encuentro? ¿Y qué pasaría? ¿Aparecería Zacarias al final? Por teléfono, le había parecido que estaba increíblemente inquieto. ¿Y si había surgido algún imprevisto?

Rebecca notó que, poco a poco, la inquietud se apoderaba de nuevo del historiador, que se movía en su asiento y suspiraba. Había que mantener su mente ocupada en algo distinto.

—Usted vivió en Egipto, ¿no? —le preguntó.

Tomás asintió con la cabeza.

—Me imagino que ha leído mi expediente.

—Sí, pero la documentación no siempre refleja qué pasa por la cabeza de una persona —replicó la norteamericana—. Dice lo que ha hecho, pero no siempre explica por qué lo ha hecho.

—¿Quiere saber por qué fui a El Cairo?

—Sí.

—Quería aprender árabe y conocer el islam —explicó él—. Soy especialista en lenguas antiguas y criptoanálisis. Sé hebreo, la lengua de Moisés, y arameo, la lengua de Jesús. Pero me faltaba conocer la lengua y cultura de Mahoma. Además, no olvide que el tratado más antiguo de criptoanálisis se escribió en árabe.

—¿En serio?

—¿No lo sabía? Es un texto del siglo IX, descubierto en 1987 en un archivo de Estambul. Se titula Un manuscrito para descifrar mensajes criptográficos. —Enarcó las cejas—. Un título fascinante, ¿no?

—¿Quién es el autor?

—Abu Yusuf Yacub ibn Ishaq ibn as-Sabbah ibn Omran ibn Ismail Al-Kindi.

Tomás pronunció el nombre muy deprisa. Su interlocutora lo miró desconcertada.

—¿Cómo?

El historiador soltó una carcajada.

—Para facilitar las cosas, solemos llamarle Al-Kindi —aclaró, divertido—. Él es el principal responsable de mi interés por la lengua árabe. Me propuse leer el manuscrito de Al-Kindi en el idioma original. Es fascinante. Por eso fui a El Cairo a aprender árabe. Pero, claro, acabé interesándome por el islam. Estudié en la Universidad de Al-Azhar, la universidad islámica más prestigiosa del mundo, y conseguí entender mejor cómo funciona la mente de los musulmanes. Ni se imagina la gente tan diversa con la que entablé contacto.

—¿Conoció a fundamentalistas?

—Claro.

Rebecca cambió de posición en su asiento, interesada de manera repentina. Había preguntado a Tomás sobre su paso por Egipto sólo para distraerlo, pero, en ese momento, se dio cuenta de que el historiador podía abrirle nuevas perspectivas.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¡Vamos, no se haga el ingenuo! —exclamó Rebecca, que ahora se mostraba impaciente—. ¿Qué le dijeron esos tipos, Tom? ¿Por qué razón atacan a todo el mundo? ¿Por qué cometen atentados horribles? ¿Se lo explicaron?

El historiador frunció el ceño.

—¿Insinúa que no sabe por qué motivo los radicales cometen esos atentados?

—Bueno, supongo que se debe a… razones socioeconómicas, la pobreza, la ignorancia…

—¿Qué razones socioeconómicas? ¿Qué pobreza? ¿Qué ignorancia? ¿Acaso no sabe que Bin Laden es millonario? ¿No sabe que muchos de los que cometen esos atentados tienen estudios universitarios? Es más, en la reunión del NEST en Venecia, un tipo del Mossad nos explicó cuál es el perfil de esa gente.

—Sí…, tiene razón. Entonces, ¿cuál es la explicación? ¿La averiguó?

—Claro.

—¿Y bien?

—Aquellos a quienes usted llama fundamentalistas se limitan a seguir al pie de la letra los dictados del Corán y de la vida de Mahoma. Es así de sencillo.

—No es así del todo —corrigió ella—. Hacen una interpretación abusiva del islam.

—¿Quién le ha dicho eso?

—No sé… —vaciló ella, desconcertada por la pregunta—. No sé…, es lo que dice la prensa. Lo he leído en Newsweek…, en Time. No sabría decirle.

Tomás inclinó ligeramente la cabeza, como un profesor que reprende con la mirada a su mejor alumno.

—¿Y se ha creído todo eso?

—Bueno, no tengo razones para dudar…, ¿no?

El historiador respiró hondo, esta vez no por la ansiedad, sino para organizar sus ideas. El problema no era qué responder, sino por dónde comenzar.

—Oiga: hay que entender una serie de cosas sobre el islam —dijo—. La primera, y tal vez la más importante, es que el islam no es como el cristianismo. Nosotros fantaseamos con que los profetas siempre promueven la paz y con que la vida es siempre sagrada para ellos; que los profetas no aceptan que, bajo ningún concepto, se haga la guerra o se mate a otra persona. Es así, ¿no?

—Bueno…, sí, es verdad. —Cambió su tono de voz y decidió ser más asertiva—. ¡Pero también es verdad que la mayor parte de las guerras se deben a la religión! En nombre de Cristo se han llevado a cabo muchas matanzas.

—¿Ordenadas por Cristo?

—No, claro que no. Pero sí en su nombre…

—No confunda las cosas —corrigió Tomás—. Cuando un cristiano hace la guerra, es importante que entienda que está desobedeciendo a Cristo. ¿No dijo el propio Jesús que debemos ofrecer la otra mejilla? Al negarse a poner la otra mejilla y optar por la guerra, el cristiano desobedece a su profeta, ¿no?

—Claro que sí.

—Pues ésa es una gran diferencia entre el cristianismo y el islam: según éste, cuando un musulmán hace la guerra y mata gente puede, simplemente, estar obedeciendo al Profeta. ¡No olvide que Mahoma era un jefe militar! ¡Según el islam, puede que un musulmán que se niega a hacer la guerra sea que el desobedezca al Profeta!

Rebecca frunció el ceño, en un gesto de absoluta incredulidad.

—¿Está hablando en serio?

—No olvide esto que le voy a decir —añadió el historiador, casi deletreando las palabras—: la mayor parte del Corán está dedicada a versículos relacionados con la guerra.

El rostro de la norteamericana seguía reflejando incredulidad.

—¡Eso no puede ser! —exclamó—. Siempre he oído decir que el islam es totalmente pacífico y tolerante.

—Lo sería si todos fuéramos musulmanes. El islam impone reglas de paz y concordia entre los creyentes. El problema es que no todos somos musulmanes. Si no recuerdo mal, en el capítulo 48, el Corán dice: «Mahoma es el enviado de Dios. Quienes están con él, son duros con los infieles, y compasivos entre sí». El «compasivos entre sí» se interpreta como una orden de tolerancia entre los creyentes y el «duros con los infieles» como una orden de intolerancia respecto a los no creyentes. En nuestro caso, como no musulmanes, según las órdenes recogidas en el Corán o en el ejemplo de Mahoma, tenemos que pagar a los musulmanes un tributo humillante. Si no lo hacemos, debemos morir. O sea, si tomamos al pie de la letra las reglas del islam, la elección es muy sencilla: o nos convertimos al islam, o nos humillamos, o morimos asesinados.

—Pero nunca he oído hablar de eso…

—Nunca lo ha oído, porque en Occidente se ocultan tales cosas. La versión del islam que se nos presenta es expurgada de elementos perturbadores. Nos dan una versión cristianizada del islam. Incluso es frecuente oír a líderes islámicos de Occidente citar textos sufíes para mostrar que el islam es sólo paz y amor. Lo que ocurre es que el sufismo es un movimiento islámico muy minoritario y con fuerte influencia cristiana. Eso no lo explican. La idea de que el islam está muy próximo al cristianismo no es realmente cierta. Mahoma hacía cosas que, pese a ser normales en su época, serían inaceptables para una mente occidental. Y se cuidan bien de ocultarnos todo eso.

—Umm…, todo esto es nuevo para mí —dijo Rebecca, escéptica—. Deme otros ejemplos de cosas que no se cuentan.

—Mire, la primera gran batalla en que Mahoma participó fue la batalla de Badr, contra su propia tribu de La Meca. Los musulmanes vencieron y mataron o capturaron a todos los líderes enemigos. Uno de ellos, Uqba, suplicó por su vida y preguntó a Mahoma quien cuidaría de sus hijos si lo ejecutaban. ¿Sabe qué le respondió el Profeta? «El Infierno», le dijo, y lo mandó matar. Un musulmán mató a otro líder enemigo, Abu Jahl, y exhibió su cabeza decapitada ante Mahoma. Al ver la cabeza, y después de cerciorarse de que se trataba de Abu Jahl, el Profeta dio gracias a Dios por la muerte de su enemigo.

Jesus! —exclamó Rebecca—. ¿Eso ocurrió de verdad?

—Está ampliamente documentado —aseveró Tomás—. De ahí que el antiguo líder de Al-Qaeda en Iraq, Al-Zarkawi, invocara este incidente cuando decapitó a un rehén norteamericano en 2004. Si no recuerdo mal, Al-Zarkawi dijo: «El Profeta, el más misericordioso, ordenó que se les cortara el cuello a algunos prisioneros en Badr. Él nos dejó así un buen ejemplo».

Rebecca se mordió el labio.

—Por eso decapitan rehenes los fundamentalistas…

—Sólo están siguiendo el ejemplo del Profeta, que es, al fin y al cabo, lo que el Corán manda.

—¿Hay más situaciones como ésas?

—¿Aún quiere más? —se sorprendió Tomás—. Entonces le contaré la historia de una tribu judía que se negó a convertirse al islam: los qurayzah. Mahoma puso sitio a la tribu durante un mes y los qurayzah acabaron por rendirse. Mahoma les pidió que escogieran a alguien que decidiera su destino. Los judíos escogieron a un musulmán llamado Mu’adh, a quien conocían y de quien esperaban que fuera clemente. Pero Mu’adh decidió que se ejecutara a los hombres y se esclavizara a las mujeres y los niños. Cuando su decisión llegó a oídos de Mahoma, éste dijo: «Has decidido conforme al juicio de Alá que habita los siete cielos». Mahoma se dirigió entonces al mercado de Medina y mandó abrir una zanja. Después mandó traer a los prisioneros y los fue decapitando en la zanja a medida que se los fueron presentando. Luego entregaron a las mujeres y a los niños a los musulmanes, salvo a aquellos que se convirtieron al islam.

—¡Qué horror! ¿Está seguro de que eso ocurrió?

—Claro que sí. Incluso hay un versículo del Corán que se refiere a este episodio.

Rebecca movió la cabeza.

—No tenía ni idea de todo eso.

—Es lo que le intentaba explicar hace un momento —insistió el historiador—. En Occidente, sólo se presenta una versión cristianizada del islam, con cuidado de eliminar siempre estos pormenores que podrían chocar o generar rechazo. ¿Se imagina usted a Jesús ordenando que se decapite a alguien, o diciéndole a los condenados que el Infierno se encargará de sus hijos, o vanagloriándose ante un enemigo decapitado? ¡Esto es chocante para nosotros y por eso no se nos explican estos detalles! Pero es importante que los conozcamos para entender mejor a Al-Qaeda, a Hamás y a toda esa gente.

—Claro, tiene razón.

—Recuerde que los fundamentalistas no se inventan nada. Se limitan a cumplir al pie de la letra las órdenes del Corán. Suelen citar profusamente los textos sagrados del islam y el gran problema es que, cuando vamos a las fuentes a comprobar que lo que dicen está realmente escrito, descubrimos que los fundamentalistas tienen razón. Lo que dicen las fuentes es lo que ellos dicen.

—¡Pero eso es muy grave! —exclamó Rebecca—. Si efectivamente es así, entonces…

—¡Señores!

—… no veo cómo podremos…

—¡Señores!

Esta vez, el tono fue más perentorio y consiguió sacarlos de la conversación en la que estaban inmersos. Rebecca y Tomás dejaron de hablar y se volvieron hacia el asiento delantero y vieron a Sam inclinado hacia atrás, mirándolos.

—¿Qué pasa, Sam?

—Odio interrumpir la conversación. Parecen tan entusiasmados que, realmente, me disgusta…

—Está bien. ¿Qué quieres? ¿Pasa algo?

El agente volvió el brazo hacia ellos y les mostró el reloj dando golpecitos en la esfera.

—Es casi la hora.