28

El encuentro con el antiguo profesor reavivó una llama de esperanza en Ahmed. Durante las horas en que podía salir de la celda e ir al patio, aprovechaba para reunirse con Ayman y beber un poco más de su sabiduría. No siempre podía estar a solas con el maestro, ya que en la prisión había otros miembros de Al-Jama’a al Islamiyya, con los que Ayman pasaba mucho tiempo en animadas discusiones políticas y teológicas.

Pero Ahmed disfrutaba de la compañía de aquellos hombres con los que compartía tantas ideas y a quienes admiraba por haber tenido el coraje de matar al faraón. Con ellos, aprendió a comportarse como un verdadero creyente: la manera de hablar; la forma de rezar; la manera de vestir. Se fue educando de forma gradual en todos esos aspectos. Empezó a caminar con la mirada baja, como se exigía a los creyentes píos, para evitar las miradas de los demás. Le enseñaron a no mirar a las mujeres por encima de la barbilla. Como en la cárcel no había mujeres, practicó esa manera de mirar respetuosa con otros reclusos.

Aprendió a cubrirse siempre la cabeza, para ahuyentar al diablo, y, sobre todo, a rezar correctamente: no debía mirarse los pies cuando se arrodillara, sino el punto donde apoyaría la cabeza cuando se inclinara delante de Dios. Además, en la cantina empezó a comer con los dedos, como los demás miembros de la Hermandad Musulmana o de Al-Jama’a. Ésa era la manera en que Mahoma comía, según describían los ahadith, por lo que los verdaderos creyentes debían comer así.

Se fijó en que otros reclusos, más instruidos religiosamente, movían los labios sin cesar, pero sólo pasado un tiempo reunió el coraje para preguntar a Ayman por qué lo hacían.

—Estoy rezando —le explicó su antiguo profesor—. Debemos rezar constantemente, debemos arrepentirnos en todo momento, debemos purificarnos permanentemente. No olvides que hacer el salat cinco veces al día es lo mínimo que se exige a los creyentes, pero Alá quiere que lo hagamos más veces.

Desde entonces, Ahmed siempre murmuraba oraciones moviendo los labios, aunque a veces se olvidaba y sólo la imagen de otro hermano rezando le hacía recordar su deber como buen musulmán. Viéndolo siempre tan devoto, Ayman hablaba con él con más frecuencia para revelarle más facetas del islam.

El antiguo alumno ya había recitado todo el Corán, lo que lo convertía en un hafiz, «aquel que preservó», pero la realidad era que, como la mayoría de los creyentes, no comprendía bien su contenido. Sus implicaciones filosóficas, políticas y teológicas se le escapaban. El árabe del siglo VII en que se escribió el Libro Sagrado era difícil de comprender. Para complicar las cosas aún más, sólo se podían entender bien los versículos cuando se interpretaban a la luz de los ahadith, que explicaban las circunstancias que los originaron. A esas alturas, Ahmed sospechaba que el jeque Saad había evitado explicarle el contexto de muchos versículos a conciencia, por lo que buscaba en Ayman la explicación que lo aclarara todo.

Y el antiguo profesor se la daba con gusto.

La primera vez que volvieron a encontrarse a solas en el patio de la cárcel fue una mañana soleada, pero extrañamente fresca.

—Nuestro gobierno está formado por kafirun —proclamó Ayman—. Toda la gente que manda sobre nosotros, todas las leyes que nos rigen y que sirvieron para enviarnos a prisión…, todo es cosa de kafirun que fingen ser creyentes.

Hablaba no como si los insultara, sino como si expusiera una mera constatación teológica, lo que intensificó la curiosidad de Ahmed.

—Hermano, ¿piensas igual que yo? ¿Nuestro gobierno es…, es kafir?

—Con toda certeza. Está en el Libro Sagrado. Cualquier creyente estudioso lo sabe. El Gobierno es kafir, no hay duda alguna.

Ahmed reflexionó sobre estas palabras.

—Pero ¿dónde dice eso el Libro Sagrado, hermano? Que yo sepa, nuestros gobernantes declararon la shahada, hacen el salat y creen en Alá. ¿Eso no los convierte en musulmanes?

Ayman se sentó con un gemido de placer en un banco del patio. El sol ardiente le tostaba la piel.

—Déjame contarte un hadith que tuvo muchas implicaciones para el islam —comenzó por decir, mientras se acomodaba en el banco—. En cierta ocasión, dos hombres fueron a hablar con Mahoma, que la paz sea con él, y le pidieron que decidiera una disputa. El Profeta, que la paz sea con él, decidió, pero el hombre perjudicado por la decisión no la aceptó, y los dos hombres fueron a hablar con Omar ibn Al-Khattab. Al saber que el perjudicado no había aceptado la decisión del Profeta, que la paz sea con él, Omar cogió una espada y lo decapitó. —Inclinó la cabeza hacia el alumno, en un gesto inquisitivo—. Entiendes el problema que la situación creó, ¿no?

—Omar violó la sharia —confirmó Ahmed.

—Recítame el versículo que establece el mandato que Omar violó —le pidió Ayman, poniendo a prueba el nivel de comprensión y memorización del Corán de su antiguo alumno.

—«¡Oh, los que creéis!», dice Alá en la sura 3, versículo 2, «¡No os matéis!».

Ayman movió la cabeza en señal de aprobación.

—¡Ni más ni menos! ¡Omar había violado la sharia! O, al menos, eso parecía. Al haber asesinado a un musulmán, la sharia exigía que se le ejecutara. Por tanto, se debía matar a Omar. El Profeta, que la paz sea con él, se vio obligado a juzgar el caso. Fue entonces cuando Dios, a través del ángel Gabriel, le recitó la frase que consta en la sura 4, versículo 68: «¡Pero no, por tu Señor! No creerán hasta que te hayan obligado a juzgar sobre lo que está en litigio entre ellos; a continuación, al no encontrar en sí mismos queja de lo que sentencies, se someterán totalmente». O sea, que Alá comunicó al Profeta a través del ángel que, al no aceptar la decisión del Profeta, el hombre perjudicado había dejado de ser musulmán. Así, Omar no había matado a un musulmán, sino a un kafir. Por tanto, no debía ser ejecutado. ¿Lo has entendido?

—Sí, hermano.

—Ahora dime: ¿cuáles son las consecuencias de esta decisión?

Ahmed frunció del ceño.

—¿Omar se salvó?

—¡Eso es evidente! —exclamó Ayman, súbitamente exasperado—. ¡Claro que Omar se salvó! ¡Pero eso no es lo importante de este versículo! Lo importante es que se establecieron dos cosas fundamentales: matar kafirun no es necesariamente un crimen, y no aceptar todas las decisiones del Profeta nos convierte en kafirun. Repito: todas. Recuerda el final de la sura 4, versículo 68: «Se someterán totalmente». Si la sumisión fuera parcial, la persona deja de ser musulmana. La sumisión tiene que ser total. Además, lo mismo dice Alá en la sura 4, versículos 149 y 150 del Santo Corán: «Quienes no creen en Dios ni en sus enviados, desean establecer una distinción entre Dios y sus enviados, diciendo: “Creemos en unos y no creemos en otros”. Desean tomar entre aquéllos un camino intermedio. Ésos son los infieles, verdaderamente; pero hemos preparado para los infieles un tormento despreciable». O sea, no hay camino intermedio. Si no aceptamos todas las leyes, nos convertimos en kafirun.

—¿Qué quieres decir con eso, hermano? Si incumplo una ley, aunque sólo sea una, ¿dejo de ser musulmán?

—¡Es exactamente eso lo que dice Alá en el Santo Corán! Para ser musulmán hay que respetar todas las leyes. Basta con que incumplas una para dejar de ser musulmán. Por ejemplo, tú rezas cinco veces al día, ¿no?

—Sí, sin fallar nunca.

—Si rezas cinco veces al día, como exige el Santo Corán, eres creyente, pero si, por casualidad, no respetas el ayuno durante el Ramadán, como exige también el Santo Corán, dejas de ser creyente y te conviertes en un kafir. ¿Lo has entendido? El propio Ibn Taymiyyah, al referirse a los mongoles que aceptaron el islam, pero que mantuvieron algunas prácticas paganas, dijo: «Cualquier grupo que acepte el islam, pero que al mismo tiempo no respete alguno de sus preceptos, debe ser combatido por todos los musulmanes».

—¡Ah! —exclamó Ahmed rascándose la cabeza—. ¡Por eso, en la última clase en la madraza, dijiste que los sufíes no eran creyentes, hermano!

—¡Exacto! Declararon la shahada y practican el salat y el zakat, puede que hasta cumplan con el hadj y respeten el ayuno del mes sagrado, pero, al invocar a los santos en sus oraciones, niegan que sólo hay un Dios, lo que, a la luz de lo que establecen el Santo Corán y la sunna, los convierte en kafirun.

—Ahora lo entiendo…

—Pero aún debes entender algo más —se apresuró a añadir Ayman—. Como sabes, Alá se cansó de ver que los intermediarios adulteraban su palabra y decidió dictar sus leyes por última vez a los hombres. Escogió a Mahoma, que la paz sea con él, como mensajero. Esta vez, para impedir que se adulterara nuevamente Su palabra, Alá prohibió la existencia de intermediarios y obligó a que su ley quedara escrita en el Santo Corán. De ese modo, no habría posibilidad de desviaciones: quien quisiera reinterpretar la voluntad de Dios vería su interpretación confrontada con lo que Él dejó escrito en el Libro Sagrado. La sharia es, por tanto, una orden dada directamente por Dios a los creyentes, sin influencia de intermediarios. «No temáis a los hombres, pero temedme», dijo Dios en la sura 5, versículo 48.

—Todo eso ya lo sé, hermano. Pero ¿qué significa?

Ayman miró a su antiguo alumno a los ojos.

—Recítame, por favor, la frase del testimonio que el muecín entona desde el adhan, cuando llama a los creyentes a la oración.

Ass-hadu na la illaha illahah —entonó Ahmed—. Soy testigo de que no hay más Dios que Alá. Ash-hadu Muhammad ur rasulullah —completó—. Soy testigo de que Mahoma es su Profeta.

—La declaración que acabas de recitar implica nuestra sumisión a Dios y sólo a Dios —lo interrumpió Ayman—: «No hay más Dios que Alá». Eso significa que todas las autoridades terrenales, incluidos los presidentes y los gobiernos, valen menos que la voluntad de Alá, expresada directamente en el Corán. Eso implica que debemos obedecer la voluntad de Alá, aunque conlleve desobedecer a un presidente o a un policía. Alá manda por encima de todos. ¿Está claro?

—Bueno…, sí —vaciló—. ¿El Profeta defendía eso?

—¡Claro! —exclamó Ayman, casi escandalizado por la pregunta—. ¿No conoces el hadith del encuentro del cristiano Adi con el apóstol de Dios, que la paz sea con él?

—Debo confesar que no.

—El cristiano Adi fue a hablar con el Profeta, que la paz sea con él, y lo oyó recitar el versículo que dice que las Gentes del Libro optaron por rendir culto a sus rabinos y sacerdotes, en lugar de a Dios. El cristiano negó que eso fuera cierto, y Mahoma, para demostrar que tenía razón, sentenció: «Todo lo que sus rabinos y sus sacerdotes consideran permisible, ellos lo consideran permisible; todo lo que declaran prohibido, ellos lo consideran prohibido, y, de esa manera, les rinden culto».

Ahmed meditó durante unos instantes el sentido del hadith que Ayman le acababa de relatar.

—Por tanto, el Profeta consideraba que los kafirun no adoraban a Dios, sino a los intermediarios de Dios —concluyó.

—Claro. Pero este hadith tiene especial importancia porque establece que obedecer las leyes y las decisiones humanas constituye una forma de culto. Así, quien acepte las leyes que no emanan de Alá rinde culto a alguien distinto de Alá. Como sabes, hermano, eso va contra el islam. Quien lo hace se convierte en kafir. No olvides que hasta el propio califa Ali fue destituido y asesinado por no respetar la sharia en toda su integridad. ¡Nadie está por encima de la ley divina! ¡Ni los califas, ni los presidentes, ni los policías! Alá es la única autoridad.

—¿Y…, y en el caso de las leyes de nuestro país? ¿Cómo se pueden compatibilizar esas leyes con el islam?

El antiguo profesor respiró hondo, como si la referencia al asunto le enervara.

—¡Qué Alá me dé paciencia! —murmuró—. ¡Hoy no la tengo!

Sin pronunciar palabra, se levantó y se marchó.

Ayman necesitó dos días para reunir toda la paciencia de la que era capaz y volver a sentarse con Ahmed para abordar el asunto que lo enervaba. Traía consigo un libro azul grueso que mostró a su pupilo.

—Éste es el Código Penal de Egipto —anunció, mientras lo hojeaba buscando las partes que consideraba relevantes—. Déjame mostrarte el artículo 274…, ¡aquí está! Se aclaró la voz para leer el texto: «Una mujer adúltera será sometida a una pena de prisión de dos años». —Miró a su interlocutor—. Ahora recítame lo que dice Alá en la sura 24, versículo 2 del Libro Sagrado.

Ahmed hizo un esfuerzo por recordar. Sabía que el maestro no sólo le preguntaba sobre aquel versículo en concreto, sino que estaba poniendo a prueba sus conocimientos del Corán.

—«A la adúltera y al adúltero, a cada uno de ellos, dadle cien azotes».

—También un hadith recoge la orden del Profeta, que la paz sea con él, de lapidar hasta la muerte a una pareja de adúlteros —añadió Ayman—. Hay otro hadith que revela que Alá recitó al Profeta, que la paz sea con él, un versículo en el que ordenaba la lapidación, hasta la muerte, de dos adúlteros, pero ese versículo se perdió de manera inadvertida. A todos los efectos, lo que nos interesa es que Alá manda en el Santo Corán dar cien azotes a los adúlteros y que la sunna del Profeta, que la paz sea con él, ordena que se los ejecute por lapidación. ¡Pero, para nuestro asombro, nuestra ley sólo prevé hasta dos años de prisión para las adúlteras y hasta seis meses para los adúlteros! ¿Esto es el islam?

—Claro que no.

Ayman hojeó de nuevo el Código Penal egipcio.

—Ahora el artículo 317 —dijo, mientras localizaba rápidamente la página que buscaba—. Escucha: «La pena para el robo es de tres años de prisión con trabajos forzados». —Alzó la vista—. Ahora recítame el mandato de Alá en la sura 5, versículo 42.

Ahmed necesitó algunos segundos para identificar mentalmente el pasaje.

—«Cortad las manos del ladrón y de la ladrona».

—Lo que el Profeta, que la paz sea con él, también ordenó, conforme relatan los ahadith canónicos, es que se debía cortar la mano derecha. O sea, Alá ordenó cortar las manos a los ladrones y el Profeta aclaró que Él se refería a la mano derecha, pero nuestra ley apenas prevé tres años de prisión con trabajos forzados. Y yo me pregunto otra vez: ¿esto es el islam?

—No, hermano, es evidente que no.

El antiguo profesor levantó el Código Penal a la altura de los ojos y lo miró con desprecio.

—He leído la ley egipcia de atrás hacia delante y de arriba abajo, y no he encontrado ninguna norma que castigue la apostasía. Según la ley egipcia, cualquiera puede dejar de ser creyente y convertirse en un kafir cristiano o en cualquier otra cosa. Ahora recítame lo que dice Alá en la sura 2, versículo 214.

La sura 2 es el capítulo más extenso del Corán, por lo que Ahmed necesitó algún tiempo para localizar el versículo en su memoria.

—«Quien de vosotros abjure de su religión y muera, es infiel, y para ésos serán inútiles sus buenas acciones en esta vida y en la última; ésos serán pasto del fuego».

—Lo que se completa por la sunna del Profeta, que la paz sea con él —interrumpió Ayman—. Un hadith canónico recoge esta orden del mensajero de Alá, que la paz sea con él: «Matad a los que renieguen de nuestra religión». —Le mostró el libro azul que tenía en la mano—. ¡O sea, Alá envía a los apóstatas al fuego y el Profeta ordena matarlos, pero la ley egipcia ni siquiera considera la apostasía un delito! Y yo pregunto de nuevo: ¿esto es el islam?

—¡Por Alá, claro que no!

—Te he dado sólo tres ejemplos, pero hay muchos otros que demuestran la absoluta discrepancia entre la Ley Divina y la ley que está en vigor en Egipto. —Se sorbió la nariz y escupió—. ¿Sabes qué me recuerda Egipto?

Ahmed negó con la cabeza.

—Antes de que el Profeta, que la paz sea con él, comenzara a predicar la palabra de Alá, toda Arabia estaba hundida en la jahiliyya, en la ignorancia de Dios. Una sociedad jahili es precisamente aquella que no se somete exclusiva y totalmente a Alá, que vive en la ignorancia de sus leyes. Eso es muy grave, porque la Ley Divina es la ley universal. —Se agachó y cogió una piedra del suelo—. ¿Ves esta piedra? Voy a soltarla. —La dejó caer—. Ha caído, ¿lo has visto? ¿Y sabes por qué ha caído?

—Por la ley de la gravedad.

—¡Que es una ley divina! La ley de la gravedad es igual en la Tierra que en la Luna, hoy que hace mil años, es eterna y universal, porque fue Dios quien la estableció. Lo mismo pasa con la sharia. La Ley Divina que Alá prescribió para los hombres, como la ley de la gravedad y todas las leyes de la naturaleza, es eterna y universal, válida para todos los hombres, con independencia de cuál sea su raza o nacionalidad, válida aquí o en Estados Unidos, válida hoy, mañana o en el tiempo del Profeta, que la paz sea con él. La sharia es la mejor ley, porque viene de Dios y, que yo sepa, las leyes de las criaturas no se pueden comparar con las leyes del Creador.

—Entonces, debemos rechazar las leyes humanas.

—¡Con todas nuestras fuerzas! La base del mensaje de Alá es precisamente ésa: todos tenemos que aceptar la Ley Divina y rechazar las demás leyes. El principio en el que se funda todo es la verdad eterna que pronunciaste no hace mucho: «La illaha illallah», «no hay más Dios que Alá». Esa proclamación constituye una declaración de guerra contra la posibilidad de que los hombres aprueben leyes no permitidas por Alá. «La illaha illallah», esa proclamación liberó a unos hombres de los otros. Un creyente no puede ser esclavo de otro creyente; finalmente, todos somos libres y nadie puede ejercer autoridad sobre los demás. La única sumisión es a Alá y a su sharia. El islam puso fin a la justicia humana e instituyó la Justicia Divina. Alá dijo que no se puede consumir alcohol, y los creyentes obedecieron. Compara eso con los gobiernos seculares jahilis, con toda su legislación, con todas sus instituciones, policías y ejércitos, que tienen tantas dificultades para que las personas obedezcan sus leyes. Estados Unidos también intentó abolir el alcohol, ¿o no lo intentó? ¿Y lo consiguió? ¿No es el fracaso de Estados Unidos a la hora de prohibir el alcohol, comparado con el éxito del islam a la hora de establecer la misma prohibición, la prueba de que la Ley Divina es más eficaz que las leyes humanas?

—Además, somos más libres.

—¿Más libres? ¡Somos totalmente libres! El islam libera al hombre de las leyes imperfectas y de las tradiciones humanas, y lo somete únicamente a Dios. El universo entero queda así bajo la autoridad de Alá y el hombre, que es sólo una ínfima parte de ese universo, obedece así las leyes universales. La Ley Divina regula todas las materias y pone al hombre en armonía con el resto del universo. El ser humano se libera. En el islam no interesa la raza, la lengua, la nacionalidad, la clase social. Somos todos gotas de agua que se juntan en un arroyo y todos los arroyos convergen en un gran río que desemboca en un océano inmenso. Compara, por ejemplo, el imperio de Dios con los imperios del pasado. ¡Fíjate en el Imperio romano! ¿Has visto lo que pasaba en él?

Ahmed dudó sobre el sentido de la pregunta.

—¿Cayó?

—Claro que cayó, eso era inevitable. No obstante, lo que quiero decir es que en él se juntaban personas de todas las razas, pero la relación entre ellas no era de libertad. Unos eran nobles y otros esclavos, y los romanos mandaban más que las personas de otras regiones. ¡Fíjate en los grandes imperios europeos, como el británico o el español, el portugués o el francés! Todos ellos se fundaban en la ganancia y en el orgullo, en la opresión y en la explotación de otros pueblos. ¡Mira el Imperio comunista! En vez de los nobles, allí quien mandaba era el proletariado o, para ser más exactos, una elite privilegiada que usurpó el poder en nombre del proletariado. Todo el comunismo se basa en la lucha de clases, no en la armonía. Compara todo eso con el islam, que libera al ser humano de esos grilletes y lo somete universalmente a la Ley Divina. En su sentido más profundo, «la illaha illallah» significa que todos los aspectos de la vida humana deben regirse por la sharia, pero eso, hermano mío, tiene una importante consecuencia. ¿Sabes cuál es?

La pregunta era retórica y Ahmed permaneció callado.

—¡Debemos enfrentarnos a aquellos que se rebelan contra la soberanía de Alá y deciden proclamar leyes humanas! Dios quiso que el Profeta, que la paz sea con él, pusiera fin a la jahiliyya e impusiera la Ley Divina entre los hombres. «Impusiera», repito. El problema es que, con el tiempo, se ha dejado de aplicar la sharia y no se respeta la voluntad de Alá entre los hombres.

—Hermano, ¿crees que ahora Egipto vive en jahiliyya?

—¿No es así, acaso? —preguntó Ayman, al que le temblaba todo el cuerpo y cuyo tono de voz se estaba inflamando—. ¿No es así? Alá instituyó el islam precisamente para poner fin al culto a las imperfectas leyes humanas. Todas las personas de la Tierra deben obedecer a Dios y sólo a Dios. Nadie tiene derecho a hacer leyes. Aceptar la autoridad personal de un ser humano significa aceptar que ese ser humano comparte la autoridad de Alá. ¡Eso es una herejía! ¡Ésa es la fuente de todos los males del universo!

Incapaz de permanecer sentado, se levantó, dominado por la exaltación. Remarcaba con un ademán del brazo las frases con las que expresaba su indignación.

—¡Sólo hay un Dios: Alá! ¡Sólo hay una autoridad en la Tierra: Alá! ¡Sólo hay una ley: la sharia! Pero aquí, en Egipto y en los países que dicen formar parte del islam, la autoridad es del Gobierno y la ley que rige es la ley de ese Gobierno. Y yo pregunto: ¿esto es el islam? ¡Claro que no! ¡Claro que no! Estos gobiernos que dicen ser islamistas son, en realidad, jahili, porque establecen límites a la sharia, pues no castigan a los adúlteros con la lapidación hasta la muerte, no ordenan la amputación de la mano derecha de los ladrones, y no consideran siquiera la apostasía como delito, conforme está previsto en la Ley Divina. ¡Una persona puede ser adúltera, borracha e incluso kafir, pero siempre que obedezca la ley humana se le considera un buen ciudadano! ¿Eso tiene sentido? ¡En cambio, un creyente que mata a una adúltera a pedradas respetando la sharia es, imagínate, tratado como un delincuente y un fanático, y hasta va a la cárcel! ¿Esto es un país islámico? Como ya te he explicado, Alá ordena en el Santo Corán que se respeten todos sus preceptos, no sólo algunos. Quien respeta unos preceptos e ignora otros es, en buen rigor, un kafir. Eso significa que estos gobiernos jahili que mandan en nosotros no pasan de ser, a los ojos de Dios, más que gobiernos kafirun.

Ahmed intentó digerir las implicaciones de lo que acababa de escuchar. «Los gobiernos que no aplican la sharia son kafirun», repitió mentalmente. Eso significaba que su gobierno también era kafir.

—Pero…, pero… ¿cómo podemos vivir en un país kafir?

—Eso es precisamente lo que mis compañeros y yo preguntamos. ¿Egipto es o no es un país creyente? Si lo es, debe respetar íntegramente la Ley Divina. Si no la respeta en su totalidad, se convierte en kafir.

—¡Tienes toda la razón, hermano! —exclamó Ahmed—. ¿Qué podemos hacer para imponer el respeto a la voluntad de Alá?

Ayman, superada la pasión que se había apoderado de él momentos antes, se volvió a sentar.

—Tenemos que derrocar el Gobierno, no hay otra posibilidad. Repito lo que te he dicho: Alá quiso que el Profeta, que la paz sea con él, pusiera fin a la jahiliyya e impusiera la Ley Divina entre los hombres. La palabra «impusiera» es crucial, no me canso de subrayarla. Por eso, Dios nos obliga a restituir la comunidad islámica en su forma original, para acabar con el estado de jahiliyya en que el mundo está inmerso. Se ha quitado la soberanía a Alá y se les ha dado a los hombres, lo que hace que unos manden sobre otros y hagan leyes que contradicen la Ley Divina. Como resultado de esa rebelión, ha vuelto la opresión. Fíjate en nuestro gobierno: ¿no es corrupto? ¿No ves corrupción por todas partes? ¿Cómo es posible que los judíos tengan hoy más fuerza que toda la umma? ¿Cómo es posible que los cristianos manden sobre nosotros y usen Gobiernos fantoches para oprimirnos? ¿Cómo es posible que nos dejemos dividir? Tenemos que poner en marcha un movimiento que una a la umma, que reinstaure la Ley Divina entre los hombres y que restablezca el verdadero islam.

—¿Por eso Al-Jama’a mató al faraón?

—Claro. No fue por los Acuerdos de Camp David con los sionistas, como algunos piensan. El conflicto con los sionistas es sólo un síntoma del mal, no es el mal en sí. El verdadero mal es que tenemos leyes humanas que se anteponen a la Ley Divina. Todos los males de la umma son el resultado de ese error. ¡Por eso mandamos al faraón al gran fuego!

—Pero su muerte no ha cambiado las cosas —constató Ahmed—. La jahiliyya continúa.

—El asesinato del faraón fue sólo el primer paso. Debemos dar otros. No hay alternativa. Los mandatos de Alá en el Libro Sagrado son muy claros y no podemos fingir que no existen, como hacen muchos que dicen ser creyentes y que, en realidad, son sólo jahili.

Ahmed respiró hondo y se meció en su asiento, como un péndulo, reflexionando sobre el problema. Hacía ya algún tiempo que pensaba sobre el asunto, en particular desde que un turista al que guiaba en el souq de El Cairo le había sugerido la idea.

—Quizás hay otro camino —murmuró.

—¿Cuál?

—Un kafir me habló una vez de la posibilidad de cambiar de gobierno sin grandes problemas —dijo pausadamente—. Lo llamó «democracia». Según ese kafir, es…

El antiguo profesor se levantó como un resorte.

—¿Democracia? —preguntó casi a gritos, con la voz cargada de indignación—. ¿Democracia?

Ahmed se estremeció, asustado. No esperaba aquella reacción y mucho menos la vehemencia y el escándalo que traslucía.

—¿Por qué reaccionas así, hermano? ¿He dicho…, he dicho algo malo?

—¿No has oído lo que te he explicado? Te he revelado el islam, te he mostrado que Alá ordenó que respetáramos íntegramente la sharia y que la verdadera libertad radica en el respeto a la Ley Divina, y tú… me hablas de… democracia. ¿No has entendido nada de lo que te he explicado?

—¡Pero, señor profes…, hermano! —intentó argumentar Ahmed, en un tono sumiso y tímido, con el cuerpo encogido por la vergüenza—. ¡Que yo sepa, hasta ahora no habíamos hablado de esto! En realidad, yo… no sé bien qué pensar de la democracia, quería entender lo que Alá dice sobre el asunto. Por favor, no te ofendas.

Ayman resopló, como una máquina de vapor que liberara la presión, y se esforzó por calmarse. Se sentó y miró hacia su pupilo.

—¿Sabes qué es la democracia?

La pregunta desconcertó momentáneamente a Ahmed.

—Bueno…, significa… democracia es… que podemos escoger un nuevo gobierno.

—Lo que tiene grandes y graves consecuencias. Imagina que los creyentes son minoría y que el gobierno que sale elegido es kafir. ¿Qué pasa entonces? ¿Tenemos que aceptar que nos gobiernen los kafirun?

Enfrentado a una posibilidad que nunca se había planteado, el pupilo reflexionó sobre el asunto con el ceño fruncido.

—Pues no lo había pensado.

—Y ése es el menor de los problemas —se apresuró Ayman a adelantar—. El mayor problema es de cariz teológico. Ése es insoslayable.

—No lo entiendo.

—Dime, ¿cuál es la ley verdadera que debe regir a los hombres?

—Bueno, es la Ley Divina, la sharia.

—Entonces, ¿no ves que la democracia da a las personas el poder de establecer sus propias leyes? En una democracia, las personas deciden qué se puede hacer y qué no, qué se puede prohibir y qué no. ¡Eso va contra el islam! En el islam, las personas no tienen poder para decidir qué es legal o ilegal. ¡Sólo Alá tiene ese poder! Los adúlteros tienen que ser lapidados hasta la muerte, aunque las personas no estén de acuerdo con esa pena. ¡Es Dios quien hace las leyes, no las personas! La Ley Divina está escrita en el Santo Corán, y las personas, les guste o no, deben respetarla íntegramente. Si no lo hacen, se convierten en kafirun y la sociedad se hunde en la jahiliyya. Por eso, la democracia es inaceptable para el islam. Al quitar el poder a Dios y entregarlo a los hombres, la democracia siembra la herejía y el politeísmo.

—Pero, hermano, he leído que Estados Unidos quiere que el islam tenga democracia…

Ayman soltó una sonora carcajada.

—¡No me hagas reír! —exclamó—. ¡Eso sólo puede decirlo quien desconozca el islam! ¡O, lo que es más probable, quien tenga un plan para destruir el islam! Decir que un creyente puede ser demócrata es igual que decir que un creyente puede ser politeísta. Son cosas contradictorias: es como querer mezclar el agua y el aceite. ¡La democracia prevé libertad religiosa, incluido el derecho de las personas a cambiar de creencia, pero eso va contra el islam, como bien sabes! ¿No decretó el Profeta, que la paz sea con él, la muerte para los apóstatas? ¿Cómo puede eso ser compatible con la libertad religiosa? La democracia prevé también la libertad de expresión, lo que significa que se puede criticar a Alá y a sus decisiones, algo que el islam prohíbe de forma terminante.

—Tienes razón —reconoció Ahmed—. Lo único es que no sé dónde se establece esa prohibición.

—En la sunna. Hay un hadith que explica que el Profeta, que la paz sea con él, preguntó a un grupo de amigos: «¿Quién puede ocuparse de Kaab bin Ashraf?». Se refería a un poeta que criticaba a Mahoma, que la paz sea con él. Un hombre llamado Musslemah le preguntó: «¿Quieres que lo mate?». El Profeta, que la paz sea con él, respondió: «Sí». Musslemah decapitó al poeta, y Mahoma, que la paz sea con él, dijo: «Si se hubiera callado como todos los que compartían su opinión, no estaría muerto. Sin embargo, nos ofendió con su poesía y cualquiera de vosotros que hiciera lo mismo merecería la espada». Este hadith muestra que no se puede criticar el islam, y que el castigo para quien lo haga es la muerte. Por tanto, es evidente que no se puede criticar el islam. ¿Cómo puede ser compatible el respeto de Dios con la libertad de expresión? ¿Cómo puede ser compatible el islam con la democracia? —Movió la cabeza y esbozó una sonrisa cínica—. ¿Sabes qué quieren realmente los kafirun norteamericanos? ¿Lo sabes?

Ahmed permaneció callado, esperando que Ayman respondiera él mismo su pregunta.

—Recítame lo que dice Alá en la sura 5, versículo 56.

El pupilo volvió a concentrarse.

—«¡Oh, los que creéis! No toméis a judíos y a cristianos por amigos: los unos son amigos de los otros. Quien de entre vosotros los tome por amigos, será uno de ellos».

—Lo que Alá dice en ese versículo es que, además de no poder ser amigos de las Gentes del Libro, no podemos confiar en ellos. El Santo Corán repite eso mismo en otros lugares, como la sura 3, versículo 95. Sería ingenuo por nuestra parte creer que los judíos y los cristianos actúan de buena fe cuando analizan la historia islámica y hacen propuestas para nuestra sociedad, como la democracia. Cuando vienen con esas ideas, lo que realmente quieren es atacar los cimientos del islam y socavar la estructura de nuestra sociedad. Al propugnar la libertad, la democracia y los derechos humanos, atacan el islam con poderosas armas intelectuales.

—Pero en Irán hay democracia, hermano —argumentó Ahmed—. Que yo sepa, los iraníes respetan mucho la sharia.

—Han tenido épocas mejores —replicó el maestro en tono irónico—. Además, los iraníes son chiíes, no practican el verdadero islam. De cualquier manera, hay que tener en cuenta que quien realmente manda en Irán son los ayatolás y a ésos no los elige nadie. Los presidentes y el parlamento de Irán, aunque son elegidos, no tienen el poder de violar la sharia, sólo de hacer que se respete. Pero lo verdaderamente importante es resistir la tentación de ceder frente a las armas intelectuales del Occidente kafir, pues, si no lo conseguimos, abandonaremos la Ley Divina y querremos ser gobernados por las leyes de los hombres. ¿Dónde dice el Santo Corán que la democracia es necesaria? ¡Si Alá no habla de ella, es porque no es necesaria! Basta con la Ley Divina, que rige todo el universo. Si la ley de Alá es buena para todo el universo, ¿por qué no ha de serlo para los hombres?

Ahmed se rascó la cabeza. Lo entendía, pero seguía confuso.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Hacemos lo que Ibn Taymiyyah nos dijo que hiciéramos.

El pupilo frunció el ceño, sorprendido por la referencia al jeque que combatió el dominio mongol.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Ante una situación semejante a la nuestra, Ibn Taymiyyah consultó el Santo Corán y la sunna del Profeta, que la paz sea con él, y concluyó que un gobierno que sólo acata parte de la sharia e ignora otra parte está, en realidad, siguiendo a los hombres, no a Dios. El jeque dijo: «Fe y obediencia. Si una parte de ella estuviera en Alá y la otra no, tendrá que combatirse hasta que toda esté en Alá».

Ahmed se quedó callado un momento, reflexionando sobre lo que implicaba la fatwa de Ibn Taymiyyah.

—Hermano, ¿quieres decir que la única solución es la guerra?

El antiguo profesor de religión se puso en pie para dar por terminada la conversación. Pero antes de ir a reunirse con el grupo de compañeros de Al-Jama’a, que estaban al otro lado del patio preparándose para la oración del mediodía, se volvió hacia su pupilo.

—La llamamos «yihad».