25

¡Coff! ¡Coff!

El olor ácido y penetrante a contaminación le invadió los pulmones. Tomás tosió, sofocado, y miró hacia fuera. Una nube violeta se alzaba sobre las calles, planeando sobre los miles y miles de motos y automóviles que llenaban como hormigas las arterias polvorientas de Lahore. Vio que lo peor eran los motocarros, cuyos tubos de escape exhalaban densas columnas de humo. Parecían chimeneas de fábrica sobre ruedas.

¡Coff! ¡Coff!

No podía parar de toser.

¡Coff! ¡Coff!

—Por favor —le pidió al conductor, al sentir que se asfixiaba—, ¿podría cerrar las ventanillas?

Yes, mister —asintió el taxista.

El pakistaní hizo girar el elevalunas hasta cerrar la ventanilla de su puerta y, sin parar el coche en ningún momento, inclinó el cuerpo hacia el otro lado y comenzó a girar el elevalunas de la otra puerta.

—¡Cuidado! —gritó Tomás al ver que el taxi se dirigía hacia un motocarro.

Un volantazo brusco evitó que chocaran en el último momento. El taxista volvió la cabeza y mostró los dientes amarillos, en lo que parecía la caricatura de una sonrisa.

—No se preocupe, mister. Aquí, en Lahore, siempre es así.

Con las ventanillas ya cerradas, el interior del taxi parecía por fin aislado, una caja donde se podía respirar en medio de una nube increíblemente vasta de contaminación.

Tomás respiró profundamente, aliviado.

—¡Puf! Ahora se está mejor.

Miró hacia fuera y examinó el entramado urbano. Lahore era una ciudad plana y polvorienta, pero sobre todo caótica. Las casas eran bajas, había edificios inacabados de color ladrillo y una nube permanente de humo fluctuaba a lo largo del horizonte irregular. La neblina era tan cenicienta que oscurecía la mañana. La niebla de la contaminación nacía en las grandes arterias, todas muy agitadas, y ascendía lentamente hacia el firmamento, donde se quedaba planeando como un espectro.

—¿El Zamzama queda lejos? —preguntó el cliente, que ya estaba impacientándose.

El taxi se había metido en una avenida tan congestionada que casi le resultaba imposible avanzar.

—No, mister.

La información le tranquilizó.

—¿Cuánto nos falta para llegar? ¿Cinco minutos? ¿Diez?

El taxista se rio.

—No, mister. Con este tráfico, vamos a tardar por lo menos una hora…

Tomás entornó los ojos.

—¡Oh, no!

Se recostó en el asiento mentalizándose para un viaje lento y largo. Atrapado en la ratonera infernal de aquel tráfico, el taxi avanzaba a impulsos. No le sorprendía ya que necesitaran una hora para cubrir el trayecto. ¡En los últimos diez minutos, sólo habían avanzado doscientos metros!

Se sentía cansado después de tantos vuelos. Se había pasado las últimas veinticuatro horas de vuelo en vuelo: de Lisboa a Londres, desde donde ese día no había conexión directa con Pakistán; de Londres a Manchester, a tiempo para coger el vuelo nocturno de las líneas aéreas pakistaníes; de Manchester a Islamabad, donde desembarcó de madrugada; y finalmente de Islamabad a Lahore. Había llegado después de cuatro vuelos.

«Lo bueno es que he aprovechado el tiempo para trabajar», consideró.

Cerró los ojos para intentar relajarse y descansar. Pero tenía la mente saturada con las imágenes del trabajo al que se había dedicado durante los vuelos. Era tan obsesivo como aquellos juegos de ordenador que permanecían en la retina después de horas. A pesar de tener los ojos cerrados, sólo veía las letras y los números que formaban combinaciones en la oscuridad, como un inmenso sudoku mental.

—Mierda —renegó, abriendo los ojos

Concluyó que no iba a poder dormir hasta que no solucionara el enigma, que lo tenía absorbido. Rindiéndose a la evidencia, se inclinó en el asiento y abrió la bolsa de mano, de donde sacó la libreta de notas. Pasó las páginas y volvió a la línea que lo torturaba siempre que cerraba los ojos.

—Al lado de la línea y en las páginas siguientes, se multiplicaban los intentos frustrados de descifrar la clave. Vio que algo fallaba. Quizá fuera mejor encarar el acertijo de otra forma. Como los criptoanalistas del NEST, siempre había partido de la premisa de que se enfrentaba a una clave de gran complejidad, pues sus autores parecían contar con recursos tan sofisticados que hasta habían conseguido ocultar el mensaje tras una imagen. Pero puede que ésa no fuera la línea correcta. Los continuos fracasos, tanto los suyos como los de los criptoanalistas del NEST, eran un indicio evidente de que estaban cometiendo un error.

¿Y si cambiaba la perspectiva? ¿Y si intentaba ponerse en el lugar de los hombres que habían enviado aquel mensaje? Mejor aún, ¿y si era capaz de comprender la posición del destinatario en Lisboa?

Se rascó la cabeza, totalmente embebido en aquel misterio.

Lo primero destacable es que el mensaje, aunque lo habían enviado unos musulmanes, posiblemente árabes, estaba escrito en caracteres latinos. Tomás pensó que ese detalle no era baladí. ¿Qué lectura debía hacer de eso? En primer lugar, esto parecía demostrar que el destinatario en Lisboa no tenía modo de abrir un mensaje en caracteres árabes. Claro, lo había consultado en un cibercafé, como había averiguado el NEST, y era natural que el ordenador de ese cibercafé no tuviera instalado software para lengua árabe. Por eso habían tenido que enviar el mensaje en caracteres latinos.

Sin embargo, había otra conclusión que debía extraerse de ese hecho. Estaba claro que quien envió el mensaje no sabía que la dirección del remitente se encontraba bajo vigilancia. Eso era lo que Rebecca le había dicho. Si es así, después de ocultar el mensaje tras una fotografía pornográfica, seguramente los terroristas no verían la necesidad de utilizar una clave muy compleja. ¿Por qué lo iban a hacer si pensaban que no estaban vigilados? Además, era incluso posible que el destinatario en Lisboa no dispusiera de medios para descifrar un mensaje que utilizara un sistema demasiado sofisticado. Visto así, la conclusión era clara: la clave tenía que ser sencilla.

Sencilla.

—Es evidente… —murmuró Tomás, cayendo en la cuenta—. ¿Cómo no lo he visto antes?

—¿Perdón, mister?

El portugués miró alelado al taxista, que lo observaba por el retrovisor. Su mente seguía sumergida en el enigma, con la vista fijada momentáneamente en los ojos del pakistaní. Sólo tras un instante de perplejidad se dio cuenta de que el hombre le había formulado una pregunta.

—No pasa nada —dijo, volviendo a dirigir su atención hacia la libreta de notas. Estaba hablando solo.

Con movimientos frenéticos, bolígrafo en mano, se puso a probar soluciones tradicionales para el mensaje. La clave debería ser sencilla. Probó la clave de César, pero no consiguió nada. Probó luego con las cifras de sustitución homófonas, también sin suerte. Tampoco consiguió nada aplicando el cuadro de Vigenère.

—Tengo que volver a ponerme en la piel de quien envió el mensaje y de quien lo recibió —murmuró, pensativo.

Volvió a mirar fijamente en el mensaje, como si la intensidad de la mirada pudiera descifrar el secreto que ocultaba. Si el remitente era de Al-Qaeda, era muy probable que se tratara de un árabe. Y el destinatario también debía de ser árabe. Incluso si no eran árabes, al menos eran musulmanes fundamentalistas, lo que significaba, con toda certeza, que sabían árabe, aunque sólo fuera por haber memorizado el Corán. O sea que, pese a estar escrito en caracteres latinos, con toda probabilidad el mensaje original estaba en árabe.

En árabe.

¡El árabe se escribe de derecha a izquierda! ¿Cómo podía haber pasado por alto un detalle así?

Volvió a recurrir a la clave de César, a las cifras de sustitución homófonas, al cuadro de Vigenère, pero, esta vez, leyendo los resultados al revés. No consiguió nada tampoco. Suspiró, ya desanimado. En una última tentativa, se puso a escribir la secuencia de números y letras en tamaño gigante, como si pudiera extraer el secreto oculto en el acertijo agrandándolo.

Escribió los caracteres en un tamaño descomunal, tan grande que no cabían en una sola línea de la libreta, por lo que tuvo que repartirlas en dos líneas.

—¿«Seis-Ayhas-Um-Ha-Oito-Ru»?

De repente, le pareció que esta forma inesperada de presentar el acertijo tenía potencial. De izquierda a derecha no tenía sentido. ¿Y de derecha a izquierda?

—«Sahya-Seis-Ur-Oito-Ah-Um».

Tampoco.

Salvo que fueran coordenadas geográficas. Ur había sido la primera ciudad del mundo, donde nacieron la escritura y Abraham. Estaba en Sumeria, en el actual Iraq, y cerca de allí había una base aérea norteamericana. ¿Sería una pista? ¿Contendría el mensaje las coordenadas de un lugar? ¿Indicaría el sitio donde iba a ocurrir un atentado?

¿En Ur?

«Era una posibilidad», concluyó. Pero la separación de las cifras —el seis a un lado, el ocho a otro, y el uno en una posición aislada— no parecía corresponderse con coordenadas. Se puso a imaginar alternativas que lograran juntar las cifras. A primera vista, sólo podía conciliar el seis y el uno, por lo que probó una alternativa combinando las dos líneas. Comenzó en un sentido, sin resultados, y después probó en el sentido contrario.

—Dios mío.

Boquiabierto, de repente vio aparecer el mensaje ante sus ojos, potente y palpable. Cogió el bolígrafo y, en un frenesí nervioso, garabateó con flechas la secuencia del secreto que la cifra ocultaba.

—¡Lo tengo! —gritó.

El conductor se sobresaltó, asustado.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

Al notar que se había dejado llevar por el entusiasmo, Tomás se ruborizó, avergonzado.

—¡Nada, nada! —le aseguró, volviendo a la realidad—. Oiga, ¿falta mucho aún?

El coche pasó al lado de un pequeño campo ajardinado de hockey y desembocó al comienzo de una gran avenida de aspecto europeo, donde había instalado un cañón del siglo XVIII.

—Ya hemos llegado.

El coche aparcó al lado del paseo y, por la ventana, Tomás vio a una mujer escultural junto al cañón, con el cabello corto, cubierto por un pañuelo de seda naranja. Como si tuviera un sexto sentido, la mujer se volvió en dirección al taxi, se quitó las gafas de sol y lo miró con sus brillantes ojos azules.

Era Rebecca.