Por los portalones, que ahora se abrían de par en par, se accedía a un complejo carcelario absolutamente gigantesco. Tora albergaba cuatro prisiones y Ahmed y sus compañeros de viaje fueron conducidos a una de ellas. El miembro de la Hermandad Musulmana que había visto el nombre «Tora» en el cartel contempló lúgubremente el edificio al reconocerlo.
—Mazra Tora.
El resto de los presos comprendió de inmediato lo que significaba aquel nombre. A Ahmed, en cambio, no le decía nada.
—¿Lo conoces?
—Es la prisión a la que mandan a nuestros hermanos.
La vida en Abu Zaabal había sido un completo infierno, y Ahmed estaba convencido de que, dijeran lo que dijeran, no podría ser peor. Pero se equivocaba. Los primeros días en Tora le hicieron ver que ese infierno tenía varios niveles y que Mazra era quizás el más profundo.
Llevaron a los recién llegados a una de las alas de la prisión. Pronto se percataron de que se trataba de un sector especial. Metieron al grupo procedente de Abu Zabaal en una celda inmunda y, horas después, los guardias fueron a buscar a uno de ellos.
—¿Para qué lo querrán?
Nadie fue capaz de responder.
—Vamos a esperar a ver qué pasa —sugirió el mayor del grupo.
Tuvieron la respuesta dos horas después, cuando su compañero reapareció ensangrentado y casi incapaz de hablar. En ese momento, supieron que aquélla era el ala de los interrogatorios.
Después de ver el estado en el que el preso había llegado y, consciente de lo que le esperaba, el segundo recluso al que llamaron se resistió e intentó escapar de los carceleros. Lo golpearon allí mismo, frente a sus compañeros, y lo arrastraron de los pelos fuera de la celda.
—Vas a aprender a obedecer —rugió uno de los guardas que se lo llevaban.
El segundo preso volvió horas después en una camilla. Le habían partido algunos dientes, y tenía los ojos hinchados y las manos ensangrentadas. Se fueron sucediendo los reclusos. Ahmed notó que se abría una vez más la puerta de la celda. Dos guardas entraron y dejaron en el suelo al hombre a quien acababan de interrogar. Luego se acercaron y se pararon frente a él.
—Es tu turno.
Como un autómata, pues casi no sentía las piernas y las manos le temblaban de manera repentina, Ahmed se levantó y los acompañó fuera de la celda. Caminaba en trance, sin pensar, sabiendo lo que le esperaba, pero resignándose a su destino, como si dejara su vida en manos de Alá Ar Rahim Al-Halim Al-Karim, el Misericordioso, el Clemente, el Benévolo.
La sala era una habitación encalada, con charcos de sangre en el suelo y manchas rojizas en la pared. Había una silla en el centro, con correas para atar al recluso de brazos y piernas, y una máquina eléctrica al lado. Un hombre gordo y sudoroso, de aspecto brutal y con barba rala, se acercó a él.
—¡Desnúdate! —le ordenó.
Ahmed miró de reojo la salita. Tenía el corazón sobresaltado y el cuerpo le temblaba por las convulsiones. Dudó por un momento qué debía hacer.
—¿Qué…, qué van a hacerme?
Paf.
El rostro le ardió con la violenta bofetada.
—¡Desnúdate!
El preso se quitó la ropa de inmediato hasta quedarse desnudo. El hombre gordo lo agarró del pelo y lo obligó a sentarse en la silla. Los guardas que lo habían ido a buscar a la celda le apretaron las correas a los brazos y las piernas para inmovilizarlo en el asiento. Luego, le pusieron en los testículos unos electrodos conectados a la máquina de al lado. Cuando terminaron, el hombre gordo se plantó frente al recluso con una gran maleta en las manos.
—¿Cómo te llamas?
—Ahmed ibn Barakah.
El hombre abrió la maleta y hojeó unos papeles hasta encontrar lo que buscaba. Cuando los encontró, leyó durante unos instantes.
—Estoy leyendo tu expediente —murmuró recorriendo el documento con la vista—. Aquí dice que eres un radical. —Miró al preso enarcando las cejas, como quien sabe la verdad y no admite que le mientan—. ¿Es verdad eso?
A Ahmed le palpitaba el corazón en el pecho de forma descontrolada. Sabía que tenía que responder todas las preguntas sin cometer un error, pero no entendía con exactitud qué esperaba de él aquel hombre.
—¿Es verdad?
El preso notaba la boca seca. Había de responder, pero tenía miedo de hablar, no fuera a cometer un error.
—Soy…, soy creyente —balbució al fin—. Creo en Alá Ar-Rahman Ar Rahim, el Clemente y Misericordioso. Soy testigo de que no hay más Dios que Alá y de que Mahoma es su Profeta.
El hombre gordo cambió de pierna de apoyo.
—Todos creemos en Alá y somos testigos de que no hay más Dios que Alá —replicó, en un tono que reflejaba que se le estaba agotando la paciencia—. Pero aquí quien manda es Alá Al-Hakam, el Juez, y yo quiero saber si eres o no un radical.
—No sé qué es un radical —intentó argumentar Ahmed, en un esfuerzo por evadir la pregunta—. Soy un creyente, respeto los mandatos de Alá y la sunna del…
Un dolor violentísimo le subió por el vientre, como si lo laceraran con cuchillos. El dolor era tan fuerte que lo cegó, llenándole la vista de lucecitas. Se contorsionó en la silla intentando doblarse, pero las correas eran resistentes y no consiguió moverse del sitio.
—¿Eres o no un radical?
Notó que se le había agotado el margen de negociación y decidió que diría lo que le pidieran.
—Sí…, sí, soy un radical.
—¿Perteneces a la Hermandad Musulmana?
—No.
Volvió a sentir el dolor, inmenso e intenso. Ahmed casi perdió la conciencia. Sintió que le echaban agua fría por la cabeza y, al abrir los ojos de nuevo, vio al hombre gordo mirándolo.
—¿Perteneces a la Hermandad Musulmana?
—No.
—Pero venías con ellos desde Abu Zabaal.
—Vine…, vine, porque me metieron en el coche. Ni sabía…, ni sabía que ellos eran de la Hermandad.
—¿No los conocías en Abu Zabaal?
—Sólo…, sólo de vista. Dos…, dos de ellos estaban en la misma celda que yo en Abu Zabaal.
—¿Quiénes?
—Los hermanos…, los hermanos Walid.
El hombre gordo consultó los documentos que tenía en la mano y asintió con la cabeza. Parecía haber aceptado la respuesta. Sin embargo, pronto alzó de nuevo la vista y miró fijamente al recluso.
—¿Y a Al-Jama’a Islamiyya?
Ahmed se dio cuenta de que era una pregunta muy peligrosa. Una facción de Al-Jama’a era responsable de la muerte del Sadat, y el Gobierno había emprendido una persecución cerrada contra el movimiento. Cualquier asociación con esta organización sería explosiva, devastadora.
Negó con la cabeza para enfatizar su respuesta.
—No, no pertenezco a Al-Jama’a.
Volvió a sentir una explosión de dolor, de ceguera y de luces. El sufrimiento era increíble, como si le clavaran mil cuchillos punzantes en el cuerpo. Esta vez perdió el sentido.
Volvió en sí con una sensación fría y húmeda en la cara. Le habían vuelto a echar agua en la cabeza.
—Te lo volveré a preguntar: ¿perteneces a Al-Jama’a al-Islamiyya? ¡Di la verdad!
—¡No! —volvió a negar, moviendo de manera vehemente la cabeza—. ¡No!
El hombre gordo señaló los papeles que tenía en la mano.
—Aquí dice que hay testigos de que simpatizabas con el movimiento.
—¿Quién? ¿Qué testigos? ¡No sé nada, lo juro! ¡Por el Profeta, juro que no sé nada!
—¡Mientes!
—¡Es verdad! ¡No soy de Al-Jama’a! ¡Lo juro!
—¿No participaste en el asesinato del presidente?
—¿Yo? —Ahmed se sorprendió y enarcó las cejas horrorizado—. ¡Claro que no! ¡Claro que no!
—¿Puedes probarlo?
—¡Tenía…, tenía doce años cuando ocurrió! ¡Claro que no participé!
—¡Pero tenías amigos en Al-Jama’a!
—Tenía muchos amigos. Quizás algunos pertenecían a Al-Jama’a…, no lo sé.
El hombre hojeó otras páginas recorriendo con la vista la información que contenían.
—Dicen que te volviste un radical.
—Soy un creyente. Sigo las instrucciones de Alá en el Corán y la sunna del Profeta. Si eso es ser un radical, soy un radical.
El interrogador volvió a estudiar los documentos que tenía en la mano y miró la fecha de nacimiento.
—Es cierto, naciste en 1969, ¿no? —Se rascó la barba mientras hacia el cálculo—. Realmente, tenías doce años cuando el presidente fue asesinado. —Siguió leyendo los documentos y levantó la vista cuando descubrió algo que le llamó la atención—. A ver, ¿por qué dejaste de frecuentar tu mezquita?
En ese momento Ahmed advirtió, sorprendido, que la policía lo había investigado a fondo. ¡Hasta habían preguntado por él en la mezquita!
—¿Qué mezquita? —preguntó, pese a que sabía de sobras a cual se refería su interlocutor, para ganar tiempo y ordenar sus pensamientos.
—La de tu barrio. ¿Por qué dejaste de ir?
—Porque…, porque no enseñaban el verdadero islam.
El hombre gordo arqueó las cejas.
—¿Ah, no? ¿Qué enseñaban entonces?
—Era una versión cristianizada del islam, una versión para agradar a los kafirun. Aquello no era el verdadero islam.
—Entonces, ¿qué es el verdadero islam?
—Lo que dice el Corán y en la sunna del Profeta.
—¿En esa mezquita no enseñaban el Corán y la sunna?
—Sí, claro —reconoció—. Pero sólo una parte. Había cosas que no enseñaban.
—¿Qué cosas?
—Que no debemos ser amigos de las Gentes del Libro, por ejemplo. Es lo que Alá dice en el Corán, y algunos que dicen ser creyentes parecen querer ignorarlo. O que debemos tender emboscadas y matar a los idólatras allá donde los encontremos, tal como Alá ordena en el Libro Sagrado. En la mezquita, no enseñaban nada de esto: el mulá fingía que no estaban allí.
El hombre gordo respiró hondo y dejó los documentos sobre una mesita. Después miró a sus hombres e hizo una señal con la cabeza en dirección a Ahmed.
—Lleváoslo y traedme a otro.