20

«¡Voy a llevar a este perro kafir y a su prostituta al Infierno!».

Llevaba tres años respondiendo lo mismo siempre que le preguntaban en árabe en el souq, camino de la tienda de pipas de agua, adónde iba seguido por un matrimonio de turistas.

Sólo que, un día, ocurrió algo que no esperaba. Ahmed tenía quince años y recorría el Khan Al-Khalili a sus anchas, como si hubiera vivido allí siempre. Aquel día decidió ir a El Fishawy a buscar turistas. El café más antiguo de El Cairo estaba situado en una callejuela estrecha y concurrida detrás de Midan Hussein. Era un establecimiento con historia, con una atmósfera exótica que un día atrajo incluso al rey Faruk y que parecía gustar a los kafirun.

Los turistas se recostaban en los sofás y en las sillas de El Fishawy para fumar sheesha o beber té aromático, disfrutando de la decoración refinada y deteriorada del café y de la agitación del souq. El callejón era un pasaje estrecho, protegido del sol por enormes toldos, aunque algunos rayos de luz se colaban por los lados y hacían brillar el polvo y el humo perfumado de las pipas de agua, que formaba en el aire diamantes centelleantes y adoptaba tonalidades fantásticas en un incesante juego de sombras.

Después de echar un vistazo a los clientes instalados en el exterior de El Fishawy, Ahmed concentró su atención en un matrimonio que fumaba sheesha en un salón interior.

Mister, ¿está buena esa sheesha?

El norteamericano levantó el pulgar derecho y acto seguido le guiñó el ojo.

—Excelente.

—¿Le gustaría comprar una pipa de agua aún mejor que ésa?

El turista soltó una carcajada.

—¡Gee, ni aquí nos dejan en paz ustedes!

—¡Pero, mister, es la tienda más antigua de sheesha de El Cairo! —Señaló la fotografía que El Fishawy exponía en la pared del rey Faruk sentado en una mesa del café—. Hasta el rey compraba allí las pipas.

Todo eso era mentira, claro. El establecimiento de Arif distaba mucho de ser antiguo y nunca había recibido visitantes ilustres, pero aquellas palabras parecían surtir efecto en muchos turistas y éstos no serían una excepción. Después de intercambiar algunas palabras, Ahmed vio que eran estadounidenses. El hombre hablaba como una cotorra, pero la mujer, de piel trigueña y con grandes gafas oscuras, permanecía callada, lo que agradaba al joven egipcio. Era recatada, algo que le parecía digno de alabanza. Al fin y al cabo, las mujeres debían saber ocupar su lugar. Por eso, a Ahmed le bastó con hablar con el marido en inglés y lo convenció para que visitaran la tienda de Arif y así ver lo que pomposamente llamó «las pipas más buscadas de El Cairo».

El guía y los clientes salieron de El Fishawy y recorrieron apresuradamente las calles del souq. Ya en la concurrida Sharia Al-Muizz li-Din Allah, la calle principal de El Cairo medieval, giraron en dirección al complejo Al-Ghouri. El minarete pintado a cuadros rojos funcionaba como un faro, una vez que la tienda de pipas de agua de Arif se encontraba bajo su sombra. Pasaron por delante del viejo vendedor de especias que desde hacía años siempre preguntaba lo mismo a Ahmed en tono guasón.

—¿Adónde vas con tanta prisa?

—¡Voy a llevar a este perro kafir y a su prostituta al Infierno!

Unos pasos más adelante, el guía se dio cuenta de que la pareja se había detenido tras él. Se paró también y dio media vuelta, sin entender cuál era el problema.

—¿Y ahora qué pasa, mister?

Para espanto de Ahmed, quien respondió no fue el norteamericano, sino su mujer.

—¿Qué nos has llamado?

Ahmed se quedó boquiabierto. La mujer le había hablado. Y en árabe.

—¿Cómo dice?

—Te he preguntado qué nos has llamado —repitió ella, en un tono de voz cortante y frío.

El muchacho movió la cabeza en un intento de ordenar sus pensamientos. Se había dirigido a él en un árabe fluido, aunque con un acento extranjero inconfundible, que le pareció libanés. ¿Qué había dicho para que le hiciera esa pregunta en aquel tono? Se esforzó por reconstruir el minuto anterior. Venía andando por la callejuela, desembocó en la calle principal, vio al viejo de siempre sentado en el sitio de siempre, el viejo le preguntó adónde iba y él dio la respuesta habitual: iba a llevar al perro kafir y a su prostituta…

¡Por Alá! ¡La perra kafir lo había entendido!

—¿Qué pasa? —preguntaba el hombre en inglés, sin entender nada—. ¿Por qué nos paramos?

Ahmed confirmó por su reacción que el hombre no hablaba árabe. Sólo la mujer. Ella seguía mirando fijamente al muchacho, y éste, recuperado de la sorpresa al percatarse de que ella había entendido sus palabras, le devolvió la mirada sin mostrarse intimidado. ¡Por el Profeta, ninguna mujer le haría vacilar!

—¿Qué nos has llamado? —insistió la turista.

—¡Os he llamado lo que sois! —dijo Ahmed, mirándola a los ojos con desafío.

—¿Qué pasa, sweetie? —volvió a preguntar el norteamericano al presentir que algo no iba bien—. Cuéntamelo.

Sin apartar la vista de Ahmed, la mujer dijo en inglés:

—Este tipo te ha llamado perro infiel; y a mí, prostituta.

El hombre arqueó las cejas, perplejo y boquiabierto. Dudaba incluso de si la habría oído bien.

—¿Qué?

—Lo que te digo, Johnny. Nos ha insultado.

Pasado el pasmo inicial, el rostro del norteamericano enrojeció y, con un gesto rápido e inesperado, abofeteó a Ahmed.

Paf.

—¿Cómo te atreves? —murmuró, súbitamente indignado.

El muchacho, cogido por sorpresa, cayó al suelo y sintió que el hombre se acercaba.

—¡Cerdo árabe! —Lanzó luego una patada que pasó rozando la espalda del muchacho—. ¡Toma! ¿Quién te has creído?

El miedo de Ahmed se volvió repentinamente furia. Se levantó de un salto y se abalanzó a ciegas sobre el norteamericano, lanzando golpes sin cesar. A veces acertaba contra el rostro o el cuerpo del turista, y otras veces fallaba. En todo caso, no paraba de golpear, en un frenesí furioso, imparable, desquiciado. Dejó de ver bien. Todo lo que registraba era una refriega rabiosa. Veía una mano, un rostro, el suelo, una tienda, un pie, una mano, todo en una secuencia incesante, en medio de una confusión indescriptible y una cólera desaforada.

—¡Perro kafir! —vociferó en medio de aquel caos enfurecido—. ¡Que Alá te condene al fuego eterno!

Se generó un pequeño tumulto en plena calle. Ahmed notó que, al principio, la violencia de su ataque había cogido al adversario por sorpresa, aunque tras los primeros golpes había reaccionado. Redobló la furia de su ataque, en un intento de acabar la pelea cuanto antes, pero su nuevo ímpetu se vio interrumpido de manera inesperada por dos manos duras como el hierro que lo empujaron por el aire.

—¡Suéltalo! —ordenó una voz en árabe—. ¡Suéltalo!

Ahmed sintió que le doblaban el brazo derecho, que casi reventó del dolor cuando se lo apretaron con fuerza a la espalda. Se llevó un puñetazo en el estómago y el dolor, agudo y devastador, se trasladó a esa parte de su cuerpo. Se retorció y se golpeó la cabeza contra el suelo. Sintió dos patadas en las costillas, y otra en la nariz. Intentó abrir los ojos y lo vio todo rojo: era la sangre que le corría abundantemente por la cara. Pero, en medio de todo aquel barullo, consiguió ver de reojo a los hombres que habían intervenido y, al reconocer las caras serias, se dio cuenta de que estaba perdido: eran policías de paisano.

El juez tenía un aire entre displicente e indiferente en el momento en que alzó el martillo de madera y miró al muchacho, que, en el banquillo de los acusados, lo observaba asustado y ansioso.

—Por delitos contra la integridad física de un turista y contra la integridad moral de una mujer —proclamó de manera monótona—, condeno al acusado, Ahmed ibn Barakah, a tres años de prisión.

El martillo golpeó con estruendo la mesa.

Pac.

Acto seguido, el policía empujó por los hombros a Ahmed, que ni siquiera tuvo tiempo de ver cómo su madre ocultaba su rostro lleno de lágrimas, cómo el padre se estremecía avergonzado en las bancadas casi desiertas del tribunal y cómo Arif agachaba la cabeza en señal de desaliento. En un abrir y cerrar de ojos lo sacaron de la sala de audiencias y lo arrastraron por los pasillos desnudos y opresivos hasta el coche celular, donde lo esperaban los demás condenados del día. Hacía calor, como siempre en El Cairo, pero lo que le ardía ese día era el alma. De miedo e indignación.

Se sentó en el coche celular, con la mirada perdida en el infinito, mientras esperaba la llegada de otros condenados y que los llevaran a la prisión. ¡Tres años de reclusión por haber puesto en su sitio a un kafir y a su prostituta! ¡Tres años! ¿Qué país era el suyo, en el que daban más importancia a dos kafirun que a un creyente? ¡Y, además, él se había limitado a responder a las agresiones de esos perros! Movió la cabeza, en un ademán que mezclaba indignación y conmiseración. ¿Dónde se había visto algo así? ¡Un kafir ya era más importante que un creyente! ¿Cómo era posible? ¡Un kafir había llegado a ser más importante que un creyente! ¡Por Alá, a qué extremos había llegado el país…!

A ojos de Ahmed, su enjuiciamiento se resumía a una lógica de una simplicidad horripilante. El turista norteamericano no era más que un periodista que cubría la guerra civil del Líbano. Había ido a El Cairo con su meretriz libanesa, una perra cristiana a buen seguro apaniaguada por los malditos Gemayel y, en venganza por el justo correctivo que le había aplicado, había usado toda su influencia para implicar a la embajada estadounidense y presionar hasta obtener la condena de un creyente. El Gobierno, formado evidentemente por fantoches de los norteamericanos, seguramente se había visto obligado a implicarse en todo aquel lío y había presionado al tribunal. El juez tenía miedo y lo había condenado. Sólo así se podía entender que diera más importancia a un kafir que a un creyente.

¡Ay, mientras tuvieran un Gobierno así, no irían a ninguna parte! ¿No eran los mismos que habían ido a Al-Quds y habían firmado la paz con los sionistas? ¡El faraón Sadat fue quien dio la cara, pero Mubarak también había estado involucrado en esa traición, el muy apóstata! ¿Y qué era el pequeño Ahmed ante una afrenta de tal calibre? Si tuvieron la poca vergüenza de acudir a la tierra de los kafirun y de abrazar a los sionistas, ¿qué les costaba mandar a un pobre y humilde creyente a prisión durante tres años por haberse defendido de un cruzado?

El sentimiento de rebeldía llevó a Ahmed a pensar en algo que otro turista le había dicho. ¿Qué palabra había utilizado? Democracia, ¿no? Le había preguntado a Ahmed si le gustaría que hubiera democracia en Egipto. Claro, en aquel momento tuvo que buscar la palabra en la enciclopedia: «democracia». Según lo que leyó, había concluido que eso significaba organizar unas elecciones y que todo el mundo votara un nuevo gobierno.

A primera vista, la idea no le parecía del todo mal. Tendría que consultarlo con un mulá, claro. Y no con un sufí desviado, sino con un verdadero creyente. Si hubiera elecciones, podría votar contra Mubarak y sus esbirros, y contra toda aquella miserable corrupción que los arrastraba a la decadencia. En vez de aquellos gusanos, podrían poner en el gobierno a gente honesta, buenos musulmanes que respetaran la sharia y la voluntad de Alá, que distribuyeran zakat entre los necesitados y que hicieran frente a los kafirun que humillaban a la umma. Sí, tal vez eso era lo que Egipto necesitaba: democracia.