El grupo de jóvenes recorría las calles decadentes observando las fachadas pintorescas de las casas, salpicadas de flores en los balcones y de ropa de colores tendida en las ventanas. En algunas esquinas olía a vino, por influencia de las tabernas que a esa hora aún estaban cerradas, y en otras, a orina. Al frente del grupo, el profesor iba señalando los detalles que debían observar.
—Aquí ya no hay casas moriscas —explicó Tomás a sus alumnos de la asignatura de Estudios Islámicos—. Pero, si os fijáis bien, la Alfama mantiene cierto aire de kasbah, ¿no os parece?
Los alumnos asintieron, cada cual mirando en una dirección. La mayoría de los alumnos eran musulmanes, pero algunos eran cristianos o agnósticos que acudían a las clases por pura curiosidad. Bajaron los escalones, dejaron atrás la iglesia y pronto llegaron a la terraza del Miradouro de Santa Luzia. Ante sus ojos, aparecieron los tejados rojos y, a lo lejos, el caudal azul del Tajo: la antigua Lisboa en todo su esplendor.
—¡Extraordinario! —exclamó uno de los estudiantes.
Se quedaron allí descansando y contemplando la magnífica vista de la ciudad. Sin embargo, la mente del profesor bullía de ideas. Desde que había vuelto de Venecia, buscaba la mejor forma de preguntar a sus alumnos sobre política y, en particular, sobre el fundamentalismo islámico. El problema era que no encontraba la forma adecuada de hacerlo. El asunto era totalmente ajeno a las clases y aquellos jóvenes, despreocupados y alegres, parecían tener tanta relación con el fundamentalismo como el agua con el aceite.
Pero, ¡qué diablos!, no cabía duda de que aquel correo de Al-Qaeda lo habían abierto en Lisboa. Era fundamental que comenzara a hacer preguntas, incluso a las personas más improbables, como sus alumnos musulmanes. Por eso, había decidido salir de la facultad y dar una clase al aire libre visitando la Alfama y la Mouraria, los barrios de la antigua Lisboa musulmana. Sabía que en ese contexto conseguiría crear un ambiente propicio para las preguntas que necesitaba plantear.
El estudiante que tenía más cerca era Suleimán, un muchacho tranquilo cuyos padres, de origen indio, habían llegado desde Mozambique en la década de los sesenta y se habían convertido en abogados de prestigio en Lisboa. Tomás vio que ésa era su oportunidad.
—Suli, ¿viste ayer las noticias?
El alumno desvió la vista del paisaje lisboeta.
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Terrible lo que ocurrió en la India, ¿no?
Suleimán suspiró y chasqueó la lengua.
—Ni me hable de eso.
—¿Viste lo que pasó? Salieron a la calle y se pusieron a disparar contra todo el mundo…
—Están locos. Son unos chalados enfermizos.
Tres gaviotas se acercaron al mirador en un vuelo rasante y graznando sin parar, por lo que algunos jóvenes tuvieron que agacharse. El incidente causó risas y chistes entre los alumnos.
Tomás dejó pasar unos segundos antes de volver a la carga.
—¿Y si pasara algo así aquí?
—¿Qué?
—Los atentados, Suli. Imagínate que esos tipos, esos fundamentalistas, cogieran sus armas y vinieran aquí a la Alfama, por ejemplo, y empezaran a matar a todo aquel que se les pusiera por delante. ¿Viste el lío que se armó?
Con un gesto inquisitivo, Suleimán preguntó:
—¿Está usted hablando en serio, profesor?
—Bueno, Suli, ¿quién nos garantiza que algo así no ocurrirá aquí? Al fin y al cabo, hay fundamentalistas en todas partes, ¿no es cierto? Basta un puñado de ellos para sembrar el caos…
—¡Estamos en Portugal! —replicó el muchacho, como si ese hecho fuera elocuente por sí mismo—. ¡Aquí no hay gente de ésa!
—¿Cómo puedes estar seguro?
Una expresión de desconcierto se apoderó del rostro del estudiante.
—Porque… no sé, porque…, a ver, porque algo así se sabría —tartamudeó.
—¿Cómo se sabría?
—Quiero decir que, por ejemplo, yo ya habría oído hablar de algo así. O alguien habría comentado algo. ¿Sabe? el discurso de los fundamentalistas es algo que se nota, no pasa desapercibido…
—¿Y tú nunca has oído nada?
—Claro que no.
Tomás miró a su alrededor.
—¿Ni los demás?
Suleimán también miró hacia el grupo y, como para relajarse, lanzó la pregunta.
—¡Chicos! ¿Alguno de vosotros ha oído…, no sé…, alguien ha oído a algún tipo hablar de… de yihad, o de cosas por el estilo?
El grupo adoptó una expresión de perplejidad. Pero uno de ellos, Alcides, dio un paso al frente y, con el semblante muy serio, dijo:
—Yo.
Tomás enarcó las cejas.
—¿En serio? ¿A quién?
Alcides entornó los ojos, adoptó una postura de conspirador, miró a su alrededor y, asegurándose de que nadie lo oía fuera del grupo, se inclinó hacia delante y murmuró con un gesto muy serio:
—A Sylvester Stallone. En Rambo.
La conversación se diluyó entre bromas.