La noticia corrió rápido por la madraza: la Policía había detenido al profesor de religión. El alumno sufí gordo al que Ayman había interpelado en su última clase parecía aliviado e intentaba convencer a sus amigos de que habían metido preso al profesor por decir que los sufíes no eran musulmanes. Los compañeros fingieron que lo creían, pero todos sabían que no podía ser. El profesor había demostrado en la clase que el sufismo iba contra el Corán y la sunna. Además, ¿cómo podía haberse enterado y haber reaccionado tan deprisa la Policía? ¡Claro que no era por eso! Pero entonces, ¿por qué lo habían detenido?
Las razones sólo se supieron al día siguiente. El rumor comenzó a circular desde por la mañana temprano y tenía sentido.
—Ven aquí —dijo Abdullah cuando vio llegar a la madraza a Ahmed, a quien empujó a una esquina del pasillo—. ¿Ya sabes que han detenido al profesor de religión?
El recién llegado dejó la mochila en el suelo.
—¿Hay novedades?
Su compañero miró hacia todos los lados con una expresión conspirativa en el rostro antes de volverse hacia Ahmed y susurrarle el secreto.
—Era de Al-Jama’a.
—¿Qué? —dijo Ahmed sorprendido, levantando la voz sin darse cuenta—. ¿El profesor Ayman?
—¡Chis! —ordenó Abdullah, que miró de nuevo a su alrededor, casi alarmado—. Más bajo.
—Perdón —le pidió Ahmed—. Pero ¿estás seguro?
Abdullah se hizo el ofendido.
—¿Cómo no voy a estarlo? Te estoy diciendo que es miembro de Al-Jama’a al-Islamiyya.
—¡Ah! —exclamó Ahmed, que se tapó la boca espantado—. ¿Crees…, crees que él mató al… presidente?
Ahmed susurró estas palabras en voz tan baja que casi resultaron inaudibles.
—¡No seas tonto! —replicó Ahmed con una risa nerviosa—. A los que mataron al faraón los detuvieron poco después. Pero parece que el profesor es militante de Al-Jama’a y están deteniendo a todos aquellos que están relacionados con el movimiento.
—¿Cómo sabes que es de Al-Jama’a?
—He oído al director de la madraza hablar con el profesor de árabe hace poco. El nombre del profesor Ayman estaba en las listas de Al-Jama’a.
La información provocó un gran revuelo en la escuela, no sólo entre los alumnos, sino también entre los profesores y los funcionarios: ¡Por Alá, un conspirador enseñando en la madraza!
Ahmed estaba desconcertado. ¿Cómo era posible que detuvieran a una persona que conocía tan bien la palabra de Dios? La historia del profesor Ayman envuelto en la conspiración para matar al presidente lo dejó pensativo.
«Si el profesor estaba metido en eso —razonó—, sus motivos debía de tener».
En la televisión, calificaban a Al-Jama’a de movimiento radical por defender la aplicación de la sharia, pero, a los ojos de Ahmed, eso no lo rebajaba, sino que lo enaltecía. ¡Al fin y al cabo, la sharia era la ley de Alá y desear su aplicación debía de ser el deseo natural de cualquier musulmán! ¿Cómo era posible que hubiera musulmanes que se opusieran a la sharia?
La discusión comenzó en la mesa cuando la familia almorzaba.
—Estos koftas están carbonizados —refunfuñó el padre, mirando con repugnancia los tres pasteles de carnero picado que tenía en el plato.
—¡Por Alá, ya estamos! —dijo la mujer entornando los ojos—. Están como siempre.
—Te digo que estos koftas están carbonizados —insistió el señor Barakah, levantando la voz. Cogió uno de los pasteles y lo mostró como prueba—. ¡Mira esto! ¡Mira esto! Algo así no se puede servir en una mesa.
—¡Si no te gusta, cocina tú! —replicó la mujer, ofendida por la crítica del marido.
El señor Barakah se levantó altivo.
Paf.
La bofetada resonó en toda la casa y los hijos, todos ellos sentados a la mesa, se encogieron en la silla y mantuvieron la mirada baja.
—¿Es ésa manera de hablarme? —gritó el señor Barakah fuera de sí—. ¿Ya no hay respeto en esta casa?
—¡Eres un estúpido!
Con la violencia de un toro, el marido rodeó la mesa y agarró a la mujer.
—¿Cómo te atreves a faltarme al respeto, mujer?
—¡Suéltame, suéltame!
—¡Te voy a enseñar lo que es bueno!
Por el rabillo del ojo, Ahmed vio que su padre arrastraba a su madre fuera de su vista y que, momentos después, se cerraba la puerta del cuarto de sus padres. Llegaron luego el sonido de las bofetadas y los puñetazos, y los gritos de su madre. En la mesa, nadie dijo nada. Aquél era un asunto tabú entre los hermanos. Todos veían lo que pasaba, pero ninguno hablaba del asunto.
Ahmed sintió ganas de levantarse y de ir a ayudar a su madre, pero se contuvo y siguió sentado, con la cabeza gacha y el corazón apesadumbrado.
—¡Toma, bestia! —gritaba el padre en el cuarto—. Te mato, ¿me has oído? ¡Yo te mato!
Se oyó luego el sonido de los golpes.
—¡Para, para!
Era su madre, que suplicaba.
Para aislarse de los sonidos brutales que le llegaban del exterior, Ahmed recitaba mentalmente el Corán. En un esfuerzo por abstraerse de la violencia y por convencerse de que el correctivo que recibía su madre era justo, escogió los versículos relacionados con el papel de la mujer, en concreto, el versículo 38 de la sura 4.
—«Los hombres están por encima de las mujeres, porque Dios ha favorecido a unos respecto de otros, y porque ellos gastan parte de sus riquezas en favor de las mujeres —recitó en un murmullo casi inaudible—. Las mujeres piadosas son sumisas a las disposiciones de Dios; son reservadas en ausencia de sus maridos en lo que Dios mandó ser reservado. A aquellas de quienes temáis la desobediencia, amonestadlas, mantenedlas separadas en sus habitaciones, golpeadlas. Si os obedecen, no busquéis procedimiento para maltratarlas. Dios es altísimo, grandioso».
Sólo dejó de recitar cuando notó que el padre, sudando y jadeante, volvió a sentarse a la mesa para seguir con el almuerzo. Cuando el señor Barakah cortó el kofta y se metió la mitad del pastel en la boca, los hijos siguieron su ejemplo sin pronunciar palabra.
Oían gemir a la madre en el cuarto, donde el padre la había encerrado, pero ninguno se atrevía a hacer nada.
Ninguno, salvo Ahmed. Atormentado por aquellos gemidos que no cesaban y, pese a que el tratamiento era justo y correcto, el muchacho tomó en silencio una decisión que cambiaría su vida.
Comenzó a evitar quedarse en casa. Al acabar las clases, se iba a la mezquita a rezar y estudiar, y sólo llegaba a casa por la noche, a la hora de cenar. Pero pronto se cuestionó si era sensato refugiarse en aquella mezquita. El jeque Saad era el mulá del santuario, pero siempre que lo veía, recordaba las palabras del profesor Ayman, que Alá lo proteja: «Tu mulá es sufí, aléjate de él».
Ahora recibía con una actitud crítica todo lo que Saad decía. Hasta que un día oyó recitar al jeque una oración que le hizo ponerse en guardia.
—«Dios mío, que eres bueno con aquel que va contra tus principios —decía la oración del jeque—. ¿Cuándo has renegado de quien te ha buscado, cuándo has traicionado a quien de ti pedía refugio, cuándo has apartado a quien se acercó a ti?».
Ahmed reflexionó sobre esta oración.
«Dios mío, ¿cuánta bondad demuestras con aquel que va contra tus principios?». Pero ¿qué significaba eso? «¿Alá es bueno con quien no Lo respeta? ¿Dónde estaba escrito eso?», decía para sí.
Cuando acabó la oración, Ahmed fue a hablar con Saad.
—Jeque, ¿le puedo hacer una pregunta? ¿Qué oración ha recitado usted? No recuerdo haberla visto en el Corán.
—Es una oración de la orden Naqshbandi.
—¿La recitó el Profeta?
—La orden Naqshbandi surgió siglos después de la muerte del Profeta, muchacho. —Se inclinó hacia su pupilo y le acarició el pelo—. Veo que te ha interesado la oración. Es hermosa, ¿verdad? Refleja la bondad y tolerancia del islam.
Ahmed no hizo ningún comentario, pero el nombre de la orden se le quedó grabado. A la primera oportunidad, se escapó a la biblioteca de la mezquita y buscó en un libro referencias sobre los naqshbandi. Descubrió que se trataba de una orden ligada a Bahauddin Naqshband, el santo de Bucara que vivió en el siglo XIV. A la mitad de la entrada, el libro indicaba la corriente islámica a la que pertenecía esa orden.
Era sufí.
—¡Ahora lo veo claro! —murmuró Ahmed entornando los ojos—. ¡Ahora lo veo claro!
La relación del jeque con los sufíes quedaba ahora clara, pero le faltaba una prueba concluyente. ¿No dijo el propio Mahoma que no se podía acusar a nadie sin pruebas suficientes? ¿No exigió el propio Profeta la presencia de hasta cuatro testigos en ciertos casos para que no se acusara injustamente a nadie?
La prueba le fue dada inesperadamente el viernes siguiente. Al final de la oración del mediodía, Saad se acercó a su pupilo.
—¿Recuerdas la oración que te dejó fascinado el otro día?
Ahmed tardó unos instantes en caer en la cuenta de que el mulá se refería a la oración de la orden Naqshbandi.
—Sí… —murmuró con una expresión velada, que ocultaba lo que en realidad pensaba.
—Pues hay mil maneras de acercarnos a Dios —dijo el jeque enigmáticamente—. La oración es sólo una de ellas.
—No lo entiendo. ¿Qué quiere decir con eso?
—¿Quieres que te muestre cómo?
Ahmed incluso pensó en decir que no. Sospechaba de aquellas novedades, pero se dio cuenta de que estaba ante una oportunidad de oro para conocer mejor a su maestro y, venciendo sus recelos, acabó por aceptar.
Esa noche, el mulá lo llevó al corazón de El Cairo, el souq de Khan Al-Khalili. Caminaron por una callejuela hasta llegar a un edificio antiguo con un gran patio central cubierto de sillas y con un escenario instalado al fondo. Los tres pisos del edificio rodeaban el patio, con elegantes mashrabiyya clavados en los pisos superiores.
—Esto es un wikala —anunció el jeque. Como la mirada interrogativa del pupilo le dio a entender que la palabra no le decía nada, añadió—: Antiguamente, cuando aún no había hoteles, existían en El Cairo posadas en las que se alojaban los mercaderes que atravesaban el Sáhara en caravanas. Ésta es una de ellas.
Ahmed contempló con desconfianza las sillas y el escenario montados en el patio y la multitud que se agolpaba en el local. Se veían turistas kafirun en algunos lugares.
—Esta gente no parecen viajantes de caravanas. ¿Qué hacen aquí?
—Ten paciencia y lo verás.
Minutos más tarde, un grupo de hombres con turbantes y túnicas blancas o coloridas subieron al escenario, mientras otros aparecieron en los balcones con instrumentos en la mano, sobre todo tabla. En el patio resonaron los aplausos y, acto seguido, los hombres de los balcones se pusieron a tocar y los del escenario comenzaron a girar al ritmo de la música. Era una melodía extraña, casi hipnótica, con un poder que hacía vibrar el aire y reverberaba en las paredes del wikala. Los bailarines danzaban siguiendo la cadencia seductora de la música, haciendo girar las túnicas como ruedas. La melodía aumentaba el ritmo sin cesar, en un frenesí violento, en un remolino arrebatador. Eran peonzas, eran el viento del desierto, eran vórtices coloridos, varios cuerpos en un movimiento único, reducidos a manchas, transformados en un torbellino, inmersos en un trance.
—¿Qué hacen?
—Buscan la comunión con el Creador.
El jeque hizo un gesto en dirección a las figuras que giraban. Las anteriores se habían arremolinado fuera del escenario, que ahora ocupaban unos hombres ataviados con túnicas y turbantes negros que daban vueltas a un ritmo cada vez mayor.
—¡Mira qué belleza! ¡Es sublime! Se unen a Dios a través de la música y la danza. También lo hacen a través de la meditación y la recitación. Hay mil maneras de comulgar con Alá.
Ahmed hizo una mueca de repulsa.
—¿Comulgar con Alá? ¿Son cristianos?
—Musulmanes.
El muchacho casi bajó la cabeza en señal de desaprobación, pero se controló. ¿Dónde se había visto algo semejante? ¿Musulmanes que comulgan con Dios? ¿Musulmanes que usan la meditación, la música y la danza para unirse al Misericordioso? ¿Dónde estaba escrito algo así en el Corán?
Clavó la mirada en el jeque, que seguía prendado del baile hipnótico de los hombres que giraban sobre sí mismos, y le preguntó en tono agresivo:
—¿Qué son estos hombres?
—Derviches.
—¿Qué es eso?
Al fin, el jeque apartó la vista de los bailarines y sonrió bondadosamente a su pupilo.
—Ascetas sufíes.
¡La prueba!
Ahmed no sabía si debía estar enfadado o sentirse alegre por haber confirmado al fin sus sospechas. Ahora ya no tenía dudas. ¡El jeque era un sufí! ¡El profesor Ayman tenía razón! ¡El jeque era un sufí! ¿Y un sufí no era un musulmán sometido a la influencia cristiana?
Y, por tanto, un kafir.
¡Eso quería decir que él, Ahmed, era el pupilo de un kafir! Eso implicaba que el verdadero islam no era el que el jeque le enseñaba en sus lecciones. Y, lo que era peor aún, el verdadero islam no era el que el mulá predicaba todos los viernes en la mezquita. ¡Él y su familia escuchaban una doctrina cristiana camuflada, no el verdadero islam! El verdadero islam era otro. El verdadero islam era el que Alá exponía en el Corán y el que el Profeta ejemplificaba mediante la sunna. El verdadero islam era el de la sura 9, versículo 5: «Matad a los asociadores donde los encontréis. ¡Cogedlos! ¡Sitiadlos! ¡Preparadles toda clase de emboscadas!».
¿Cómo podían unos verdaderos musulmanes ignorar unos mandatos tan claros de Alá?
A partir de entonces, evitó al jeque Saad y aquella mezquita. Cuando acababan las clases de la madraza se escapaba lejos de allí y deambulaba por las calles de El Cairo. Primero, caminaba sin rumbo. Sin embargo, pronto lo encontró, cuando a dos pasos del wikala donde actuaban los derviches sufíes, dio con la que le pareció la mezquita más hermosa del souq de Khan Al-Khalili.
La gran mezquita de Al-Azhar pasó a ser su destino después de las clases. A la hora de la oración se dirigía al santuario, en pleno bazar, donde recitaba con redoblado vigor las plegarias a Alá. Los mulás le parecían aún demasiado heterodoxos, pero al menos no eran sufíes. Además, concluyó que el islam heterodoxo era un defecto general en Egipto, ya que el miedo de desagradar al Gobierno parecía mayor que la fe de esos mulás cobardes. Para evitar el problema, concentraba su atención esencialmente en la recitación del Corán y obviaba la mayor parte del sermón que acompañaba a la oración.
El resto del tiempo lo pasaba entre los comerciantes del bazar. Le gustaban el bullicio, los colores, los aromas, la algarabía, y la gente diversa que pasaba por allí. Vagaba solo por el souq, aunque solía moverse en un tramo de la Sharia Al-Muizz Allah que a cierta hora quedaba a la sombra del minarete a cuadros rojos del complejo Al-Ghouri. Desde la calle, oía las voces del coro de niños de la madraza del complejo que recitaban el Corán y, sentado en el paseo, se entretenía acompañando la recitación. ¡Ay, qué sosiego le proporcionaba oír las palabras de Alá entonadas por aquellas voces suaves!
—¡Chis!
Ahmed volvió la cabeza para ver si lo llamaban a él. Estaba sentado en un escalón de la entrada del complejo Al-Ghouri, justo al lado de la mezquita. Hacía semanas que frecuentaba aquel trecho de la calle y los comerciantes de la zona ya lo conocían.
—¡Chis! ¡Muchacho, ven aquí!
Se refería a él el vendedor de una tienda de pipas de agua que lo llamaba con el dedo. Después de dudar un instante, fue a hablar con él.
—¿Quiere hablar conmigo?
—Sí, muchacho. ¿Cómo te llamas?
—Ahmed.
—¿Por qué no me ayudas a atraer clientes a la tienda?
El muchacho miró con curiosidad las pipas de agua esparcidas por el suelo y por los estantes.
—¿Yo, señor?
—Aunque estamos en la Al-Muizz, los turistas se acercan pocas veces a esta parte del souq —se quejó el comerciante—. Necesito alguien que vaya a buscarlos a Midan Hussein. —Sacó del bolsillo una moneda de cobre reluciente—. Te doy veinte piastras por cada turista que me traigas que compre una sheesha. —Le enseñó la moneda como si lo tentara con un dulce de baklava—. ¡Veinte piastras!
Desconcertado por la inesperada propuesta, Ahmed levantó la vista hacia el cartel de la puerta de entrada. En él se leía «ARIF» y el adolescente presumió que se trataba del nombre del dueño del establecimiento.
—¿Y si no compran nada?
—Bueno, en ese caso no te llevas el dinero, claro. Pero si hicieras…
—¡Padre!
La voz, suave y melodiosa, procedía del interior de la tienda y los dos dirigieron la vista en aquella dirección. En ese instante, se asomó a la puerta que había detrás del escaparate una muchacha de unos diez años, delgada y con unos ojos negros luminosos, que parecían perlas pulidas. Ahmed sintió su corazón palpitar. Aquella niña era la criatura más hermosa que había visto nunca.
—¡Adara! —exclamó el comerciante—. ¡Vuelve ahora mismo adentro!
—Pero, padre…
—¡Que vuelvas adentro inmediatamente! ¿No ves que ahora estoy ocupado? Luego te llamo.
La muchacha dio media vuelta y desapareció. Era un ángel como Ahmed nunca había visto. Adara. ¡Qué nombre tan bello y apropiado! Adara. La palabra árabe para «virgen» era perfecta para una criatura tan sublime. Adara…
Sin dudarlo, el muchacho dio la mano al comerciante.
—Acepto.
Arif lo miró y dibujó en la boca una sonrisa fea, que revelaba sus incisivos podridos.
—¡Excelente!
—Voy a llenarle la tienda de clientes.