El despacho era pequeño y lóbrego, tan despojado de decoración que casi tenía un aspecto ascético, muy a semejanza de su circunspecto ocupante. En las paredes colgaban pósteres con fotografías de santuarios sagrados. En un lado, se veía una inmensa multitud en torno a la Kaaba de La Meca durante el Hadj y, en el otro, una imagen de la mezquita de Al-Aqsa, sobre la cima de la colina de Al-Quds.
El profesor Ayman cerró la puerta con llave e invitó al alumno a sentarse frente a él.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué pasa? ¿Qué dudas son esas que te hacen seguir mis pasos como si fueras mi sombra?
Una vez que estuvo allí, Ahmed casi se avergonzó de haber confesado que tenía dudas. ¿Cómo podía alimentar dudas sobre la palabra de Alá? Todos los interrogantes se esfumaron de su cabeza por un instante y tuvo que hacer un esfuerzo para recordar la conversación que había mantenido semanas antes con el jeque Saad.
—El mulá de mi mezquita, señor profesor, dice que tenemos que perdonar a los kafirun que son Gentes del Libro y olvidar, como dice la sura 2, y que los cristianos son los más cercanos a los musulmanes, como dice la sura 5.
El muchacho se calló por un momento a la espera de la reacción del profesor.
—¿Qué piensas tú?
—Es verdad que Alá dice eso en el Libro Sagrado —reconoció Ahmed—. Pero Alá también dice otras cosas. Estoy un poco confuso.
—¿Cómo se llama ese mulá?
—Es el jeque Saad.
El profesor Ayman cogió un bloc y anotó el nombre. Lo guardó y volvió a mirar al alumno, esta vez para tomar las riendas de la conversación.
—Dime, muchacho, ¿dónde está escrita la ley islámica?
—En el Corán, señor profesor.
—¿Y qué hacemos cuando aparece una situación nueva que no está prevista en el Corán?
El pupilo dudó. Nunca se había planteado esa posibilidad.
—¿Hay situaciones que no están previstas en el Libro Sagrado? —Estaba sorprendido, como demostraba la expresión desconcertada de su rostro.
—Claro que las hay. ¿Cómo las resolvemos?
La mirada de Ahmed se volvió opaca. No tenía respuesta para esa pregunta.
—Creía que en el Corán estaba todo previsto, señor profesor.
—Pues no es así.
La cuestión dejó perplejo a Ahmed. El Corán recogía la palabra de Alá. ¿Sería posible encontrarla en otra parte?
—Entonces…, entonces ¿dónde está?
—Remontémonos a la época del Profeta para entender cómo nació la sharia —propuso el profesor, señalando el póster de la Kaaba de La Meca, como si la fotografía los transportara a aquella época remota—. Siempre que había una disputa entre los creyentes y no sabían cuál era la voluntad de Dios, la solución era preguntar a Mahoma, que la paz sea con él. El apóstol de Dios recibía entonces una revelación de Alá y daba la respuesta. Sin embargo, a veces Alá no se pronunciaba. Cuando eso ocurría, el Profeta decidía por sí mismo. En la sura 3, versículo 29, Alá dice: «Obedeced a Dios y al Enviado». El Corán recoge este mismo mandato en otros lugares, ¿no es así?
—Sí, señor profesor. Hay que obedecer siempre a Dios y al Profeta.
—Pues así es como conocemos la ley de Alá, a través del Santo Corán. Y si, por acaso, se da una situación para la que el Libro Sagrado no ofrece respuesta, tendremos que preguntar al Profeta.
Ahmed ponderó por un instante lo que el profesor le acababa de decir. Las leyes están escritas en el Corán o en las palabras del Profeta. En caso de duda, se pregunta a Mahoma. Se sentía inquieto, más por la perplejidad que por la incomodidad.
—¡Pero, señor profesor, el Profeta está muerto! —argumentó abriendo los brazos como quien muestra algo evidente—. ¿Qué hacemos ahora cuando el Libro Sagrado no aclara algo?
—¡Ah! —exclamó Ayman levantando el dedo de forma tajante—. ¡Buena pregunta! Ése fue precisamente el problema al que se enfrentaron los primeros creyentes cuando el apóstol de Dios, que Alá lo tenga siempre en su seno, se fue al Paraíso.
—¿Y cómo lo resolvieron?
—Como sabes, la autoridad pasó al sucesor del Profeta, ¿verdad? El primer califa, Abu Bakr, fue quien asumió entonces el mando. Siempre que había una disputa, las personas recurrían a Abu Bakr o algunos de los compañeros de Mahoma que habían sido testigos de las anteriores decisiones del apóstol de Dios: su segunda mujer, Aisha, e incluso, Mo’ath bin Jabal, Abu Huraira, Abu Obaida u Omar ibn Al-Khattab. Los compañeros del Profeta ejercían como jueces y consultaban el Santo Corán. Cuando no encontraban respuesta en el Libro Sagrado, se aplicaba lo que Alá establece en la sura 33, versículo 21: «En el Enviado tenéis un hermoso ejemplo». Y también lo que prescribe la sura 4, versículo 82: «Quien obedece al Enviado, obedece a Dios». O sea, el Profeta, que la paz sea con él, es el ejemplo que debemos seguir. De ahí que buscaran orientación en episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él.
—¡Son los hadith! —exclamó Ahmed con los ojos iluminados—. ¡Son los hadith! Por eso los mulás en la mezquita siempre hablan de los hadith y de la sunna…
—¡Así es! —confirmó el profesor—. Pero no se dice «los hadith». Es «un hadith» y «varios ahadith». El plural es «ahadith» y el singular «hadith».
—Disculpe.
—Los ahadith relatan historias de Mahoma, que la paz sea con él, y de ese modo establecen la sunna, el ejemplo. Los episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él, sirven así como fuente legal, sobre la que sólo tiene preeminencia el Santo Corán. —Alteró el tono de voz con si hiciera un aparte—. Además, muchos de los versículos del Libro Sagrado sólo se entienden si conocemos las circunstancias en las que surgieron. Esas circunstancias se relatan precisamente en los ahadith.
—Pero, señor profesor, ¿cómo sabemos que esos episodios narrados en los ahadith ocurrieron de verdad? El mulá me dijo que hay muchos ahadith apócrifos…
—Y tiene razón —confirmó Ayman—. Hay muchísimos relatos fraudulentos de episodios de la vida de Mahoma, que la paz sea con él. Por ese motivo, doscientos años después de la muerte del Profeta, que la paz sea con él, algunos estudiosos compilaron los ahadith y comprobaron la manera en que se habían transmitido a lo largo del tiempo para garantizar su fiabilidad. La colección más importante es la del imán Al-Bujari, que analizó trescientos mil ahadith y determinó que dos mil de ellos eran auténticos, pues consiguió seguirles la pista hasta el propio mensajero de Alá. Esos ahadith están publicados en una recopilación llamada Sahih Bujari. También el imán Muslim reunió una colección muy fiable, conocida como Sahih Muslim.
—Entonces ¿los «hadith» de esas colecciones se consideran auténticos?
—Sin duda —aseguró el profesor—. Pero déjame que vuelva a la cuestión de cómo se forman las leyes islámicas, porque es muy importante. Imagina que era necesario pronunciar una decisión legal…, una fatwa. ¿Qué se hacía? Si el Santo Corán no se pronunciaba sobre el asunto, se consultaba a Aisha y ella recordaba una sunna, un ejemplo de la vida de Mahoma, que la paz sea con él, que se adaptaba a las circunstancias del caso. Pero imagina que no se le ocurría ningún episodio, que no encontraba un hadith adecuado. ¿Qué hacía Aisha? Le decía a la persona que hablara con Abu Obaida, por ejemplo, por si él podía recordar algún hadith apropiado. Si Obaida no recordaba ninguno, remitía a la persona a Abu Bakr.
—¿Y si el califa tampoco sabía la respuesta?
—Bueno, en ese caso, convocaba un consejo y le presentaba la cuestión, preguntando si alguien recordaba algún episodio de la vida de Mahoma, que la paz sea con él, que resolviera el problema. Si nadie recordaba un episodio, entonces el consejo pronunciaba una decisión nueva, inspirada siempre en el espíritu del Santo Corán y de la sunna.
—¿Eso no es una ijma’ah?
—Sí, esas decisiones son las ijma’ah. Por tanto, la fuente superior del islam es el Santo Corán. Cuando no hallamos respuesta en el Libro Sagrado, recurrimos a los ahadith, que cuentan episodios de la vida del Profeta, que la paz sea con él, y extraemos una sunna, un ejemplo apropiado para decidir sobre el problema. Cuando los ahadith no dan respuesta al problema, los sabios pronuncian una ijma’ah, inspirada en el Santo Corán y en la sunna.
—Pero eso era en el tiempo en que aún vivían personas que conocieron al Profeta, ¿cómo se pronuncian ahora las ijma’ah?
—De la misma manera, con un consejo de sabios —replicó Ayman—. En la actualidad, el Consejo Islámico para la Investigación, que se reúne aquí en El Cairo, en la Universidad de Al-Azhar, pronuncia gran parte de las ijma’ah.
—¿Nuestra universidad?
—Sí, la nuestra. Al-Azhar es la universidad de mayor prestigio del islam, ¿no lo sabías?
—¿Cómo no lo iba a saber? —exclamó Ahmed, repentinamente orgulloso—. Y nosotros pertenecemos a ella…
—Nuestra madraza pertenece a Al-Azhar, sí.
El alumno mantuvo por unos momentos la sonrisa dibujada en el rostro, pero pronto le asaltó una duda.
—Tengo una duda, señor profesor. ¿Cómo podemos estar seguros de que las decisiones de esos sabios son siempre acertadas?
—Pues, ése es uno de los problemas —reconoció el profesor Ayman, cuya mirada se ensombreció de repente—. El Consejo Islámico para la Investigación está bajo la influencia del Gobierno y suele pronunciar ijma’ah del agrado de éste, no de Alá. —Movió la cabeza—. Eso no puede ser. Yo creo que la umma no puede confiar en estos sabios que sólo dicen lo que es conveniente, no lo que es verdadero. Hay otros sabios cuyas ijma’ah son más fieles al Santo Corán y a la sunna.
—¿Cuáles?
—El gran muftí de Arabia Saudí, por ejemplo. O la Escuela de Ley Islámica de Qatar.
Se hizo un silencio. El zumbido eterno de las moscas, hasta entonces un mero ruido de fondo, se volvió dominante, acompañado por el sonido amortiguado de voces y pasos en el pasillo, más allá de la puerta cerrada.
Ahmed se movió en la silla.
—Señor profesor, aún no lo he entendido bien. ¿Me permite que le haga una pregunta?
—Claro.
El muchacho se calló por un instante durante el que consideró la mejor manera de formular la pregunta.
—No entiendo qué tiene todo esto que ver con el problema de los kafirun —dijo, volviendo así a la cuestión que lo había llevado allí—. El mulá de mi mezquita dice que los cristianos son los más próximos a nosotros y que debemos perdonarlos y contemporizar. Eso es lo que Alá dice en el Corán. Pero, al mismo tiempo, Alá dice otras cosas en el Libro Sagrado. Dice que no podemos ser amigos de los kafirun judíos y cristianos. Dice que debemos matar a los kafirun hasta que la persecución pare y ellos se conviertan y dejen de ser kafirun. Dice que debemos tender toda clase de emboscadas a los idólatras y matarlos. Al final, ¿cuál es la verdad?
—Está en todo lo que te he dicho.
El alumno sacudió la cabeza, mostrando así su disconformidad.
—Disculpe, pero sigo sin entenderlo. ¿Qué tiene que ver lo que usted me ha dicho con el problema de los kafirun?
—Todo. El Santo Corán y los ahadith contienen una respuesta clara al problema de los kafirun.
—¿Cuál es esa respuesta?
El profesor se acarició distraídamente la barbilla, pasando los dedos lentamente entre los pelos negros y ligeramente rizados de su tupida barba.
—¿Has oído hablar de la nasikh?
—Sí, claro. Mi mulá la mencionó en una lección hace más o menos un año. ¿Por qué?
—¿Qué es la nasikh?
—Es la revelación progresiva del Corán.
—Sí, pero ¿qué significa eso?
Ahmed se mordió el labio. El jeque Saad ya había abordado aquel asunto, pero lo hizo tan brevemente que Ahmed no había asimilado el concepto.
—No sé.
El profesor sonrió.
—La nasikh es la clave para resolver las aparentes contradicciones del Corán. En realidad, no hay contradicciones en el Libro Sagrado, que es perfecto. La nasikh significa que Alá decidió, en su inmensa sabiduría, revelar de manera progresiva el Santo Corán. Podría haberlo revelado todo de una vez, pero Dios, que todo lo sabe y todo lo planea, optó por hacerlo por fases, a través del sistema de revelación progresiva, o nasikh. Eso quiere decir que las nuevas revelaciones cancelan las anteriores. ¿Lo has entendido?
El muchacho esbozó un gesto de intriga.
—Umm…, sí.
Por el tono vacilante de la respuesta, el profesor Ayman notó que aquel «sí» era en realidad un «no» encubierto.
—Ya veo que no has entendido nada —observó—. Te lo explicaré mejor. Antes de hacerlo en dirección a La Meca, ¿hacia dónde mandaba rezar el Corán a los creyentes?
—Hacia Al-Quds.
—¡Exactamente! Primero se mandó a los creyentes que rezaran hacia Al-Quds, y después hacia a La Meca. Parece que hay una contradicción. Al final, ¿cuál es el mandato válido?
—Pues, el segundo.
—Eso es precisamente la nasikh, o abrogación. A través del Santo Corán, Alá nos mandó primero rezar en dirección a Al-Quds y después en dirección a La Meca. Cuando hay contradicción aparente, se aplica el principio de la revelación progresiva: las nuevas revelaciones cancelan las anteriores. El mandato de rezar en dirección a La Meca canceló el anterior. Lo mismo ocurrió con el alcohol, por ejemplo. Primero se permitía beber alcohol en todas las circunstancias; después se prohibió sólo durante la oración; y, más tarde, se prohibió en cualquier circunstancia. ¿Qué mandato es el válido?
—El último, claro.
—Nasikh! Las nuevas revelaciones cancelan las anteriores. Y eso es la abrogación. Podemos seguir leyendo los versículos del Corán, claro, pero ya no son válidos. ¿Lo has entendido?
—Sí —replicó el alumno con la convicción de quien finalmente ha entendido algo.
—Ahora debes entender otra cosa —dijo el profesor—. La revelación progresiva se divide en dos periodos: el de La Meca y el de Medina. En el primero, el Profeta, que la paz sea con él, nunca habló de guerras y defendió la tolerancia y el perdón para las Gentes del Libro. En ese primer periodo de trece años, se limitó a predicar, a rezar y a meditar. Sólo tuvo un único conflicto respecto a la adoración de ídolos. Pero tras la huida a Medina del Profeta, que la paz sea con él, todo cambió. En este segundo periodo, casi sólo habló de guerras y pasó a predicar el islam espada en mano. Comandó personalmente a los creyentes en veintiséis batallas, ordenó la muerte de personas, se regocijó cuando le mostraron las cabezas decapitadas de sus enemigos y combatió a las Gentes del Libro. Ahora, fíjate bien: ¿cuándo comenzó la era islámica?
—Con la Hégira.
—Precisamente con la huida del Profeta, que la paz sea con él, a Medina. Eso quiere decir que el periodo de Medina, y no el periodo de La Meca, es el del verdadero islam. Si fuera el periodo de La Meca, la era islámica habría comenzado con la primera revelación. Pero no fue así. La era islámica sólo comenzó cuando Mahoma, que la paz sea con él, huyó a Medina. Sólo se inició cuando el Enviado de Dios, que la paz sea con él, comenzó a predicar la guerra y la intolerancia con las Gentes del Libro. ¿Lo has entendido?
—Sí.
—Y yo te pregunto ahora: ¿en qué periodo de la revelación progresiva del islam, Alá dijo en el Santo Corán que debemos perdonar a los judíos y a los cristianos y contemporizar?
—En el periodo de La Meca.
—¿En qué período dijo Alá que debemos tender emboscadas y matar a los idólatras?
—En el de Medina, claro.
—A la luz del principio de nasikh, ¿qué debemos concluir respecto a esta contradicción aparente?
—El periodo de Medina es posterior al de La Meca —constató Ahmed—. Por tanto, la revelación de la sura 9 canceló la revelación de la sura 2. Y ése es el mandato válido de Alá: el que se encuentra en la sura 9, versículo 5.
Ayman abrió los brazos, cerró los ojos, levantó el rostro y, con la expresión mística de un asceta en trance, entonó el versículo que la revelación progresiva legitimaba.
—«Matad a los asociadores donde los encontréis. ¡Cogedlos! ¡Sitiadlos! ¡Preparadles toda clase de emboscadas!».