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Fuck! ¡Ya llega tarde!

Frank Bellamy levantó los ojos del reloj y miró hacia la puerta con impaciencia.

—¿Qué pasa? —quiso saber Tomás.

—Es una de nuestras jefas de equipo. Llega tarde.

—Esperemos un poco más.

—No podemos —insistió, consultando de nuevo su reloj—. Tengo otra reunión ahora y después una cena.

El salón ya se había vaciado. Bellamy paseó la vista por la decena de personas que seguían allí esperando instrucciones. Se acercaba el atardecer y se habían encendido las luces de la sala del Maggior Consiglio. Tras comprobar si la pantalla de plasma y el DVD estaban instalados, lanzó una última mirada esperanzada hacia la puerta. Sin querer demorar más la decisión, señaló las sillas vacías.

—Señores, hagan el favor de tomar asiento —dijo—. Vamos a empezar la reunión.

El ruido provocado por las sillas que se arrastraban y las personas que se sentaban fue mucho menor y más breve que quince minutos antes, al final de la reunión preliminar. Esta vez, los presentes no se conocían entre sí, por lo que las conversaciones que se cruzaron fueron de mera cortesía.

—Como he explicado hace poco, todos los presentes han sido reclutados por el NEST por vías poco tradicionales. Esperamos que nos ayuden sobre todo en el proceso de detección de cualquier amenaza potencial en Europa. Por distintos motivos, cada uno de ustedes tiene conocimientos profundos sobre el islam y relaciones con las comunidades musulmanas que viven en sus países. No obstante, hasta donde sé, ninguno de ustedes tiene un conocimiento profundo del tipo de amenaza al que nos enfrentamos, razón por la cual he considerado oportuno hablar un poco al respecto.

Arregló sus papeles e hizo una pausa antes de lanzar la pregunta provocativa que marcaría el tono de la reunión.

—Si yo fuera un terrorista y quisiera cometer un atentado nuclear, ¿qué creen que debería hacer?

La pregunta quedó en el aire, insidiosa, hasta que los presentes comprendieron que Bellamy esperaba de veras una respuesta.

—Conseguir una bomba, supongo —arriesgó Tomás.

—Muy bien —dijo Bellamy, que pareció aprobar la idea—. Pero ¿dónde podría encontrarla?

—No sé. Se la podría comprar al tal Khan, por ejemplo.

El hombre de la CIA reflexionó sobre la respuesta.

—Sería una buena opción. El problema es que el señor Abdul Khan ya fue neutralizado, aunque debo admitir que eso tampoco sería un gran obstáculo. Puede que el señor Khan esté fuera del circuito, pero hay otros Khan sueltos por ahí. Es bueno recordar que sólo acabó confesando, en 2008, que era el testaferro de los militares paquistaníes, y mucho me temo que ésos siguen operando con relativa impunidad. Muchos de ellos son fundamentalistas islámicos y, si yo fuera un terrorista islámico, podría pensar en pedirles ayuda. Pero, si es así, ¿por qué los yihadistas aún no han explosionado una de esas bombas?

El grupo permaneció en silencio. Era una buena pregunta.

—La respuesta es simple —se adelantó Bellamy, respondiendo a su propia pregunta—. Porque una bomba de ésas llevaría escrita la dirección del remitente.

—Creo que no lo he entendido —confesó la profesora Cosworth al otro lado de la mesa.

—Lo que quiero decir es que todas las bombas atómicas tienen una firma individual. El NEST cuenta con una base de datos muy completa sobre el desarrollo de armas nucleares: desde textos publicados en revistas científicas a pasajes de novelas de espionaje. Todo está en esas bases de datos. Si se detonara una bomba nuclear, el NEST analizaría las características de la explosión, incluidas la fuerza de destrucción y la composición de los isótopos de la lluvia radioactiva que seguiría inevitablemente a la explosión. Esas características se compararían luego con la información de la que disponemos sobre los arsenales nucleares ya existentes. En nuestra base de datos constan elementos muy concretos sobre las bombas que poseen Pakistán, India, Corea del Norte…, de todos los países. Comparando las características de la explosión con esos datos podríamos saber qué país construyó la bomba y la entregó a los terroristas. O sea, las características de la explosión nos darían la dirección del remitente. Una vez que supiéramos dónde fueron a buscar los terroristas la bomba, podríamos tomar represalias destruyendo el país que se la facilitó. ¿Lo entienden? Eso es lo que ha impedido a los militares pakistaníes proporcionar armas nucleares a los yihadistas islámicos. Saben que podemos localizar el origen de la bomba. —Todas las cabezas asintieron al mismo tiempo, en un movimiento sincronizado que indicaba que todos habían entendido la explicación.

»La hipótesis más verosímil es que los terroristas obtengan un arma nuclear intacta y, por eso, lo más probable es que la roben —prosiguió Bellamy—. Aquí me temo que el principal sospechoso es Rusia. Desde la desaparición de la Unión Soviética los sistemas de control y de seguridad atómicos se han relajado. El país tiene entre cuarenta y ochenta mil cabezas nucleares, pero la forma en que se almacenan esas armas espantaría a cualquiera. Basta considerar que la inflación en Rusia llegó a ser del dos mil por ciento para entender que resulta cada vez más fácil sobornar a un científico o a un militar en situación vulnerable. Además, vendieron armas a precio de ganga cuando se acabó el sistema comunista. ¡Un almirante fue condenado por haber vendido sesenta y cuatro barcos de la flota rusa del Pacífico, incluidos dos portaaviones, a la India y Corea del Sur! ¿Quién nos garantiza que los rusos no venderán también armas nucleares?

—Si lo hubieran hecho —argumentó la profesora Evelyn Cosworth—, imagino que ya se sabría.

El hombre de la CIA se levantó de su asiento para encender la pantalla de plasma y el reproductor de DVD.

—¿De veras lo cree? Entonces, vea esta entrevista que concedió el general Alexander Lebed, que por aquella época era consejero del presidente Borís Yeltsin, al programa 60 Minutes de la CBS.

Bellamy apretó un botón del reproductor, la pantalla se iluminó y apareció la figura del general ruso sentado en una silla. Delante de Lebed se encontraba el entrevistador Steve Kroft. La introducción, narrada por Kroft, mencionaba que se desconocía el paradero de bombas nucleares soviéticas de una kilotonelada, bombas del tamaño de un maletín de ejecutivo. Las voces de Kroft y Lebed irrumpieron por los altavoces conectados al reproductor.

—¿Cree que sus armas de destrucción masiva están seguras e inventariadas? —preguntó el entrevistador.

—Ni mucho menos —respondió Lebed—. Ni mucho menos.

—Sería fácil robar una de ellas.

—Tienen el tamaño de un maletín.

—¿Es posible meter una bomba en un maletín y salir con ella?

—La propia bomba tiene forma de maletín. En realidad, es un maletín. Pero también se puede meter en un maletín, si se quiere.

—Pero ya es un maletín.

—Sí.

—Entonces, ¿podría pasearme por las calles de Moscú, Washington o Nueva York y la gente pensaría que sólo llevo un maletín?

—Sí, sin duda alguna.

—¿Es fácil detonar una bomba así?

Lebed reflexionó durante un instante.

—Bastarían veinte o treinta minutos.

—Pero ¿no son necesarios códigos secretos del Kremlin o cosas de ese tipo?

—No.

—¿Y dice usted que hay un número significativo de estas bombas que han desaparecido y que nadie sabe dónde están?

—Sí, más de un centenar.

—¿Dónde se encuentran?

—Algunas en Georgia, otras en Ucrania, en los países bálticos, ¿quién sabe? Tal vez algunas incluso estén fuera ya de estos países. Sólo hace falta una persona para hacer estallar una bomba nuclear.

—¿Y dice usted que estas armas ya no se encuentran bajo control militar ruso…?

—Le estoy diciendo que más de cien armas de un total de doscientas cincuenta no están bajo el control de las fuerzas armadas de Rusia. No sé dónde se encuentran. No sé si han sido destruidas, si están guardadas o si han sido vendidas o robadas. No lo sé.

Bellamy apagó el reproductor y la imagen desapareció de la pantalla.

—Creo que estas declaraciones permiten hacerse una idea clara de la dimensión del problema que tenemos entre manos —dijo mientras ocupaba de nuevo su asiento—. Conviene aclarar que, después de la entrevista del general Lebed, un portavoz del Gobierno ruso declaró que esas armas nunca habían existido o habían sido destruidas.

Sonrió con sarcasmo.

—Una pequeña contradicción, ¿no les parece? Primero dicen que esas armas nunca han existido y, a renglón seguido, afirman que ya las han destruido, lo que significa que habían existido.

Se hizo de nuevo el silencio en la sala. A Tomás le costaba asimilar lo que acababa de escuchar.

—¿Cree que las armas que desaparecieron cayeron en manos de terroristas?

—Es posible —asintió Bellamy—. Pero lo importante de esta entrevista es que las palabras del consejero del presidente ilustran el colapso del sistema de seguridad de Rusia. Puede que las bombas nucleares en maletines de ejecutivos no cayeran en manos de los terroristas, pero es posible que haya ocurrido con otras bombas. Recuerden que el arsenal ruso es de entre cuarenta a ochenta mil cabezas nucleares. Con la corrupción que hay en el país, ¿cómo podemos estar seguros de que todas están protegidas? Después de todo, el problema no es sólo la corrupción, sino la laxitud. ¡Los inspectores norteamericanos que visitaron las instalaciones nucleares en 2001 revelaron que, cuando llegaron al almacén donde se guardaban las armas, se encontraron la puerta abierta!

Gott im Himmel! —murmuró un hombre que hasta entonces había estado callado y que obviamente era alemán.

—Se trata, por tanto, de un problema de extrema gravedad —insistió Bellamy—. Parece que, últimamente, han mejorado las cosas en Rusia y se ha recuperado gran parte de la disciplina. Por otro lado, hay que recordar que las armas nucleares requieren mantenimiento, incluso para funcionar. Además, muchas de ellas están protegidas por sistemas electrónicos, lo que dificulta mucho las cosas. Eso no quiere decir que no haya riesgo de robos. Ese riesgo se mantiene, pero nuestro análisis arroja riesgos mayores.

—¿Mayores? —espetó la profesora Cosworth sorprendida—. Good Lord! ¿Puede haber mayor riesgo que el robo de una bomba atómica por terroristas?

Una voz femenina proveniente de la puerta resonó en toda la sala e interrumpió la conversación.

—¿Por qué no construyen los terroristas su propia bomba?

Todos miraron a la entrada e intentaron identificar a la recién llegada.

—¡Rebecca! —exclamó Bellamy, aliviado—. ¡Llega tarde!

La muchacha de cabello corto y rubio como la paja se dirigió hacia la mesa. En la mano, llevaba un maletín negro de ejecutivo. Tenía los ojos grandes y azules, luminosos y expresivos, y unos labios suculentos y apetitosos como fresas. Llevaba un jersey amarillo y unos vaqueros azul claro, un conjunto que combinaba a la perfección con su pelo y sus ojos.

Tomás la desnudó con la mirada. Reparó en que tenía un cuerpo curvilíneo como una viola y unos pechos pequeños, pero turgentes. Fue en ese instante cuando cayó en la cuenta de quién era la mujer que acababa de entrar.

—Discúlpenme —dijo Rebecca con el acento nasal propio de los norteamericanos—. Había mucho tráfico en el Gran Canal.

Era la mujer de bandera que Bellamy le había prometido.