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La puerta de la sala del Maggior Consiglio se abrió y Frank Bellamy entró acompañado de un hombre bajo y rechoncho. Llevaba barba grisácea y unas gafas pequeñas sobre la punta de la nariz. Tenía un aire tan inofensivo y ridículo que el vecino de Tomás se inclinó hacia él y le susurró en tono de broma:

—Si todos los del Mossad son así, Israel está perdido.

El historiador sonrió por cortesía, pero mantuvo la atención fija en los dos hombres que se aproximaban a la mesa. Bellamy indicó al invitado su asiento.

—Amigos míos, les presento a David Manheimer.

El recién llegado saludó a los presentes con una inclinación de cabeza.

Shalom.

El grupo devolvió el saludo y el hombre de la CIA continuó la presentación.

—Como algunos de ustedes saben, David es nuestro enlace con el Mossad y tiene mucha experiencia en el estudio de grupos terroristas islámicos. Ha interrogado a muchos terroristas y ha trazado un perfil y un cuadro motivacional que se ha convertido en una referencia para los servicios de inteligencia del mundo occidental. Es un privilegio tenerlo aquí con nosotros, aunque sea sólo brevemente, porque debe volver a su reunión. —Sonrió al israelí—. Go on, David.

El hombre del Mossad afinó la voz.

—¿Qué puedo decirles que no sepan ya? —preguntó en un inglés gutural—. El terrorista religioso es una suerte de zelote. Tiene tendencia a concentrarse en un único valor y a excluir todos los demás. En el caso de los terroristas musulmanes, el valor central es obedecer a Alá y al Profeta e imponer la ley islámica, cueste lo que cueste. La religión les explica el mundo y su lugar como individuos, pero al mismo tiempo los impulsa a la acción. Para estos zelotes no existen zonas grises, sólo blancas o negras. Destruyen todas las ambigüedades morales. Las cosas son o no son, no hay término medio. Los terroristas se ven a sí mismos como el pueblo de Dios y a los demás como enemigos de Dios. Así, deshumanizan al adversario hasta el punto de querer matarlos como quien mata… hormigas, por ejemplo. Pretenden purificar el mundo y no entienden que lo único que hacen es ensuciarlo con más inmundicia.

—Son unos locos, claro está —observó una voz.

Manheimer lanzó inmediatamente una mirada al hombre que había hablado, un individuo delgado, con los pómulos muy pronunciados.

—Ni se le ocurra pensar eso —dijo de manera terminante—. Todas las pruebas psicológicas demuestran que tratamos con personas perfectamente normales. No son psicópatas, ni siquiera desequilibrados. Son personas como las demás. Es más, si se fija, cuando la policía va a hablar con vecinos y conocidos de un terrorista después de que haya cometido un atentado, la reacción típica es de sorpresa, ya que todos lo consideraban una persona absolutamente normal. ¡Y es que lo son! Muchos terroristas se muestran incluso simpáticos y afables, nadie diría que pueden cometer actos terribles.

—¿Seguro que no se trata de locos?

—Tengo la absoluta certeza. Quizá la única debilidad psicológica que hemos detectado es que casi todos sufren un fuerte complejo de inferioridad. Soportan mal el dominio intelectual, cultural y tecnológico de Occidente. Como no lo consiguen igualar, se sienten acomplejados y rechazan a Occidente aferrándose a la religión y considerándola superior a todo lo demás. Ya se sabe, sólo se proclama la superioridad cuando se siente inferioridad. Lo que hacen es racionalizar ese complejo de inferioridad y se convencen de que ellos son los superiores, los buenos y los que tienen razón. De hecho, los terroristas islámicos se ven a sí mismos como santos y mártires, como personas que abrazan una causa noble, que dan la vida por el bien de la humanidad. La realidad es que tan sólo exorcizan su complejo de inferioridad.

—Pero hacen locuras…

—Desde nuestro punto de vista, sí. Pero no desde el suyo. Si entendemos la forma en la que ellos razonan, es sorprendente la manera tan absolutamente lógica en la que todo encaja. Basta con dar por buenas algunas premisas: por ejemplo, que las órdenes del Corán y de Mahoma deben seguirse al pie de la letra. El resto es sólo la consecuencia…

—Tiene que haber una explicación para esos comportamientos —insistió el hombre de los pómulos pronunciados, que no se daba por vencido—. Si no están locos, son necesariamente personas incultas y pobres, porque…

—Una vez más se equivoca —cortó Manheimer—. Todos los estudios demuestran que los terroristas son personas con una formación por encima de la media, la mayor parte de las veces con estudios universitarios. El perfil del terrorista islámico no es una excepción. Es verdad que algunos son pobres e incultos, pero la mayoría ha concluido estudios superiores. Hay incluso personas ricas entre ellos: Bin Laden, por ejemplo, era millonario.

Movió la cabeza y esbozó una sonrisa condescendiente antes de continuar.

—Ya sé que a los políticos y académicos occidentales les gusta recurrir a causas socioeconómicas para explicarlo todo. Eso les reconforta hasta cierto punto, les hace pensar que si resuelven los problemas socioeconómicos de esos pueblos, resolverán el problema del terrorismo. Entiendo su manera de pensar. Pero ¿se han dado cuenta de que hay un porcentaje anormalmente alto de saudíes entre los terroristas? Que yo sepa Arabia Saudí nada en petrodólares y no hay prácticamente pobres en el país. Eso echa por tierra la teoría, políticamente correcta, de las causas socioeconómicas.

El israelí levantó el dedo, en un gesto profesoral con el que pretendía enfatizar su punto de vista.

—Es necesario que entiendan algo: aunque hay algunos casos en los que las cuestiones socioeconómicas pueden desempeñar un papel importante, los terroristas islámicos están motivados sobre todo por cuestiones religiosas. Sé que eso es difícil de entender para un occidental, pero es la pura verdad. Los terroristas islámicos se limitan a acatar las órdenes del Corán y de Mahoma. Creen que si obedecen ciegamente las palabras divinas, conseguirán liberarse de su complejo de inferioridad respecto a Occidente.

—No puedo aceptar esa explicación —insistió el hombre de los pómulos salientes.

—En cambio, es lo que se desprende de los interrogatorios y de las pruebas que hemos hecho a los terroristas islámicos que capturamos. Como puede imaginarse, hemos trazado perfiles extensísimos a muchísimos fundamentalistas islámicos. Las conclusiones no dejan lugar a dudas.

—Me parece increíble. Seguramente…

Frank Bellamy, un cuerpo inerte hasta entonces, de repente cobró vida.

—Señores, me tendrán que disculpar, pero no vamos a entrar en una discusión —interrumpió—. Si el señor Dahl tiene dudas sobre lo que ha escuchado, estoy seguro de que David le podrá hacer llegar los informes pertinentes.

Consultó el reloj, como si diera el asunto por zanjado por falta de tiempo.

—David, creo que se te ha acabado el tiempo…

—De hecho, así es —confirmó el hombre del Mossad, levantándose—. Les pido disculpas, pero me esperan en otra reunión. Ha sido un placer.

Pese a su porte achaparrado, Manheimer abandonó la sala con paso ligero, tan deprisa como había llegado. Bellamy volvió a dirigir la reunión.

—Falta poco para que acabemos esta reunión general y en breve comenzarán nuestras reuniones especializadas. No obstante, no quería terminar sin recordarles las consecuencias de un eventual fracaso de nuestra misión de vigilancia. —Se volvió hacia una señora de mediana edad sentada a su izquierda—. Evelyn, por favor, explíquenos que pasará en nuestras sociedades si se da un atentado de este tipo.

Evelyn se puso en pie y se ajustó la chaqueta negra.

Jolly good, mister Bellamy.

—La profesora Cosworth es una de nuestras nuevas adquisiciones —aclaró el hombre de la CIA—. Es catedrática de Sociología en el Imperial College de Londres y tiene una tesis doctoral sobre los efectos de las grandes catástrofes en la supervivencia o la extinción de las civilizaciones. Por favor, Evelyn.

La profesora echó una última ojeada a sus notas.

—Lo que tengo que decir es muy sencillo y breve —comenzó, con un fuerte acento británico upper class—. Las únicas bombas atómicas que se han lanzado contra sociedades humanas fueron las de Japón, en 1945. Esas explosiones provocaron el colapso inmediato de la sociedad japonesa. ¿Ocurriría lo mismo ahora? El terrorismo nuclear es una experiencia por la que aún no hemos pasado, por lo que no podemos calcular sus efectos con mucha certeza. Sin embargo, hay algunas cosas que sabemos con toda seguridad. Si se produjera un atentado nuclear en Estados Unidos, por ejemplo, la onda expansiva se sentiría de forma brutal en todo el planeta. Por supuesto, las primeras víctimas serían las personas a las que alcanzara la explosión, muchas de las cuales morirían o resultarían heridas. Pero, como ocurrió en el caso de Japón, habría otras consecuencias. La población perdería totalmente la confianza en los gobiernos. Esta pérdida de confianza podría casi paralizar la economía norteamericana. Es posible que estallaran motines, revueltas e insurrecciones generalizadas, lo que convertiría Estados Unidos en un país ingobernable. Ahora bien, el gran crac financiero de 2008 nos ha recordado que, hoy en día, todas las economías del planeta están conectadas por una red invisible, pero muy real. También ha servido para recordarnos lo importante que es la confianza en la economía, en el sistema y en la Administración. Una pérdida de confianza en Estados Unidos podría suscitar un nuevo colapso de la economía mundial. Es posible que nuestra civilización sobreviva a un shock así. Aun así, si los terroristas tuvieran la intención de destruir Occidente sólo tendrían que hacer estallar una segunda bomba atómica, y una tercera, y una cuarta. Amigos míos, les garantizo que nuestra civilización no sobreviviría a una catástrofe de tal magnitud.

Se hizo un silencio absoluto en la sala. Aprovechando el efecto de las palabras de la profesora Cosworth, Frank Bellamy recuperó el control de la reunión.

—Los que piensan que el terrorismo nuclear es sólo un problema norteamericano deberían reconsiderar su postura —dijo a modo de conclusión—. Damos por terminada esta reunión general. En sus cuadernos encontrarán el programa para hoy. Pueden dirigirse a las salas donde se desarrollarán las reuniones especializadas. En este salón se celebrará una reunión con los nuevos miembros del NEST, a quienes invito a sentarse más cerca de mí. Señoras y señores, buen trabajo.

Siguió un alboroto de sillas que se arrastraban, documentos que se ordenaban y conversaciones que se retomaban. Con la barahúnda instalada momentáneamente, Tomás se levantó y fue ocupar un asiento que se había quedado libre, dos sillas más allá de la que ocupaba Bellamy. El norteamericano estaba poniendo orden en sus papeles, pero se puso en pie y miró al recién llegado.

—Bueno, Tomás, ¿ha aprendido algo?

—Sí, claro. Pero tenga en cuenta que yo no soy miembro del NEST. Sólo he venido a asistir a una reunión. Nada más.

Bellamy lo escrutó durante un instante largo, con una expresión entre pensativa e irónica.

—Que yo recuerde, no ha venido sólo a asistir a una reunión…

—¿Ah, no? Entonces, ¿a qué he venido?

—Ha venido a ayudarnos a descifrar un correo de Al-Qaeda.

—Pero usted dijo que sólo podría ver ese correo si aceptaba incorporarme al NEST. Que yo sepa aún no he aceptado.

—Va a aceptar.

El historiador se rio.

—¿Por qué está tan seguro?

—Por la persona que le voy a presentar. Está a punto de llegar.

—¿De quién estamos hablando?

El rostro de Bellamy se abrió en su habitual sonrisa sin humor.

—De la mujer de bandera, claro está.