6

El grupo de muchachos se juntó a lo largo del canal con la mirada fija en las casas blancas perfiladas en la otra orilla y los puños cerrados, sedientos de venganza. Ahmed, dominado por el mismo sentimiento, estaba entre ellos y miraba las casas.

—Tenemos que dar una lección a los kafirun —comentó entre dientes Abdullah, al que el viento le movía los cabellos lisos—. ¿No habéis oído al profesor? Los kafirun nos odian y hacen todo lo que está en su mano para humillar a la umma. ¡Tenemos que vengarnos por el fin del califato!

La declaración surtió el efecto de una llama que se cuela en un polvorín: los tornó airados.

—Por Alá, lo haremos hoy mismo —exclamó Ahmed, golpeándose con el puño la palma de la mano.

Giró la cabeza con expresión desafiante y preguntó:

—¿Quién me sigue?

—¡Yo! —respondieron los demás con gran algarabía.

Se miraron los unos a los otros. La decisión estaba tomada, pero no sabían qué era lo que debían hacer a continuación. Una cosa era decidir, y otra distinta, actuar. Se volvieron hacia Ahmed.

—¿Qué hacemos?

El muchacho reflexionó un instante.

—Vamos todos a casa y pongámonos una jalabiyya —dijo, y señaló el puente del canal—. Nos vemos aquí dentro de media hora. El que no aparezca es un apóstata.

Echaron todos a correr y el grupo se dispersó rápidamente. Ahmed entró furtivamente en casa mirando a todos lados. No quería que sus padres o sus hermanos lo vieran y le preguntaran qué hacía. Fue directo a su cuarto, abrió el armario y cogió la túnica blanca que solía vestir para la oración de los viernes en la mezquita del barrio. Se la puso deprisa y, cuando iba a salir, su hermana pequeña apareció de repente y casi chocó con él.

—¿Adónde vas vestido así?

Ahmed se quedó paralizado durante un instante, sin reaccionar.

—¿Quién yo? Voy…, voy a la mezquita.

—¿A estas horas?

El muchacho se apartó del camino y se apresuró a salir de casa por temor a que apareciera alguien más.

—Órdenes del jeque —cortó, dando un portazo antes de desaparecer.

Se reunieron de nuevo en el puente del canal. Ahmed fue el tercero en llegar, pero pronto comparecieron los demás. Venían todos ataviados con la jalabiyya, como habían acordado.

—¿Y ahora qué? —preguntó uno de ellos, casi avergonzado.

Ahmed señaló las casas blancas del otro lado.

—Ahora cruzaremos el puente y nos las veremos con los kafirun.

—Y cuando lleguemos allí, ¿qué haremos?

Era una buena pregunta. Ahmed se frotó la barbilla, pensativo. No lo había pensado. Cruzarían el puente, se adentrarían en el barrio cristiano y…, y…, ¿y después? El muchacho paseó la mirada por el canal y se detuvo al ver los cantos rodados a lo largo de las márgenes.

—Coged piedras —exclamó señalando los cantos—. Atacaremos a los kafirun con ellas.

—Buena idea.

Los muchachos fueron corriendo al canal y se llenaron los bolsillos de piedras. Después, acarreando el peso adicional en la jalabiyya, subieron hasta la entrada del puente y se pararon para reunir valor. Ya habían llegado hasta allí, ¿serían capaces de dar el siguiente paso?

—¡Por Alá, vamos! —gritó Ahmed, más para hacer acopio de valor que para encorajar a los demás.

Allah u akbar! —respondieron los demás en un intento de reunir el valor necesario.

El grupo avanzó. Eran diez muchachos, todos vestidos con túnicas blancas y con los bolsillos repletos de piedras. Atravesaron el puente temblando de miedo, con el rostro tenso, mostrando una determinación que no sentían. ¡Ay, si sus padres los vieran! Pero ellos eran musulmanes y al otro lado estaba el enemigo, los kafirun…, los cruzados. ¿No era su deber como buenos musulmanes imponerles respeto por el islam?

Entraron en el barrio cristiano copto y se callaron, no fuera que el griterío atrajera atenciones indeseadas. El ímpetu casi se evaporó. ¿Qué les pasaría ahora? ¿Saldría algún cruzado a su encuentro blandiendo una espada? ¿Qué harían si eso pasaba realmente? Su imaginación se volvió súbitamente febril y ya veían cruzados acechando en todas las esquinas.

«Tal vez sea mejor dejarlo», pensó Ahmed al llegar a la primera casa del otro lado del puente. Le temblaban las piernas y las manos por el nerviosismo. Sacó una piedra del bolsillo y apuntó en dirección a la casa.

—Ésta ya nos vale —dijo—. Ataquémosla.

Los otros niños del grupo, ansiosos también por salir de allí lo antes posible, sacaron las piedras que llevaban en el bolsillo.

Allah u akbar! —gritaron en coro para ganar coraje.

Una lluvia de piedras cruzó el aire y cayó sobre la casa sin consecuencias aparentes. Sacaron más piedras de los bolsillos y volvieron a lanzarlas contra la casa, esta vez con más convicción. La segunda ola culminó con el sonido de cristales rotos.

Se pararon un momento, en una espera temerosa.

—¿Qué pasa aquí? —oyeron que gritaba una voz adulta al otro lado.

Presos del pánico, dieron media vuelta y corrieron como desesperados: corrieron por la calle de tierra rojiza; corrieron levantando una polvareda con las sandalias; corrieron hasta el puente y se pararon después de cruzarlo; corrieron hasta que llegaron a su barrio y se pararon para recuperar el aliento. Luego, se rieron por el nerviosismo y la excitación.

¡Por Alá, qué orgullosos se sentían! Habían dado una lección a los kafirun.

Durante las clases de religión en la madraza, el profesor Ayman hablaba mucho de la historia del islam, sobre todo de los grandes enfrentamientos con los kafirun. Describía la masacre perpetrada por los doscientos mil soldados del Imperio romano de Oriente entre los tres mil hombres del ejército de Mahoma —casi como si hubiera ocurrido la semana anterior— y abordaba con el mismo tono las guerras con los cruzados por Jerusalén, o Al-Quds.

—Cuando Omar conquistó Al-Quds se negó a rezar en una iglesia para que nadie se atreviera a transformarla en mezquita —les contó—. Dio orden de que no se molestara a los kafirun cristianos y autorizó a los kafirun judíos, a quienes los cristianos habían prohibido la entrada en Al-Quds, a volver a la ciudad. ¿Sabéis que hicieron los kafirun cristianos cuando tomaron Al-Quds durante las cruzadas?

Los alumnos permanecieron callados a la espera de que el profesor respondiera su propia pregunta.

—¡Mataron a todos los creyentes! Hombres, mujeres, ancianos, niños… Nadie se libró. ¡Ninguno! Pasaron a espada a todos los fieles. —Su voz se volvió arrebatada y el tono colérico y vibrante—. Y no se detuvieron ahí, esos perros. Se atrevieron a transformar la sagrada Cúpula de la Roca en una iglesia. Fijaos bien. ¿Y sabéis qué hicieron con la santa mezquita de Al-Aqsa? ¿Lo sabéis? Le cambiaron el nombre y la rebautizaron como templo de Salomón. Fijaos bien: templo de Salomón. Instalaron en la santa mezquita de Al-Quds la residencia del emir kafir. Eso fue lo que hicieron.

Un murmullo de indignación recorrió el aula.

—¡Los kafirun nos odian! —concluyó, repitiendo la frase con que cerraba todas estas historias—. Quieren acabar con el islam.

Contaba una historia detrás de otra. A Ayman le gustaba contarlas y a los alumnos les encantaba escucharlas. Comparaba el comportamiento de los cristianos con el de los musulmanes y repetía, siempre aportando nuevos detalles, la historia de Saladino, el gran emir musulmán que, al conquistar Jerusalén, dejó salir libremente a todos los cristianos y hasta indemnizó a las viudas y a los huérfanos de los soldados cristianos que habían muerto en los combates.

—¿Creéis que los kafirun se merecían tanta consideración? —preguntaba siempre el profesor después de cada nueva descripción de los actos de Saladino.

—¡Por Alá, no! —respondían los alumnos.

—Los kafirun exterminaron a los tres mil mártires del ejército de Mahoma, que su nombre sea para siempre sagrado. Los kafirun mataron a todos los creyentes en Al-Quds. Los kafirun de Napoleón invadieron Egipto y Siria. Los kafirun vinieron a nuestras tierras para controlar nuestro petróleo. Los kafirun nos impusieron gobiernos títeres para gobernarnos a su antojo. Los kafirun nos imponen leyes que van contra la sharia. Aun así, ¿merecen tanta consideración?

—¡Por Alá, no!

Los ataques al barrio cristiano copto fueron cada vez más atrevidos. Ahmed y su grupo se llenaban los bolsillos de la jalabiyya de piedras, cruzaban el puente y atacaban casas cada vez más lejos. Llegaron hasta apedrear un restaurante, pero huían siempre que aparecía un adulto y volvían corriendo a su barrio. Al final de cada una de estas razias, la adrenalina les hacía sentirse tan valientes como Saladino, aunque quizá menos clementes.

A pesar de que sabía que sus padres desaprobarían los ataques, Ahmed creía que cumplía con su deber como musulmán. Sin embargo, era consciente de que así respetaba sólo una parte de sus obligaciones como creyente. La otra, más espiritual, se desarrollaba en la mezquita o con la memorización del Corán. No obstante, el mayor desafío espiritual al que se enfrentaba se repetía anualmente en el mismo mes del año: el Ramadán.

Cuando el mes sagrado llegó por primera vez después de conocer al jeque Saad, Ahmed decidió en secreto cumplir con el cuarto pilar del islam, el sawn, o ayuno. Los niños estaban eximidos del sawn, como sus padres y el mulá le habían repetido en muchas ocasiones, pero Ahmed creía que su deber como buen musulmán era respetar el ayuno.

—El sawn nos ayuda a hacernos una idea de lo que sufren los menos afortunados que no tienen comida —le explicó el jeque en una ocasión en que hablaban del Ramadán—. Los buenos musulmanes deben ayunar en obediencia a Dios.

Durante el mes sagrado, Ahmed se levantaba antes de que amaneciera, como ya solía hacer, pero, esta vez, se unió a su familia en una comida ligera y muy insulsa a la luz de las lámparas amarillentas del salón. Evitaban tomar sal porque daba sed, ya que el ayuno se extendía a la bebida. El sawn comenzaba al amanecer, cuando la madre preparaba la merienda que los niños se llevaban a la escuela.

Los cinco hermanos salían de casa sobre las ocho de la mañana. Ahmed y los dos mayores iban a una madraza, y las hermanas a otra. Ya en la escuela, el muchacho tiraba la comida a la basura y pasaba el día en ayunas. Las primeras horas y los primeros días le costaron más, pero, pasado algún tiempo, se acostumbró. Aunque se sentía algo débil e irritable, siguió respetando el sawn a escondidas.

Así, descubrió que el mejor momento del Ramadán era el crepúsculo. Cuando el sol enrojecía en el horizonte y el muecín llamaba melancólicamente a la oración desde la mezquita, la madre distribuía sobre la mesa dátiles y jarras de agua, que todos, también los más pequeños, consumían de inmediato, aunque los adultos suponían que los niños no habían ayunado. Seguían luego la oración del principio de la noche y la gran cena, verdaderamente opípara: la mesa se llenaba con los mejores platos, como ricos koshari, deliciosos taamiyya o suculentos molokhiyya, acompañados de pan baladi y queso domiati, todo regado con mucho té y yogurt. La cena se cerraba con los inevitables dulces de baklava variados, que el muchacho devoraba con una gula que no podía disimular.

Ahmed abrazó el Ramadán como el mes de las buenas acciones. Además de preocuparse con la preparación de la cena, la madre aprovechaba el tiempo libre del día para cocinar comida para los pobres. El hijo, piadoso e imbuido por una espíritu de buena voluntad, aprovechaba los viernes, su día libre, para ayudarla. Después llevaba la olla de comida a la mezquita para que la distribuyeran entre los necesitados.

Cuando, casi al final del mes sagrado, la primera vez que respetó el sawn en secreto, llegó la Lailat al-Qadr, la noche del Destino, que señalaba la primera revelación recibida por Mahoma en la gruta de La Meca, Ahmed no pegó ojo. Pasó la noche entera rezando, confiando en la promesa divina de que aquella noche ninguna plegaria sería ignorada.

—Está escrito en el Libro Sagrado: «La noche del Destino es mejor que mil meses» —le había dicho el jeque Saad durante una lección en la mezquita recitando de memoria los versículos tres y cuatro de la sura noventa y siete—. «Los ángeles y el Espíritu descienden, en ella, con permiso de su Señor, para todo asunto».

¿La noche del Destino vale más que mil meses? ¿Los ángeles descienden a la tierra en esa noche para cumplir las órdenes de Alá? Él mismo consultó el Corán y leyó y releyó la sura 97. Era verdad, así lo decía. ¿Cómo no aprovechar para rezar toda la noche, si valía más que otras mil noches? Por eso, rezó durante muchas horas, aunque lo cierto era que no tenía mucho que pedirle a Dios. Claro, como buen musulmán, sería más piadoso si rezaba por los pobres y los desfavorecidos. Y así lo hizo. También debía rezar para ser siempre honesto e íntegro, como exigía el Corán, y para que Alá le diera fuerzas para respetar de manera escrupulosa sus leyes y no le dejara caer en la tentación. Y así lo hizo.

Desde entonces, cumplió el sawn de forma estricta durante el Ramadán, aunque en secreto, y rezó en la noche del Destino hasta la madrugada. Tras conocer al profesor Ayman, a sus plegarias habituales desde los siete años, unió otras preces en esa noche sagrada. A partir de los doce años rezó por los desfavorecidos y por la incorruptibilidad de su alma. Pero, a partir de ese momento, creyó que debía rezar también por el islam, ahora que éste atravesaba una época de dificultades, y para que el Profeta tuviese al fin un sucesor y el califato fuera restaurado.

Y rezó por eso.

Toc. Toc. Toc.

Alguien llamó a la puerta con suavidad a la hora del almuerzo. El Ramadán ya había pasado hacía casi un mes y toda la familia estaba a la mesa comiendo cabrito asado.

—Ahmed, ve a ver quién es —ordenó el padre, sujetando un pedazo de carne.

El hijo se levantó y fue a abrir la puerta. Ante él apareció un hombre encorvado de mirada sumisa.

—¿Está el señor Barakah?

Ahmed miró hacia el salón.

—Padre, preguntan por usted.

—¿Quién es?

—Es un señor. Quiere hablar con usted.

El señor Barakah se limpió las manos y se levantó. Ahmed fue a sentarse a la mesa y no prestó atención a la conversación que se desarrollaba en la puerta.

No obstante, instantes más tarde, oyó la voz del padre tronar en el aire.

—¡Ahmed, ven aquí ahora mismo!

El tono era inesperadamente imperativo y el muchacho dio un respingo de miedo en la silla.

—¡Ven aquí te he dicho!

Ahmed se levantó. Se preguntaba qué pasaría o qué podría haber pasado para que su padre estuviera tan enfadado. Se acercó con miedo a la puerta. El visitante aún estaba del lado de la calle, con la cabeza baja como un penitente.

—Sí, padre.

Paf.

Ni la vio venir. La bofetada fue repentina y brutal, tan fuerte que el muchacho se tambaleó y fue a dar desamparado contra la pared.

—¿No tienes vergüenza? —gritó el padre, empujándolo de nuevo hacia la puerta—. ¿No tienes decencia?

—¿Por qué, padre? —alcanzó a preguntar con un hilo de voz—. ¿Qué he hecho?

Paf.

Recibió otra bofetada, esta vez en la otra mejilla.

—¿Qué has hecho? ¿Aún tienes el descaro de preguntar qué has hecho? —Lo cogió del cuello y lo obligó a encarar al visitante—. ¿Conoces a este señor?

Con los ojos bañados en lágrimas, Ahmed se quedó mirando al desconocido.

—No —balbució, bajando la cabeza.

—Este señor vive en el barrio cristiano al otro lado del canal. Dice que tú y tus amigos habéis apedreado su casa. ¿Es verdad eso?

Ahmed sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo y miró al visitante encorvado de mirada sumisa. ¿Así eran los kafirun? ¿Así eran los temibles cruzados? ¿Así eran los que humillaban al islam?

—Contesta —insistió el padre, agitándolo como un saco de patatas—. ¿Es verdad o no?

Esta vez le tocó a Ahmed agachar la cabeza.

—Sí.

Sin soltar al hijo, el señor Barakah miró al visitante, le pidió disculpas y se despidió. Cuando el desconocido se alejó, cerró la puerta y arrastró al muchacho a su habitación. Ya con la puerta cerrada, Ahmed vio que su padre se quitaba el cinturón y de inmediato supo lo que le esperaba.

Maldito kafir.