La franja de agua era una carretera que cortaba la ciudad y la lancha aceleraba por el Gran Canal como si fuera un bólido deportivo, zigzagueando entre los pesados vaporetti, las góndolas elegantes y los taxis ligeros. Tomás no podía desviar la vista de las deslumbrantes fachadas bizantinas que el espejo líquido reflejaba con una ondulación. Se veían palacetes a ambos lados, que desfilaban pálidos y orgullosos. A veces, las luces encendidas en el interior de los palacetes permitían vislumbrar, por las ventanas, cuadros, candelabros y estantes con libros, siempre bajo techos cuidadosamente trabajados.
—Falta poco —prometió Guido, el guía italiano que había recogido a Tomás en el aeropuerto.
Ya hacía algunos años que el historiador no iba a Venecia, y regresar a la gran y vieja ciudad de los canales se revelaba una experiencia que cortaba la respiración. Paseó la vista por el agua. El mar era de color verde botella y pequeñas olas golpeaban la base de la lancha. Respiró el aire fresco de la tarde. Olía a mar y las gaviotas graznaban sin cesar. Los graznidos parecían de alegría al principio, pero, al instante, transmitían melancolía.
La lancha giró a la izquierda. El Gran Canal se abrió ante Tomás, que pudo ver las torres de San Giorgio Maggiore al fondo a la derecha. La embarcación atravesó el Bacino de San Marco pasando cerca de la gran plaza y del imponente Campanile, situado a la izquierda, y atracó cerca del agitado Ponte della Paglia.
—Hemos llegado —anunció Guido.
Tomás saltó al pequeño muelle, en el que filas de góndolas negras aguardaban clientes. El guía lo siguió.
—¿Dónde es la reunión?
Guido señaló una gran estructura gótica cubierta de mármol rosa que quedaba justo al lado de allí.
—Es aquí, signore. En el Palazzo Ducale.
—¿Aquí? —dijo Tomás, admirado—. Organizan las reuniones en el palacio ducal.
—Claro. Es el mejor lugar de Venecia.
—Creía que era un sitio para visitas turísticas…
El italiano se encogió de hombros y se rio.
—Nos hemos inventado unos trabajos de restauración para cerrar el palazzo al público. Puede estar tranquilo, nadie nos molestará.
Se dirigieron directamente a las arcadas de la fachada orientada al mar y, al franquear la puerta, se toparon con dos carabinieri con armas automáticas. Se identificaron y entraron en el palacio. Estaba oscuro. El guía condujo al historiador por la escalera hasta el segundo piso, donde había más carabinieri armados. Tras identificarse de nuevo, pasaron frente a las estatuas de la sala del Guariento y Guido. El guía se detuvo ante la siguiente puerta e hizo una señal a Tomás de que siguiera solo.
—Por favor —dijo—, la reunión es aquí, en la sala del Maggior Consiglio.
La puerta se abrió y apareció ante Tomás un enorme salón con las paredes y el techo lujosamente decorados. Sabía que, en la época de los duques, era precisamente en este salón donde se celebraban las reuniones del gran consejo, que, evidentemente, exigían un espacio amplio para poder albergar a los casi dos mil consejeros de la ciudad. Como en esa época, una mesa enorme ocupaba ahora todo el centro de la sala del Maggior Consiglio. El lugar hervía con decenas de personas apiñadas alrededor de la mesa. Algunas estaban sentadas, mientras que otras deambulaban nerviosamente de un lado para otro con papeles que pasaban de mano en mano.
En la cabecera, delante del descomunal Paraíso, de Tintoretto, como si fuera el duque que gobernaba Venecia, distinguió la figura austera e imponente de Frank Bellamy.
Un martillo golpeó tres veces la mesa.
Toc. Toc. Toc.
—Señoras y señores —dijo Bellamy con voz ronca y baja—, les ruego su atención, por favor.
Se arrastraron las sillas por última vez, se pararon las conversaciones cruzadas y el eco de las últimas voces resonó en la habitación hasta que el silencio acabó por imponerse en el salón. Fuera se oía el rumor suave del mar, sólo interrumpido por las gaviotas.
—Bienvenidos a la reunión anual del NEST en Europa —prosiguió el hombre de la CIA—. La mayor parte de los presentes han estado con nosotros en los últimos años, pero, como ya es costumbre, se nos han unido nuevos colaboradores. En esta ocasión, en lugar de militares, ingenieros y físicos hemos reclutado a personas con perfiles y competencias diferentes. Creemos que podrán sernos útiles para identificar amenazas concretas. Hasta ahora hemos dejado esa parte del trabajo en manos de los servicios secretos como la CIA, el MI-5, el Mossad y otros similares, y hemos concentrado nuestra labor en tratar con cualquier amenaza concreta que esos servicios nos indicaban. Pero, tras el 11-S, optamos por hacer un upgrade de nuestras capacidades, y de ahí las nuevas incorporaciones. —Señaló la mesa—. Pido a los recién llegados al NEST que se levanten.
La petición desconcertó a Tomás. Cierto que era nuevo, pero no menos cierto que no había aceptado incorporarse al NEST, sólo había accedido a asistir a esa reunión. En respuesta a la petición del orador, diez personas se levantaron. Tomás sintió que la mirada fría de Bellamy se posaba sobre él. Pese a su renuencia, acabó por levantarse.
—Por favor, demos una bienvenida calurosa a los nuevos miembros de nuestro equipo.
Una ola de aplausos siguió a estas palabras en la sala del Maggior Consiglio. Tomás tuvo ganas de contestar y aclarar que no era miembro del equipo, pero guardó silencio ante la aclamación. Al darse cuenta de que la atención se centraba en él, sonrió. Apurado y deseoso de volverse invisible, se sentó lo más aprisa que pudo.
—Vamos a mantener una breve reunión introductoria en la que daremos información relevante, sobre todo para los nuevos miembros del equipo, pero que también servirá para recordarnos a todos los presentes la razón por la que estamos aquí y el motivo por el que nuestra misión es tan importante —añadió Bellamy—. Después tendremos reuniones independientes más especializadas para discutir la evolución en cada teatro de operaciones y para analizar los nuevos desafíos a los que nos enfrentamos. ¿Les parece bien?
Alrededor de la mesa, los asistentes asintieron a coro.
Tras el beneplácito general, Bellamy retomó su intervención.
—Va a haber un ataque con armas nucleares contra Occidente.
Se desató un murmullo en la sala y los presentes intercambiaron miradas interrogativas.
—No les estoy contando nada nuevo, ¿no? Es un hecho que Occidente va a sufrir un ataque con armas nucleares. La única duda es saber cuándo. Por eso existimos nosotros. —El murmullo se apaciguó—. El NEST, como saben, se creó en los Estados Unidos en la década de los setenta, pero es bueno que no olvidemos que todo empezó en 1945, cuando los científicos del Proyecto Manhattan hicieron estallar la primera bomba atómica en Alamogordo, en Nuevo México, y luego en Hiroshima y Nagasaki.
Bellamy suspiró antes de seguir.
—En aquella época, yo trabajaba en Los Álamos, en el Proyecto Manhattan, y me acuerdo de la sorpresa que me produjo darme cuenta de que Estados Unidos pensaba que estaba en posesión de un gran secreto.
Se oyeron risas en la mesa.
—Hablo en serio —insistió ante las carcajadas—. Hoy puede parecer una anécdota, pero nuestros políticos creían que la bomba atómica era un gran secreto para Estados Unidos. No eran conscientes de que nosotros nos habíamos limitado a resolver un problema de ingeniería y que, en el momento en que hicimos explotar la bomba, probamos que era posible resolver ese problema. A partir de ahí, cualquier otro científico podía hacer lo mismo. El conocimiento quedó al alcance del mundo entero. Pensar que quien inventa la bomba atómica puede guardar el secreto de su construcción es igual que pensar que quien inventó la rueda puede mantener en secreto el concepto. Lo cierto es que se abrió la caja de Pandora. La era nuclear había comenzado y ya no había vuelta atrás. Un grupo de físicos, entre ellos Einstein, Oppenheimer y Bohr, saltó a la palestra para advertir de que no había ningún secreto que proteger y que pronto todo el mundo estaría armado con ingenios nucleares.
—Esa predicción no se cumplió —observó un hombre de uniforme sentado en el otro extremo de la mesa.
—No de forma inmediata —coincidió el orador—. Pero la realidad es que la producción de armas nucleares no es ningún secreto, ¿no es cierto? Al menos diez países las poseen y más de veinte tienen capacidad para fabricarlas. El Tratado de No Proliferación Nuclear consiguió retrasar el problema, pero, como saben, la situación amenaza con estar fuera de control muy pronto. No podemos olvidar que la bomba atómica es el arma más barata jamás inventada en la relación entre poder de destrucción y coste. Con un arma nuclear, la destrucción de una ciudad es mucho más barata que si se usa otro tipo de armamento.
—No olviden que Libia pagó sólo cien millones de dólares para que el señor Khan le construyera armas nucleares —interrumpió un hombre sentado al lado de Bellamy—. Estas bombas son así de baratas.
—Exacto —continuó Bellamy—. Recuerden también que, con la evolución tecnológica, la tecnología nuclear es cada vez más barata y eficiente, lo que la convierte en accesible para los países subdesarrollados. Además, la tecnología necesaria para construir una central nuclear destinada a producir electricidad es prácticamente la misma que la que se necesita para construir armas nucleares. Por tanto, no hay proyectos nucleares pacíficos en los países subdesarrollados. Es relativamente sencillo y barato producir bombas nucleares, por lo que resulta especialmente atractivo para los países pobres. Con poco dinero, estos países consiguen convertirse en una gran amenaza. Basta con producir armas nucleares. En el momento en que un país toma la decisión estratégica de convertirse en una potencia nuclear, no hay sanciones internacionales que lo puedan detener. No hace falta ser un país rico o desarrollado, basta con querer hacerlo.
Miró alrededor de la mesa mientras añadía:
—Amigos míos, las armas nucleares son ahora las armas de los pobres. Quien dispone de ellas puede amenazar o intimidar a su vecino. Y las probabilidades de que un país pobre utilice la bomba atómica son mucho mayores de que lo haga un país rico.
La mayoría de las personas de aquella sala ya eran conscientes de todo eso, pero aun así reaccionaron con un silencio apesadumbrado a estas palabras. Pese a que todos conocían la amenaza, recordarla no era una experiencia agradable. Era como la muerte: todos sabemos que nos llegará, pero a nadie le gusta pensar en ella.
—Sin embargo, ésta no es la mayor amenaza. Al fin y al cabo, si un país subdesarrollado nos ataca con una bomba nuclear siempre podemos responderle con diez bombas termonucleares. Como saben, la mayor amenaza son los terroristas y, entre ellos, los yihadistas islámicos. Si los terroristas hacen estallar una bomba en Venecia, por ejemplo, ¿contra quién responderíamos? Los fundamentalistas islámicos no tienen cuartel general, no tienen una ciudad, no tienen país. No hay un lugar donde podamos responder a la agresión. Con estos terroristas no funcionan las represalias. Desde el 11-S sabemos que así que puedan nos atacarán con armas nucleares. En primer lugar, no temen las represalias y, además, les gusta llevar a cabo acciones terribles que llamen la atención. Por eso mismo, las armas nucleares son perfectas para los fundamentalistas islámicos. Ellos son la mayor amenaza y, en el fondo, es por ellos por lo que nosotros existimos.
Terminó su exposición y consultó el reloj.
—Damn! —renegó.
—¿Pasa algo, mister Bellamy?
—No. Es una persona que debía estar aquí para dirigir una reunión y llega tarde. —Apoyó las manos en la mesa y se incorporó con un suspiro—. Bueno, voy a pedir ayuda a un colaborador nuestro que está reunido en la sala del Consiglio dei Dieci à Armeria. ¿No les importa esperar un momento?
—Claro que no.
Frank Bellamy se dirigió a la puerta para ir a buscar al colaborador, pero se detuvo a medio camino, como si hubiera recordado algo.
—¡Ah! —exclamó—. Me lo respetan, ¿eh? Es del Mossad.