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El hombre que apareció al fondo del pasillo tenía de algún modo un aspecto ascético. Era delgado, vestía jalabiyya, la larga túnica blanca que los hombres más religiosos acostumbran a usar, y llevaba una barba negra, larga y tupida.

—¡Es él, es él! —dijo una voz excitada entre el grupo de niños que esperaba en la puerta del aula.

—¿Quién? —preguntó Ahmed, mientras miraba intrigado la figura que recorría lentamente el pasillo.

—¡El nuevo profesor, estúpido!

El profesor de religión se había retirado el año anterior, por lo que un maestro nuevo se encargaría ahora de las clases. Ahmed asistía a una madraza financiada por Al-Azhar, la institución educativa más poderosa del mundo islámico. Estudiaba matemáticas, árabe y el Corán. Las clases de religión ocupaban más de la mitad del tiempo en la madraza, aunque sus principales conocimientos sobre el islam los había adquirido en casa o en la mezquita, con el jeque Saad, su maestro desde hacía casi cinco años. Había pasado casi todo ese tiempo, no discutiendo sobre el islam, sino recitando el Corán, tarea que le entusiasmaba y le hacía sentirse mayor. Había llegado ya a la sura 24 y sabía que, cuando se aprendiera todo el Libro Sagrado al dedillo, su familia lo respetaría mucho y lo considerarían un muchacho muy devoto.

Sin embargo, todo iba a cambiar con la aparición de aquel hombre al fondo del corredor. El nuevo profesor se aproximó a la puerta del aula y aflojó el paso. Hizo una señal con la cabeza a los alumnos para que entraran y ocupó su lugar al frente de la clase.

As salaam alekum —saludó—. Me llamo Ayman bin Qatada y soy vuestro nuevo profesor de religión. Para comenzar la clase, recitemos la primera sura.

Las lecciones eran muy parecidas a las que Ahmed había recibido sobre el islam en la madraza, en casa y en la mezquita. El profesor Ayman tenía una voz rica en tonalidades y engañosamente suave. Sus palabras y su tono de voz manifestaban tanta fuerza en algunos momentos que, pasadas unas clases, se mostró capaz de galvanizar a los alumnos e inflamar la clase con episodios emotivos.

Pronto quedó claro para todos que las clases no consistirían sólo en recitar el Corán a coro. Interesante e imaginativo, el profesor Ayman contaba muchas historias que animaban a participar a los alumnos, lo que hacía sus lecciones de religión muy estimulantes. De hecho eran, quizá, las clases más interesantes de la madraza.

A partir de un momento, la materia se desvió un poco de las enseñanzas del profesor anterior o de las que el jeque Saad impartía a Ahmed en casa o en la mezquita. Hasta que un día, el profesor Ayman dio una lección que sería inolvidable.

Después de recitar algunas suras, el profesor no se concentró en dar mensajes sobre las virtudes del Corán, como solía hacer su antecesor, sino en explicar la historia del islam. Con brillo en los ojos y un timbre de voz encendido e inflamado, dedicó el resto de la clase a hablar de la grandeza del imperio erigido en nombre de Alá.

—Mahoma, que la paz sea con él, comenzó la expansión del islam con la fuerza de la espada —explicó el profesor Ayman con el puño levantado en el aire, como si él mismo blandiera una cimitarra ensangrentada—. Cuando estaba en Medina, el Profeta, que Alá lo acoja para siempre en su seno, inició la conversión de los árabes a la fe verdadera. Lo hizo predicando, pero también lanzando una guerra contra las tribus de La Meca. Necesitó veintiséis batallas, pero el mensajero divino, por la gracia de Alá, acabó sometiendo a todo el pueblo árabe y lo convirtió al islam. Cuando los musulmanes se congregaron en La Meca para el primer Hadj, Mahoma, que la paz sea con él, subió al monte Arafat y pronunció un discurso de despedida.

El profesor inspiró hondo, como si en ese momento emulara al Profeta.

—«A partir de hoy, ya no habrá dos religiones en Arabia. He descendido con la espada en la mano y mi riqueza surgirá de la sombra de mi espada. Y aquel que esté en desacuerdo conmigo será humillado y perseguido».

Los alumnos no conocían estas palabras del Profeta, pero, al oírlas en boca del profesor exaltado, toda la clase se levantó con una sola voz.

Allah u akbar! —gritaron los alumnos al mismo tiempo—. Dios es el más grande.

Ayman sonrió, satisfecho con la muestra de fervor religioso. No obstante, se había formado demasiado bullicio en el aula e hizo un gesto con ambas manos para devolver el silencio a la clase.

—Días después de su sermón final, Mahoma, que la paz sea con él, contrajo una fiebre que duró veinte días y murió. Tenía sesenta y cuatro años cuando Alá lo llamó al jardín eterno. En ese momento, ya toda Arabia era musulmana.

Allah u akbar! Allah u akbar! —repitieron en varias ocasiones los alumnos.

El profesor pidió de nuevo calma.

—¿Pensáis que la muerte del Profeta, que la paz sea con él, fue el fin de la historia? —dijo negando con la cabeza—. Ni mucho menos. Fue sólo el principio de una gloriosa epopeya. Tras la muerte de Mahoma, que la paz sea con él, la umma se dividió de forma temporal, pero finalmente escogió un sucesor. ¿Sabéis quién fue?

—El califa —respondió un alumno de inmediato.

—Claro que el sucesor fue el califa —dijo Ayman, algo exasperado por la respuesta—. Califa quiere decir «sucesor», eso lo sabe todo el mundo. Lo que yo quiero saber es quién fue el primer califa.

—Abu Bakr —dijeron otros dos.

—Abu Bakr —confirmó el profesor—. Era uno de los suegros de Mahoma, que la paz sea con él. Abu Bakr y los tres califas que lo sucedieron se conocen como los cuatro Califas Bien Guiados, porque escucharon la revelación de labios del propio Profeta y porque aplicaron la sharia, protegieron a la umma y atacaron a los kafirun.

Todos los alumnos de la clase sabían que la sharia era la ley islámica, que la umma era el conjunto universal de la comunidad islámica, y los kafirun, el plural de kafir, los infieles; sin embargo, uno de ellos levantó tímidamente la mano. Fue Ahmed, para quien la afirmación del Profeta de que su riqueza procedía de la sombra de la espada constituía una novedad. Ni el jeque Saad ni su anterior profesor en la madraza le habían hablado de aquella frase.

—¿Y cómo lo hicieron, señor profesor?

—Claro está, de la misma manera en que lo había hecho el Profeta, que la paz sea con él. Con el Santo Corán en una mano y la espada en la otra. Abu Bakr desempeñó el califato con pleno respeto a la Justicia de Dios, contemporizando cuando correspondía contemporizar y castigando cuando fue necesario. El segundo califa, Omar ibn Al-Khattab lanzó una gran yihad contra las naciones fronterizas con Arabia, como Egipto y Siria, Persia y Mesopotamia, para expandir la fe y el imperio. Por la gracia de Alá, conquistamos incluso Al-Quds. —Alzó el puño victorioso—. Allah u akbar!

Allah u akbar! —repitió la clase, entusiasmada.

Nada de esto era nuevo para los alumnos, pero el profesor tenía el don de explicarlo de una forma que resultaba más interesante.

—Crecimos, prosperamos y extendimos la sharia por el mundo conforme al mandato de Alá en el Santo Corán. —El tono entusiasta e inflamado de Ayman se volvió súbitamente lúgubre—. Pero la muerte de Uthman bin Affan (el tercero de los cuatro Califas Bien Guiados, asesinado por rebeldes musulmanes, los jarichíes) complicó las cosas. Cuando comenzó su reinado, Ali ibn Abu Talib, el cuarto califa, decidió no vengar el asesinato del tercer califa por temor a que la insurrección de los jarichíes se propagara. Su decisión iba contra la sharia y los mandamientos divinos, como señaló el gobernador de Siria, Muawiyya, que exigió que se castigara a los jarichíes. Cuando el califa Ali no cedió, Muawiyya concluyó que Ali había violado la sharia y no era el califa legítimo, por lo que se rebeló. Ali respondió argumentando que él era el sucesor de Mahoma y que el Profeta, que la paz sea con él, jamás permitiría una revuelta contra él, por lo que el propio Muawiyya había violado la sharia. La umma se dividió así esencialmente en dos bandos: los chiíes, que apoyaban a Ali, y los suníes, partidarios de Muawiyya. Se sucedieron las batallas entre ambos bandos, pero, con la muerte de Ali, Muawiyya se convirtió en califa. Con él se inició la primera dinastía de califas, la dinastía omeya.

—Nosotros somos suníes, ¿no? —preguntó un alumno.

—La umma es suní —sentenció Ayman—. Sólo Irán es chií. Irán y partes de Iraq y del Líbano. Pero nosotros somos los musulmanes legítimos, los suníes. Ocupamos desde Marruecos a Pakistán, de Turquía a Nigeria, somos la verdadera umma. Los chiíes están en apostasía por haberse quedado del lado de Ali, después de que éste hubiera violado la sharia, y por adorar santos, como Ali y su hijo Hussein.

—¿Y después?

—Y después, ¿qué?

—¿Qué pasó cuando comenzó la primera dinastía de califas?

—¡Ah, la dinastía omeya! —exclamó el profesor, retomando el hilo—. Pues… siguieron tiempos turbulentos. El califato se estableció en Damasco, pero la rebelión de los jarichíes continuaba, lo que impidió al ejército islámico concentrarse en su misión principal, la expansión y la conquista, al tener que ocuparse de pacificar el imperio. Muawiyya recurrió a todos los métodos posibles, entre ellos grandes matanzas, para conseguir poner fin a la revuelta de los jarichíes. Lo más importante es que su hijo Yazid, cuando accedió al califato, aplastó otro levantamiento conducido por Al-Hussein ibn Ali, un nieto de Mahoma, que la paz sea con él. El califa decapitó a Hussein y exterminó a su familia.

La clase reaccionó desconcertada ante esta revelación.

—¿El califa mató al nieto del Profeta? —preguntaron los alumnos, admirados, con la sorpresa reflejada en los ojos.

—¿Podía hacer algo así? —quiso saber otro.

—Mahoma, que la paz sea con él, fue un gran hombre —dijo el profesor—. Pero, ojo, él era un gran hombre, no era Dios ni se hacía pasar por tal. Todos los hombres deben atenerse a la sharia, incluidos los descendientes del Profeta, porque las leyes de Alá son universales y eternas. La violación de la sharia puede implicar apostasía y el Enviado de Dios estableció pena de muerte para ese crimen.

Ayman inclinó la cabeza y, a modo de concesión, añadió:

—Sin embargo, también es cierto que la matanza de los descendientes del Profeta, que la paz sea con él, irritó a la umma, y por eso los abasidas, que eran leales a la familia de Mahoma, asesinaron al último califa de la dinastía y pusieron fin a los omeyas.

—¿Acabaron con los califas?

—No, se inició una segunda dinastía de califas, la de los abasidas.

—Ah, entonces llegó la unificación de la umma.

El profesor Ayman dudó.

—Bueno, no exactamente. La prioridad de los abasidas fue exterminar hasta al último de los omeyas. No es casualidad que se conociera al primer califa de esta segunda dinastía, Abu al Abbas, como «el Exterminador». Ordenó matar a todos los omeyas que habían sobrevivido, ya fueran mujeres, ancianos o niños. Y cuando los abasidas hubieran acabado con todos y ya no quedó nadie a quien matar, exhumaron los huesos de los muertos y los aplastaron.

—No escapó nadie.

—Sólo Abdul Rahman, que huyó a al-Ándalus y refundó el califato omeya en Córdoba. Los demás murieron todos.

—¿Y eso no permitió unificar la umma, señor profesor?

—Desgraciadamente, no. Los abasidas trasladaron la sede del califato a Bagdad, pero nuestro imperio comenzó a fragmentarse debido a las múltiples divisiones internas. Aparecieron estados independientes, surgieron los fatimíes, los mamelucos… No sé, se produjo una gran confusión. Lo único que nos mantuvo unidos (además del Santo Corán) fueron las agresiones externas que entre tanto se dieron. Fue en esa época cuando los kafirun llegaron desde Europa y atacaron Al-Quds y Tierra Santa, al sorprendernos debilitados.

Todos los alumnos sabían que los kafirun, o infieles, de Europa a los que se refería el profesor eran los cruzados que conquistaron Al-Quds, nombre árabe de Jerusalén.

—Poco después sufrimos la invasión de los mongoles, que ocuparon Bagdad y pusieron fin a quinientos años de dinastía abasida. —Hizo una breve pausa como si preparara lo que iba a decir a continuación—. ¿Y después? Cuando los mongoles se instalaron en la capital del califato, ¿quién de nosotros se levantó contra ellos?

Paseó la mirada por el aula, donde reinaba el silencio. Los alumnos se esforzaban en dar con un nombre, pero no se les ocurría nada.

—¿Quién? —preguntó Ayman de nuevo.

—¿Saladino? —se arriesgó a decir una voz.

El profesor soltó una carcajada.

—Saladino venció a los kafirun de Europa. Me refiero a quién se levantó contra los mongoles. ¿Alguien lo sabe?

Sólo obtuvo un silencio sepulcral por respuesta.

—¿No habéis oído hablar nunca de Ibn Taymiyyah?

Muchas cabezas asintieron afirmativamente. Algunos niños reconocían aquel nombre. Ahmed no se contaba entre ellos. Nunca había oído hablar de ese personaje.

—¿Quién fue Ibn Taymiyyah? —preguntó el profesor.

—Fue un gran musulmán —respondió uno de los alumnos que había reconocido el nombre.

—¡Un gigante! —interrumpió Ayman—. El jeque Ibn Taymiyyah fue un gigante. Nació diez años después de la invasión mongol y su padre era el imán de la mezquita de Damasco. Los mamelucos seguían combatiendo a los mongoles, pero el problema era que la elite mongola se había convertido al islam. Como saben, el Profeta, que Alá lo bendiga, prohibió que los musulmanes se mataran entre sí. La conversión al islam de los mongoles significaba que ya no se podía combatir contra ellos. ¿O se podía? El jeque Ibn Taymiyyah consultó los textos sagrados, estudió la cuestión y emitió una fatwa que legitimaba la yihad contra los mongoles diciendo: «Está probado por el Libro y por la sunna y por la unanimidad de la nación que quien se desvíe de una sola de las leyes del islam será combatido, aun habiendo pronunciado las dos declaraciones de aceptación del islam». Y el jeque añadió: «Fe y obediencia. Si una parte de ella estuviera en Alá y la otra no, tendrá que combatirse hasta que toda esté en Alá». De este modo, el jeque Ibn Taymiyyah proporcionó cobertura legal y divina a la guerra contra los mongoles convertidos al islam. El jeque dijo a nuestros soldados que la derrota que habían sufrido ante el enemigo era como la derrota de Mahoma, que la paz sea con él, en la batalla de Uhud, pero que su insurrección sería como el triunfo del Profeta, que la paz sea con él, en la batalla de las Trincheras. Lo que sucedió después le dio la razón. Con la ayuda espiritual del jeque Ibn Taymiyyah, los mongoles fueron derrotados definitivamente. ¡Dios es el más grande!

Allah u akbar! —repitieron los alumnos, entusiasmados de nuevo.

—El jeque Ibn Taymiyyah aún vivía cuando nació el gran Imperio otomano, que dio origen al tercer califato, cuya capital fue Estambul. Los otomanos destruyeron el Imperio romano de Oriente, tomaron Constantinopla, conquistaron los países vecinos y atacaron a los kafirun desde todos los frentes. El gran califato otomano llegó a las puertas de Viena y duró siete siglos. Pero los otomanos y la umma comenzaron a desviarse de la sharia y a caer en la tentación de obedecer las leyes humanas, en lugar de obedecer las leyes de Alá. Eso ocurrió en el momento en el que los kafirun se dedicaron a desarrollar máquinas y más máquinas, cada vez más poderosas. El resultado fue el debilitamiento de los otomanos y de toda la umma con ellos. Hasta que, en 1924, el califato otomano se extinguió.

—¡Qué Alá maldiga a los kafirun! —gritó Abdullah, un muchacho que se sentaba justo detrás de Ahmed—. ¡Muerte a los infieles!

—Sí, los kafirun estuvieron detrás del fin del gran califato —dijo el profesor Ayman—. Pero la decisión de acabar con el califato la tomó el nuevo emir turco, Mustafa Kemal, que arda para siempre en el fuego eterno. Este apóstata adoptó el título de Atatürk, el padre de los turcos, pero evidentemente estaba bajo la influencia diabólica de los kafirun y de su cultura en el momento en que decidió separar la religión del Estado. Fijaos que cometió hasta el desplante de convertir la gran mezquita de Santa Sofía en un museo.

—¡Muerte al apóstata!

—¡Qué Alá lo tenga para siempre en el Infierno!

El profesor levantó las manos buscando serenar a la clase. Quería discutir con los alumnos sobre el orgullo de ser musulmán, pero no entraba en sus planes que se formara un motín en el aula.

—Calma, calma —les pidió—. Calmémonos.

La clase se tranquilizó y la algarabía se fue apagando. Ahmed, que hasta ese momento había estado callado, digiriendo todo lo que oía, levantó la mano para hablar.

La mirada del profesor se posó en él.

—Sí, muchacho, dime.

Ahmed sentía que el corazón le retumbaba en el pecho, fuerte y descontrolado. No sabía si eran los nervios por hablar en público o la indignación por lo que los kafirun habían hecho a la umma.

—Señor profesor, ¿cómo podemos mantener la calma? —preguntó en un tono altivo—. En este momento no hay ningún califato. Usted ha dicho no hace mucho que Mahoma nombró a los califas sus sucesores. Si ahora no tenemos califa, ¿no estamos incumpliendo la voluntad del apóstol de Dios?

El profesor se acercó a Ahmed y le pasó la mano por el pelo en una muestra de que la pregunta le parecía muy adecuada.

—Tened paciencia y esperad. La umma se despertará.

El profesor respiró hondo y sonrió de manera enigmática antes de darse la vuelta.

—Pronto.