Apenas despertó aquella mañana, la lengua seca, y firme contra el paladar, se asustó del sabor nauseabundo de su propio aliento. Acercó lentamente a su cara la palma de una mano y abrió la boca para dejar escapar una bocanada de aire caliente. El olor a podrido rebotó en su piel y ascendió obediente a través de su nariz, perfeccionando la calidad del asco repentino. Entonces recordó que la noche anterior se había acostado sin lavarse los dientes y se maldijo por su pereza. Meditó apenas una fracción de segundo. Huyó de la cama y atravesó el pasillo corriendo, desnudo aún, hasta el cuarto de baño. Allí abrió el tubo de pasta con ansiedad, impregnó el cepillo con una cantidad excesiva de aquella blanda pomada rosácea y se entregó a la limpieza de sus dientes con una decisión insólita. No levantó los ojos hacia el espejo hasta que adquirió la certeza de que su boca manaría espuma como las fauces de un perro rabioso.
Se enjuagó largo tiempo con agua tibia y sólo luego, de nuevo los ojos fijos en el espejo, sonrió. Aquella sonrisa ritual, una mueca incausada y gratuita, ridícula, no era más que un torpe recurso personal para propiciar otros improbables presagios favorables, una burda trampa tendida hacia sí mismo cada mañana, una estupidez más. Después, mientras seguía sonriendo, contemplando dos hileras de dientes blancos, sanos, bellos, alargó una de sus manos hacia el pecho y acarició el espolón que proyectaba sobre su piel la huella de un esternón deforme como un arma agresiva e hiriente, una de las carcajadas de su cuerpo, aquel hueso burlón y desmadrado que había crecido hacia fuera y no hacia dentro. Tocó el familiar bulto con cuidado, recorriendo sus aristas con las yemas de los dedos, contemplando la imagen que le devolvía el espejo y pensando que todo aquello ya no tenía remedio, que nada podía hacer ya por su cara, ni por su pecho, por esas piernas que no veía, pero sabía tan huesudas y separadas como las patas de un pollo mojado, y por esa carne blanquecina, fofa, que comenzaba a acumularse en torno a su cintura, a descolgarse hacia abajo arrastrando en su vértigo un ombligo progresivamente hondo, para añadir una nueva vejación, la de los años, a un cuerpo condenado de antemano, desde antes de existir, a ser feo.
Pero los dientes no, se repetía, la boca no. Él no podía permitirse el lujo de la halitosis matutina.
Alargaba el brazo izquierdo para coger una taza del estante superior del armario cuando le sacudió un violento acceso de tos, el tributo del que había creído poder escapar impune aquella mañana. Nunca dejaré de fumar, murmuró varias veces, imprimiendo a sus labios la monótona cadencia de una letanía, nunca dejaré de fumar, hasta que sintió que las paredes de sus pulmones se soldaban, cerrándose al aire, y ya no pudo escupir palabra alguna, sólo toser, expulsar los sólidos demonios de su pecho, un recinto insólitamente breve, tosiendo con la cabeza hundida entre los hombros, los ojos fijos en la grasa vieja que nivelaba como una pasta lisa y brillante el irregular perfil del suelo embaldosado, y los dos brazos tendidos hacia delante, sus manos empujando las frágiles puertas del armario de cocina como si pretendieran en realidad proyectarlo a través de la sucia pared alicatada.
Nunca dejaré de fumar, repitió nuevamente, jadeando todavía, apenas pudo mover los labios. Entonces elevó la vista, y advirtió por primera vez que sus brazos ya no eran paralelos. Desconcertado, contempló largo tiempo aquel desagradable fenómeno, su cuerpo aún abandonado hacia delante, confiado su peso a las manos que parecían a punto de horadar la formica con sus inofensivas yemas. Los diez dedos, extendidos, dibujaban un diagrama familiar, de reconfortante simetría, pero más allá de la muñeca las líneas de sus brazos divergían.
Los apartó bruscamente del mueble y los extendió ante sí, concentrando todas sus fuerzas en la absurda tarea de estirar su brazo izquierdo, hasta que sus músculos comenzaron a temblar sin haber llegado a rectificar en nada el incomprensible vicio que curvaba el codo hacia dentro. Caminó unos pasos con los brazos extendidos y cerró los ojos, como un ciego sagaz en su vigilia de falso sonámbulo. Cuando levantó los párpados nuevamente, tuvo la certeza de que sus brazos ya no eran paralelos. Entonces, desplomándose contra la pared, los dejó caer a lo largo de su cuerpo y sintió su peso.
Permaneció así mucho tiempo, dejándose aniquilar plácidamente por el inesperado preludio de su propia decrepitud, negándose ya a encontrar cualquier explicación amable a lo que no era otra cosa que reúma, o artrosis, el simple cansancio de unos huesos que enfilaban la recta de la vejez, el único destino cierto.
Acababa de cumplir cuarenta y un años.
Se le quemaron las tostadas y pensó en Auri, que estaría todavía en la cama, feliz ante la perspectiva de echar raíces entre las sábanas mientras le imaginaba en Salamanca, batallando con alguna oscura contrata. Era muy mona, su mujer. Desde luego, vale mucho más que tú, le había susurrado al oído su padre cuando la conoció, dándole un par de palmadas en la espalda. Y había desarrollado una intuición de naturaleza casi sobrenatural con respecto al punto exacto del pan tostado, siempre perfecto. No la echaba de menos.
A ratos estaba seguro de que lo sabía todo, porque su impasibilidad, tan pura, no podía ser natural. Los funcionarios municipales, sobre todo los que, como él, pertenecían a una gran ciudad donde las empresas de servicios son más de las necesarias, no tienen por qué viajar. Ella debería saberlo, porque había trabajado en el Ayuntamiento, y sin embargo nunca había mostrado extrañeza ante sus ausencias, Barcelona, Valencia, Vigo, incluso Frankfurt una vez, al principio, una semana entera, cuando la nostalgia se hizo insoportable. Ahora lo llevaba mejor, y le bastaban uno, dos días en aquella casa sucia que comenzaba a oler a humedad, el rancio aroma del abandono. Luego, ella lo recibía con los brazos abiertos y él recordaba que le habían ascendido dos veces desde que estaban juntos, no tenía por qué saber, por qué sospechar nada. Tal vez eso fuera lo peor.
Se le quemaron las tostadas, ya no tenía los brazos paralelos, sus huesos estaban cansados, todo su cuerpo caminaba inexorablemente hacia la vejez en pos de su memoria, de su conciencia prematuramente envejecida y satisfecha de su rendición. En el curso de una breve vida, la sonrisa apenas consciente que afloró entonces a sus labios, tomó la taza de café con leche en una mano cansada y la sostuvo con cuidado mientras recorría el pasillo. El cuarto de estar no era más que un hueco oscuro, tibio y familiar como el regazo de una madre. Sorteando a ciegas los escasos muebles con la angustiosa agilidad de los hijos pródigos, se dirigió directamente al balcón para desnudar el cristal con decisión y beber despacio, su cuerpo encharcado de luz, preso de la débil huella de un sol lejano que ya no parecía capaz de calentarle por dentro. Su mirada atravesó la calle, la calzada empedrada, las viejas aceras de perfil curvo, piedra blanda, lamida por el tiempo, y se detuvo en la frágil muralla de paneles metálicos que reforzaba la improbable existencia de un recinto prodigioso, el milagro que tal vez ya no lo sería, el triunfo de la razón y del progreso. Allí, un huerto auténtico había envejecido a su paso, un día tras otro, y ahora moría antes que él.
Cuando descubrió los primeros síntomas de esta irreversible agonía llegó a considerarse vagamente culpable de lo sucedido, atribuyendo a su deserción, a la prolongada ausencia de sus ojos, la ruina de esas tomateras que un año tras otro habían sobrevivido para él, machacando la lógica, el humo, y el periódico estallido de las litronas de cristal, con la tímida potencia de sus hojas verdes. No habrían pasado más de seis meses desde su boda. Era domingo, llovía. Hasta entonces había logrado resistir. El descubrimiento de la decoración, en cuyos torpes misterios decidiera iniciarse con la enfermiza disponibilidad de un fanático, le había resultado muy saludable, pero había aprovechado ya todas las esquinas, había llenado todos los armarios de cajoneras, había cubierto la terraza, había diseñado hasta en los más mínimos detalles la distribución del jardín, y hasta había instalado un sistema de calefacción alimentado con acumuladores solares, y era domingo, llovía, habían pasado seis meses desde el día de su boda, y el azar, que una vez fuera con él generoso hasta los límites de lo grotesco, le había abandonado para siempre, dejándole a solas con su nueva mujer y su casa nueva, espléndidamente decorada. Le dijo a Auri que se iba al fútbol, ella le miró con los ojos fuera de las órbitas, nunca había ido al fútbol antes, nunca iría después, sus escapadas futuras se convertirían en un hermoso trabajo de precisión, un riesgo inexistente pero siempre milimétricamente calculado, Barcelona, Vigo, Valencia, incluso Frankfurt, pero aquella tarde no tenía tiempo para pensar, no sabía exactamente lo que iba a hacer, así que cogió el coche, nuevo también, y deshizo el camino, regocijándose por su previa astucia, el repentino impulso que le había inducido a conservar su vieja casa de alquiler ocultándoselo a su socia en gananciales. Le costó mucho trabajo aparcar y llegó a arrepentirse de haber emprendido aquella absurda excursión, cuando vivía allí no tenía coche, no lo necesitaba. Antes de entrar en el portal, quiso mirar a su alrededor y no advirtió cambio alguno, aunque subir las escaleras le exigió un esfuerzo superior al que recordaba haber derrochado nunca. Encontró el piso en un estado bastante aceptable, lo había hecho limpiar a conciencia cuando se marchó, y al margen del polvo acumulado sobre todas las superficies, las habitaciones casi vacías le fueron acogiendo una tras otra como una sucesión de gestos amables. En el cuarto de estar, una grácil patinadora rubia anunciaba una marca de chocolates de Valladolid desde una vieja chapa publicitaria de hojalata, sus esquinas de color cobre ya oxidadas, las letras de la zona inferior rotas y arañadas, ilegibles. La descolgó inmediatamente de la pared y la guardó en el fondo de un cajón, de donde extrajo a su vez un viejo rollo de papel, dos pendientes de bisutería barata y cuatro chinchetas. Mientras intentaba alisar con cuidado el vulgar cartel de propaganda de naranjas, sus ojos distinguieron una mancha clara tras los balcones, al otro lado de la calle. El huerto estaba allí, arrogante e imposible como siempre, pero encima del muro de ladrillo que lo escondía a los ojos de los peatones, alguien había fijado un cartel de metal amarillo presidido por el nombre de una empresa constructora. Debajo se podía leer un turbio mensaje, faltan 923 días para terminar esta obra.
En aquel momento se había sentido culpable de la previsible destrucción del prodigio, pero ahora, cuando la amargura de aquel descubrimiento se había diluido poco a poco en el transcurso del tiempo, casi tres años de vida igual, se había acostumbrado ya a que las cosas siguieran ese orden del que se suele decir que es el curso lógico de los acontecimientos. Mientras terminaba de beber su café, mantuvo los ojos fijos en el cartel que parecía proclamar el inminente final de las obras sólo para él, sólo cuatro días, menos de un centenar de horas, un plazo siempre demasiado corto, y hasta el recuerdo del huerto de las monjas empezaría a morir lentamente para extinguirse poco a poco y sin remedio.
Fue entonces cuando le asaltó por primera vez una idea descabellada.