Se alejó del balcón, apartando los ojos de la seca sentencia que opacaba las vallas de metal pintado, amarillo brillante que cada mañana se tornaba un poco más gris, y la descabellada idea surgida de la confusión del hombre medio dormido, anonadado en su despertar por la inconcebible novedad de sus brazos divergentes, se negaba a abandonar la conciencia del hombre despierto, sembrando en su memoria nombres y direcciones, mercedes y favores, deudas antiguas y nuevas, trampas, soluciones.
Sacudió la cabeza un par de veces, como si por este torpe procedimiento pudiera alejar la tentación de sí mismo. Miró el reloj. Si no corría, llegaría tarde a trabajar, pero aún debía cumplir con un rito tan ineludible como su metódica sonrisa matutina. Descolgó el teléfono y marcó un número de memoria, tapando la mitad del altavoz con la mano antes de comenzar a hablar.
—¿Auri? Sí soy yo. Te oigo fatal. No, todo va muy bien, estaré de vuelta en dos o tres días… Sí, ya sé, pero no puedo llegar mañana, esto se ha complicado bastante, ya te explicaré. Siento haberte despertado… No, en serio, pero es que igual no tenía otra hora en toda la mañana para llamar. Sigue durmiendo, un beso.
Recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta, deteniéndose un momento ante la mujer impresa, como hacía siempre desde que ambos reconquistaran su antiguo territorio, ella un trozo de pared, él la vieja casa desde la que ahora se contemplaba un edificio flamante, casi concluido, cristales en las ventanas y un hueco para albergar el portero automático en el dintel de piedra. Acarició un instante los pendientes, el metal oscurecido, los ganchos ya rojizos de óxido tiñendo el papel, y volvió a recordar que ella nunca le había devuelto la llave. Una vez le contó que le gustaba creer en el poder de las cosas, dejar cualquier objeto pequeño en un lugar para asegurarse de que alguna vez volvería, como si así pudiera sembrar y mantener su presencia al margen de cualquier distancia. Los pendientes ya no le pertenecían, ella se los había regalado, pero antes habían sido suyos una vez, y sin embargo quedaban sólo cuatro días, un plazo miserable.
Cuando se sentó delante de su mesa se sentía absolutamente decidido a comportarse con sensatez, pero pidió el expediente de todas formas, y lo estudió con cuidado, comprobando que la firma del consejero delegado de la sociedad no era la misma en dos de los formularios presentados. Se fue a tomar un café renegando de aquel plan absurdo, pero apenas quince minutos después convocó en su despacho a un licenciado en derecho a quien él mismo había recomendado a instancias de su cuñado, el marido de Silvia, y que por tanto le debía su empleo en los Servicios Jurídicos municipales. Le pasó el expediente y le pidió que lo estudiara con cuidado en busca de cualquier irregularidad, devolviéndole un informe completo antes de mediodía. Mientras tanto quedó para comer con un aparejador inscrito en la rama más dura de un sindicato de izquierdas, que también estaba en deuda con él por haber obtenido gracias a su mediación, apenas unos meses antes, las becas escolares de sus hijos fuera del plazo legal. A las dos, el abogado le contó que en la documentación adjuntada por aquella inmobiliaria existían algunos defectos de forma, no muy graves pero suficientes en cualquier caso para hacer algo, siempre que la actuación se considerase oportuna. A las dos y media salió de su despacho llevando en la cartera el expediente y lo que era ya un informe de los Servicios Jurídicos en toda regla, y antes de las tres colocó ambas carpetas sobre el mantel de cuadros, entre la sopa de cocido y los garbanzos. Le explicó al aparejador que, además de los indicios de ilegalidad que habían descubierto los abogados en aquella investigación cuya fuente él desconocía por completo, se sentiría especialmente feliz de joder a aquellos tipos, que empleaban a trabajadores marroquíes a los que obligaban a trabajar mucho más de ocho horas diarias. Al menos lo han estado haciendo hasta ahora, matizó. Los he visto salir algunas noches a las diez y hasta a las once, afirmó luego, tengo un amigo que vive exactamente enfrente, seguro que no les han dado de alta en la Seguridad Social, y deben de pagarles una miseria, qué te voy a contar, ya sabes tú de sobra como son estas cosas… Su interlocutor, que hasta entonces se había limitado a asentir en silencio, pegó un puñetazo en la mesa, arrambló con todos los papeles y le rogó que no se preocupara. Un par de horas más tarde, al filo de la salida, le llamó por teléfono para informarle de que estaba a punto de mandar un coche de la policía municipal con la orden de paralización de las obras. Le dio las gracias efusivamente y salió de su despacho sin recoger la mesa siquiera. Quería llegar al barrio antes que ellos.
Aparcó a la primera y se fue directamente al bar. Polibio se alegró mucho de verle, pero él no quiso perder siquiera un minuto en darle novedades de su nueva vida como concejal técnico en una ciudad-dormitorio de la periferia, la trayectoria del irresistible ascenso que había provocado antaño su mudanza, la larga y compleja historia inventada expresamente para él, a quien nunca se había atrevido a contar la verdad.
Le arrastró contra su voluntad, y contra ella le obligó a recorrer un breve tramo de acera prometiéndole un espectáculo digno de verse, porque no quería que ningún guardia le reconociera, y pensó que siendo dos llamarían menos la atención entre la pequeña multitud de curiosos que ya se agolpaban frente a la valla.
Los obreros se preparaban para marcharse a casa. En la puerta, el capataz discutía acaloradamente con dos policías, mientras un tercero clavaba un papel en la pared. Arriba, en la valla, un chaval cambiaba el cartel, desprendiendo de la placa metálica un cartón con el número cuatro para sustituirlo por el correspondiente al número tres. Cuando se agotó el tumulto y el coche arrancó de nuevo frente a la puerta asegurada con un grueso candado, él dejó escapar una carcajada que exigiría una nueva nerviosa explicación por parte de su amigo. Sujetándole por el hombro, se alejó con él, improvisando cualquier tontería para afrontar después con acento despreocupado una conversación necesaria e intranscendente a la vez, igual que antes.
—¿Sabes cómo me siento hoy? —le confesó en algún momento—. Me podría beber el mundo.
La respuesta consistió en un agudo acceso de risa que pronto halló un ruidoso eco al otro lado de la barra. Pero Polibio reía porque ambos estaban ya completamente borrachos, y él sin embargo apuraba su regocijo, su victoria sobre las horas exactas, la ruptura del maleficio, porque el último plazo había sucumbido, y aún disponía de tres días eternos, semanas, meses, quizás un año, el tiempo de que ella volviera.
Entonces olvidó por un instante que sus brazos ya no eran paralelos.