—No, si la que metió ahí la pata fui yo, la verdad es que él no tuvo culpa de nada, yo lo estropeé todo, yo sólita, porque nunca debí haberle hecho caso a Samanta, nunca, si ya lo sabía yo, si no había más que verme con el traje aquél, que me quedaba tan pequeño, horrible, espantoso, por mucho que ella dijera que se me veía potente y que a los hombres en el fondo les vuelven locos estas cosas. La verdad es que me comporté como una estúpida, y siempre me pasa igual, que soy incapaz de resistir las opiniones de los demás, que nunca hago lo que yo creo que debo hacer cuando alguien está a mi lado diciéndome lo contrario, y esta voz era yo quien tenía razón, y no Simi, lo que pasa… Pues no sé, como él andaba siempre con la berza ésa de la esclava, y de la autoridad y todas aquellas pamplinas, pues pensé que, bien mirado, lo de Samanta tenía bastante que ver con lo nuestro ¿no?, porque, al fin y al cabo, en las películas americanas, hasta en las de romanos, aparecen siempre un montón de esclavas vestidas así, pero no, no salió bien, y a él no puedo reprocharle nada, todo es culpa mía, él era un tío especial, y no quiero decir con esto que fuera maravilloso, sino que se comportaba de una forma muy extraña, necesitaba que le cuidaran, que no le agobiaran, que le dieran las cosas masticadas, me di cuenta desde el primer día y sin embargo no paré de hacer el bestia todo el tiempo. La verdad es que nunca entendí muy bien las cosas que le pasaban por la cabeza. A veces tenía la sensación de que no paraba de fingir, de que simulaba siempre lo que hacía, lo que decía, cada palabra que pronunciaba, y no puede ser verdad, porque nadie sería capaz de algo semejante, es demasiado cansado, agotador, controlar hasta los gestos de las manos, todo el tiempo, pero, si no era así, entonces no soy capaz de entender sus cambios de humor, tan bruscos… Me hizo bien, de todas formas, eso es lo más divertido, bueno, divertido no, digamos curioso, que me hizo sentirme bien muchas veces, porque yo soy muy bruta, la verdad, pero él solía seguirme con atención, casi con admiración, y eso que era muy listo, mucho más inteligente que yo, o por lo menos, a mí me lo parecía, aunque él se rió con ganas una vez que se lo dije. Le conté cosas que nunca le había contado a nadie, tal vez solamente porque le gustaba escucharme, y porque yo me oía de otra manera cuando hablaba para él, no me sentía estúpida, ni vulgar, ni me daba la sensación de que estoy loca, o por lo menos un poco pirada, que me pasa mucho, ahora mismo me está pasando, por ejemplo, pero entonces no, porque entonces le contaba que las luces amarillas son muy tristes, y le explicaba que de pequeña jugaba a construirme una casa nueva cada tarde, y le confesaba que hablo mucho sola todavía, y él sonreía y todo sonaba bien, aunque a veces tenía la sensación de que era él quien pensaba que yo era rara, y no al revés, en fin, eso ya da igual, todo da lo mismo ya… Una vez vi una película en televisión que no le gustó a nadie, pero a mí me encantó. El protagonista era un tío como de cuarenta años, un dibujante de cómics francés, o italiano, eso no estaba muy claro, que vivía en una isla muy pequeñita, en el Mediterráneo. No tenía casa, sino que había ocupado una especie de iglú de cemento, sin ventanas, con una sola puerta muy bajita, que algún ejército había construido en la segunda guerra mundial como refugio para los bombardeos y todo eso. Bueno, pues él estaba allí solo con un Perro que se llamaba Melampo, y entonces un yate de lujo se detuvo un día en la playa y desembarcó a una chica rubia, muy guapa, que, por lo que decían, era la amante del dueño del barco, que debía de ser un millonario o algo por el estilo. Ella estaba harta de su vida, no quedaba claro si se había marchado por su cuenta o si la habían echado, pero yo creo que antes ya de encontrarse con el dibujante estaba harta, y que por eso se le ocurrió que le vendría bien quedarse, aunque él dijo que no, que de ningún modo, que había escapado de todo para trabajar allí, completamente solo, y que no quería a nadie a su lado, ni siquiera de vecino. Quedaron en que la alojaría por una vez, ya que era el único habitante de la isla, pero él insistió en que al día siguiente la llevaría en motora a tierra firme y no se volverían a ver. Y sin embargo, aquella noche, ella se arregló como para ir a una fiesta, y se puso un vestido largo, blanco creo que era, y el tío…, bueno, claro, él llevaba tanto tiempo solo en aquella isla tan pequeña, total, que no pudo resistir y se acostó con ella. Y a la mañana siguiente no la llevó a tierra, por supuesto, aunque le advirtió que aquél sería el último día. Y a la mañana siguiente, lo mismo, y así fue pasando el tiempo, ella le dejaba solo cuando trabajaba, y a veces iban a bañarse, a jugar en la playa con Melampo. Él le tiraba palos todo el tiempo y el animal iba a buscarlos y se los devolvía. Un día fue ella quien empezó a enredar así con el perro, y se lo llevó muy lejos, muy dentro en el mar, y él, que estaba sentado en la arena, se asustó porque se les veía forcejear como si lucharan, como si estuviesen en peligro. Luego dejaron de moverse, y ella volvió sola a la playa. Estaba muy agitada y llevaba al cuello el collar de Melampo, que no venía con ella. Lo había ahogado, lo había matado para ocupar su puesto y, cuando se acercó a él, ladró. Entonces todos se rieron, pero yo empecé a llorar, yo…, bueno, yo siempre lloro cuando no hay que hacerlo, por lo visto, pero aquella vez, aquélla era uña imagen tan terrible… No por la muerte del perro, a mí el perro me daba igual, fue ella quien me impresionó, ella saliendo del agua, tocándose el collar con los dedos, la cara seria, no tranquila, sino quieta y encendida al mismo tiempo, y los ojos fijos en la cara del hombre, que le devolvía la mirada sin hablar, porque tenía miedo, ella daba miedo y provocaba sin embargo una compasión infinita, porque estaba asustada como una niña pequeña y no podía volver atrás, el rechazo del dibujante era la muerte, la muerte de una mujer condenada a seguir estando viva hasta embarcar al menos en la motora, y llegar a tierra firme, y ser abandonada en un puerto repleto de imbéciles bronceados que la mirarían y se reirían de su collar de perro como se rieron mis amigos de su ladrido, aquella vez no me importó quedarme sola, no me preocupó ser distinta a los demás, ver cosas distintas a las que los otros veían, aquella vez no, en otras ocasiones conseguí dominarme, reír con ellos aguantándome las lágrimas, y llorar sin ganas, obedecer a los críticos de los periódicos, que habían calificado aquella misma mañana con una estrella solitaria, miserable, lo que alguno de ellos llamó delirio calenturiento, yo entendí otra cosa y por una vez creo que entendí bien, él también la comprendió, mírame, le decía sin llegar a hablarle, he sacrificado a un ser vivo para ti, yo soy Melampo y soy este collar, no mi cuerpo, ni mi rostro, ni mi condición humana, mi nombre es lo único que importa, me llamo Melampo y ladro, ladro porque quiero ladrar, y ahora tú eres Dios, el único dios de este mundo pequeño, el dueño de mi destino, de mi vida y de mi muerte, porque yo te he arrebatado la vida y te he elevado hasta las nubes, yo te he hecho dios porque he querido, y he querido hacerlo para tumbarme a tus pies en las noches de invierno, para que me rasques en la espalda y me des un golpecito en la cabeza cuando me porte bien… No sé, es que yo esto lo explico muy bien porque aquella noche me dio por pelearme con todo el mundo, cuando terminó la película empecé a hablar en voz alta sin que nadie me preguntara, y una amiga de Nico que había aparecido por allí a cenar, se rió de mí y me dijo que follaba poco, que eso era todo lo que pasaba, que estaba muy salida y por eso veía humo donde no había fuego, creo que fue eso lo que dijo, una frase bastante absurda por cierto, y siguió diciendo que lo que habíamos visto era una mala alegoría sobre el poder, y a mí me dio mucha rabia, y discutí con ella, y luego con los demás, durante horas, pero yo sé que no había más que una mezcla incomprensible de compasión y terror en aquel hombre que se agachó para recoger un palo de la arena y tirarlo lejos, y sé que la mujer que empezó a correr a gatas para morderlo con los dientes nunca había sido tan dueña de sí misma como entonces, y no existe paradoja alguna en todo esto, porque los hombres pueden vivir sin Dios, pero Dios jamás habría nacido si no existieran los hombres. Aquella película me impresionó mucho, durante meses la tuve dentro, en algún lugar de la cabeza, como si me hubieran tatuado en el cerebro algunas imágenes, él la hacía correr durante horas sobre la arena de la playa, la miraba sin inmutarse mientras ella se deshacía las manos y los pies contra los guijarros, y luego curaba sus heridas con un algodón empapado en yodo, dejando manchitas amarillas sobre sus brazos, sobre sus rodillas, sobre su espalda. Vivían. Tal vez eran felices, tal vez no, pero vivían, estaban vivos, y se querían, se querían porque no tenían otra salida, porque sin amor habrían muerto sin remedio en aquella isla tan pequeña, que se podía recorrer de punta a punta dando un paseo. La isla era la clave. Él la abandonó una vez, cuando terminó el libro que estaba haciendo, fue a París por unos días y regresó a su casa, con su mujer y sus hijos. El piso era muy oscuro, como si nunca abrieran las ventanas. Allí, él ocupó su puesto, presidía la mesa, jugaba con los niños, llevaba corbata, paseaba con su editor. Ella le siguió el rastro. Vestida con su ropa vieja, el collar de Melampo en el cuello, fue tras él a París y terminó dando con su casa. No me acuerdo muy bien de cómo entró, quién le abrió la puerta, todo eso, pero la familia estaba cenando, la mujer del dibujante la llamaba señorita, los niños reconocieron el collar, ella no quiso sentarse, no hablaba, olisqueaba el aire, sorbió un plato de sopa con la lengua fuera de la boca y, cuando terminó, se acercó a él y le chupó la mano. Luego, la segunda imagen terrible, el segundo llanto. La mujer del dibujante se apartó con él y le preguntó quién era aquella chica-perro, de dónde salía, cómo la había conocido, por qué jamás la había mencionado antes, quién era ella, quién era, quién era, preguntaba sin pausa y él no contestaba, no podía contestar. Entonces, aquella mujer cuarentona, gorda, repentinamente desesperada, trepó encima de una cama y se puso a gatas y se levantó la falda y le preguntó si era eso lo que le gustaba, porque ella también podía ladrar, y su imagen era tan terrible como la de la rubia sacerdotisa agotada que salía del agua con la mirada perdida, era igual de terrible aunque no hermosa como aquélla, él la miró y lloró, bueno, quizás no llorara, pero debería haberlo hecho, yo lo hice, me daba tanta pena, porque esa mujer era mucho más pobre que quien había elegido ser un perro, porque carecía de fe y su desesperación era demasiado liviana como para parir un dios. Hay momentos en la vida de la gente en los que lo único que importa es la luz, seguir la luz, conquistarla, robar un poco de luz para vivir en ella. El resto del tiempo puedes hacerte preguntas, creer en la belleza, en el amor, en el éxito, en la paz, en una misión mundana o en la satisfacción de ti mismo, y puedes esperar tu salvación o renegar de ella, trabajar o dormir, da lo mismo, pero cuando todo se cierra, cuando las ventanas se entornan para que veas el polvo amontonado encima de los muebles, lo único que importa es la luz, que esconde la realidad al iluminarla, y es gratuita, e inaccesible a la vez. Él había encontrado un trozo de luz y había acogido a una mujer en él, por eso no podía contestar a su otra mujer de aquel París tan oscuro, era inútil, penoso, así que recogió sus cosas, y a Melampo, y regresó a la isla. El resto de la película era muy triste, porque habían roto el sortilegio, y les esperaba una muerte cruel y absurda. Murieron de hambre y de sed, dentro de un viejo avión que estaba en la isla desde los tiempos de la guerra, y que no lograron hacer despegar. No intentaron llegar de otro modo a la costa, no se sabe qué pasó con la motora, podrían haber hecho señales, dibujar un SOS en el suelo, en fin, todas esas cosas que habrían pasado si la película fuera americana, pero no lo hicieron, se dejaron morir y eso tampoco lo entendió nadie, pero yo sí, porque habían roto el sortilegio y debían pagar por ello, los paraísos no son eternos, las islas son crueles, la luz es frágil, delgada, se agota pronto, los juegos más divertidos son siempre los más arriesgados, eso lo sabe cualquier niño pequeño, y que los hombres nacen, y luego se mueren, siempre es lo mismo… Nunca le conté a Benito esta historia, y sin embargo pensé en ella sin cesar mientras estuvimos juntos. Nos faltó la isla, a lo mejor lo único que pasó fue eso, que no vivíamos en una isla, y que yo soy imbécil y lo estropeé todo, todo… A veces sentía el collar de Melampo alrededor del cuello y otras veces me veía como una pobre mujer gorda a gatas encima de una cama. Él sentía terror cuando estaba a mi lado, yo le daba miedo, y seguramente también me compadecía a su manera, pero su compasión no era bastante, o su miedo era excesivo, o yo no supe comprender la proporción exacta entre ambas sensaciones, o a lo mejor ni siquiera él sabía lo que le pasaba, qué sé yo, quizás simplemente yo no le servía, no era lo bastante lista, o lo bastante guapa, o lo bastante útil para él, no lo sé, y no es que fuera ninguna maravilla, pero yo le quería de todas formas. Tengo treinta y cuatro años y no he hecho nada en mi vida, ni siquiera un hijo, que es lo que se dice siempre y parece tan fácil, sólo teatro malo y sin futuro, teatro de vanguardia que nadie va a ver jamás, obras pasadas de moda desde mucho antes de ser escritas, eso es todo. Soy una mala actriz, y mis muebles tienen una capa de polvo de cuatro dedos, y sin embargo digo que le quería, y es verdad, nunca podría elegir a alguien tan complicado como una simple solución, no sería rentable. Tal vez no le quise bastante, él no me dejaba y, sin embargo, pasaron cosas tan extrañas… Yo lo presentí, en el museo, el primer día, sentía que se estaba alterando por momentos, parecía que respirara a rachas, porque estaba nervioso, lo leía en sus ojos, en sus gestos cada vez más bruscos, me agarró del pelo y estaba haciendo mucho más que eso, y yo lo sentía, me daba cuenta de todo, y me gustaba aquello, cuando me cogió en brazos me encontré bien, estaba a gusto allí, con él, algo me hormigueaba por dentro pero no era una sensación desagradable, sino el reflejo de su propia inquietud, un temblor que podía presentir aunque no lo comprendiera, y notaba su respiración sobre mi nuca, el aire cada vez más caliente, y su corazón retumbaba sobre mi espalda, el eco de unos golpes cada vez más fuertes, y noté cómo se empalmaba, lo noté perfectamente, poco a poco, y no me moví, no quise moverme, y unos segundos después, sin embargo, me obligué a pensar y ahí metí la pata por primera vez, porque todavía no entiendo por qué me levanté y me puse a chillar como una imbécil, si a mí no me molestaba aquello, si yo estaba bien así, no sé, debí de pensar que quedaría muy mal si no reaccionaba, todo era tan raro, el sitio, la hora, la forma en que nos conocimos, mi confusión… Total, que lo de siempre, que no se fuera él a pensar que yo era un putón, que de eso nada, siempre lo mismo, qué horror, qué cansada estoy de casi todas las cosas que he aprendido. Y sin embargo llegué a casa como unas castañuelas, eso tampoco se lo conté nunca, pero es la verdad, que me puse a buscar un piso para mí sola inmediatamente porque de repente me sobraba todo, la casa, la gente, mis amigos, todo, porque la sospecha de que me había seguido hasta el Botánico, el brillo de sus ojos al escucharme, su pasión por Ulises, y hasta aquella absurda manera de empalmarse, habían conseguido que me quisiera a mí misma en una mañana más de lo que me había querido en toda mi vida, incluso después de haber hecho el ridículo tan terriblemente confundiendo el Casón del Buen Retiro con El Prado, que por fin me enteré, tarde, como de costumbre, pero me enteré. Creí que nunca más volvería a verle, todavía hoy no me lo explico, en una ciudad tan grande, que nos encontráramos tan poco tiempo después, qué casualidad, y las flores, esas flores que tiró a la papelera, y aquella vieja que sonreía a sus espaldas, que se despedía de él agitando en el aire un brazo que nunca podría ver, tenía pinta de loca, aquella vieja, no sé para quién serían las flores, nunca se lo pregunté, me sorprendió tanto encontrarle que desde entonces me dediqué exclusivamente a interpretar lo que veía como una colección de presagios buenos o malos, lo hago siempre, me fijo en los nombres de las calles, en los títulos de los libros que están en los escaparates, en el número de los autobuses, sumo las cifras de las matrículas de los coches buscando treses, que dan buena suerte, luego voy diciendo por ahí que no soy nada supersticiosa, pero me empeño en mimar al destino, que es casi peor que andar sorteando escaleras y gatos negros por todas partes, pero habíamos tenido tanta suerte… Lástima que en Madrid no haya cornejas, porque aquí en el pueblo es más fácil, la corneja a la izquierda, malo, la corneja a la derecha, bueno, me lo enseñó mi abuelo y no falla nunca, es un truco estupendo. El caso es que aquella tarde todo me salió bien, le tenía un poco de miedo a la calle Desengaño, que estaba muy cerca, pero ni la pisamos, bajamos por San Bernardo, que es nombre de santo sabio, y al pasar por la puerta de una cervecería escuché mi canción favorita, en el número de su casa había un tres, el nombre de su calle tenía doce letras, todo iba bien, por eso me decidí a pegarle un empujoncito a la suerte y me desnudé cuando él se fue a buscar una cerveza, que me gustaría saber por qué se me ocurre a mí hacer estas cosas, de verdad que me encantaría saberlo, si sé de sobra que no debo, que mi cuerpo no da de sí para tanto, que luego me siento como la mujer del dibujante, gorda y asquerosa, impotente, ridícula, pero debo de ser lenta, tan lenta de entendederas que necesito horas, días a veces, para analizar correctamente una situación cualquiera. Cuando me dijo que no, sentí que me moría, en serio, pocas veces en mi vida me he sentido tan pequeña porque pocas veces antes había creído tenerlo tan claro, por eso empecé a cantar, siempre canto cuando tengo miedo, cuando me duele algo, cuando me cuesta dormirme por las noches, canto bajito, para mí sola, las canciones que canta mi madre, que son las únicas que me sé, porque el inglés no lo entiendo y las letras de las canciones modernas no son bonitas, muy graciosas sí, y muy ingeniosas, y todo lo que se quiera, pero bastante feas, o por lo menos a mí no me gustan, no tanto desde luego como Tatuaje y todas ésas, historias de ojos profundos y rostros color de aceituna, y puñales, y ojeras, y dolor, y muerte, y arrepentimiento, canciones de mujeres-diosas y mujeres-perros, mujeres con piel de rosa, y hombres miserables y magníficos, amores grandes y mezquinos, fortuna y desgracia, la primera rácana, la segunda inmensa… El malo siempre es marqués, no conde, ni duque, ni príncipe, sino marqués, que debe rimar más fácil, y el bueno siempre es guapísimo y pobre, muy pobre, porque la vida es así en el fondo y, si no, da lo mismo, éstas son las canciones más bonitas y, si mienten, mejor, que buena falta nos hace, sobre todo a mí, sobre todo ahora. Ya no me acuerdo con cuál empecé, pero recuerdo perfectamente lo que estaba cantando cuando él se me echó encima, estaba a punto de llegar al estribillo, serrana, para un vestido yo te quiero regalar, yo te dije estás cumplido, no me tienes que dar ná, subiste al caballo, te fuiste de mí, y nunca una noche más bella de mayo he vuelto a vivir, cantaba aquello, Ojos verdes, que es buenísima para llorar, que hace siempre que se me salten las lágrimas, y pensaba cómo iba a salir de allí, de dónde sacaría las fuerzas precisas para levantarme, y vestirme, y llegar hasta la puerta, y entonces él se me echó encima, apenas tuve tiempo para reaccionar, apenas pude ver un destello en sus ojos, y los labios crispados, torcidos, oscuros, me daba miedo, porque a veces yo también sentía miedo de él, cuando no mentía, cuando sus hombros se relajaban y caían, cuando sus manos permanecían quietas, y su cara se ablandaba, y desaparecía el doble filo de su barbilla, entonces me daba miedo porque había dejado de temerme y yo ya no sabía qué papel representar, aquella vez fue la primera, a pesar de la violencia de su abrazo y de la brutalidad de su embestida, estaba desnudo y confuso, parecía querer destruir en mí algo que no era yo, algo que estaba más lejos, y luego, de repente, se abandonó por completo, encogido y sereno, como resignado a amarme. Nunca he disfrutado tanto estando en la cama con un tío, pero nunca tampoco he sufrido tanto, y no me refiero a esas absurdas amenazas de perverso malvado sádico que me largaba de vez en cuando, que no sé de dónde las sacaría, aunque le sentaban bien, estaba casi guapo con las piernas estiradas, los pies cruzados, sus brazos rígidos sobre los del sillón, y soltando sin parar todas aquellas chulerías, me gustaba oírle, eso es cierto, aunque no me creyera una palabra, él tampoco era capaz de creerse a sí mismo, representábamos una farsa templada, inocente, un juego infantil que se agotaba en sí mismo, supongo que a él le gustaba escucharse, convencerse de que controlaba absolutamente la situación, en realidad no era más que otra forma de defenderse de mí, y ambos lo sabíamos, estoy segura. No, yo no sufría entonces, sino después, cuando le notaba perderse sin querer, convertirse en un niño pequeño, una criatura satisfecha de la que abominaba cuando estaba despierto, sucumbir a un poder que yo no había creído poseer jamás, pero que lejos de liberarle le ataba más aún a sí mismo, al inmediato proceso de recuperación que con tanto trabajo emprendía apenas su cuerpo dejaba de temblar. Una vez me dijo que detestaba la espontaneidad porque era peligrosa, y es cierto, la detestaba, cuando podía jamás daba un paso sin calcularlo antes, pero a veces no podía, entonces me daba miedo y entonces, a pesar de todo, le quería más, y llegaba a tener alguna esperanza en aquella historia, la más inútil, la más vendida de todas, por eso me daba por pensar en voz alta, y decía cosas que no le gustaban, eso de que habíamos hecho el amor en lugar de follar, y frases por el estilo, que serán una cursilada, pero yo qué sé, a mí me parecía que tenía que decirlas, y después siempre era peor, para mí casi siempre es mejor quedarme callada, aunque luego, en cambio, le encantaban mis chifladuras, y la verdad es que no le entiendo, ni siquiera ahora, que tengo tanto tiempo para pensar, entiendo qué le pasaba a ese tío. Claro que ya da lo mismo, ya no hay nada que hacer, así que… El último día, cuando me desperté y le vi desnudo, sentado al lado de la ventana, haciéndose heriditas en el brazo con un cuchillo de la cocina, supe que todo se había terminado, no sé por qué, pero lo supe, mucho antes de ver la nota pegada en el espejo del baño. En aquel momento sí que me asusté, me dio terror verle allí, con los ojos clavados en mi estómago, por eso fingí que seguía durmiendo, hice como que me movía y me quedé quieta, boca arriba, procurando que mi respiración sonara honda, como en el sueño. Desde que me contó cómo se había tropezado con su madre en la Casa de Campo, tenía la sensación de que desconfiaba por sistema de todas las mujeres, pero entonces, medio dormida, llegué más lejos, entonces me dio por temer que a lo peor, incluso le daba por vengarse de vez en cuando, y aquel día yo era la tía que tenía más a mano, desde luego. Lo pasé muy mal durante un rato, recordando todas sus rarezas, esforzándome por convencerme a mí misma de que podía tratarse de un psicópata, qué horror, qué miedo, pero luego él se levantó, y salió de la habitación, escuché correr el agua en el cuarto de baño y luego el pitido de una cafetera, y me tranquilicé por fin, tan profundamente que volví a dormirme. Sabía que lo nuestro se había terminado, por eso me lo llevé todo, otras veces había dejado allí, como sin querer, un par de pendientes, o un pañuelo, él debía de darse cuenta aunque nunca me dijo nada, parecían simples descuidos pero eran olvidos deliberados, relacionados con mi manía de cuidar al destino, tengo la sensación de que dejar algo en alguna parte es como sembrar una semilla que antes o después hay que volver a recoger, y sin embargo aquella mañana ya no tenía sentido hacer algo así, de modo que recopilé todas mis pertenencias y me fui, le dejé su albornoz solamente, de recuerdo, no sé qué habrá hecho con él… Cuando salí a la calle me sentí mejor, ya se me había pasado el susto, pero hasta entonces me notaba un poco inquieta todavía, y es una estupidez, porque él jamás habría podido matarme, ni aunque quisiera, no valía para eso, para fingir durante cuatro días una bronquitis imaginaria sí, y para amenazar con palabras terribles también, pero no para matar, ni a mí ni a nadie, ni siquiera a él mismo, era demasiado cobarde, y yo no digo que eso sea malo, pero tampoco me parece bueno. A veces pienso que no era más que un pobre hombre, aunque a lo mejor, simplemente, nos faltó la isla, una isla pequeña que se pudiera recorrer dando un paseo, un trozo de luz donde yo quizás habría podido llamarme Viernes…
El suelo de tarima crujió, cediendo al peso de un cuerpo que se movía lentamente, pasos sigilosos que fracasaron en su ambición de pasar inadvertidos. Ella volvió la cabeza hacia la puerta, sobre la que resonaba el eco nervioso de unos nudillos. La voz llegó nítidamente desde el otro lado de la frágil frontera de madera.
—Manoli, hija… ¿Estás bien?
—Sí, mamá. No te preocupes.
—¿Está papá ahí, contigo?
—No, no está aquí.
—Entonces… ¿con quién hablas, hija?
—Con nadie, mamá. Estoy hablando sola.