Jamás llegó a cumplir una sola de sus amenazas, ella se comportaba como si hubiera sabido desde el principio que siempre sería así y ninguno de los dos quiso volver sobre ese tema.

Empezaron a verse todos los días, Manuela le dejaba solo por las mañanas y se empeñaba en hacer la cena todas las noches y a pesar de todo, algunas veces se movía por la casa de puntillas, como si le tuviera miedo. Él llegó a convencerse de que todo en ella excepto su pureza, esa manera animal de resumirse entera en su propio sexo, se correspondía con exactitud a los transparentes signos externos que había detectado sin dificultad ya en su primera conversación, y de que lo demás, la violenta atracción que ejercía sobre él, su forma de comer helados, su insólita capacidad para olfatear las cucarachas, la eficacia de su canto, el calor de su pelo, el sabor del mismo licor de café que Plácida sabía hacer con aguardiente y café recién hecho, y azúcar, y cáscara de limón, y canela en rama, la receta perdida en el tiempo y reinventada por ella en poco más de un cuarto de hora, no escapaba a la naturaleza de las casualidades.

Pero una tarde, cuando apenas acababa de llegar y tirada en el sofá leía el periódico que, según su propia confesión, nunca compraba, aunque tampoco nunca podía resistir la tentación de ojear cuando se daba de bruces con él, el cielo se cubrió de repente. Las nubes trajeron consigo una noche prematura y el eléctrico estallido que precede las tormentas de verano, aunque ya había vencido la mitad de octubre. Ella se puso de pie de un salto y se acercó al balcón. Las gotas comenzaron a golpear sonoramente el cristal, y él se dio cuenta de la violencia del chaparrón porque desde el sillón donde estaba sentado, lejos del balcón, podía distinguir la lluvia como una cortina espesa, casi opaca, que enturbiaba el paisaje. Ella se volvió hacia él con una sonrisa y le habló con acento excitado, casi gritando.

—¿De quién es el huerto de enfrente?

—De las monjas del convento.

—¿Y dejan entrar a la gente?

—No lo sé, supongo que no.

—¿No lo has intentado nunca?

—No. ¿Por qué? ¿Piensas bajar?

—Sí. ¿Te vienes conmigo?

—¡Pero si está diluviando!

—Pues por eso…

Siguió acribillándola a preguntas, pero ella no contestó a ninguna, sólo le sonrió, murmuró algo parecido a ya verás, ya verás, hablando más para sí misma que para su supuesto interlocutor, se quitó la chaqueta, decisión que éste encontró particularmente estúpida, y abandonó la casa dando un portazo. Estaba ya cruzando la calle cuando él se decidió a salir al balcón para espiarla. La vio llegar hasta el portillo de madera abierto en un muro de ladrillo que siempre había supuesto infranqueable, y empujar con el hombro infructuosamente al principio, luego cada vez más fuerte, hasta que la hoja de madera, hinchada por la humedad y por los años, cedió un poco, dejando libre una abertura rácana pero suficiente. Una pareja de transeúntes se detuvo entonces a contemplar la escena, y Benito, a sus espaldas, imaginó perfectamente la perplejidad dibujada en sus rostros, porque él mismo no se sentía menos perplejo mientras la veía descalzarse y ponerse de perfil para atravesar más fácilmente el estrecho hueco que franqueaba el paso hacia el huerto. Cuando lo consiguió los paseantes siguieron su camino y sólo él la miró ya.

Manuela caminaba, esforzándose por hundir los pies en la tierra de los angostos senderos que delimitaban las parcelas sembradas, sin rozar jamás siquiera el borde de los surcos labrados, caminaba y sonreía, con los zapatos en la mano y toda el agua del mundo cayéndole encima, y no hacía nada más, sólo pasear, avanzando metódicamente un pie sólo después de haber posado el talón del otro sobre el suelo, moviéndose con la enfermiza precisión de una lunática, dejándose empapar por la lluvia, que había calado ya en su blusa, pegando la tela blanca a su cuerpo como una segunda piel que ella rechazaba de vez en cuando, pellizcando un trocito de tela con los dedos y tirando de él enérgicamente hacia fuera para que todo su cuerpo se llenara de fantasmagóricas bolsas de aire bajo el tejido translúcido, y el agua se volvía aceite sobre su pelo, ahora liso y uniforme, negro y brillante, pesado, y un diminuto riachuelo transparente se precipitaba en el vacío desde la punta de su nariz sin que ella hiciera nada por impedirlo, por evitar una sensación seguramente molesta, él contemplaba todo esto y ya no intentaba comprender lo que veía, porque estaba seguro de haber vivido una situación semejante alguna vez, le habían contado algo parecido, ya no se acordaba, pero él sabía de alguien que tenía la misma manía, entonces, absorto en el esfuerzo de recordar, dio un par de pasos hacia delante y se hizo visible para ella, que le saludó agitando el brazo, de su manga se desprendieron centenares de gotas diminutas que regaron el aire como el hisopo de un obispo, y este movimiento debió de llamar al fin la atención del jardinero porque, cuando ella le chillaba algo, gesticulando mucho con las manos, le vio salir del cobertizo, vestido con su viejo mono azul, protegiéndose con un gigantesco paraguas negro, ella movía la muñeca en el aire con los dedos casi cerrados, y él llegó a comprender que le estaba pidiendo que abriera el grifo de la bañera, entonces el viejo la increpó desde lejos, señalando la puerta con el índice, y ella le respondió con un chillido, les dejó discutiendo y se marchó al baño, giró el grifo del agua caliente hasta el tope y lamentó la antigüedad de sus instalaciones sanitarias, porque ella debía de estar a punto de regresar y la bañera tardaría aún cerca de media hora en rebosar de agua humeante, antes de salir cogió instintivamente una toalla para secarle el pelo, pero aunque esperaba encontrarla casi en el descansillo, cuando regresó al balcón ella paseaba todavía por el huerto, ahora en la compañía del viejo jardinero quien, sin renunciar al paraguas, caminaba a su lado, charlando apaciblemente.

La contempló todavía un largo rato, maravillado por su incomprensible éxito, el raro privilegio obtenido en un par de minutos del antipático anciano al que él mismo jamás se hubiera dirigido directamente, la miraba mientras ella hablaba, moviendo mucho las manos, gesticulando con todo el cuerpo como si estuviera contando una vieja historia, fascinado aún por el peso del agua en su pelo, en sus ropas, el signo de la lluvia ahora fina, casi invisible, pero todavía brillante como el aceite, que hacía de ella mucho más que una mujer hermosa. Luego, cuando habían transcurrido cerca de veinticinco minutos, recordó la bañera, el grifo a tope, y salió de nuevo al exterior para llamarla. Ella no se resistió ni un segundo a su llamada. Se despidió del jardinero con un gesto cortés, aun estrechando muy calurosamente su mano, y corrió hacia el portillo. Se escurrió habilidosamente por el estrecho hueco despreciando las recomendaciones del viejo que cojeaba tras ella, rogándole que esperara a que él abriera la puerta del todo, y, embutiendo los pies en sus zapatos empapados, cruzó la calle corriendo en dirección al portal.

Él la esperaba en el descansillo, con la toalla en las manos.

—¡Estás como una cabra! —le dijo riendo apenas la tuvo delante, leyendo un entusiasmo feroz en su cara mientras envolvía su melena empapada en la felpa blanca.

—¿Ahora te das cuenta? —contestó ella, devolviéndole la sonrisa, mientras sus brazos empezaban a temblar, presagiando un movimiento que pronto se extendería a todo su cuerpo.

—¡Pero si estás tiritando! Vamos, entra, que te vas a coger lo que no tienes… Lo único que me faltaba ya es tener que cuidarte yo a ti.

—¿Has soltado el agua?

—Sí, la bañera debe estar a punto de desbordarse.

—¿De agua hirviendo?

—Sí.

—Pero… ¿hirviendo, hirviendo de verdad?

—Que sí… Anda, corre, loca, que estás loca…

Ella fue dejando tras de sí un débil reguero húmedo sobre el suelo del pasillo. Una vez en el baño, comenzó a desnudarse con dificultad, librando una larga batalla con la tela mojada de sus pantalones, que se negaba a resbalar a lo largo de sus piernas. Él se acercó para ayudarla, ocupándose de desabotonar su blusa, progresivamente alarmado por sus espasmos, cada vez más frecuentes e intensos.

—Pero no te preocupes, hombre… —le increpó ella desde el suelo, donde se había sentado para poder estirar con más fuerza de la punta de sus calcetines de hilo, más reticentes aún que los vaqueros—. Si no me voy a coger una pulmonía, en serio… Lo hago siempre que puedo, desde pequeña, y nunca me pasa nada.

Consiguió liberar por fin todo su cuerpo de la tela y se acercó a la bañera. Metió primero la punta de un dedo y dejó escapar un par de gritos de placer, huy, huy, antes de meter con precaución el resto del pie en el agua y quedarse quieta un momento, con una pierna dentro y otra fuera. Entonces pareció caer en la cuenta de algo, un factor capaz de transformar su sonrisa en un gesto de fastidio.

—¿A qué no tienes sales de baño?

—No.

—¿Y aceite…, o algo así? ¿Tampoco, no?

—Tampoco.

Se introdujo por fin en la bañera y comenzó a descender muy despacio en el agua humeante. Él se sentó en una esquina y se atrevió a interpretar los acontecimientos según la única explicación razonable que había sido capaz de encontrar.

—Te parecerá bonito, ir dándotelas de ecologista después de hacer esas crueldades con las pobres cucarachas…

Ella se volvió para mirarle, perpleja.

—¿Y quién te ha dicho a ti que yo voy de ecologista? Yo, como mucho, voy de rural, y porque no me queda más remedio, que si no…

—Entonces ¿por qué lo has hecho? Yo creía que te habías bajado a la calle para pisar la tierra, para sentir la lluvia, yo que sé, convivir con la Naturaleza, y esas cosas…

—¡Pues claro! Un poco por eso, sí, pero eso no es ser ecologista, eso es ser rural, ya te lo he dicho. En las ciudades la lluvia no es importante, porque no crece nada cuando llueve. Y además es un coñazo, las aceras se ponen resbalosas, la basura se ve más, los coches salpican a la gente y todo eso… Sin embargo, en el pueblo, cuando yo era pequeña, la lluvia era, más que nada, una novedad. La verdad es que nos aburríamos bastante, sobre todo en invierno. No había cine, ni televisiones en la mayoría de las casas, no nos dejaban acercarnos al río porque venía muy crecido y los mayores decían que era peligroso, y hacía frío, siempre, tanto frío que en la escuela había mañanas que ni siquiera salíamos al patio a hacer el recreo, nos llevaban a una clase grande, y luego nos pasábamos toda la tarde encerrados… Lo que más rabia me daba era que se hiciera de noche tan pronto, a veces hasta a la hora de merendar, porque la noche es mucho más oscura en los pueblos ¿sabes?, por lo menos en los pequeños, como el mío, donde el dueño del ultramarinos cerraba cuando ya había vendido todas las barras de pan que tenía encargadas porque sabía que ya no tendría más clientes, y no había farolas en las calles, ahora ya las han puesto, pero antes sólo se veían las luces de la comarcal, que eran amarillas. ¿Te has fijado alguna vez en lo tristes que son las luces amarillas? Era espantoso, ahora, a veces, lo echo de menos, sobre todo cuando estoy deprimida, porque deprimirse aquí es horrible, es que no puedes estar mal a gusto, allí en cambio era muy fácil, te daban ganas de llorar sólo con ver las luces amarillas de la comarcal, y las calles vacías, y el cielo negro, pero negro como la pez, negro negrísimo, y no sé por qué, porque todas las casas tenían timbres, pero la gente estaba acostumbrada a dar unos golpecitos en el cristal de la ventana para anunciarse, y eso también me ha parecido siempre muy triste, ya ves tú qué estupidez, el ruido de los nudillos sobre el cristal sonaba mezquino, como si la persona que llegaba estuviera avergonzada de venir de visita y por eso evitara tocar el timbre, que es todo lo contrario, un sonido agudo, fuerte, alegre… Total, que me aburría mucho, en verano era distinto, estábamos todo el día en la calle, llegaban algunos veraneantes, hacíamos pandilla y nos bañábamos en el río, que venía manso, y a veces hasta me dejaban montarme en el trillo cuando segaban ¿sabes?, íbamos de paseo por los campos con el trillo y la muía, y las espigas nos hacían cosquillas en la planta de los pies, pero el buen tiempo siempre terminaba pronto, y llegaba el invierno y todo se quedaba quieto, como muerto, menos cuando llovía fuerte, una buena tormenta como la de hoy. Entonces hacía lo mismo que he hecho ahora, convencía a mi madre de que me dejara salir a la calle porque la lluvia templa el aire, cuando llueve nunca hace mucho frío, y ella siempre me abrigaba muy bien, me ponía un gorro de plástico, un impermeable y unas katiuskas, para que pudiera pisar los charcos, y se asomaba a la ventana a mirarme, pero cuando se cansaba, yo siempre me desnudaba, como hoy, y dejaba que la lluvia me cayera encima, me gustaba mover la cabeza y ver cómo el agua salía despedida en todas las direcciones, me gustaba estar allí, completamente sola en medio de la calle, imaginando cosas, que era una santa que sufría el martirio, o una princesa a la que su madrastra había echado del palacio, hacía mucho el tonto yo sola, la verdad, y luego salía mi madre, y me daba un par de bofetadas, y me metía en casa a capones, y llenaba la bañera, como tú hoy, y eso era lo que más me gustaba, porque normalmente nos bañaba de dos en dos, y con la bañera medio vacía, para no gastar, pero cuando llovía fuerte y me ponía perdida, me metía yo sola en una bañera llena hasta arriba, y no te puedes imaginar lo maravillosa que es la sensación de estar tiritando de frío y sumergirte luego, de pronto, en el agua caliente, es estupendo, a mí me encanta. Mi padre siempre dice que ésta manía mía es como el chiste ése, mira, para que te jodas, me voy a dar un martillazo en los cojones, o sea, que es de gilipollas pasarlo mal primero para pasarlo bien después ¿comprendes?, eso dice él, pero la verdad es que a mí, aunque nadie se lo crea, la lluvia no me molesta, todo lo contrario, disfruto estando sola, clavando los pies en el suelo mojado, empapándome el pelo hasta la raíz, en serio, ahora que si quieres que te diga la verdad, lo que me más me gusta, la explicación auténtica de esta rareza mía, es lo bien que se está luego en la bañera… Y eso no es ser ecologista ¿o sí?

Él negó con la cabeza, riendo.

—No. Eso es solamente estar como un cencerro.

—Pero eso no es necesariamente malo.

—No, desde luego que no. A veces, incluso, es bueno.

—Lo ves…

Se sumergió entera en el agua, sus rodillas gemelas rompiendo la monotonía de la superficie transparente, y se dedicó un buen rato a jugar con la boca abierta, produciendo un chorro regular de pequeñas burbujas que se deshacían suavemente al contacto con el aire. Él sintió una envidia inmensa. Metió un dedo en el agua. Todavía estaba caliente. Ella le vio y se incorporó bruscamente, salpicándole.

—¿Te quieres meter conmigo?

—No sé… No creo que quepamos.

—Claro que sí, bobo. Ven, que te dejo sitio, pero desnúdate rápido porque si no me voy a quedar helada.

Se recostó en la pared cerámica apretando las piernas contra el pecho. Benito se reunió con ella muy pronto, y tras algunos ensayos fallidos, consiguieron por fin acoplarse con cierta comodidad, él con las piernas estiradas y apretadas contra sus caderas, ella, las rodillas ligeramente dobladas, conteniendo la cintura masculina entre los pies, y sonriendo.

—¿A ti no te bañaban con tus hermanos cuando eras pequeño?

—Sí, pero no me gustaba.

—¡A mí tampoco! Pero ahora está bien…

—¿Qué te gustaba hacer cuando eras pequeña?

Ella le miró como si no hubiera entendido muy bien la pregunta.

—Pues… ¿qué me iba a gustar? Jugar. ¿A ti no?

—Sí, pero también me gustaba subir con mi madre a la azotea a tender la ropa, sobre todo cuando hacía bueno, y se veían todos los tejados desde allí arriba.

—¡Ah! Te refieres a eso, a juegos que no sean las muñecas y el escondite ¿no? —él asintió moviendo la cabeza. No tenía ganas de hablar, y sí en cambio de seguir escuchándola a ella, que sabía contar historias con una voz tan sedante, sin interrumpirse nunca, ni perder el hilo—. Pues verás, te va a parecer otra tontería, pero mi juego favorito, cuando yo era pequeña, también era de jugar sola, y bastante raro, y también tenía que ver con el agua… Todas las tardes, mi padre solía regar la arena del patio, que no sé por qué le llamaban patio, porque era un jardín, sólo que sin césped, todo de tierra, bueno, pues entonces, como una media hora después, yo cogía un palo muy largo y bastante afilado que tenía guardado en el armario de mi cuarto y lo arrastraba por el suelo para trazar con él tres rayas muy profundas. Las dos más largas terminaban en la tapia del jardín, así que lo que quedaba era un rectángulo muy grande, que era mi casa, porque yo jugaba así a las casitas ¿sabes? Luego, cuando ya tenía lo que se podrían llamar los muros exteriores, me dedicaba a hacer los tabiques, es decir, que pintaba otras rayas más delgadas que delimitaban las habitaciones. Siempre hacía un cuarto de estar, un dormitorio grande para mí, dos más pequeños para mis muñecas, que hacían de hijas, claro, una cocina y un baño. Y no te puedes imaginar lo puñetera que podía llegar a ser, porque luego pintaba las puertas, los muebles, el retrete y todo lo demás, absolutamente todo, hasta un porche y un jardín, y siempre hecho a la medida, o sea, que yo tenía que poder tumbarme verdaderamente en el rectángulo que hacía de cama, y si no, no valía, y así me pasaba horas y horas, haciéndome una casa nueva todas las tardes… Me divertía muchísimo. Mis hermanos decían que estaba loca porque, como era tan perfeccionista, la verdad es que casi no me daba tiempo a jugar, se me iba la tarde entera en ponerle cortinas a las ventanas, y en hacer una placa de cocina con cuatro fuegos y cuatro botones, y en llenar de vestidos los armarios de las niñas. Nadie veía allí nada de eso, claro, porque ya te puedes imaginar, arrastrando un palo por la tierra no se pueden hacer muchas fiorituras, así que yo pintaba unas rayas, y unos círculos, y las figuras que se me ocurrían, y cuando terminaba, cogía a mi madre de la mano y se lo iba enseñando todo, y ella no entendía nada, pobre mujer, yo le iba diciendo, ésta es la tele ¿ves?, porque en casa de mis padres no había televisión pero en la mía había siempre una enorme, y esto es el sillón, y ella me contestaba, pero si los dos cuadrados son iguales, ¿cómo sabes lo que es cada cosa?, y yo no sabía cómo explicárselo, pero lo sabía, lo sabía siempre y lo veía todo, los platos y los vasos, las flores en el florero y hasta el buzón para las cartas, todo…

—¿Y cómo jugabas luego?

—Ah, pues utilizando las instalaciones —soltó una carcajada y le miró un instante antes de continuar—. Sacaba las muñecas al jardín y las tumbaba cada una en su cama, y yo me tumbaba en la mía, porque el juego siempre empezaba un poco antes de la hora de levantarse. Así que yo cerraba los ojos y me tiraba un par de minutos sin hacer nada, como una muerta, fíjate lo chota que podía estar, y luego yo misma hacía de despertador, y chillaba, rin rin rin. Entonces me estiraba un poco y bostezaba, y decidía donde estaba mi marido, que andaba siempre de viaje, y lo decía en voz alta, Pepe, porque no sé por qué pero siempre se llamaba Pepe, está en África, por ejemplo, y entonces me iba a la cocina a preparar el desayuno. Para abrir la puerta borraba la raya con la punta del pie antes de atravesarla, y luego, una vez en el pasillo, volvía a cerrarla con el palo, imagínate…

—Y te ibas a despertar a las niñas.

—Justo. Y no querían levantarse, y yo les chillaba, las trincaba por un brazo y les pegaba en el culo, muy fuerte, siempre me ha encantado pegar a las muñecas, era como una venganza, una maldad muy agradable, porque no daba remordimientos, pero al final las cogía en brazos y nos íbamos a la cocina, nos sentábamos cada una en una silla, que era unos semicírculos alrededor de un redondel que hacía de mesa camilla, y yo pintaba unas tazas y unas tostadas encima, y hacía como que las cogía y me las comía. Luego recogía la cocina y me iba con las niñas al baño. Las lavaba, las peinaba, las vestía, y las colocaba en una sillita de juguete que era lo único que existía de verdad, me la trajeron los Reyes cuando tenía cinco o seis años. Generalmente íbamos a la compra, yo recorría todo el jardín, parándome de vez en cuando a chillar a las vendedoras, protestando porque el pescado estaba carísimo y las cebollas venían todas heladas, y, cuando estaba en plena discusión con el carnicero, que era un haya enorme que había en una esquina, mi madre solía llamarme para la cena. La casa seguía allí hasta el día siguiente, cuando mi padre regaba el jardín. Luego, yo me hacía otra, todas las tardes lo mismo…

—O sea, que te has pasado la vida hablando sola.

—Sí. Y hablo mucho sola todavía. ¿Tú no?

—No. Nunca.

—Es extraño. La gente que pasa mucho tiempo sola suele hacerlo…

Se recostó todo lo que se lo permitía el exiguo espacio que ocupaba en la bañera compartida para sumergir los hombros en el agua con un escalofrío. Cerró los ojos y él movió un pie para posar un instante el pulgar sobre cada uno de sus párpados, siguiendo luego el perfil de su rostro con esa piel inexperta y dura, que apenas le consentía conocer lo que tocaba. Manuela gruñó como si tal contacto no le gustara, pero él mantuvo firme el pie contra su rostro durante algún tiempo. Apenas había cesado cuando ella aferró los bordes de la bañera con las dos manos para incorporarse y luego, cambiando bruscamente de dirección, desplomarse sobre él, cubriendo completamente su cuerpo. Él besó sin pensarlo la boca que repentinamente pendía sobre la suya y alargó los brazos para estrechar la cintura de la mujer que le apretaba contra el fondo, como si algún terrible peligro la acechara fuera del agua. Cuando se separaron, ella sonreía, algunos días no dejaba nunca de sonreír.

—¿Tú crees que nos lo podríamos hacer aquí, en la bañera?

Él, absolutamente desprevenido ante una pregunta semejante, soltó una carcajada antes de contestar.

—No.

—¿Seguro?

—Sí.

—Pues en las películas lo hacen…

—Porque las bañeras que salen en las películas son enormes y están trucadas. Además, los actores van al gimnasio todos los días, no hay más que verles.

—Ya… Es una lástima.

Le besó de nuevo y él llegó a temer que sus palabras no hubieran bastado para hacerla desistir de su descabellado proyecto inicial, pero ella terminó por aceptar su veredicto, e incorporándose siempre con trabajo, salió de la bañera tan lentamente como había entrado.

—¿Tienes un albornoz?

—No.

—¿Y toallas más grandes?

—Tampoco.

Con un gesto de resignación idéntico al provocado por la nostalgia de las sales de baño, se envolvió en una toalla blanca que apenas llegaba a cubrirle las caderas y se enrolló otra alrededor de la cabeza, como un turbante. Luego se sentó en el taburete encendió un cigarro y le miró.

Él, la piel casi anestesiada por la tibieza del agua, entornó los ojos para devolverle sólo a medias la mirada, absorto ya en el recuerdo que le había sacudido como un golpe, una imagen nítida y exacta, la silueta de un niño que se balanceaba y gritaba, riendo debajo de la lluvia, la criatura de apariencia imbécil cuyos ojos sin embargo brillaban, como brillaban sus dientes en la boca abierta por el aullido, un ser incomprensible, un misterio, pero un misterio vulgar, como ella, que ahora se había puesto de pie, y con el cepillo en la mano, frente al espejo, descubría su cabeza arrojando a una esquina la toalla blanca, que cayó al suelo produciendo un pesado chapoteo. Después desplazó el taburete hasta que pudo verse a sí misma perfectamente centrada, y a través del espejo le miró de nuevo.

—¿Quieres peinarme tú?

Mientras salía de la bañera y se secaba deprisa para no hacerla esperar, sintió la tentación de preguntar, de intentar averiguar por qué le había hecho semejante ofrecimiento, pero imaginó que ella le contestaría que lo había visto en alguna película, de modo que no dijo nada. Se vistió a toda prisa, tomó el cepillo y comenzó a peinarla muy despacio. Ella, la cabeza erguida, recta, tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, como los niños salvajes cuando están contentos. Él se concentró entonces en la frontera de la frente, pasando el cepillo muy suavemente por el nacimiento de sus cabellos, abarcando de una vez la piel y el pelo con las blandas púas redondeadas hasta que consiguió hacerla gruñir. Luego, cuando la saturación de la caricia había anulado ya la sensibilidad de aquella zona, ella abrió los ojos y los labios en una sonrisa por fin consciente.

—Me estoy leyendo el Quijote.

—¿Y te gusta?

—Sí, mucho, pero no debo de estar enterándome muy bien, porque no paro de reírme…

Durante unos días se empeñó en llamarla Víctor, pero terminó por renunciar a un juego que ella no quiso entender en ningún momento, ni siquiera llevo bien que me llames Manuela, le dijo, y él no insistió, aunque sabía que había conseguido fascinarla con aquella historia, pero si ya me la sé, protestó al principio, apenas le vio aparecer con el libro en la mano, es lo de Tarzán y todo eso, no, respondió él firmemente, siéntate y escucha, es la historia de un niño de verdad que se crió solo, salvaje, en los bosques de Aveyron, en Francia, allí le encontraron en 1799, nunca supieron quiénes eran sus padres, ni cuántos años tenía, y creyeron que era sordomudo porque, por supuesto, no sabía hablar, en este punto ella le interrumpió por primera vez, pues Tarzán sí que hablaba, claro, contestó él, porque Tarzán no existió nunca, es una película, y antes fue novela, con la historia de este crío también hicieron una película, una película preciosa, pero esto pasó de verdad, ella recibió la noticia con un resoplido de cansancio, bueno, pero ¿éste era sordomudo?, no, ¿entonces por qué no hablaba?, pues porque los niños aprenden a hablar por un mecanismo de repetición, repiten lo que escuchan, y éste se crió completamente solo en un bosque, no había oído hablar a nadie hasta que le capturaron, y entonces tendría ya ocho o nueve años como mínimo, y que además sería un poco tonto, apostilló ella de todas formas, no, no era tonto, insistió él, porque aprendió a leer y a escribir sin saber hablar y se comunicaba así con los demás, este último punto pareció convencerla y se quedó callada, mirándole, y le crecieron los ojos, él sentía que le crecían cuando algo llamaba su atención, y le contó la maravillosa historia del niño salvaje como si fuera un cuento de hadas, racionándole la emoción, haciéndola subir y bajar en su garganta al compás de la violencia de las exclamaciones que sus palabras provocaban, permitiendo que ella puntuara su relato con insultos y alabanzas, suspiros y admiraciones siempre rabiosos, extremos, sinceros, envidiando su pasión, y su capacidad para resumir el mundo en dos, tres ideas simples e inagotables que a pesar de su pobre número podían combinarse infinitamente entre sí para explicarlo todo, ella no necesitaba más y él envidiaba esto también, pero no podía seguirla, adoptar su imagen de la realidad, que era pura y tal vez verdadera, pero inasequible para él de todas formas, y la escuchaba mientras recapitulaba en voz alta, contándose a sí misma la historia que había escuchado de él, casi la misma historia, interrogándole con los ojos para confirmar o desmentir su interpretación, como si se esforzara por grabar ésta para siempre en su memoria, entonces él la interrumpió de repente en medio de un largo razonamiento y le preguntó si creía en Dios, ella no contestó y siguió enumerando las posibles causas de la abnegación del doctor Itard, que era joven, capaz y brillante pero que sin embargo se había pasado casi toda la vida encerrado en una casa de campo para no lograr que Víctor aprendiera a pronunciar claramente siquiera su propio nombre, él no quiso escucharla y preguntó de nuevo, ¿crees en Dios?, obtuvo al fin una negativa tajante, arrogante, seca, y se compadeció de ella, de su vergüenza, porque no aguantaba el tirón y probablemente ya le amaba demasiado, más de lo que se amaba a sí misma, porque se esforzaba en mirarse a través de sus ojos desgastados y no le gustaba su reflejo, y por eso a él, que se amaba tan profundamente, tampoco le gustó en aquel instante lo que de sí mismo había en, la mirada desafiante de aquella mujer, y se lo preguntó otra vez, con voz serena, dime la verdad, ¿crees en Dios?, estaba dispuesto a repetir la pregunta durante horas, días, semanas enteras, pero no fue preciso, porque ella bajó la vista y le dijo que bueno, que de alguna manera sí, que no sabía, pero que sí, que suponía que sí, y volvió a mirarle sólo después de un buen rato, y lo estaba pasando mal, él se dio cuenta, y por eso le desveló al fin el sentido de toda aquella historia y de su afán por llamarla Víctor, ¿a que no adivinas lo que le gustaba, las tres únicas cosas que eran capaces de ponerle de buen humor?, ella negó con la cabeza, él posó un instante la yema de su dedo índice derecho sobre la punta de su meñique izquierdo para tocar luego el anular y el corazón al tiempo que enumeraba lentamente, beber leche, pasear por el campo cuando estallaba una buena tormenta, y bañarse en agua caliente, tal revelación consiguió hacerla sonreír de nuevo, y él se alegró por ello, aunque el último matiz de su recuperación consistiera en aquella pregunta intolerable, pero bueno, ¿en qué quedamos, soy una esclava o un niño salvaje…?, él tampoco lo sabía ni quería averiguarlo, por eso evitó reconocerse en un simple veredicto, de acuerdo, dijo, te llamaré Viernes, que es un poco como las dos cosas a la vez…

Al principio creyó que el bote de lata con la etiqueta azul y blanca era solamente un motivo de distracción, una treta para alejar su atención del auténtico contenido de la bolsa de papel con la que ella había aparecido aquella tarde, despertándole de la siesta un par de horas antes de lo previsto.

—¿Qué es eso? —preguntó entre bostezos nada más verla, sin llegar siquiera a saludarla, limitándose a dejarse besar en las mejillas.

—Dos albornoces… y un bote de leche condensada.

Necesitó un par de segundos para entender cabalmente aquel breve mensaje. Luego se dio la vuelta y se alejó sin decir nada, aparentando una furia que no llegaba a sentir, tal vez porque aún estaba demasiado dormido. Ella correteó tras él, y colgándose de uno de sus brazos, le obligó a volverse.

—Pero ¿qué pasa?

—¿Para qué has comprado dos albornoces?

—Pues para que estén aquí la próxima vez que llueva.

—¿Y qué te hace suponer que tú vas a estar aquí la próxima vez que llueva?

Ella le miró con extrañeza.

—Pues… que estamos en octubre. En esta época del año llueve bastante.

Sonrió contra su voluntad, imprevistamente derrotado. A veces llegaba a pensar que jamás podría con ella.

—Y ¿para qué es la leche condensada?

—Bueno, ya sabes, se supone que la gente se la come.

—¿Vas a hacer una tarta?

—No. Y lo que se hace con leche condensada son flanes, no tartas.

—Ya… No lo sabía.

Ella se desplazó hacia delante, los codos sobre las rodillas, la cara entre las manos.

—La verdad es que pensaba comérmela.

—¿Cómo?

—Tal cual. A cucharadas.

—¿A cucharadas? ¿Un bote entero?

—Sí, lo hago de vez en cuando, es una de las cosas que más me gustan en este mundo, pero casi nunca me atrevo, por lo de engordar, y eso. Lo que pasa es que hoy estaba contenta, no sé por qué, muy contenta, y he pasado por una tienda y, bueno, me lo he comprado. El caso es que ahora no sé si atreverme, porque te va a parecer muy ridículo ¿no?, quiero decir, comerse un bote entero a cucharadas, no es muy normal ¿verdad?

En la mirada de un condenado a muerte no se podría hallar una petición de clemencia más pura que la que asomaba a sus ojos. Él se sintió generoso y, levantándose, se plantó delante de la silla y le tendió una mano. Ella la miró un instante como si le costara decidirse, pero acabó aceptando la muda invitación de aquel gesto, y asió la mano con la suya, y se levantó, y se dejó llevar, mordiéndose el labio inferior sin llegar a reprimir del todo una risita nerviosa. Él la guió en silencio por el pasillo y, al llegar a la cocina, apartó una silla para indicarle que se sentara, abrió un cajón para extraer un abrelatas que colocó sobre la tapa, e impulsó después el recipiente circular a través de la mesa como se empuja una caña de cerveza sobre la barra de un bar.

—El explorador español… Ya casi no se ven, pero siempre han sido los mejores.

Él, sentado justo enfrente de ella, asintió, y sonrió de nuevo al registrar su entusiasmo por el simple mecanismo de una débil chapa metálica, mientras pensaba que era él quien debería estar abriendo el bote, él quien debería levantar la tapa, y coger una cuchara, y mal alimentarla con ese placer superfluo, para representar en todos los matices el papel que había escogido. Pensó que debería darle de comer y alargó un brazo, pero lo retiró enseguida, porque le daba mucha vergüenza, y en definitiva no era necesario, ella ya había hundido la cuchara en el interior del recipiente de lata y la extraía ahora muy despacio, mirando fijamente la espesa crema blanca que la embadurnaba por los dos lados hasta la mitad del mango, sacando la lengua para recibir las gotas que se desprendían de los bordes, lamiendo luego, siempre ávida pero lentamente, las dos caras de metal, primero la cóncava, después la convexa, hasta dejarlas relucientes de saliva.

Repitió el proceso varias veces, complaciéndose en detenerse en cada etapa, mirándole de tanto en tanto y riéndose luego con los labios brillantes, barnizados de azúcar. Él la miraba sin saber qué decir, aunque de alguna manera, como siempre que era testigo de los arrebatos de obediencia que parecían exigirle sus extraños códigos, se sentía casi capaz de disfrutar de su placer a través de ella.

—¿Quieres un poco?

—¿Yo? No, gracias.

—Pero ¿por qué? Si está buenísima…

—Porque es una guarrería.

—Será una guarrería —admitió ella entre carcajadas—, pero está de puta madre, toma, prueba…

—¡Que no! No quiero, y tú no deberías seguir, se te va llenar el culo de lombrices.

—Sí, sí, de lombrices… De lo que se me va a llenar es de enormes bolsas de grasa blanda y repugnante, pero en fin, un día es un día ¿no?

—Desde luego.

—Gracias.

—De nada —y fijó en ella los ojos con detenimiento para llamar su atención, antes de proseguir en un tono más grave—. ¿Te puedo pedir un favor?

—Sí, claro…

—¿Te importaría comer con los dedos?

—¿Con los dedos?

Él asintió varias veces para convencerla de que estaba hablando en serio. Ella dejó caer la cuchara dentro del bote, levantó sus dos manos colocando las palmas delante de su cara, y observó sus dedos un momento como si no los conociera, antes de mirarle a él, con una perplejidad que no dejó de sorprenderle en alguien que la provocaba con tanta frecuencia.

—Pero ¿para qué quieres que coma con los dedos?

—Para nada en especial. Simplemente me gustaría verlo.

—Pero ¿por qué?

—¡Y yo qué sé! Me gustaría…

—Es que, precisamente, la leche condensada no se puede comer muy bien con los dedos.

—Eso es lo que tiene gracia.

—Bueno —dijo por fin, tras una larga pausa indecisa—. Si te apetece, la verdad es que no me cuesta mucho trabajo…

Sacó la cuchara del bote y, en lugar de dejarla sobre la mesa, se tomó el trabajo de levantarse, acercarse al fregadero, lavarla y meterla en el escurridor. Luego, se volvió bruscamente y le señaló con el dedo, exhibiendo una sonrisa triunfante.

—¡Ya sé! Tú lo que quieres es verme comer con los dedos para echarme un polvo después.

—¿Yo? —apoyó el dedo índice sobre su pecho como si no se creyera lo que acababa de oír, antes de estallar en carcajadas lo suficientemente ruidosas y profundas como para enmascarar su sorpresa—. Muy bien. ¿Me quieres explicar qué relación hay entre verte comer con los dedos y echarte un polvo después?

—Pues no sé, no lo puedo explicar, pero seguro que es eso, te pega mucho a ti, que te gusten esas cosas…

—¡Ah! ¿Sí?

—Sí.

—Entonces, nunca podremos ir a comer cordero asado, por ejemplo…

—Es que si fuera cordero, no sería lo mismo.

—¿No?

—No.

—Y ¿por qué?

—Pues porque no, está clarísimo que no.

Él sonrió, indiferente ya a lo que ella pudiera pensar, preguntándose a sí mismo por qué se le habría ocurrido que le encantaría verla comer con los dedos, tontamente halagado al mismo tiempo por su barroca interpretación.

—Vale. Supongamos que tienes razón. ¿Puedo preguntarte qué piensas hacer?

—Comer con los dedos.

Recuperó su puesto en la mesa, atrajo el bote hacia sí hasta situarlo justo debajo de su barbilla e introdujo dos dedos en el interior. Antes de sacarlos, mientras batía la leche condensada con ellos, le miró con expresión divertida y preguntó bajito:

—¿Me vas a echar un polvo luego o no?

Él estuvo a punto de contestar que haría lo que ella quisiera, pero se acordó a tiempo de que precisamente eso era lo que jamás debería decir si quería mantener siquiera la ilusión de su autoritaria distancia, así que se preguntó a sí mismo brevemente y luego afirmó con la cabeza. Solamente entonces ella le mostró su mano sucia con la actitud de quien concede un premio, y la limpió despacio con la lengua, lamiéndose a sí misma desde la punta de las uñas hasta la muñeca, antes de ensayar una variada gama de piruetas manuales encaminadas a intentar devorar, porque ya no comía, la espesa crema blanca como si fuera un alimento sólido, atrapándola a puñados para hacerla desaparecer a toda prisa dentro de su boca abierta, inclinada sobre el bote, sus labios casi rozando los afilados bordes de la tapa de hojalata, todo su cuerpo tenso, pendiente de los precisos movimientos de sus dedos, que fallaron alguna vez el golpe, dejando escapar algunas gotas, origen de los delgados ríos dulces que rebasarían pronto la aguda frontera de su barbilla para precipitarse sobre la línea del cuello y secarse allí, dejando extrañas huellas. Él la miraba, consciente de que su boca también estaba abierta, sin esforzarse en nada por cerrarla, la miraba y comprendía la elemental asociación de ideas y colores a la que ella había sucumbido antes, una imagen que carecía en absoluto de poder sobre él, porque entonces, concentrado en Manuela, aun sabiéndolo todo, valorándolo todo, decidió que simplemente le encantaba mirarla.

Terminó por probar él también el sabor de aquel bote de leche condensada porque, después de cumplir su palabra sobre el inestable tablero de formica, complaciéndola al menos en su afán por sentirse violada encima de una mesa de cocina, la modesta escenografía que ejercía una irresistible atracción sobre ella desde que pudo apreciar sus remotas posibilidades en una película, tomó sus manos y chupó sus dedos uno por uno, lamiendo después su cara y su cuello hasta borrar cualquier rastro de una dulzura ya estéril. Ella sonreía, y él supuso que estaba satisfecha del dudoso resultado de aquella acrobacia, y se sintió mejor, aunque las pequeñas plantas de los dedos de sus pies, que durante largos minutos habían soportado todo su peso, le dolían terriblemente. Entonces un inequívoco crujido les advirtió de la desgracia inminente cuando ya no disponían de tiempo para reaccionar. Una de las delgadas patas metálicas que sostenían la mesa, incapaz de aguantar por más tiempo sus cuerpos, se quebró de repente, y Manuela cayó al suelo arrastrándole a él entre sus brazos.

Quiso separarse de ella tan pronto como pudo, para no acentuar con su peso el dolor del golpe que no por inesperado había sido menos brusco, pero ella le retuvo contra sí, mientras comenzaba a reír a carcajadas. Él intentó seguirla, pero no fue capaz de hallar suficientes motivos para hacerlo y se cansó enseguida, le dolía demasiado una pierna. Cuando por fin pareció calmarse, la ayudó a levantarse del suelo y le preguntó si se había hecho daño.

—Sí, la verdad es que bastante.

—Y entonces ¿por qué te ríes tanto?

—Ah, bueno, yo, cuando me pasan estas cosas, siempre me río, y no porque me haga gracia, no creas, sino porque, no sé, me da la sensación de que quedo como más airosa, ¿no? O sea, que para que se rían los demás, ya me río yo primero.

—¿Aunque los demás sea yo solo?

—Sí, porque una vez que se coge práctica, ya te sale hasta sin querer ¿comprendes?

Él no comprendía muy bien, pero asintió de todas formas. Luego, rescatando de debajo de las ruinas de la mesa el bote medio vacío, que sorprendentemente había caído de pie, le pasó un brazo por los hombros y echó a andar en dirección al pasillo.

—Vamos —dijo—. Ha llegado la hora de que empecemos a tener vida social.

La miró para hallar en su rostro la radiante expresión que ya esperaba, porque si dormir con él significaba más que follar, tener vida social significaría sin duda más que dormir.

—¡Qué bien! ¿Vamos a una fiesta?

—No, vamos a un bar de aquí al lado. El dueño es amigo mío.

—¡Ah! Bueno…

—Es mi mejor amigo —añadió, para contrarrestar la decepción que había teñido su exclamación de nostalgia—. Nunca voy a fiestas, no me gustan.

—Ya. A mí sí, pero da lo mismo.

—Se llama Polibio, te hablé de él el día que te conocí…

—¿El que era griego?

—Sí, justo. Tienes una memoria alucinante, tía, no se te olvida nada… Te gustará, ya verás. Tenéis muchas cosas en común.

—¿Ulises?

—Ulises, y las ganas de cocinar, y la leche condensada. Le podemos regalar la que ha quedado, si no te importa…

Ella negó con la cabeza, no le importaba. Él trató de calibrar si en realidad resultaría conveniente presentársela a Polibio, pero, tras un instante, la duda se deshizo en la certeza de que la sensibilidad de su amigo era lo bastante aguda como para rastrear en la dirección correcta más allá de la monótona vulgaridad de Manuela, quien, sin mostrar grandes signos de alborozo, se colgó sin embargo de su brazo para caminar a su lado por la calle.

Cuando entraron en el bar, Paquita estaba sola, encaramada en el taburete más alto, bebiendo con un gesto lánguido, la mano en la cadera, los hombros vueltos en dirección contraria a la que el giro de su cuello imprimía a su cabeza, obedeciendo siempre el viejo consejo de un fotógrafo que le había confesado una vez que todas las modelos posaban así, retorcidas y tiesas, antes de clavarla inmisericordemente por tres o cuatro pedazos de papel satinado que la reproducían medio desnuda, en otras tantas significativas actitudes que sin embargo no llegarían nunca a franquearle la entrada a las páginas del álbum al que aspiraba tan vehementemente, el tácito ascenso profesional que añoraba todavía a pesar de los inflamados discursos que Polibio repetía de vez en cuando para convencerla de que su sitio estaba en la calle, donde prestaba un servicio noble y digno al conjunto de la sociedad, y no en uno de esos repugnantes guetos cerrados, frecuentados solamente por un puñado de oligarcas coqueras y medio impotentes que la humillarían en un grado mucho más profundo que las previsibles miradas de los transeúntes de siempre. Benito había asistido a alguna de aquellas discusiones y aunque en el fondo pensaba que Polibio tenía razón, había salido casi siempre en defensa de ella, movido por su antigua solidaridad de cliente fallido y por la convicción de que, en última instancia, era Paquita quien llevaba la peor parte y quien, en consecuencia, debería opinar, ya que su escasa belleza no le había permitido decidir sobre su irreversible futuro de trotona. Ella siempre le había agradecido sus intervenciones y, al verle aparecer aquella tarde, le agradeció también el codazo que propinó en las costillas de la chica gorda que, colgada de su brazo, le susurraba algo al oído, mirándola con los ojos como platos.

—¡Hola, cariño! Cuánto tiempo…

—Hola Sami. ¿Cómo estás?

Benito se inclinó para besarla y pudo contemplar con el rabillo del ojo la llegada de Polibio, que apareció con los brazos cargados de botes de aceitunas por la puerta que se abría detrás de la barra.

—¡Hombre! El niño perdido y hallado en el templo… —y mirando descaradamente a Manuela prosiguió en tono lastimero—, me gustaría saber dónde te metes, tío, es que ya no te acuerdas de los amigos, desde luego no se te ve el pelo…

Él captó inmediatamente la exigencia maquillada tras estas palabras y volviéndose ligeramente hacia atrás, tomó uno de los brazos de su acompañante para conducirla a un lugar más visible, y señalándola con la otra mano, les presentó.

—Ésta es Manuela. Él es Polibio, ella Sami…

—Samanza —corrigió Paquita tendiendo graciosamente una mano inútil, porque la recién llegada se había abalanzado sobre ella sin más para plantarle dos besos en las mejillas.

—Paca —corrigió Polibio a su vez, cuando le llegó el turno—. Se llama Paca. Encantado.

—Me llamo Samanza.

—Te llamas Paca, Paquita, Francisca todo lo más. Y en cualquier caso, Samanta, con t.

—¿Sabes lo que te digo, imbécil? ¡Que estoy hasta las mismísimas narices de aguantarte! Me llamo Samanza, con z, como las inglesas…

—Las inglesas que se llaman Samanza lo escriben con th y por lo demás, tú te llamas Paca te pongas como te pongas…

Benito estaba a punto de intervenir en la discusión clásica ya de puro repetida que hacía tiempo había intentado solventar de una vez por todas con la introducción de un diminutivo destinado a no prosperar, cuando Manuela la cortó de forma inesperada.

—Yo tampoco me llamo Manuela —dijo bajito, evitando mirarle—. En realidad me llamo Iris…

Él pudo contemplar entonces un destello de inteligencia en los ojos de Polibio, que se volvió para mirarle mientras Paquita destinaba a la recién llegada una mirada insólitamente cálida.

—¡Ah! —murmuró, poniéndole una mano en el hombro—, así que tú también tienes nombre artístico…

—Bueno, si quieres… Sí, supongo que sí. En realidad, soy artista.

—¡Toma! Como todas…

Benito, acodado en la barra, sonreía sin ninguna intención de deshacer el equívoco.

—Y ¿a qué te dedicas tú? —amparada por la presencia de una presunta colega, Paquita se movía ya con una desenvoltura radicalmente incompatible con las directrices recibidas del fotógrafo.

—Soy actriz.

—Ya, yo bailo.

—¿En qué compañía?

Paquita le dedicó una mirada perpleja y buscó después una explicación en la sonrisa de Benito, deliberadamente vacía. Tras una pausa, decidió fiarse de su olfato y contestar.

—En…, en compañía de una chica que se llama Úrsula, que hace de jeque.

—¡Ah! ¿Sois sólo dos?

—Sí.

—¡Qué interesante!

—Sí, supongo que sí. Y tú ¿qué haces? ¿Cabaret?

—No, no lo he hecho nunca, aunque nos gustaría montar algo de eso el año que viene. De momento nos conformamos con montajes sencillos, de tres o cuatro personas, textos breves, Lorca, Williams, Brecht, cosas así…

—Muy modernos —susurró Polibio, pero tuvo que reírse él solo, porque Manuela parecía absorta en la cara de Paquita, donde se mezclaban deprisa la ironía y la desconfianza.

—Así que eres actriz… Pero actriz de verdad.

—Claro, ya te lo he dicho antes.

—Pues hija, no me suenas nada.

—Es que hago teatro experimental. Sólo actuamos en salas alternativas, por los barrios y eso ¿comprendes?

—Sí, sí, comprendo… Lo que pasa es que yo creía…, creía… que tú eras como yo, que bailo pero no soy bailarina. ¿Me entiendes, verdad?

—No.

—Bueno, da igual.

Fue Polibio quien se decidió entonces a intervenir.

—Es que Paquita es puta.

—Claro —murmuró Manuela para sí—, por eso tiene esa pinta…

Durante un instante, todos permanecieron en silencio, ella rumiando la novedad, los demás esperando una reacción que tardó en llegar pero no defraudó el tiempo invertido en la espera, porque Manuela se acercó a la barra con paso decidido, alargó la mano derecha y pegó a Polibio con todas sus fuerzas, que no parecían muchas aunque la bofetada resonó como un latigazo en la sala desierta.

—¿Y qué? —comenzó a chillar inmediatamente después, indiferente a la profunda perplejidad que alcanzaba incluso al golpeado, que la miraba con la mano en la mejilla y los ojos fuera de las órbitas—. Es puta ¿y qué? ¿Quién eres tú para ir diciéndolo por ahí? Es que es la leche, joder, que la pobre, con lo que tiene encima, venga a tomarse una copa y además tenga que aguantar esto. Pues ¿sabes lo que te digo? Que esto se va a acabar —y volviéndose hacia Paquita la señaló con el índice—. Tú te vienes a trabajar conmigo, en casa hay sitio, así que se acabó…

Interrumpió su discurso tan bruscamente como lo había empezado al registrar las carcajadas de Benito, que no podía soportar por más tiempo la comicidad de aquella idea, Paquita con una falda de algodón estampado, vendiendo pendientes en la calle Fuencarral, a la salida de los cines.

—Y a ti ¿qué te pasa? —le increpó tras un rato, cansada de esperar que su risa se agotara.

Él la abrazó por detrás, inmovilizó sus brazos aferrando sus muñecas con las manos y le habló al oído, pero en un tono lo suficientemente alto como para estar seguro de que los otros dos le escuchaban bien.

—Estás equivocada, Víctor.

—No me llames Víctor.

—Muy bien. Estás equivocada de todas formas. A Sami no le importa que Polibio diga eso, y él no ha querido molestarla, sólo pretendía que te enteraras de lo que hay. Los tres somos amigos desde hace muchos años, y ellos además son novios. No deberías haberte puesto así, no hay ningún motivo para enfadarse.

Entonces él sintió que Manuela se le aflojaba entre los brazos, como si se le fuera a escurrir hacia el suelo de un momento a otro. Paquita debió de temer algo parecido, porque sostuvo con un dedo la base de su barbilla y la obligó a levantar la cara.

—Pero no te preocupes, boba, si has estado de puta madre, en serio… Di que lo nuestro es muy raro, porque éste, como va así por la vida, como de intelectual antiguo, pues le encanta decir que hago la calle, y que a él no le importa porque nosotras somos lo único puro que queda en esta sociedad de mierda, y todo eso… Él es así, y a mí me da lo mismo, hasta me gusta, fíjate que al principio me llamaba Ceja…

—Sien —corrigió Polibio.

—Eso, Sien, si ya sabía yo que era algo de la cara, siempre se me olvida, pues eso, que me llamaba Sien, que era como Picasso…

—Van Gogh.

—Vale, pues Van Gogh, qué más dará, deja de interrumpirme ya de una vez, cono… ¿Por dónde iba? Ah, sí, que ése, cómo se llame, tenía una mujer puta que se llamaba así ¿comprendes?, tan famoso que se ha vuelto luego y ya ves, llevaba unos cuernos que no entraba por las puertas… Por eso Poli le dice a todo el mundo que soy puta, porque no hay nada malo en ello, es un oficio como otro cualquiera, según él, claro, por eso te digo que lo nuestro es muy rarito, tú no podías saberlo, pero otra cualquiera te lo habría agradecido en el alma, seguro…

—Lo siento —Manuela se dirigió a Polibio con un hilo de voz digno de una moribunda. Él contestó alargando una mano hacia su rostro y acariciando brevemente una de sus mejillas, un gesto que Benito jamás había contemplado hasta entonces.

—No pasa nada —dijo luego, completando la ternura esbozada por sus dedos con el tono de quien tranquiliza a un niño pequeño—. ¿Qué quieres tomar?

—Huy, cualquier cosa… Lo que tú quieras.

—Pero ¿cómo que cualquier cosa? —Paquita tomó otra vez la iniciativa—. ¿Quién se lo va a beber, tú o Poli? ¡Ay, por Dios, pero qué chica más corta! Pide lo que quieras y ya está, total, invito yo tanto como él…

Manuela pidió un cubalibre sin atreverse a mirar a su interlocutora, mientras ésta aclaraba el sentido de su última frase.

—No te vayas a pensar que éste me chulea ¿eh? —aclaró con energía—. Es sólo que, contando con lo que da la caja, habría tenido que cerrar el local a los diez días de abrirlo, y ¿qué haría entonces, dónde nos meteríamos todas las noches? Nos costaría una fortuna en copas y él encima se pondría insoportable, así que cuando necesita dinero, me lo pide y yo se lo doy, pero porque me da la gana, que quede claro ¿eh? Somos socios, si algún día se quemaran todos los demás bares del barrio a la vez y éste por casualidad diera dos duros, yo me llevaría uno ¿comprendes? En fin, que es como un marido, qué le vamos a hacer… Oye, por cierto ¿y cuál era el trabajo del que me has hablado antes?

—Bueno, es que yo, además del teatro, hago bisutería artesanal —la voz de Manuela indicó que se había recuperado completamente, Benito decidió soltarla.

—¿Joyas?

—Mujer, tanto como joyas… Pendientes de metal, cobre sobre todo, y también collares, broches a veces…

—¡Ah! De ésos baratos que se venden por la calle…

—Justo.

—¡Qué horror, hija mía!

—Pues como trabajo no está mal.

—No, no, qué va… Lo que pasa es que yo tengo muchos gastos… Me tienes que llamar un día que estrenes, eso sí, aunque os vayáis más allá de Las Musas, tú llámame y yo me voy a verte adonde sea, y con tres o cuatro chicas, para hacer bulto y que se oigan más los aplausos, en serio…

—Eso, y yo le puedo decir a Benito que me lleve a verte bailar.

—No, mira, eso mejor no, no te iba a gustar…

En aquel instante, restablecida ya la monótona normalidad, Polibio sacó el tablero de ajedrez y colocó sobre él todas las piezas, adobándolas con la enfermiza precisión de un maniático. Benito hizo un gesto negativo con el dedo.

—Pero ¿por qué no quieres jugar? Dentro de un momento se van a poner a hablar de trapos, ya verás.

—Lo que sí estoy segura de que en cambio te encantarían son los trajes que saco —afirmó Paquita en ese instante, como si hubiera escuchado el susurro emitido más allá de la barra—, con toda la tripa al aire, y muchas faldas de tul, y el cuerpo bordado con lentejuelas de colores, son preciosos, eso sí…

Benito se volvió y avanzó el peón de rey. Polibio contestó adelantando un caballo.

—No, no y no —el jugador de blancas manifestó su desagrado golpeando la encimera de mármol con el puño—. Una Alekhine no, que me zurras enseguida.

—¡Pues si que estamos bien! —el jugador de negras retiró el caballo y adelantó su propio peón de rey. Su contrincante contestó mecánicamente, protegiendo el suyo con un caballo.

Mientras se mantuvieron en los límites teóricos de la apertura, que Benito se había tomado el trabajo de estudiar de memoria, todo fue bien, pero después la desgana del jugador de blancas llegó a hacer imposible la partida. Polibio estaba ya harto de corregir las posiciones de su compañero, evitándole un desarrollo de mate detrás de otro, cuando una inesperada proposición femenina distrajo la atención de ambos.

—Si queréis juego yo.

Ambos se volvieron para encontrar a Manuela muy cerca, con la copa vacía en la mano y una expresión de seriedad absoluta.

—Pero ¿tú sabes jugar? —la incredulidad que resonaba tras estas palabras tranquilizó a Benito, que ya empezaba a recriminarse su propio desconcierto como un sentimiento mezquino.

—Hombre, claro. Si no supiera, no me ofrecería.

Polibio miró a Benito, pero éste se retiró pronto de la barra e impulsó suavemente la espalda de Manuela hacia el lugar que acababa de abandonar, ocupando a su vez el taburete que ella había dejado libre junto a Paquita.

—Si voy a jugar, me gustaría tomarme otra copa y si no te importa, como no te conozco todavía, preferiría jugar con blancas.

Polibio se la quedó mirando con una sonrisa indescifrable, mientras asentía lentamente con la cabeza.

—Muy bien, pero te cedo las blancas con una condición.

—¿Cuál?

—Que abras adelantando el peón de rey solamente una casilla.

—Pero ¿por qué? Si no te tengo miedo, no creas…

—No es por eso, es que quiero probar un par de cosas si no te importa. Paquita se ha negado a aprender siquiera como se mueven las fichas, se atasca siempre en el caballo, y Benito juega fatal, por eso te lo digo…

Manuela movió el peón de rey mientras su adversario le preparaba una copa.

—¡No es posible! —exclamó al contemplar la primera jugada de las negras, y clavó los ojos en Polibio, que la miraba y se reía. Benito, auténticamente interesado en la partida, apartó un momento los ojos del tablero, y se decidió por fin a prestar atención a Paquita, que le tiraba frenéticamente de la manga.

—¿De dónde has sacado a esta tía tan rara? —le preguntó en un susurro apenas le tuvo enfrente.

—La recogí por la calle.

—¡Venga ya!

—La encontré en la calle, en serio… No conseguía verle la cara y me dio por seguirla hasta el Jardín Botánico. Me pidió diez duros para entrar y se los dejé, así nos conocimos.

—Está muy bien —murmuró Paquita, aprobando con la cabeza—. Me gusta, es… muy rara, pero me cae bien.

Manuela, que afrontaba ahora el segundo movimiento de su contrincante, miraba las piezas como si lo que veía aún no fuera posible.

—Pero tú ¿qué te has creído, tío? ¿Que soy gilipollas?

Polibio, riéndose ya a carcajada limpia, movió de nuevo, ella le respondió muy rápido, él volvió a mover.

—Muy bien, tú lo has querido. ¡Jaque mate! Y no hay revancha, no te la mereces si has llegado a pensar que podías reírte de mí de esa manera.

Benito, absolutamente perplejo, se acercó a la barra para contemplar al rey negro encerrado por sus propias piezas y a la dama blanca, apoyada por uno de sus alfiles, imposibilitándole cualquier salida. Intentó buscar una solución, pero el mate era irreversible. Manuela había ganado en cuatro o cinco jugadas. Polibio se retorcía de risa, ella acabó riéndose también, sólo de verle.

—¿Qué ha pasado?

—Nada —contestó su amigo—. Que soy imbécil…

Manuela dedicó a su contrincante una mirada socarrona.

—¿Se lo cuentas tú o se lo cuento yo? —la respuesta del vencido fue una nueva carcajada que ella interpretó como una invitación—. Vale. Pues esto se llama el mate del pastor, y es el primero que se enseña a los niños pequeños, yo no debía de tener más de siete u ocho años cuando me lo explicaron. Se llama así por una historia muy antigua…, te la puedo contar, a ti te gustan mucho esas historias. Bueno, pues érase una vez, hace muchos años, un pastor que estaba con el ganado en el campo, y en esto apareció un coche lleno de pijos de la ciudad que venían de excursión. Sacaron un mantel y una cesta con la merienda, y se instalaron en medio de un prado. El pastor, que se aburría, se acercó un poco para mirarles y descubrió que llevaban también un tablero de ajedrez. Entonces decidió presentarse, les saludó, dijo cómo se llamaba y señalando el tablero, comentó que él también sabía jugar. Al escucharle, el más gilipollas de todos los gilipollas que estaban allí pensó que podrían reírse un buen rato a costa de aquel paleto y, colocando las fichas, le preguntó si le apetecía una partida. El pastor dijo que sí, se sentó y abrió con peón de rey, porque le habían dejado las blancas. El otro, en vez de tomarle en serio, comenzó a hacer tonterías y a mover sin ton ni son, convencido de que ganaría de todas formas, hasta que dejó sin darse cuenta un hueco exactamente aquí —señaló su propia dama sobre el tablero—, y perdió, claro. No tenía nada que hacer. Éste es el mate más rápido de todos. Tu amigo se creía que yo no me lo sabía…

—Porque no te conoce —explicó él, y volviéndose hacia Polibio añadió—, ella se sabe todas las historias.

—Ya lo veo, y lo siento. Espero que no estés enfadada, sólo quería tomarte el pelo un rato. No tienes aspecto de buena jugadora ¿sabes?

—Me lo imagino, pero no pasa nada —Manuela sonreía, satisfecha del tácito reconocimiento de su calidad de ajedrecista—. Podemos jugar otra, incluso una Alekhine si quieres, la conozco bien.

—Sí —dijo Polibio, haciendo ademán de devolver las pocas figuras que se habían movido a su posición inicial.

—No —intervino Benito, sujetándole por el brazo—. Ni hablar. Ahora nos vamos a cenar, estoy muerto de hambre, luego jugáis todo lo que os dé la gana.

—Pero si yo no puedo irme. No puedo cerrar el bar a estas horas…

—¡No vas a poder, si lo tienes siempre vacío! —Paquita se había levantado y se estiraba la minifalda con la mano, prueba inequívoca de que había decidido salir a la calle.

—Bueno, si os vais a poner así… —recogió los vasos que quedaban sobre la barra, se quitó el delantal y levantó el extremo plegable del mostrador para reunirse con los demás al otro lado, pero antes de salir, se quedó mirando a Manuela mientras se frotaba el entrecejo con un dedo—. ¿Te importa que te pregunte un par de cosas?

—¿A mí? No…

—¿Cómo se te daba de pequeña el cálculo mental?

—Pues… regular, no sé, como a todo el mundo.

—Ya. Es decir, que, por ejemplo, nunca has sido capaz de hacer cincuenta operaciones aritméticas seguidas sin apuntar antes las cifras ¿no?

—No, claro que no. Pero… es que no te entiendo. ¿Por qué me preguntas eso?

—Cosas mías… Y ¿te ha dado alguna vez por pintar cuadros grandes y complicados sin saber muy bien por qué lo hacías, ni qué significaban?

—No.

—Muy bien, pues vámonos a cenar.

—¡Alabado sea Dios!

La exclamación de Paquita, que tomó a Manuela del brazo para conducirla hacia la puerta, impidió que ésta comenzara a su vez el turno de preguntas. Benito, en cambio, no se resistió a hacerlo. Recordando el bote de leche condensada que había dejado al entrar sobre una mesa, indicó a las mujeres que se adelantaran y se acercó a su amigo, que estaba apagando las luces.

—Toma. Hemos traído esto para ti. Es un regalo.

Polibio cogió el bote, lo agitó un par de veces y le devolvió una mirada perpleja.

—¿Qué pasa, que no me merezco una lata entera?

—El resto se lo ha comido ella.

—¿Cómo?

—A cucharadas.

—¿Qué?

—Es una manía como otra cualquiera.

—Si tú lo dices.

—Bueno, ella no es muy corriente.

—De eso ya me he dado cuenta.

—Pero ¿por qué le has preguntado esas cosas?

—Pues…, no sé, porque soy imbécil, ya te lo he dicho. Me ha sorprendido mucho que supiera jugar, y en realidad es una tontería, porque ella tiene razón, el mate del pastor es lo primero que se aprende, lo sabe todo el mundo, es cierto. Y sin embargo, no sé, hay algo que me ha parecido raro en ella, es una estupidez, pero de repente me ha dado por pensar que podía tratarse de un caso de inteligencia automática.

—¿Qué?

—Inteligencia automática. ¿No has oído hablar nunca de los calculadores prodigiosos?

—No.

—Son personas, a veces incluso niños, que careciendo parcial o totalmente de instrucción y arrojando unos coeficientes de inteligencia mediocres, poseen una misteriosa capacidad para el cálculo mental que les permite realizar larguísimas secuencias de operaciones aritméticas de forma instantánea. No fallan jamás, y nadie es capaz de seguirlos. No se sabe por qué son así, pero se ha especulado con la hipótesis de que estén poseídos por seres superiores, tal vez incluso habitantes de otro planeta, relacionando su caso con el de otros individuos que de repente, a los cincuenta años por ejemplo, y sin haber sabido dibujar jamás, comienzan a pintar o a esculpir obras enormes, a menudo abstractas, muy complicadas y técnicamente perfectas, que no saben explicar, ni entienden. Ellos dicen que pintan por una necesidad imperiosa, como si una voz interior les ordenara hacerlo, pero, en algunos casos, de repente lo abandonan todo y vuelven a ser incapaces de ponerle cuatro patas a una vaca.

—Y aunque ese mate lo conozca todo el mundo, excepto yo, por cierto, has pensado que la capacidad de Manuela para jugar al ajedrez podría entenderse de esta manera…

—Sí.

—Pero hay mucha gente que sabe jugar bien al ajedrez y no son necesariamente personas geniales.

—Claro. Ha sido un espejismo, ya te lo he dicho. No he andado muy rápido, la verdad.

Paquita se asomó por la puerta del bar para meterles prisa moviendo enérgicamente una mano. Ellos obedecieron sin llegar a darse cuenta, emprendiendo lentamente el camino.

—Y ¿qué piensas ahora?

Polibio se volvió para mirarle y sin dejar de andar le puso una mano en el hombro y sonrió.

—Es una princesa —Benito denegó con la cabeza, él insistió—. Por supuesto que sí, no te fíes de las apariencias. Es una princesa, estoy seguro. A veces son feas, maleducadas, o hasta un poco salvajes, como ésta, pero siempre acaban descubriendo el guisante debajo del colchón, no lo dudes…

Su madre, acuclillada delante del armario, movía las manos muy deprisa, girando bruscamente la cabeza de vez en cuando para echar nerviosas ojeadas en su dirección. Él, apoyado en el quicio de la puerta, no conseguía apartar la vista de ella, aunque sabía de sobra que su misión consistía en vigilar el pasillo. No había recibido más explicaciones y le hacían falta, porque no le gustaba nada lo que veía, la mísera aventura en la que se había embarcado sin preguntar, simplemente porque ella se lo había pedido, como otras veces. Ahora el tiempo pasaba demasiado despacio, y la sencilla tarea de registrar un espacio tan pequeño parecía convertirse poco a poco en una proeza sobrehumana, irrealizable en el breve trayecto de los recados falsamente imprescindibles, una pistola más, otra madeja de cordel para atar el pollo y un litro de vino blanco para guisar, que su madre había encomendado a Merche con el neutro acento de mujer simpática al que recurría siempre que necesitaba mentir. Luego, por fin sincera, le había reclamado para encerrarse en el cuarto de la ausente, donde llevaba un buen rato agitando los brazos a un ritmo progresivamente frenético, los pies cubiertos de ropa, faldas, camisas y jerseys que volaban de los cajones al suelo, sin encontrar aún lo que buscaba, y él vigilaba el pasillo y se sentía cada vez peor, porque Merche era una buena chica, divertida y cariñosa, hasta un poco loca, y le caía muy bien, tanto que ya casi no llegaba a echar de menos a Plácida, aunque su madre siempre anduviera protestando por la cantidad de tiempo que pasaba colgada del teléfono. Además, no se registran los armarios ajenos, él lo sabía, y ella también, ella tenía que saberlo a pesar del aplomo con el que actuaba, sin dar explicaciones, sin dudar un momento, sin detener nunca la búsqueda.

El cerrojo de la puerta de la calle chirrió pesadamente cuando apenas se habían extinguido los agudos ecos de un alarido triunfal. Él escuchó a su izquierda el repiqueteo de unos tacones que se alejaban, y dedujo que Merche pasaría por la cocina para dejar las cosas antes de ir a su encuentro, pero la pausa ya no tenía ningún valor, porque su madre había descubierto el tesoro escondido y sonreía a medias, los brazos cruzados, la puntera del pie derecho marcando tenazmente un ritmo mecánico, en los dedos un formulario blanco con varias columnas de cifras y una firma, cuyo encabezamiento, análisis clínico, escrito en letras versales, él podía leer aunque no lo comprendiera.

Merche tardaba en llegar, seguramente se estaría tomando una coca-cola fría, de ésas cuya repentina desaparición irritaban tan profundamente a la mujer que ahora, tranquila y terrible, estaba a punto de abrir la boca para chillar, para llamarla, cuando unos pasos preludiaron su inminente aparición tras la esquina del pasillo. Él volvió la cabeza y la encontró allí, acercándose con una sonrisa confiada, sin presentir nada extraño al verle apoyado en el quicio de su puerta. Dudó un instante entre devolverle la sonrisa o imprimir a su expresión una severidad más acorde con la inminente escena que presentía, pero al final optó por agachar la cabeza y clavar los ojos en el suelo. Notó que pasaba a su lado porque el vuelo de su falda movió el aire, pero no contestó a su saludo. Escuchó la exclamación de sorpresa, de susto casi, que provocó en ella la visión de su madre, el ritmo crecientemente histérico del repiqueteo de su zapato contra el suelo, y luego un sollozo. Entonces, sin saber muy bien por qué, se acercó para cerrar la puerta y se fue de allí.

Sin embargo, un par de horas después ya se había enterado de todo. Merche estaba embarazada y su madre la había despedido. La escuchó mientras se lo contaba a su padre con el acento indignado y dolido a un tiempo con el que se recapitulan los testimonios de la propia mala suerte, como si el acontecimiento no tuviera otra dimensión que el de una deslealtad hacia sí misma, y encima a un par de meses de las vacaciones de verano, repetía, eso era lo peor. Él, agazapado en el pasillo, no reaccionó al principio, estremecido por la revelación de que una chica sin marido pudiera tener un hijo, pero luego recordó a Adela, y la fiesta de la que Carlitos y ella regresaban aquella noche cuando le encontraron en el descansillo, doña Elisa les había invitado porque había tenido una niña. Entonces decidió que a pesar del disgusto que la noticia parecía haber provocado en todos los habitantes de la casa, al menos él debería hacer algo, así que volvió sobre sus pasos y se apoyó de nuevo en el quicio de la puerta. Merche hacía la maleta y lloraba sin parar, comportándose como si no se hubiera dado cuenta de su llegada. Esperó en vano a que le devolviera la mirada, y al final tosió un poco antes de decir que se alegraba mucho de que estuviera embarazada. Ella le echó a gritos de su cuarto sin levantar los ojos de la ropa, él se quedó parado en medio de la puerta, como si no hubiera entendido bien, hasta que un portazo furioso terminó de desconcertarle por completo, ahora que ya sabía que su madre podía portarse mal.

Aquella noche, Merche solamente se despidió de él antes de marcharse de casa. Sin embargo, sus besos ya no le afectaron. Tras considerar en conjunto y por separado los factores a favor y los factores en contra, había decidido seguir amando sin condiciones a la husmeadora de armarios.

Si al entrar en casa hubiera detectado algún indicio de su presencia, tal vez todo habría sido menos violento, pero nada le sirvió de aviso en el vestíbulo, y recorrió el pasillo, entró en el baño y pasó por la cocina sin que una bolsa de plástico vacía, o un pañuelo de papel arrugado, o un vaso sucio en el fregadero, cualquier cosa nueva o fuera de lugar le permitieran suponer que estaba allí, esperándole.

Ella no tenía una llave, al menos él, fiel siquiera en eso a su palabra, nunca le había dado una, y sin embargo había entrado en su casa, y estaba sentada en el suelo del salón, hecha un ovillo sobre sí misma, la barbilla apretada contra el pecho, el torso pegado a las piernas dobladas, los brazos rodeándolas, y el pelo negro cubriéndolo todo, excepto el brillo de alguna lentejuela y los rígidos pliegues finales de su falda de tul amarillo. Se asustó mucho al verla, porque en un primer momento fue incapaz de identificarla entre aquel montón de pelo, tela y carne tan confusamente repartidos, pero había ya establecido su identidad cuando ella levantó la cabeza y le miró como pudo, con aquellos grandes discos de plástico dorado que caían sobre sus párpados desde la ridícula cadenita que surcaba su frente de un lado a otro.

—Siéntate.

No se movió, absorto en la tarea de averiguar el sentido de aquel disfraz.

—Siéntate, por favor, anda…

Cuando finalmente quiso complacerla, ella alargó un brazo hacia atrás y él pudo escuchar, tras un clic, una música absurda que oyera una vez y nunca después había podido olvidar, la extravagante mezcla del bolero de Ravel con ritmo funky que utilizaba Paquita como fondo para desnudarse en el mísero número que representaba cada noche. Mientras la reconocía, trataba de mantener los ojos apartados de Manuela, que le tendía los brazos desde lejos e intentaba en vano levantarse sin apoyar las palmas en el suelo. Hubiera preferido no tener que mirarla nunca, porque ya en los primeros compases de su estridente preludio musical se había sentido capaz de anticipar la secuencia completa de los acontecimientos futuros, pero la figura semidesnuda que avanzaba hacia él envuelta en una falsa nube de tules amarillos parecía ocupar íntegramente el espacio disponible, invadiendo todo su campo visual. Cargando su peso sobre la pierna derecha, rígida, hacía oscilar violentamente las caderas y sonreía, incapaz de absorberle en su propio entusiasmo, porque él la veía aún, y veía los gruesos tramos de elástico negro que alguien, seguramente Paquita, había insertado en la franja superior de la falda, justo encima de cada uno de sus muslos, para que diera de sí lo suficiente aun al precio de clavarse inmisericordemente en una carne que parecía querer huir despavorida, acumulándose en temblorosos montones por encima y por debajo de la frontera de goma oscura, como escapaban sus pechos del ridículo armazón metálico y recubierto de pedrería barata al que se reducía la parte superior del traje, aplastándose sobre sí mismos, trepando hacia arriba en una carrera inverosímil hasta anular la sombra de la clavícula, llevaba anillos en los dedos de los pies y tenía los tobillos hinchados, la fragilidad de la cadena que rodeaba su cintura acentuaba la pesadez de un vientre lleno y rugoso, presidido por el gran ombligo reluciente de sudor, y bailaba, se movía poco pero bailaba al ritmo de la melodía incomprensible, los brazos rígidos, las piernas torpes, el resto temblando angustiosamente como un castillo de gelatina.

Fue entonces cuando invocó la ceguera voluntaria que le había salvado tantas veces, cuando era un niño aún, y después, la ilusión de inconsciencia que latía tras su constante amor por Teresa, la convicción del pasatiempo inocente que había salvaguardado de sí mismo, de su propia lucidez, la descabellada correspondencia sostenida en otros tiempos, la falsa impasibilidad maquillada de mezquina solidaridad de clase que le había permitido seguir queriendo a su madre cuando despidió a Merche porque se había quedado embarazada a sólo dos meses de las vacaciones de verano. Entonces, mientras la miraba bailar y se obligaba a no perder los nervios, intentó salvarla, quedarse con ella, pero se estaba haciendo viejo, y el frío que le impulsara a recuperarla era cada vez más intenso, y ya no había margen para una rendición razonable.

Sus ojos no se cerraron, sus párpados no arrastraron consigo a su conciencia. Disponía de diversas opciones, y digo la peor porque era la mejor para ella. Cuando la derribó encima de la alfombra no estaba muy seguro de contar con garantías suficientes para desempeñar airosamente su papel, pero a medida que fue liberando su cuerpo de gomas y tirantes, desvelando las profundas marcas rojizas que lo surcaban, se encontró mejor y pudo dejar de pensar en ella. Consiguió apagar la grabadora con la punta de un dedo y la penetró, y todo fue bien por última vez.

Manuela roncaba ruidosamente. Él no la había escuchado roncar hasta entonces, pero le pareció natural que lo hiciera aquella noche. No podía dormir, tampoco lo pretendía. La punta de un pequeño cuchillo curvo, con el filo dentado y el mango de madera, que no recordaba haber comprado nunca, dibujaba diminutos puntos oscuros sobre la piel de su antebrazo. Supuso que lo habría conseguido gracias a alguna promoción publicitaria, que vendría pegado en un paquete de leche, o en una botella de aceite, bajo algún rótulo de letras chillonas, regalo útil, premiamos tu confianza, mejoramos tu cocina o algo así. Lo deslizó con cuidado sobre su brazo, desde el hombro hasta la muñeca, para provocarse un escalofrío de placer. Estaba amaneciendo y se preguntó qué haría con ella. La contempló mientras dormía con la boca abierta, los brazos plácidamente extendidos a ambos lados de su cuerpo, las piernas ligeramente separadas, como si estuviera concentrada en absorber todo el sol del primer día de un verano. Recorrió despacio su cuerpo con los ojos, valorando la profundidad de un perfil que jamás podría ser íntegramente perforado por el filo de un cuchillo tan pequeño como el que ahora bailaba sobre su mano, y le asaltó la idea de que nunca en su vida hallaría un momento mejor que aquél para probar qué ocurre cuando un puñal se hunde lentamente en la piel de un ser vivo. La familia de ella no le conocía, y en el bar de debajo de su casa tampoco sabían quién era, porque siempre dejaba sus mensajes como Aristarco. De Polibio podía fiarse, no pertenecía a ese tipo de gente que es capaz de vender a un amigo, sea inocente o no, a la policía. Seguramente lo descubriría todo apenas leyera la noticia en los periódicos, pero, aunque le despreciara y le condenara en su interior, aunque jamás volviera a dirigirle la palabra, aunque le escupiera su crimen a la cara cada mañana, Polibio le protegería, seguro. Lo de Paquita estaba menos claro excepto en el caso de que lograra que no se enterara de nada hasta que hubieran pasado un par de días, porque entonces entregarle a él implicaría entregar también a su propio novio como encubridor, y ella no cometería nunca una traición tan clásica de las mujeres decentes. Además, con un poco de suerte, nadie hallaría nunca el cadáver. Si comprara una sierra mecánica robada en cualquier puesto del Campillo, y la descuartizara con cuidado en la bañera, podría meter los trozos fácilmente en seis o siete bolsas de basura de plástico negro, y en una sola noche, antes de llegar a la plaza, ir soltando cada una de ellas en un contenedor de basuras diferente. Podría revender la sierra al día siguiente en el mismo Rastro, o dejarla simplemente en el suelo, como por descuido, al lado de un puesto de destornilladores o de autorradios también robados. El chorizo de turno no resistiría la tentación de quedársela gratis. La sangre no sería un problema, porque si trabajaba con el tapón puesto y luego soltaba el grifo del agua fría hasta que la bañera amenazara con rebosar, lo que escaparía por el desagüe sería un líquido rosa claro nada comprometedor y muy fácil de limpiar. Lo malo sería que el triturador municipal no pudiera con el cráneo, y el mecanismo se atascara cuando la cara de la muerta fuera todavía identificable. Resultaría más seguro romperle la cabeza con una maza, y quebrar después quizás los brazos y las piernas, que tienen huesos tan largos. No sería desde luego una tarea agradable, pero tampoco le llevaría mucho tiempo.

Manuela se movió hasta quedar tumbada de perfil, con la cara vuelta hacia el sillón donde él estaba sentado, junto a la ventana. Sonrió. Estaba mucho más guapa cuando dormía. Sintió una estúpida necesidad de ir hacia ella, para oler su pelo o besarla en la frente sin que se diera cuenta, y se levantó, pero entonces notó el contacto desconocido de algo húmedo y tibio que se deslizaba despacio a lo largo de su brazo. Intrigado, salió de la habitación y encendió la luz del pasillo. La nausea, inmediata, impidió que dejara escapar un grito al contemplar su propia sangre, dos o tres delgados hilos rojos que brotaban simultáneamente de una herida intermitente, alargada y de apariencia superficial, situada muy cerca de la muñeca, el resultado de su ensimismamiento previo en la mecánica de un crimen que no podría cometer jamás, ni siquiera si pretendiera hacerlo. Corrió hacia el cuarto de baño para vomitar y sintió que se vaciaba por dentro, pero para entonces pudo escuchar el chapoteo de la sangre que goteaba ya sobre el suelo, salpicando sus zapatillas de pequeñas manchas rojas y redondas. Sinceramente alarmado, se propuso vencer su repugnancia y lavó la herida con cuidado, antes de esconderla bajo un algodón empapado de mercromina que fijó a su piel con dos tiras de esparadrapo excesivamente largas.

Volvió a su cuarto y se vistió sin saber muy bien por qué lo hacía. Ya era de día. Cuando encendió la luz de la cocina para hacerse el desayuno, se dio cuenta de que una pequeña mancha granate había aflorado a la superficie de tela adhesiva, y valoró la posibilidad de acudir inmediatamente al servicio de urgencias de un gran hospital, antes de comprender que tal vez se tratara solamente de un exceso de mercromina. En cualquier caso, no parecía crecer, así que se tomó un café muy despacio, y luego otro, con un par de galletas que devolvieron finalmente su aparato digestivo a la normalidad. Calculó la fecha, era sábado, el martes volvería a trabajar, y decidió marcharse. Rescató del fondo del armario una chaqueta de lana y escribió cuatro o cinco líneas escogidas casi al azar en un folio de papel blanco que pegó con papel celo sobre el espejo del cuarto de baño, lo de anoche fue demasiado, no nos entendemos y no es culpa de nadie, no nos veremos más, lo siento. No firmó porque no lo juzgó necesario, las chicas de pueblo no creen en los fantasmas.

La ilusoria sierra mecánica que tendría que comprar para descuartizar el cuerpo de Manuela tras haberla acuchillado hasta matarla, le dio la única pista que era posible seguir en la ciudad dormida, casi muerta. Los quioscos de periódicos aún permanecían cerrados, pero el Metro funcionaba ya, aunque las ristras de vagones vacíos que pasaron ante sus ojos le parecieron un pobre esqueleto de los trenes abarrotados de siempre. Cuando regresó a la superficie en Tirso de Molina, escuchó las campanadas que señalaban las ocho de la mañana, y echó a andar hacia la plaza confiando en la eficacia del espectáculo gratuito que nunca había llegado a aburrirle, incluso cuando por fin consiguió superar aquella absurda manía de coleccionar juguetes en la que había invertido casi todo su sueldo durante una larga época, desde que se fue de casa de su padre hasta que cumplió los treinta años y empezó a sentirse viejo, y comprendió en consecuencia que el trabajoso proceso de recuperación en el que estaba embarcado carecía absolutamente de todo sentido.

Una mañana desapacible y plomiza, sus ojos tropezaron con un álbum de cromos completo de la temporada de Liga 1961-62, una réplica exacta del cuaderno de cartón que él mismo había rellenado y luego perdido, cuando el nombre de cada uno de los jugadores que encontraba retratados dentro de las bolsitas de papel que compraba en el quiosco de los periódicos, a la salida del colegio, todavía tenía un significado preciso para él. Lo levantó del suelo procurando esconder tras la aparente impasibilidad de su rostro el intenso hormigueo que se había desatado en el interior de todas sus vísceras apenas acechara la pieza tanto tiempo cercada, y lo hojeó nerviosamente, para comprobar que ya no reconocía a casi ninguno de aquellos hombres jóvenes de rostro amarillento, camisetas de colores desvaídos por el tiempo, que le miraban a su vez con una sonrisa congelada y vacía. Siguiendo un impulso mecánico, preguntó el precio y volvió a pasar las hojas una por una, buscando cualquier desperfecto, un cromo roto, mal impreso o duplicado, en el que apoyarse para obtener una rebaja, aunque desde luego la cantidad exigida le parecía muy razonable. Y sin embargo no compró el álbum. Antes de que terminara aquella mañana había decidido ya abandonar para siempre la búsqueda de objetos idénticos a aquéllos cuya posesión había jalonado su infancia, porque no le devolvían a ninguna parte y ni siquiera eran los originales. La recogida de juguetes usados pero en buen estado, esta última condición generosamente subrayada en los folletos y carteles, constituía la única actividad parroquial en la que su madre participaba activamente. Todos los años, a mediados de diciembre, solía entrar en su cuarto cuando él no estaba para requisar sin muchas contemplaciones los regalos del año anterior, permitiéndole conservar solamente los que ella juzgaba mejores según su propio criterio, a menudo muy diferente del que él mismo expresaba entre berridos al regresar a casa y contemplar la indiscriminada rapiña de sus cajones y estanterías. Cuando ella se marchó, su suegra adoptó la misma costumbre, guiándose en su selección por criterios parecidos, todos los juegos con fichas pequeñas o con muchas piezas que era preciso rescatar del polvo barrido eran especialmente aptos para los niños pobres, los juguetes compactos, en cambio, podían quedarse en su sitio, así que, cuando se marchó de casa e hizo el inventario de sus pertenencias, se encontró con que los únicos vestigios materiales de su infancia que conservaba eran algunos coches, un par de balones y una raqueta de tenis que nunca había llegado a estrenar. En aquel momento, demasiado excitado por su partida y por la recién vivida aventura de haber alquilado un piso a ciegas, hablando por teléfono, no le dio demasiada importancia a las ausencias acumuladas durante años, y ni siquiera quiso llevarse consigo lo poco que pudo reunir, pero un par de semanas después, cuando recorría las carpinterías más baratas de Cascorro en busca de una mesa y algunas sillas de madera de pino con las que empezar a amueblar una casa vacía, reconoció inmediatamente un dibujo de colores chillones sobre la tapa de una caja de cartón reforzada en las cuatro esquinas con tiras de cinta adhesiva, y no resistió la tentación de acercarse al puesto, una manta con cuatro o cinco objetos de lo más variado, desde una maquinita de plástico para eliminar las migas de pan de los manteles hasta algunos chupones de cristal procedentes de alguna araña desguazada tiempo atrás, para reencontrarse con la Vuelta Ciclista a España que él mismo había poseído una vez. El juego estaba completo, cada ciclista en su compartimento y los coches de los entrenadores en el centro, y las pancartas, y las señales de tráfico, y las bicis de repuesto. Se asustó un poco al escuchar el precio, pero lo compró de todas formas, y su casa siguió estando vacía por algún tiempo, mientras localizaba un mecano, y un juego de química, y un futbolín idéntico al que le habían traído los Reyes cuando tenía ocho años.

Ahora todos aquellos juguetes estaban guardados y ya no eran nada más que otro agujero blanco, limpio y vacío, en una invisible pared amarillenta, pero mientras recorría lentamente la acera buscando un bar abierto donde desayunar por segunda vez, se dio cuenta de que todo aquello no había cambiado mucho. Pudo reconocer a dos o tres coleccionistas de juguetes con los que había competido alguna vez, y saludó a algunos de sus antiguos proveedores, que le tributaron la entusiasta acogida digna de una oveja gorda que vuelve al redil, asombrados y felices de verle por allí otra vez a la hora buena, fiel a la vieja cita que durante años le había arrancado de la cama cada sábado y cada domingo antes aún del momento en que la abandonaba para ir a trabajar el resto de los días de la semana. Pero aquella mañana no compraría ningún juguete. Se los quitó de encima como pudo y encontró por fin una mesa vacía junto al escaparate de un bar bien situado. La ocupó y permaneció allí durante más de una hora, contemplando la prolongada génesis del mercado semanal hasta que el sol se hizo notar, y las calles comenzaron a llenarse de gente. Cuando calculó que Manuela estaría ya despierta, salió del bar y echó a andar él también calle abajo.

Llegó a sorprenderse de la enorme variedad de cosas que veía sobre las aceras y cuya existencia, cegado por la pasión exclusiva del coleccionista, había ignorado durante años. Robó una espumadera de aluminio que reposaba junto a otras iguales en una tina de barro, a la entrada de una tienda que parecía desierta, por el mero impulso de robarla, y compró muchas otras cosas innecesarias, un viejo sacapuntas de manivela íntegramente oxidado, un picaporte en forma de sirena, un bolígrafo con una chica vestida que se desnudaba lentamente al invertirlo, una bola de algo que parecía marfil y nadie sabía de dónde había salido, y una gran chapa de hojalata donde la figura de una tenue adolescente, tan pálida y delicada como pudiera serlo una doncella prerrafaelista calzada con patines de hielo y tocada con una boina caída sobre la frente, su imposible pelo amarillo limón el único detalle de color sobre el blanco rabioso de su ropa y de su piel, anunciaba una marca de chocolates de Valladolid sosteniendo graciosamente una taza humeante con la mano izquierda. Absorto en su extraña belleza, que era fría y caliente y neutra al mismo tiempo, había decidido ya volver a casa cuando escuchó los gritos airados de un grupo de mujeres. Le costó trabajo localizar la procedencia de las voces, pero el progresivo volumen de lo que pronto degeneró en una violenta discusión y el creciente flujo de los curiosos, le condujeron finalmente a un puesto instalado en una pequeña calle lateral. Un hombre vendía media docena de cachorros de perro que permanecían ajenos a todo, adormilados dentro de una gran caja de cartón, y tres mujeres de mediana edad, con uniforme de ciudadanas progresistas, le recriminaban ácidamente su actitud, exigiéndole licencias, certificados de vacunación y otros papeles de los que evidentemente el vendedor carecía, sinceramente conmovidas por los perritos que, apenas nacidos, habían sido arrancados de su madre. Poco a poco se fue formando un pequeño tumulto, y otras voces se sumaron a las primeras para derramar un torrente de insultos ante la absoluta indiferencia de aquel individuo, que rompió su mutismo sólo al final para ofrecerse a regalar los cachorros. Entonces se hizo el silencio de golpe, porque nadie quiso llevarse ninguno. Él advirtió que no podía quedárselos, y que si no se deshacía de ellos vivos, tendría que matarlos, pero cuando terminó de hablar, la multitud ya se había desvanecido por completo.

Él, que había contemplado toda la escena desde la acera opuesta, se adelantó unos pasos y preguntó si alguno de los animales estaba enfermo, el vendedor le respondió que no, que simplemente estaban flacos, entonces anunció que estaba dispuesto a llevarse el más grande, aquel hombre levantó los ojos para mirarle y colocó al animal en una caja de cartón que perforó por los lados con la punta de un bolígrafo para dejar pasar el aire, él le pidió que cerrara la caja por arriba con un cordel porque no quería mirarlo, y anduvo deprisa, corriendo casi, hasta la primera calle abierta al tráfico y tuvo suerte, el taxi detenido en el semáforo estaba libre, y a su conductor no le importaba para nada lo que su cliente llevara entre sus brazos siempre que no expusiera a ningún peligro la tapicería del asiento trasero, el perro se portó bien de todas formas, no se movió apenas, y no tardaron mucho en llegar a casa, él se detuvo a respirar un instante la fría humedad del portal como si fuera una especie de serenidad, y subió las escaleras despacio, al acecho de las cucarachas ausentes, dormidas quizás, o muertas, temiendo encontrar a Manuela arriba, dormida también, o despierta, consciente, llorando o sonriendo todavía, estaba casi seguro de hallarla al hacer girar la llave en la cerradura y empujar la puerta, pero la casa estaba vacía, lo comprobó exhaustivamente, habitación por habitación, hueco por hueco, tras posar con cuidado la caja de cartón sobre el suelo del vestíbulo, en el colgador clavado tras la puerta del baño no había más que un albornoz, lo descolgó con un suspiro de alivio, profundo y artificiosamente provocado por sí mismo, mientras sentía decrecer la opresión sobre su diafragma y le asaltaba la tentación de liberar al cachorro, colocarlo en el vestíbulo y cerrar la puerta, simplemente, tal vez bajarlo a la calle, o dejarlo en la plaza, solo, vivo, entonces miró un instante hacia el espejo y no vio más que un trocito de papel celo donde antes había dejado la nota, pero el perro iba a morir de todas formas, estaba condenado, sus hermanos seguramente habrían expirado ya, asfixiados en el breve recinto de una bolsa de plástico, los bordes firmemente soldados por los dedos del dueño de su madre, porque su madre era una perra y no había sitio para ellos en ninguna parte, y nada más, con el albornoz colgado de un brazo regresó al dormitorio y recogió del asiento de la silla situada junto a la ventana el pequeño cuchillo de perfil curvo y filo dentado que no recordaba haber comprado nunca, se preguntó si ella se habría fijado en él al despertarse pero no llegó a responderse, porque su mano temblaba, y el arma entre sus dedos, lo mejor sería acabar cuanto antes, regresó deprisa al vestíbulo y volvió la cabeza un par de veces, porque el pasillo vacío estaba lleno de gente normal, tranquila, sana, que le miraba, levantó la caja bruscamente y se precipitó con ella hacia los balcones del cuarto de estar, persiguiendo la luz brutal y tranquilizadora de los mediodías, se arrodilló en el suelo y no se decidía, también matan a los pollos que se comen los niños, y a las vacas en los mataderos, y sacrifican a los peces en las redes, y arrancan las lechugas del suelo de los huertos blandos y húmedos, antes de levantar la oscura solapa de cartón microondulado cerró los ojos y la primera lágrima resbaló a ciegas sobre su mejilla izquierda, apenas llegó a tantear en el vacío, su mano tropezó enseguida con el pelo tibio, corto, un pequeño cuerpo caliente, el corazón latiendo fuerte contra la suave piel del vientre, se dijo que no sería capaz, y abrió los ojos para mirar al techo, lloraba, los girasoles le daban nauseas, el cachorro estaba condenado a muerte, moriría de cualquier manera porque su madre no era más que una perra, y no había sitio para él en ninguna parte, cerró de nuevo los ojos y lo envolvió tan fuerte como pudo en la felpa del albornoz, confiando quizás en que muriera asfixiado, igual que sus hermanos, antes de que transcurriera el tiempo preciso para ejecutarlo, pero el animal comenzó a chillar y a revolverse, podía sentir sus sacudidas desesperadas, sus patas arañaban la tela y su aliento quemaba su piel de hombre, le sujetó fuerte contra su propio vientre con el brazo izquierdo, y aferró el cuchillo con la mano derecha, vaciló por última vez, todo su cuerpo temblaba, y levantó su brazo en el aire y se vio sin mirarse, repugnante como un sacerdote sanguinolento y estúpido, y asestó la primera cuchillada y no sintió nada, el animal chillaba y se revolvía, pero su mano ya no se detuvo, le apuñaló otra vez, y otra, y otra, sin sentir nada, hasta que cesó cualquier resistencia, y sólo se escuchó la sangre, el rumor de un cuerpo muerto que se vaciaba, y hundió por última vez el cuchillo en el cadáver de un cachorro de perro callejero, y valoró la resistencia de la piel, el viaje del filo que penetra en la carne blanda y todavía templada, el ritmo de la muerte, lo bajo de su precio, y no sintió nada, lloraba como un niño perdido y no podía sentir nada en absoluto.

Luego actuó precipitadamente, sin detenerse a pensar en lo que hacía. Depositó en el fondo de la caja el cadáver de su víctima, envuelto todavía en el albornoz, el cuchillo, y toda su ropa. Completamente desnudo, corrió hacia la cocina, llenó el cubo de la fregona en el lavadero, cogió un par de trapos y regresó al cuarto de estar. Frotó a conciencia el suelo de madera sobre el que apenas había sido capaz de detectar un par de gotas oscuras porque él mismo, su camisa y sus vaqueros, habían absorbido casi toda la sangre, y desguazó un periódico atrasado para construir un colchón de papel sobre el que colocó con cuidado la caja, temeroso de que el líquido rojo que aún pudiera quedar en las venas del cachorro sacrificado pudiera traspasar el cartón y llegar al suelo. No quería tropezarse después con ninguna huella de la vida o la muerte de aquel perro. Cuando estuvo seguro de que esto no sucedería, se metió por fin en la bañera y abrió el grifo de la ducha, y permaneció debajo del agua hasta que sintió que su piel se arrugaba. Luego se vistió deprisa y salió directamente a la calle, sin mirar ni una sola vez a través de las puertas del cuarto de estar. En el descansillo del primer piso consiguió dejar de llorar.

Desperdició lo que quedaba de mañana vagando por las calles, y parándose ante todos los puestos que encontraba para comprar algo de comer, hasta que se hartó sin lograr que desapareciera de su estómago la sensación de vacío que hasta entonces se había propuesto identificar al menos en parte con el hambre. A las cuatro y media se metió en un cine de la Gran Vía sin mirar siquiera el título de la película, y se encontró con una comedia americana. A las siete intentó entrar en el cine de al lado, pero era sábado y había mucha cola, así que tuvo que andar un buen trecho hasta que encontró una taquilla semidesierta, y se metió en otro cine para contemplar otra comedia americana casi peor que la anterior. Cuando salió de allí, entró en un bar y bebió cerveza mientras las aceras se vaciaban y se llenaban de nuevo. A las diez ya no tenía ganas de seguir su plan inicial y ver una tercera película, pero cruzó la avenida y se perdió por una calle lateral hasta que encontró un multicine X. Esta vez sí contempló las fotos con detenimiento, antes de convencerse de que ninguna de las mujeres que aparecían en ellas le gustaba. Eligió una sala al azar, pero agotado por la repetición incesante de la misma situación en el mismo coche descapotable blanco, fue incapaz de soportar la película más de media hora. Regresó a casa andando, y empezó a sentirse mejor cuando comprobó que las obras del edificio que estaban rehabilitando en la esquina de Palma con San Bernardo no habían terminado, y el pesado contenedor de hierro pintado de gris, sólo lleno a medias de cascotes y de arena, seguía en la acera, no demasiado lejos, no demasiado cerca de su casa.

Y, sin embargo, le costó trabajo alcanzarlo porque, aunque la caja de cartón no pesaba mucho, era demasiado voluminosa como para manejarla cómodamente, y dio un par de traspiés en la escalera. Recorrió el breve tramo andando despacio y mirando en todas las direcciones, pero no vio a ningún guardia municipal durante el trayecto, y se deshizo del paquete sin complicaciones. Cuando volvió a casa, llamó por teléfono a su padre para que le invitara a comer al día siguiente, y se esforzó en contestar con normalidad a las angustiadas preguntas del anciano que apenas le veía un par de veces al año, incluido Navidad, y que parecía sinceramente alarmado por su llamada, tan distinto ese hijo que había salido raro de las niñas, que cada domingo iban a comer con él, llevando consigo a sus dos yernos y sus cinco nietos, por eso se lo advirtió claramente, que no tenía dinero, para sus hijas quizás, pero no para él, que le tenía abandonado en aquel piso oscuro, y vivía a su aire, despreocupado del asma y del aburrimiento, invencible ya, de su padre viejo. Él escuchó con paciencia el desgastado alegato que apenas había variado en una sílaba durante años, y repitió varias veces que no había perdido el empleo, que no había dejado embarazada a ninguna chica y que no le perseguía ninguna mafia, no necesitaba dinero y tampoco quería hablar de mamá, quería comer con él y ver a sus sobrinos, simplemente, y se mantuvo firme en esta versión hasta que su padre, levemente decepcionado por la vulgaridad de su mensaje, se tranquilizó y le advirtió que, si no estaba sentado a la mesa a las dos en punto, empezarían sin él, amenaza equivalente a una despedida convencional.

Cuando colgó, le apetecía tan poco la comida familiar como cuando había marcado el número, pero ni siquiera entonces encontró una fórmula más cómoda y segura de echar a perder el día siguiente, porque él llegaría a las dos menos cuarto, pero no empezarían a comer hasta las tres y media, y en el postre Belén se cabrearía con su marido porque éste le preguntaría de qué le servía estar toda la semana a régimen si los domingos se atiborraba de pasteles, y algún niño vomitaría, y Gonzalo, el hijo mayor de Silvia, que era muy listo y el único que parecía apreciarle en algo, pondría la televisión y le llamaría, y verían juntos el baloncesto, o el fútbol, o lo que fuera, y cuando se quisiera dar cuenta, ya serían las nueve o las diez de la noche.

Las páginas sueltas del periódico deshecho seguían apiladas en el suelo. Al agacharse para recogerlas, sus ojos tropezaron con dos o tres titulares de una página de sucesos, pero aunque una frase, «cocía cartas de amor y se bebía el caldo», le llamó poderosamente la atención, no quiso detenerse a leer las columnas que encabezaba, y tiró todos los papeles a la basura sin enterarse de que el cadáver de una mujer esquizofrénica de cincuenta y siete años había sido hallado en su casa varios días después de su muerte, provocada por un paro cardíaco. Los vecinos del inmueble, situado en el barrio de Campamento, avisaron a la policía al detectar el mal olor que despedía el piso. Cuando forzaron la puerta, los agentes hallaron a María G. R. tirada en el suelo, en medio de un desorden indescriptible. La difunta, que había recibido tratamiento psiquiátrico en varias ocasiones, se ganaba ocasionalmente la vida revendiendo en la calle las flores que compraba a otra florista callejera. Algún vecino declaró haberla visto los viernes y los sábados a media tarde, con un par de cubos de plástico medio vacíos, en las inmediaciones de la Plaza de España. En la casa se encontraron centenares de revistas y de novelas rosas apiladas contra la pared y, en los cajones de un mueble cerrado con llave, numerosas cartas de amor cuya lectura ha permitido suponer a la policía que María G. R. mantenía correspondencia con distintos hombres de todas las edades y clases sociales, a los que contactaba en la sección de comunicados y mensajes de algunas revistas de anuncios de inserción gratuita. Los restos de tinta hallados en su lengua y las páginas que flotaban en una cacerola situada sobre el fogón conducen a pensar que la difunta hervía libros y cartas de amor en agua para beberse posteriormente ésta, como si pretendiera así absorber la esencia de tales textos. Algunos servicios psiquiátricos consultados por esta redacción no se han mostrado excesivamente sorprendidos por esta práctica.

El conserje de la puerta principal le saludó efusivamente y perdió con él todo el tiempo posible, interesándose por el balance de sus vacaciones sin reparar en que éstas aún no habían terminado, pero sus compañeros de departamento acogieron con la previsible extrañeza su presencia, un día antes de lo debido. Les explicó vagamente que la idea de estar metido en casa, desgranando minuto a minuto el final del tiempo libre, le angustiaba tanto que se había decidido a ir a trabajar el mismo lunes, y parecieron creerle, al fin y al cabo todos eran subordinados suyos, y él se había ganado una cierta fama de excéntrico en los años que llevaba trabajando en esa sección.

Al entrar en su despacho se fijó en que la mesa de Marisa estaba ocupada por otra chica, y entonces recordó que su secretaria, embarazada por tercera y, según juraba besándose la uña del pulgar, definitiva vez, había pedido la excedencia meses atrás, aunque la última vez que habló con ella ya no confiaba en que se la concedieran. Los golpecitos que resonaron contra la puerta cuando apenas había tenido el tiempo preciso para sentarse en su silla le llevaron a suponer sin embargo que Marisa ya estaba en casa.

—Buenos días. Quería presentarme, soy su nueva secretaria…

Tiene pinta de llamarse Sonsoles, pensó, mientras se levantaba y estrechaba su mano. De edad incierta, en torno a los treinta años, llevaba el pelo frito y teñido con mechas rubias, la cara discretamente pintada, varias cadenitas de oro alrededor del cuello y zapatos de medio tacón supuestamente elegantes, de un tono tostado exactamente idéntico al del cuero de su cinturón y al de la piel del bolso que, por alguna extraña razón, llevaba consigo.

—Encantado. Me llamo Benito Marín, como ya sabrá… Supongo que en estos días le habrán contado suficientes cosas de mí, la verdad es que no soy muy exigente. ¿Habló con Marisa antes de incorporarse?

—Sí, estuve con ella un par de días, me lo ha explicado todo.

—Muy bien. ¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—Usted. No me lo ha dicho.

Ella sofocó una risita nerviosa ocultando sus labios con los dedos, y no con la palma de la mano.

—Es verdad, qué despiste… Me llamo Áurea.

—Como la mediocridad… —susurró él instintivamente, sonrojándose sin remedio un instante después, mientras buscaba en el rostro de su interlocutora alguna huella de la indignación que sin duda experimentaría después de semejante metedura de pata.

—Sí… —afirmó ella en cambio, sin renunciar a esa risa pequeña que expresaba más embarazo que regocijo—, pero prefiero que me llamen Auri.

—De acuerdo, Auri.

—…Y me gustaría que me tuteara, me sentiría más cómoda.

—No sé, es que yo trato de usted a todo el mundo.

—A Marisa no.

—Marisa y yo llevábamos casi diez años trabajando juntos.

—Bueno, pues llámeme de usted, pero por favor, tenga un poco de paciencia conmigo estos primeros días, me siento un poco desorientada…

—No se preocupe. Todo irá bien, seguro.

—Muchas gracias. Y si necesita algo, ya sabe donde estoy…

Le dedicó una última sonrisa, esta vez perfectamente controlada, y se marchó. Mientras la veía caminar hacia la puerta, pensó que ya disponía de suficiente información para clasificarla. No entendía sus juegos de palabras y tenía el tipo del tordo, la pata fina y el culo gordo.

La monótona rutina del horario laboral actuó como una dulce anestesia sobre su conciencia, relegando las sombras más oscuras de los estúpidos acontecimientos extraordinarios transcurridos en los últimos tiempos a una zona intermedia de su memoria que le resultaba fácil eludir cuando estaba despierto. Durante algún tiempo, poco más de un mes, esperó tercamente, como una promesa o una maldición, el regreso de Manuela, sin lograr todavía precisar siquiera para sí mismo una actitud exacta, echándola a ratos terriblemente de menos, temiéndola siempre, antes de empuñar los imaginarios escalpelos de taxidermista que le permitirían ir desprendiendo poco a poco la piel del cuerpo recordado, arrancando la carne de sus huesos y las uñas de sus dedos, blanqueando sus dientes, recreándola para sí, mejor e inofensiva, hasta que ya no fue una mujer viva, sino la vaga silueta de un fantasma sutil, delicado y terso, dulce y dócil, útil y duradero. Entonces volvió a aburrirse.

Lamentaba profundamente haberle perdido la pista a la hija de la portera del número 9, cuya fugaz visión antes justificaba al menos dos citas obligadas cada día, y se sentía aún más arrepentido de haber permitido que Polibio conociera a Manuela, y de haberla llevado otras veces a Lo Inexorable tras la primera noche para que su amigo proclamara que por fin había hallado un rival digno de él ante el tablero y se encariñara tan profundamente con ella en el curso de tres o cuatro largas partidas. Ahora le costaba trabajo hablar con Polibio, y Paquita no parecía dispuesta a perdonarle el tajante fracaso de aquella función extra en la que seguramente había actuado como autora y directora de escena a distancia, así que espació sus visitas al bar durante una larga temporada, aunque presentía que aquella situación terminaría por disolverse apaciblemente porque ellos tampoco podrían renunciar a él, eran todos demasiado viejos como para proponerse hacer nuevos amigos y demasiado sensatos como para conservar a toda costa los que ya tenían.

Los días pasaban muy despacio, pero morían finalmente cada noche, y llegó Navidad sin que sucediera nada en absoluto. Entonces, una tarde, para escapar a la asfixia insoportable de la ecuménica felicidad ambiental que, aun sin manifestarse en lugar alguno, él creía poder detectar en el aire, repentinamente espeso y repugnante de cantos y sonrisas, decidió cambiar los muebles de sitio. Trabajó duro durante horas, vaciando completamente el cuarto de estar, limpiando la habitación a fondo, rincones y cristales, y disponiendo de nuevo las cosas en un orden sistemáticamente opuesto al establecido hasta entonces. Cuando quedó satisfecho, miró a su alrededor y comprobó que sólo la mujer impresa permanecía en el mismo lugar, con los pendientes dorados en las orejas y el gesto cansado de los últimos tiempos. Se dirigió hacia ella y la liberó del peso del metal barato. Luego, sin mirarla, desprendió una a una las cuatro chinchetas que la sujetaban y la enrolló con cuidado, depositándola junto con sus joyas en un cajón, estaba un poco harto de verla. No había pensado en sustituirla pero cuando se detuvo a valorar nuevamente su obra se encontró con que en el fragmento de pared donde ella había vivido tantos años, se apreciaba ahora otra mancha blanca, limpia, su color muy diferente de la masa amarillenta del resto. Dos ventanas falsas en el mismo muro parecían demasiadas. Meditó unos instantes antes de ir a buscar al trastero la chapa de hojalata de la patinadora rubia y el chocolate de Valladolid, la imagen que le había fascinado apenas la vio sobre la acera pero que nunca había vuelto a contemplar, quizás porque había llegado hasta allí en compañía de aquel perro cuya muerte aún le pesaba tanto. Sin embargo, colgada en la pared estaba perfecta, era del mismo tamaño que su antecesora, y muy hermosa. La estudió con detenimiento. Pese a su aspecto descaradamente trivial, de su rostro emanaba sin embargo la seguridad de quienes saben vivir astutamente, sin complicarse jamás la vida. Tenía una cara completamente redonda, cara de torta, y también un cierto aire de llamarse Sonsoles.

Tardó casi media hora en encontrar la agenda, que se había perdido en el revuelo de estantes y cajones. Cuando ya escuchaba el tono, se dio cuenta de que no sabía si estaba soltera o casada, nunca se lo había preguntado, y temió escuchar una voz masculina. Quien cogió el teléfono poseía sin embargo una casi inequívoca voz de madre madura.

—¿Auri?

—Sí.

—Hola, soy Benito.

—Ya, ya le había conocido.

—Es que… había pensado que quizás te apeteciera cenar conmigo una noche de éstas.

—Pues… ¿y por qué me tutea ahora?

—No lo sé, no me he dado cuenta, perdona.

—No, si es mucho mejor así. Yo también te tuteo ¿vale?

—Vale.

—Bueno, pues sí, quiero decir, que sí me gustaría ir a cenar una noche… ¿Cuándo te parece?

—Hoy, por ejemplo.

—¿Hoy? —la voz de su secretaría le pareció teñida del asombro más profundo.

—Sí —insistió él—. ¿Por qué no?

—Es que hoy es fin de año.

—¡Ah, claro! —comprobó con una inmensa satisfacción que ni siquiera entonces se había puesto nervioso—. Ya…, ahora lo comprendo. Lo siento, es que como este año la Nochevieja ha caído en sábado, pues… no me había dado ni cuenta. En fin, lo podemos dejar para otro día, esta noche tendrás ya muchos compromisos…

—¿Y tú?

—Yo ¿qué?

—¿Qué vas a hacer tú?

—¡Ah! Nada en especial, nunca celebro estas cosas…

—¿Vas a cenar solo?

—Pues mira, si no te hubiera llamado a lo mejor sí, porque me estarían esperando en casa de mi hermana y no me habría enterado, pero ya que me has informado de la fecha, seguramente iré. Con un poco de suerte, habrá angulas de primero.

—Yo cenaré aquí, con mis padres. Ven a buscarme después de las uvas.

—No, no quiero fastidiarte la noche, en serio, podemos vernos otro día, yo resulto siempre muy aburrido en las fiestas…

—No tenemos por qué ir a ninguna fiesta. Ven a buscarme. Me apetece mucho empezar el año contigo.

Su voz aguda, ligeramente chillona, llegaba nítidamente hasta sus oídos a través de la endeble puerta de madera que separaba el cuarto de baño del dormitorio.

—Siempre quise casarme en primavera ¿sabes?

Él se había tirado encima de la cama y seguía allí, completamente vestido, extenuado por la suma de la ceremonia, el banquete, las familias, y el abrumador desprecio hacia sí mismo que combatía tenazmente en su interior con la más íntima satisfacción desde que se había levantado aquella mañana.

—¿Y sabes por qué?

—No.

—Pues para poder ponerme algo como esto.

—¿Como qué?

—Como lo que llevo puesto. Ahora lo verás, pero prométeme que no te reirás.

—No me reiré.

La puerta del baño se abrió y Auri se hizo visible en el umbral.

—¿A que es como de puta?

Él asintió con la cabeza muy despacio mientras miraba a su mujer, escasamente favorecida por un camisón ultracorto de gasa morada, con un profundo escote y unas minúsculas bragas a juego que le estaban pequeñas, todo profusamente adornado con encajes del mismo tono.

—Supongo que sí, no soy muy experto.

—Me encanta…

Auri se acercó a él andando despacio, sin atreverse del todo a hacer oscilar sus caderas para imprimir a su paso el aire lascivo al que seguramente no habría renunciado si su flamante marido hubiera mostrado más entusiasmo en la respuesta previa, pero él no se sentía dispuesto a acoger estas exhibiciones de buen grado. No se habían acostado juntos más de una docena de veces en casi seis meses, y aquel ritmo parecía más que suficiente para ambos. Ella se detuvo al borde de la cama, permaneció inmóvil un instante, como si estuviera esperando instrucciones, y luego se tendió blandamente a su lado. Él sólo quiso evitar sus previsibles ternezas.

—Cuéntame un cuento.

—¿Qué?

Ya había adivinado que ella sería capaz de dormir una noche entera a pierna suelta sobre un colchón instalado en el lecho de un río seco, y no buscaba otra cosa, pero pese a la desagradable ironía de su acento, se acurrucó contra su escote, la abrazó fuerte y repitió su demanda.

—Cuéntame un cuento, un cuento de hadas…

—¿Ahora?

—Sí.

—Pero ¿para qué quieres que te cuente un cuento?

—Para nada. Me gustan mucho.

—¡Hijo, qué cosas más raras se te ocurren…!

—Es posible, pero lo único que quiero es que me cuentes un cuento, uno cualquiera, no me importa, el que más te gustara más cuando eras pequeña…

—Me daban todos lo mismo.

—Bueno, pues el que mejor te sepas, el primero que te venga a la cabeza, un cuento, te han debido de contar centenares, igual que a todo el mundo.

Auri permaneció en silencio, como si fuera incapaz de encontrar la excusa definitiva. Él se apartó de ella y se estiró boca arriba, mirando al techo. Unos segundos después, escuchó una aparatosa carcajada y se volvió para encontrar una sonrisa de satisfacción que no fue capaz de interpretar.

—Ya te entiendo, por fin te entiendo, un cuento… ¿Vale Caperucita?

—Por ejemplo.

—Bueno, pues verás… Érase una vez una casita en el borde del bosque donde vivía una niña a la que todos llamaban Caperucita Roja porque llevaba siempre una capa con una caperuza de ese color. Lo que nadie sabía es que esta niña, que tenía ya dieciocho años, estaba muy salida, y no llevaba ropa debajo de la capa porque le encantaba perderse por el bosque para encontrarse con el lobo, que tenía una polla enorme y siempre la pillaba tomando el sol en bolas encima de una peña. Cuando se la encontraba, el lobo le decía, hola Caperucita, ¿qué haces tú aquí tan sólita?, y ella contestaba, pues tomar el sol, imbécil. Al rato le miraba bien y le preguntaba, oye, ¿y qué tienes tú ahí escondido en el pantalón?, y el lobo se desnudaba y ella le miraba y decía, ¡hala, qué polla más grande tienes!, y él contestaba, ¡es para follarte mejor!, y entonces… Pero, ¿qué te pasa, Benito? ¿He hecho algo mal? La verdad es que no te entiendo, tío, eres más raro que un perro verde… ¿No querías que te contara un cuento? Contéstame, que te estoy hablando. Benito, por favor, ¿qué te pasa? ¡Deja de llorar de una vez, por el amor de Dios, que me estás poniendo nerviosa…!